"El edificio de la señora Kubiac era una planta más alto que el resto de la manzana. Desde nuestra ventana del cuarto piso estábamos al nivel de los demás tejados y yo veía la nieve acumularse sobre ellos antes de alcanzar la calle...".
Había vuelto a leer el relato sin más referencias. El cuento "Chopin en Invierno" figura dentro de la antología que al "Cuento norteamericano" le dedica el escritor Richard Ford. En la edición del Círculo de Lectores aquél había incluido desde el ineludible Washington Irving de Sleepy Hollow, al Bret Harte de Poker Flat (cuyos "Proscritos" habían dado lugar a la película "La Diligencia" de John Ford, y a sus innumerables secuelas). Pasando por el sur pantanoso y melancólico de Faulkner, ("El otoño del Delta"), el memorable epitafio de Raymond Carver "Tres rosas amarillas" a la memoria de Anton Chejov. O un no menos desencantado viaje a los confines del mundo, situado esta vez al sur de Nueva Orleans, en el excelente No Place for You, My Love de Eudora Welty. O los modernos "Blues de Sonny" del muy melódico James Baldwin...
No sabía dónde se situaba el melancólico relato de Stuart Dybek, del que no tenía ninguna otra noticia. Era el escenario de una ciudad populosa y un tanto inhóspita, de altos edificios y ventanas iluminadas entre el frío del invierno. A través de techos precarios, cañerías remotas y ventanas mal cerradas se escucha la música, los valses de Chopin que alguien interpreta todas las tardes desde algún lugar del edificio. Y sobre el que una inmensa nostalgia se desprendía de sus personajes en la noche oscura. Todo gesto, las breves frases, remiten en sus patios cubiertos por la nieve a un pasado distante, que apenas se nombra.
En algún lugar, en el precario escenario de edificios entre el hielo, están Cracovia, una Polonia invadida, el recuerdo de unos salones iluminados en el Gran Ducado. Unos andenes de tren en el Medio Oeste, la emigración a Canadá y a los Estados Unidos... Unos acordes oídos en la noche son todavía los Nocturnos de Chopin o la Gran Polonesa, como el lugar memorable de un mundo perdido, más allá de los suburbios en donde sus personajes se refugian. Al final del relato, cuando todo se calle de nuevo, una referencia al silencio, precisa. El sentido, si en algún momento surge, está en ese lugar que no puede ser nombrado.
"Un silencio que siempre había estado ahí tras los crujidos y las corrientes y los portazos (,,,) las radios y las cisternas (...) las voces con sus retazos de conversaciones y discusiones (...) tan intenso como la música que había reemplazado".
Era un final memorable, cuando todo había ocurrido ya. Al modo silencioso también del memorable relato The Dead de Joyce, que en cierto modo evocaba. Cuando, escribía el irlandés, terminaba la torpe velada y en la noche: "Nevaba sobre toda Irlanda. Caía nieve sobre la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon".
No pude evitar recordar un universo, que tiene lugar muchos siglos atrás, y un género decididamente diferente, como era el de la llamada teología del silencio. Que reaparecía en unas páginas que estaba leyendo al mismo tiempo sobre los llamados neoplatónicos, en los confusos días en los que se están cruzando reminiscencias platónicas, la primera filosofía cristiana, el pesimismo gnóstico, una tradición hermética y la vaga noción de lugares aún más allá: el Egipto de Thot o la Persia de Zoroastro. O un Oriente de los gimnosofistas al que autores como Plotino recurrirán cada vez que quieran otorgar una enigmática antigüedad a sus definiciones.
En otro lugar de la estantería estaba la excelente "Biografía del silencio" de Alain Corbin, que retomé más tarde. Era un ensayo que en otro momento me había descubierto entre otras la novela Bruges la Morte de Georges Rodenbach - y propiciado después un viaje a la ciudad del simbolismo belga, que en primavera apenas guardaba nada de su melancolía finisecular. Y sí en cambio una serenidad luminosa donde se alineaban los tejados y canales de una burguesía floreciente, una religiosidad de comerciantes, una pintura flamenca no menos luminosa. Y un local escondido sobre un puente en un arrabal en donde el dry martini era la única bebida natural de los sosegados clientes. Alain Corbin citaba también la definición imposible de la divinidad del pseudo discípulo de San Pablo, el llamado Dionisio Aeropagita. En donde balbuceaba de nuevo una afirmación en el fondo silenciosa: "[la Divinidad] tinieblas más que luminosas del silencio que muestra los secretos ... negras tinieblas fulgurantes de luz".
Stuart Dybek, descubrí después, era un escritor afincado en Chicago, descendiente de una familia de emigrantes polacos. En su libro de relatos "La costa de Chicago", de carácter memorialista, evocaba un escenario de solares y naves industriales ya sin uso a lo largo de unas interminables vías del tren. En donde sus personajes vagan y se pierden luego, refugiándose a lo último en unos muelles, un lago oscuro que no alberga ninguna embarcación hace tiempo. En esta deriva sin objeto algunos desaparecen. Otros resurgen en un momento posterior, cuando el escenario inicial ya se ha transformado definitivamente.
Es un libro excelente. La nieve, el recuerdo apenas esbozado de un origen europeo - a través de la evocación un instante a la imagen de la virgen de Czestochowa- o mejicano de sus personajes - que paran continuamente en unas cantinas precarias con tacos y chile- aparece en ocasiones en medio de las avenidas, las calles destinadas a ser derruidas dentro de un nuevo plan urbanístico - el que sucede a la crisis de la industria en los años de la Gran Depresión.
Pero nada en ellos podía borrar aquel momento inicial, del descubrimiento del relato sin más referencias. De unas noches en las que a través de las ventanas entornadas se escuchaba una música de Chopin y ésta es el nombre del silencio que rodea a los absortos, taciturnos personajes en la ciudad invernal. Y cuyo sentido, finalmente, sólo tiene lugar cuando todo ha terminado. En el silencio que entonces por fin acaece.