sábado, 13 de julio de 2024

Roman Vishniac. Fotografías del shtetl de Polonia.


Imágenes de lo cotidiano, de un tiempo en suspenso, sin acontecimientos, anterior a la catástrofe… En algún momento la literatura posterior a la Shoá, la aniquilación de los judíos en la Europa Central, recogerá la nostalgia del shtetl - el poblado fuera de las ciudades, de tradición judía- como la memoria de un mundo que alguna vez fue estable, vagamente familiar, conservador de las tradiciones.

El italiano Claudio Magris, en su ensayo sobre Joseph Roth y su narración del desarraigo - titulada, precisamente, "Lejos de dónde"- recogerá esta alusión a un lugar al que la distancia había convertido en entrañable:

"La descripción tipológica de la "pequeña ciudad" de la cual tantos escritores judíos, alemanes, yiddish, rusos y polacos han dejado incontables retratos: el mísero pueblo en la llanura gris sin relieves, la pequeña actividad económica de los tenderos, los corredores, vendedores ambulantes, algún rico comerciante (...) el estudio del Talmud en la Shul; la rivalidad entre los seguidores de los rabinos ortodoxos y de los diferentes Zaddikim hassídicos...".

La literatura y los reportajes de principios del siglo XX pertenecían a una tradición creada en el período de entreguerras, en el que las imágenes fotográficas intentaron recoger un escenario, el de los judíos en la Mitteleuropa, cuya forma se había ido fraguando durante los siglos anteriores. La representación del mundo del Shtetl – o poblado en lengua yiddish - ya había conocido una cierta difusión a principios del siglo. En forma de tarjetas postales, de reportajes periodísticos durante la Gran Guerra. O, ya a finales de los 20, en los primeros fotolibros. La diáspora posterior, la Shoá, dispersaría – o aniquilaría, sencillamente- los escenarios de las publicaciones, e incluso la memoria de este escenario.

Los negativos se habían perdido. En 1994 el proyecto de una fundación privada - la fundación Shalom- promovió la búsqueda de un archivo de fotografías de los judíos polacos anterior a la Shoa, al año 1939. La iniciativa al principio suscitó un amplio escepticismo. Las fotografías particulares, las imágenes familiares, los álbumes personales, eran restos inexistentes o desaparecidos ya en la mayoría de los casos. Así contestaron en un primer momento los descendientes de aquéllos, a los que se pidió su colaboración: “No tenemos fotografías”, respondió alguien, escuetamente, a la solicitud de la encuesta.


Poco a poco, sin embargo, la iniciativa comenzó a tener alguna respuesta. Auspiciado el proyecto por un Instituto en Polonia, comenzaron a recibirse imágenes de los lugares más dispersos. Venían de Israel en principio o de Bulgaria. Pero también de California, Venezuela, Brasil, Italia o Argentina... (En la presentación de la muestra de las imágenes recogidas se decía que las fotografías procedían de: “familiares de las víctimas del Holocausto afincadas en Israel, Venezuela, Brasil, Estados Unidos, Italia, Argentina o Canadá”). Muchos años antes, se nos recordaba en otro lugar, la estudiosa Lucy Dawidowizc ya había iniciado la ímproba tarea de recuperar los documentos de las destruidas comunidades de Vilna, en concreto, y de Polonia en general, que serían remitidas al YIVO Institute en Nueva York. De su trabajo, comenzado en los días inmediatamente anteriores a la ocupación alemana de Polonia – y a la destrucción posterior del ghetto de Vilna- comentaría ella misma en sus memorias: “El aroma a muerte emanaba de estos cientos de miles de libros y objetos religiosos (…) supervivientes a sus asesinados propietarios”.   [1]


Las propias imágenes, en su supervivencia material, eran ya un recuerdo de la catástrofe. Copias arrancadas de álbumes viejos, rotos; otras escondidas en el marco de un cuadro; en medallones que acompañaron milagrosamente a algún superviviente... Algunas surgían de pronto de entre las páginas de un libro. En baúles desvencijados – como comentó alguien al rebuscar en un altillo- o armarios polvorientos. En sótanos o desvanes de casas que ya no se mantenían... Varios de los remitentes de las gastadas copias comentaron que no sabían de su existencia hasta que, por azar o buscando entre unas pertenencias que nunca habían revisado, se habían encontrado con ellas. (Una pervivencia azarosa… El fotógrafo Roman Vishniac, comentando acerca de los negativos que había podido salvar en su viaje de Berlín a Francia y de aquí a Lisboa y Nueva York, había recordado cómo: “Cosí algunos de los negativos en mi ropa cuando llegué a los Estados Unidos en 1940. La mayoría de ellos se quedaron con mi padre en Clermont-Ferrand (…) Sobrevivió allí, escondido. Ocultó los negativos debajo de las tablas del suelo y detrás de los marcos de las fotos”).  [2]   Una historia similar había ocurrido con los clichés que el húngaro André Kertész abandonó en Francia apresuradamente antes de su partida a Nueva York. Cuando muchos años después intenta recuperarlos, su amiga Jacqueline Pouillac le comentó que: “Sus negativos habían estado enterrados desde la guerra en una fosa que había excavado (…) en una granja para evitar que pudiesen caer en manos de los nazis. (…) El 4 de diciembre de 1963 fue desenterrada en su presencia la maleta que contenía sus negativos de Hungría y de París”.  [3] 


Del famoso Archivo de Vilna se sabe que fue un bibliotecario lituano, Antanas Ulpis, quien escondió manuscritos e imágenes de los judíos lituanos frente a la rapacidad de los ocupantes soviéticos en un confesionario de la iglesia de san Jorge. Allí permanecieron, más de cien mil documentos, hasta su recuperación ya en la primera década de este siglo. Alguien encontró, asimismo, en Varsovia unos 900 negativos del vasto archivo fotográfico del escritor Alter Kacizne, desaparecido éste en un progrom en Ucrania. De él, que había sido comisionado por una revista en Nueva York para ilustrar la vida de los guetos anterior a la guerra, se sabe que “Viajó con su cámara por toda Polonia, y también por Palestina, Rumanía, Italia, España, y Marruecos”. Su trabajo, oficialmente, había sido completamente destruido, hasta que aparecieron los ignorados negativos en la Varsovia de posguerra. De las copias clandestinas del polaco Heynrik Ross sobre la vida cotidiana en el gueto de Lodz, - y también sobre los convoyes que se dirigían a los campos de exterminio- miles de placas, conocemos que las ocultó al final de la guerra, enterrados en el suelo. (“El sufrimiento, la tristeza y la desesperación eran parte intrínseca del día a día”, había escrito en algún lugar). Y que no pudo recuperarlos hasta marzo de 1945, cuando aquélla culminaba. Tomados en condiciones precarias, la mayoría nunca habían sido publicados anteriormente. [4] Gran parte de los negativos se perdió, asimismo, por las condiciones en que habían sido ocultados.

Era curioso: judíos alemanes, inmersos en la cultura de Weimar o Praga de la década, habían emprendido en algún momento un viaje a la llanura polaca o ucraniana, para conocer una tradición de las aldeas judías que les era ya ajena. “Mis amigos y yo emprendimos un viaje a la Polonia judía porque queríamos conocer a los judíos orientales íntimamente. Sabíamos de ellos sólo a través de los libros”, escribiría el fotógrafo Tim Gidal tiempo más tarde.  [5]   El novelista Alfred Döblin había efectuado el mismo viaje, desde su Berlín habitual. Emprenderá un largo periplo en tren durante 1924, fruto del cual editará su Viaje a Polonia, con las notas recogidas en Varsovia, Vilna, Lviv o Cracovia. (En algún lugar de su conocida novela Berlin Alexanderplatz había apuntado: "Aquí vi por primera vez judíos"). En otra ciudad, la Praga literaria que años después recogerá minuciosamente el italiano Angelo Maria Ripellino, el novelista apuntará cómo: "Frantisek Langer, el hermano del célebre recogedor y narrador de historias hassídicas Jiri Langer, recuerda el efecto curioso y extraño que despertaba, en los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial, la aparición de un judío polaco con el caftán y los largos rizos por las calles de Praga". 

El judío Isaak Bábel, que había nacido en el ghetto de Odessa, corresponsal de los bolcheviques en la guerra polaca, anotaba ya en sus melancólicos apuntes de la guerra las nociones de la permanencia y la destrucción de las comunidades de la llanura:

“El cementerio judío detrás de Malin, tiene siglos, las estelas han caído, casi todas tienen la misma forma, ovaladas por arriba, el cementerio está invadido por la hierba, ha visto pasar a Jmelnitski, ahora a Budenny, pobre población judía, todo se repite y ahora esta historia de polacos-cosacos-judíos que se repite con una precisión extraordinaria, lo único nuevo es el comunismo”.   [6]

Otros fotógrafos recogerían este escenario, como Moshé Vorobeichic – desde sus tareas en la Bauhaus de Weimar-, Alter Kazycne, o Salomón Iudoch. En algún momento sobre las imágenes aparece la noción de su desvanecimiento. Más allá de la descripción, las fotografías del minucioso Heynrik Ross, frente al tiempo de la costumbre y el reportaje de los días repetidos, anunciaban de pronto su abrupta inmersión en el tiempo de la historia: los acontecimientos que iban a precipitar el final de aquello que retrataban. (Los negativos, enterrados en cajas en el gueto, no serían recuperados hasta el final de la guerra). En una de ellas, un carro partía, cargado de niños, de la ciudad de Lodz, rumbo al campo de Kulmhof. Un desconocido paseaba entre la nieve y los restos de la antigua sinagoga en el primer año de la ocupación, en 1939. Alguien, cuyo rostro no vemos, frente a unas ventanas cerradas carga con los rollos de la Torá, últimos restos de un templo arrasado. Otros desconocidos caminaban entre la nieve, dejaban la ciudad, presentíamos que para siempre… 


La historia, que se había introducido irremisible entre las ocultas instantáneas, era de nuevo esa “catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies”, en los términos del Walter Benjamin que recordaba al Ángel de la historia del célebre grabado de Paul Klee. “Una leyenda talmúdica nos dice que una legión de ángeles nuevos son creados a cada instante para, tras entonar su himno ante Dios, terminar y disolverse ya en la nada”, citaba en el conocido ensayo.   

Lentamente las imágenes privadas que requería la fundación polaca fueron llegando. Con este material se organizó la primera exposición en una galería de Varsovia en 1996. Después, en ciudades diversas de Europa o América (Los Ángeles, París, Múnich, Buenos Aires, San Petersburgo, Toronto…) o Israel. En algún momento, bajo el título de "Sigo viendo sus rostros", arribaba al Instituto Sefarad, el palacio de la Calle Mayor en Madrid.  [8]  En un lugar del catálogo se aludía a la condición de último lugar de las imágenes frente a la desaparición final. La exposición podía “interpretarse en términos de un lamento por un mundo desaparecido, al que únicamente podemos regresar contemplando antiguas fotografías”. 

El título por otra parte recreaba otro anterior, aunque de contenido muy distinto, como había sido la publicación de Erskine Caldwell y Margaret Bourke-White, You Have Seen Their Faces de 1936. Era en este caso un reportaje sobre la pobreza en la América sureña en donde los rostros, la mirada en la imagen, funcionaban también como una evidencia innegable. De aquellos de los que, se intuía, no quedaría después ninguna noticia. “En la expresión fugaz de un rostro humano, el aura nos hace señas por última vez desde las primeras fotografías. En eso consiste su belleza desoladora y absolutamente incomparable”, había señalado, melancólicamente, el Benjamin historiador de los comienzos de la fotografía.  [9]  La mención a los rostros recordados aparecería mucho más tarde en el poema que Susan Aizenberg escribiría, dedicado a Roman Vishniac y sus fotografías de un “Mundo Desaparecido”- que no fue publicado hasta 1983:

(Yiddish) Ellos hicieron de fracturados rusos, alemanes,

Y polacos su único país, las antiguas oraciones

Hebreas que cantaban, rezando (…)

Canciones ofrecidas a un Dios sin nombre

Que nunca les manifestó favor ni misericordia -

Marcándolos como extraños adonde huyeran.

Yo quiero, tú escribes, al menos salvar sus rostros.   [10]

Sobre la exposición posterior de Viena, y los rostros de los que aparecían en ella, el trestino Magris describiría cómo: "Entre las muchas fotografías que ilustran la exposición vienesa dedicada al judaísmo oriental, una retrata a un viejo reparador de paraguas, con el bonete muy hundido en la cabeza, la barba clara y las gafas sobre la nariz, que está atareado con una varilla y un hilo (...) la violencia podrá arrancar la barba o quitar la vida al paragüero, pero nada podrá arrebatarle esa plenitud de significado, esa decidida seguridad de su persona que se expresa a través de sus gestos tranquilos, en su mismo cuerpo".  [11]

(Noticias de la desaparición en el gesto: En su ensayo sobre las pinturas de Al-Fayum, los primeros retratos particulares conocidos en el Egipto romano, el escritor Jean Christoph Bailly recordaba la anécdota del apóstol Juan frente a la imagen que un pintor local había efectuado de su discípulo Nicomedes:

“Cuando hubo descubierto, al compararla con su reflejo en un espejo, que este retrato era el suyo y no el de un ídolo (…) tampoco se quedó satisfecho (…) de forma que lo que le dijo a Nicomedes resulta casi increíble: “Lo que acabas de hacer resulta pueril e imperfecto: has pintado el retrato de un muerto”).  [12]


Pero el rótulo sobre los rostros perdidos también recreaba el escenario de los relatos del mundo askenazí de la antigua Polonia. (“Shtetl, My Destroyed Home: A Remembrance” había titulado la edición de grabados sobre su Ucrania natal el pintor Issachar Ver Rybak, exiliado en París en 1922. En ella, junto a representaciones de lugares y personajes cotidianos – como el mercado o los músicos de una boda - aparecían los judíos ya en movimiento inexorable, en imágenes del exilio incipiente tituladas como “Progrom”). De una obra fotográfica, como la de Moï Ver, - entre su Vilna natal, la Bauhaus de Dessau y el barrio de Montparnasse- que edita “The Ghetto Lane in Wilna” en 1931, un comentario describe cómo: “Desde las vistas callejeras hasta los retratos en primer plano, el corpus de imágenes ha llegado a ser un documento de la existencia de las extensas comunidades judías, vecindarios, ciudades y aldeas que en su momento dejaron de existir al final de la Segunda Guerra Mundial”.   [13]  Como aparecían, de una forma obstinada, en el recuerdo que los abuelos del escritor Amos Oz tenían – a pesar de la destrucción de sus ciudades, de sus habitantes- cuando evocaran el mundo de la Europa occidental que habían abandonado: “Europa era para ellos una tierra segura y prohibida, un lugar anhelado de campanarios y plazas pavimentadas con antiguas baldosas de piedra, de tranvía, puentes y torres de iglesia de pueblos remotos, aguas termales, bosques, nieve y prados”.  [14]


De la antigua permanencia, como se recordaba en otro lugar, hablaban los relatos de Israel Yehoshua Singer, que se titulaban “De un mundo que ya no está”.  [15]   (Fun a Welt Wos Iz Nishto Mer en el original yiddish). El mundo del Shtetl de la llanura, o también el de la comunidad judía de Varsovia, aparecía en los cuentos de su hermano, Isaac Bashevis Singer. (Que luego se referirían a su azarosa memoria en las calles de Nueva York). O de Esther Kreitman, la hermana mayor, teñidos todos ellos constantemente con la certeza, oculta, de su desvanecimiento.  [16]   O en su caso, el del recuerdo de la emigración de los judíos orientales a Alemania, en el Joseph Roth de Judíos errantes. (Claudio Magris que visitaría la vivienda de éste en Viena - antes de desaparecer en el París de preguerra- comentaría al regreso de su viaje:

"Viviendo en esta casa, no era difícil convertirse en un experto en melancolía, la nota dominante de Viena y la Mitteleuropa; una tristeza de colegio o de cuartel, la tristeza de la simetría, de la fugacidad y de la desilusión").

Isaac Bashevis Singer, en un relato situado ya en la Varsovia de las agitaciones políticas anteriores a la guerra, había recogido la nostalgia del shtetl en el recuerdo del viejo Reb Israel, exiliado en la febril ciudad:

"La nieve arremolinada le hizo acordarse de los hace tiempo olvidados peregrinajes al rabino de Kotsk: trineos, posadas, ventisqueros infranqueables, cabañas aisladas por  la nieve. Aunque la festividad del Janucá estaba aún lejos, la nariz de Reb Israel se vio inundada por los olores de las lámparas de aceite, de las mechas chamuscadas. Oyó una melodía sagrada en su interior". [17]

En el ensayo de Roth sobre la emigración - escrito en medio de las transformaciones y la amenaza que el ascenso del nazismo estaba expandiendo por toda Europa- aún aparecía, en un determinado momento, una descripción de las aldeas escrita en presente. Esto es, en el tiempo de la permanencia, de la costumbre en la conformación de las calles y los hogares en las llanuras polacas.

“La pequeña ciudad (judía) está en medio de la llanura. Ni una sola montaña, ni un solo bosque, ni un solo río la bordea. Se extiende por la planicie. Empieza con pequeñas chozas y con ellas termina. Las casas toman el relevo de las chozas. Allí comienzan las calles…”.  [18]   El tiempo del presente, de la descripción, pronto desaparecerá también del libro, destinado entonces a relatar el movimiento incesante de las comunidades orientales, el viaje a Palestina, el éxodo frente a la inminente persecución.

Esta referencia a lo desaparecido es la que aparece en tantos títulos que describen el universo secular de los judíos en la Europa del Este – las aldeas orientales otras veces. Figura del desvanecimiento, implícita, en un título tan conocido como “El mundo de ayer” de Stefan Zweig. (En donde citaba al Goethe de: “Educados en el silencio, la tranquilidad y la austeridad, de repente se nos arroja al mundo; cien mil olas nos envuelven”). Pero también en las recopilaciones fotográficas del ruso Roman Vishniac, iniciadas en el año 1935 y no editadas hasta 1983. "Es un mundo desvanecido pero no conquistado, capturado aquí en imágenes hechas desde cámaras ocultas", había escrito el fotógrafo en la tardía edición del reportaje. Fueron tituladas años más tarde como Un mundo desaparecido. (“Vishniac reveló e imprimió estas imágenes en el cuarto oscuro de su apartamento en Berlín”).

Las fotografías del mundo de las ciudades judías de Roman Vishniac formaban parte del encargo de una fundación  neoyorquina, la AJDC, que, en pleno auge del nazismo, deseaba recoger las imágenes de un escenario que ya sabían iba a desaparecer. El biólogo e historiador de origen ruso viajaría por las comunidades de Polonia, Hungría o Ucrania, realizando un trabajo que en muchas ocasiones tomaba las características de la clandestinidad - y sería de hecho detenido en alguna ocasión. Vilna, Lodz, Varsovia, Cracovia, Brastislava; Mukacevo, Galitzia y Rutenia eran alguno de los lugares de su peregrinación. Esta misma condición augural tendrían a veces sus imágenes de esos años de un Berlín floreciente, en donde al fondo de su complejidad urbana aparecían los signos de la creciente amenaza (Y para tomarlas el fotógrafo en ocasiones hacía posar inocentemente a su hija Mara en primer plano).

Las copias anónimas de la exposición de la fundación polaca – Sigo viendo vuestros rostros - eran finalmente imágenes planas, sin más. Las fotografías que se exhibían - en reproducción generalmente ampliada - pertenecían al territorio de lo no-artístico. Fotografías familiares, de carácter costumbrista: de granjas, de calles o de familias en el estudio del fotógrafo. De parientes o rabinos del mismo lugar paseando. De lentas partidas de ajedrez o meriendas en el jardín. De vagabundos o vendedores ambulantes. De cocheros u oficiales. De rentistas y mendigos. De músicos y de ropavejeros. De la escuela, de la plaza y del mercado... De acuerdo a la tradición del costumbrismo lo que apreciábamos en ellas, lo que las imágenes nos estaban contando, no era tanto un suceso particular como la descripción de una costumbre. Un tiempo de lo cotidiano y repetido del que la instantánea daba una cierta noticia: un momento, antes de sumergirse de nuevo en la continuidad.

Roman Vishniac por su parte publicaría las imágenes de estos años mucho tiempo más tarde, en su A Vanished World de 1983, editado en una Nueva York que estaba ya muy lejos de la Europa del Este. (Tiempo antes, recién acabada la guerra, había regresado en 1947 a un Berlín en ruinas, donde había realizado un excelente reportaje sobre las ciudades alemanas después de la derrota). Su intención, según declaraba en el libro sobre las aldeas polacas - y húngaras, y ucranianas, y lituanas-  era: “Preservar – en imágenes, al final – un mundo que pronto cesaría de existir”.    [19]  (“Apenas hay un atisbo de sonrisa en ninguno de los rostros. Los ojos nos miran con sospecha desde detrás de las ventanas abatibles antiguas y por encima de la bandeja de un vendedor ambulante, desde aulas abarrotadas y esquinas desoladas”, se dijo en su momento. Alguien hablaría también de “la pobreza (…) y la luz gris del invierno europeo”).   [20]  De su obra comentaría Susan Sontag que: “La reacción ante las fotografías que Roman Vishniac hizo en 1938 de la vida cotidiana en los guetos de Polonia se ve abrumadoramente afectada por el conocimiento de que esa gente no tardaría en desaparecer”.  [21]   Las imágenes de la Europa del Este, de las comunidades judías que vivían en ellas, parecen entonces surgir con la advertencia constante del desvanecimiento. Y la intención de las imágenes de ser, desde el principio, la de la inútil contención de lo fugitivo. (Una exposición reciente sobre el mundo de los sefardíes en los Balcanes, organizada por el Instituto Cervantes de Belgrado, titulaba ésta como “Un mundo perdido”, anunciando así el motivo elegíaco de las imágenes).   [22]

En la muestra, unos niños sonríen frente a la cámara, en Cracovia. Otros, se pierden en la entrada de la escuela de una aldea. Un vendedor espera inmóvil en una calle de Varsovia, a la que no ha llegado ningún cliente todavía… El tiempo de las imágenes familiares de la exposición es, en su mayor parte, el tiempo de la suspensión. No el del acontecimiento. Nada ocurre en ellas que no sea el tiempo extenso, detenido un momento en la instantánea. Los actos, los gestos, poseen el carácter de la costumbre. Otras veces son una figura, un rostro de frente a la cámara, que así suspende, por un instante, la disolución - junto al nombre que las acompaña. Muchas de las copias son anónimas. No conocemos ya el nombre de los personajes, de los judíos occidentales allí retratados. Nadie sabe decir ya nada de ellos. Los rótulos de la exposición se resignaban a este anonimato y la mayoría de las reproducciones carecían de un nombre propio.


En otras fotografías de la muestra, las últimas, el tiempo de repente se precipita. Los habitantes del ghetto de Varsovia son detenidos en las calles; los de Cracovia, en fila, comienzan el viaje de la deportación. El movimiento en ellas, la quiebra de lo permanente es, esta vez nítido, el camino de la desaparición de una forma trágica... Una conocida imagen recoge el desfile de los judíos del gueto entre dos filas de soldados alemanes. Los edificios al fondo – alguno con llamas sobre el tejado – nombran el tiempo que fue antes de la permanencia, la costumbre; los portales, las viviendas, los balcones de la urbanidad. Los trajes de algunos ancianos, con un gastado traje y corbata, los vestidos de ellas, alguna falda plisada, señalan, de otra manera también, aquel tiempo de lo permanente, una misma urbanidad hecha de años y costumbres.


Otra imagen, la más estremecedora quizá, muestra de nuevo un breve momento de la suspensión: son los deportados al campo de Treblinka que, en una explanada frente a una estación que desconocemos, esperan a un tren que se demoró tres días en llegar. Mientras tanto, se recuestan en el jardín, pasean por la plaza abierta, miran de lejos a la cámara.

Junto a la fotografía, el nombre de la imagen exhibía también su deseo de permanencia. Era un instante, una marca, en la inevitable disolución. Un tiempo suspendido en las fotografías, en los rótulos al pie de las mismas. Pero que anuncia irremisiblemente su disolución, el trágico final de un mundo antiguo.

 



[1] Lucy Dawidowicz   The Golden Tradition. Jewish Life and Thougt in Eastern Europe   Boston, Massachussets, 1967.

[2] Cit. en UCSB Art and lectures, “Roman Vishniac”   2000.

[3]    Mariano Zuzunaga Schröder    Instantaneidad y proximidad en la obra de André Kertesz  Univ. de Barcelona  2004/2005.    Pg. 52.

[4] Vid. Exp.  “Conflict, Time, Photography”    en Tate Gallery, Londres, 2014.

[5] Cit. en Rose-Carol Washton Long  “Modernity as Anti-Nostalgia”   en Ars Juadaica   2011. Pg.

[6] Isaak Bábel     Diario de 1920.     Blacklist, Barcelona, 2008.  pg. 36.

[7] Walter Benjamin   Tesis sobre la filosofía de la historia   Itaca, Univ. Autónoma de México,  2008.

[8] Cat. Exp.  “Sigo viendo sus rostros”,  Casa Sefarad- Israel, Madrid, febrero 2012

[9] Walter Benjamin   “La  obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”  en Discursos Interrumpidos, o. cit.

[10]   Susan Aizenberg   To Vishniac    Univ. of Nebraska Press   Primavera 2006.  Pg. 159-161.

[11] Claudio Magris.   El Danubio   pg. 175.

[12] Jean Christophe Bailly    La llamada muda. Los retratos de Al- Fayum    Akal eds., Madrid, 2001. Pg. 15.

[13] Nissan N. Pérez   “Moï Ver- A forgotten Modernist”   en academia.edu   2019.

[14] Amos Oz    Una historia de amor y oscuridad   eds. Siruela, Madrid, 2010.    Pg. 10.

[15] Israel Yehoshua Singer   De un mundo que ya no está     eds. Acantilado, Barcelona, 2020.

[16] Vid. Por ejemplo   Esther Kreitman   The Dance of the Demons,   1958.  O el I. Bashevis Singer  In my Father´s Court    1979.

[17]  Isaac Bashevis Singer.   Una ventana al mundo    Nórdica Libros, Madrid. 2022.   pg. 57.

[18] Joseph Roth   Judíos errantes   ed. Acantilado.  Barcelona, 2008. Pg. 43.

[19] Roman Vishniac    A Vanished World     International Centre of Photography   , NY, 1983

[20] Gene Thorton  “The two Roman Vishniacs”   en New York Times 31 octubre 1971.

[21] Susan Sontag, o. cit. pg. 105.

[22] Exp.  “Imágenes de un mundo perdido. La vida de los Judíos Sefardíes en los Balcanes”   en Instituto Cervantes, Belgrado, 2015.

Sobre la ciudad doliente

                                      (La "Mappa dell’inferno". Sandro Botticelli 1480 aprox.)

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