Sierra de la Peña de Francia, en el límite con los montes extremeños. Al oeste, hacia Portugal, la prolongación forma la Sierra de Gata, ya en la divisoria con las comarcas cacereñas. Bajo el pico más alto, llamado propiamente la Peña de Francia, debajo del santuario se encuentra la villa de La Alberca, en la falda del monte. Alrededor, un monte espeso de robles, tejos, brezo y castaños.
Llegar a La Alberca suponía, en los inviernos de antes, acceder a un pueblo oscuro en la ladera de la sierra, de calles empedradas, aleros prominentes y sombras en las esquinas. Una niebla fría cubría a veces la llegada, el calvario en la entrada. Poca gente en la calle, un balcón iluminado en la plaza, adonde se accedía para tomar un caldo humeante frente al hielo de los portales.
Alrededor, el monte oscuro, la noche sin luces, el silencio del bosque de roble y castaños - como cargados de rumores, que no se aciertan a desvelar.
Era el escenario aún medieval de la aldea y el monte que la rodeaba, su cercanía ominosa y negra.
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La repoblación medieval de la comarca tiene lugar en una fecha relativamente temprana, durante el reinado de Alfonso IX. Asegurada en parte la frontera con los reinos árabes, tras la toma de Toledo por Alfonso VI en 1085, curiosamente la repoblación de los poblados de la sierra es anterior a la ocupación de las villas en el llano, siendo éstas sin embargo de una economía mucho más productiva que los dispersos caseríos en el monte, siempre agrestes, pedregosos y de tortuoso cultivo - o de precaria actividad ganadera, entre riscos e impenetrables bosques. Los serranos viven de la montanera o del producto de la sierra: miel, olivas, cera o castañas, con las que, cuenta la historia, elaboraban en tiempos un pan áspero y oscuro. Los restos de numerosas torres, derruidas fortalezas, hablan de una repoblación de frontera, en el límite con las taifas árabes.
Diversas leyendas hacen alusión al descubrimiento de la imagen de la Virgen, cerca del posterior santuario. Leyendas que, como en otros casos, repiten la presencia oculta de una imagen, que se había guardado durante décadas frente a la amenaza de los árabes. En algún caso se nombra al último rey godo, el rey Don Rodrigo, el cual, según aquéllas, se habría refugiado en algún caserío cercano antes de perderse definitivamente en los montes portugueses. Alrededor de estas tradiciones siempre aparecen noticias de tesoros ocultos, imágenes escondidas, una reina mora - la de las Quilamas- abandonada en un castillo en ruinas. (Curiosamente la frecuente alusión a los mouros que se conserva en esta mitología local hace más bien referencia a los ouros, los antiguos y enigmáticos habitantes de las minas y los bosques, ya desaparecidos, antes que a los "moros" de la historia medieval).
Una tradición de la Alberca, "antiguamente llamada Valdelaguna", señala que desde siglos antes - siglo XVI según las noticias- se establece el ritual de la Moza de Ánimas, que aún hoy se mantiene.
En sus calles, al atardecer, pasea la llamada "Moza", una mujer del pueblo enlutada, que se acompaña de otras dos mujeres también vestidas de negro.
En su procesión por las calles se acompañan de una esquila, que va sonando a intervalos. Tras el primer toque la moza salmodia:
"¡Fieles cristianos! Acordémonos de las Benditas Ánimas del Purgatorio, con un Padre Nuestro y un Avemaría, por el Amor de Dios". Un segundo toque y continúa: "Otro Padre Nuestro y otro Ave María por los que están en pecado mortal, para que su divina Majestad los saque de tan miserable estado". Un tercer toque. La procesión culmina frente a una hornacina en la pared de la iglesia, donde están enclavadas dos calaveras sobre el muro. Nadie acompaña a las mujeres cuyas voces admonitorias se dejan oir entre las calles. Recuerdan un mundo intermedio, oscuro, que acompaña a éste.
O, más antiguamente, la tradición de la Esquila del Mes, también destinada a contener a las ánimas. En ésta, que se celebraba el viernes primero de mes, una esquila sonaba a la madrugada, recorriendo todo el pueblo y finalizando asimismo en el osario de la iglesia. En un estudio sobre Vida y muerte en La Alberca se apunta cómo: "No hace muchos años era un hombre quien recorría el pueblo entero, saliendo a las tres de la madrugada, mientras tañía la esquila, cuyo mágico sonido de bronce se encargaba de ahuyentar y guiar a las Ánimas que por allí pudieran vagar". [1]
Las sombras cubrían el pueblo, luego. El bosque, la noche fuera, siguen guardando su amenazadora presencia.
(Estas procesiones remiten en cierto modo también al mantenimiento de los rezos de ánimas en la comarca de Sayago, esa tierra de pizarra y cortaduras afiladas en el extremo de Zamora, cercana al lago de Sanabria. Allí, en la aldea de Abelón se celebraba en la noche de Difuntos el llamado "Ramo de Abelón" - "Ramo de Ánimas"- en el que, tras la procesión por el pueblo y el persistente toque de campanas hasta la llegada a la iglesia, unas mujeres recitaban un largo parlamento dedicado a evocar a los penados del purgatorio y sus demandas. "Era una de las imágenes más tétricas que acompañaban el paisaje devocional del mundo rural hasta no hace muchos años", comentaba un artículo sobre el secular Ramo. Perdido éste en Abelón, la tradición se ha conservado hasta hoy en el vecino pueblo de Pobladura de Aliste). [2]
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El bosque, la foresta alrededor de los caminos, nos recuerda el medievalista Georges Duby, forman parte del paisaje europeo durante siglos.
"Pocos hombres, muy pocos - sólo vastas soledades que gradualmente se van extendiendo hacia el Norte y el Este, llegan a ser inmensas y muy pronto terminan por invadirlo todo - baldíos, cenagales, ríos vagabundos y los páramos, los tallares, las dehesas, todas las formas degradadas de la selva que suceden a los incendios de matorrales y a los cultivos ocasionales de los incendiarios de bosques (...) A grandes trechos, una ciudad, pero que, invadida por la naturaleza rural, no es sino el esqueleto enmohecido de una ciudad romana, trozos de ruinas que contornean las caballerías...". Así comenzaba su ensayo sobre la "Adolescencia del cristianismo occidental" el historiador francés. [3] En la representación de aquel mundo Duby señalaba la presencia del centro y de la periferia, siempre amenazante y oscura. "Un vasto disco cubierto por la cúpula celeste y rodeado por el océano. En la periferia, la noche. Poblaciones extrañas, monstruosas, de unípedos, de hombres lobos. Se contaba que surgían de vez en cuando, en hordas terroríficas, como adelantados del Anticristo".
El también francés Jacques Le Goff destacaba por su parte al paisaje del desierto en los orígenes del cristianismo, que como recuerda, había surgido en las sequedades del oriente. Allí, el desierto era el lugar de la pobreza y la contemplación en silencio. La ciudad quedaba muy lejos. Pero también era el lugar de la amenaza, cuya soledad inmensa estaba poblada por todos los rumores y los daimones de la oscuridad, que escapaban a las leyes de la urbe. [4] El desierto, recordaba Ernest Renan - en un comentario un tanto arriesgado, anota el francés- es el origen de las religiones monoteístas del mundo. En su escenario desolado, y lejos de los hombres, tiene lugar la ascesis de los ermitaños de la Tebaida, ese pedregoso paraje cercano al Nilo. También la de los austeros monjes del desierto de Siria. Al desierto, cercano al río Jordan, recuerda el historiador de nuevo, se había retirado san Juan Bautista antes de iniciar su predicación. Y en el desierto de Judea - "una montaña muy encumbrada"- tienen lugar la aparición y tentaciones del maligno a Jesucristo. ("Fue conducido del Espíritu de Dios al desierto, para que allí fuese tentado por el diablo", relataba sencillamente Mateo, 4:1).
Al lugar del desierto en el oriente se contrapone, afirma el mismo ensayo, el bosque en la geografía occidental. (Marc Bloch, nos recuerda, señalaba el rostro de la selva medieval "que abarcaba espacios mucho mayores que hoy en macizos mucho menos abiertos por los claros"). El bosque - la gaste forêt de Perceval - es, como reitera constantemente la literatura del ciclo bretón, el lugar de los encuentros enigmáticos. Y también el de un laberinto sin salida, ni posibilidad del regreso.
"Cuando el joven Tristán, que había huido de los mercaderes piratas noruegos, llegó a las costas de Cornualles, subió con gran esfuerzo al acantilado y vio, más allá de la landa abarrancada y desierta, un bosque que se extendía sin fin". Su huida con la bella Isolda encontrará refugio, como se sabe, en el impenetrable bosque de Morrois, alejados de toda persecución. (En la legendaria foresta de Broceliande encontrarán refugio -y según otros la muerte- el mago Merlín y el hada Viviana. En ella se había introducido el Caballero del León, tras haber encontrado "un camino a la derecha"). Pero en otro lugar - un ensayo sobre la selva oscura del Inferno de Dante, donde la diritta via era smarrita - se nos recordará la "visión del abate calabrés Gioacchino di Flora, dotado de espíritu profético, un religioso que se extravía en la selva y el camino está impedido por linces, leones, serpientes".
En la búsqueda de la ascesis en el monacato europeo se denomina "desierto" también a esta selva fragorosa: Desierto de la Grande Chartreuse que pueblan san Bruno y sus compañeros en la fundación de la Orden de los Cartujos. O las cabañas de Molesmes que ocupan san Roberto y algunos eremitas en Citeaux - en los orígenes de la Orden del Císter. San Ronán, el santo irlandés - nos relata la Vita san Ronani- "Se adentra en el desierto y llega al bosque de Nemet en Cornouaille". (Allí será acusado de connivencia con los lobos, licantropía y hechicería, por lo que más tarde se traslada al reino de Domnonia, en el extremo de Bretaña). O la fundación de la comunidad de Sainte-Foy- de-Conques - la formidable basílica románica, origen de una de las rutas principales a Santiago de Compostela- de las que el cartulario nos indica que la misma fue a establecerse en un lugar en el que "no había ninguna habitación humana, salvo la de los bandidos de los bosques". O en otro lugar la fundación de la Camandula, la reforma benedictina que tiene lugar en el alto valle del Arno, en Toscana.
Allí el noble Romualdo "decidido a abandonar el mundo a pesar de tener ante sí un futuro de comodidades (...) había encontrado a Dios en los densos bosques del Casentino (...) Justo allí, cerca de un árbol, Romualdo había tenido en un sueño la visión de una escalera recorrida por algunos monjes, como premonición del nacimiento de la Orden". Era su intención: "Campus Malduli (...) convertir el mundo en un yermo". [5]
Cuando, en algún momento de la posguerra europea, el escritor británico Patrick Leigh Fermor acceda en su interminable periplo a las celdas del monasterio de Saint Wandrille, en Normandía, no podrá menos que evocar, en unas páginas posteriores, los orígenes azarosos del antiquísimo convento, que había sido fundado por Vandresigilo, el santo originario de la región de Austrasia, allá por el año 649.
"Tempranas crónicas aún existentes y el famoso Gesta Abbatum nos cuentan sus inicios, cuando el norte de Francia estaba dividido en los enigmáticos reinos de Neustria y Austrasia, regiones de bosques y ciénagas sólo habitadas por lobos y jabalíes". (Más tarde, el relato evocará las distintas destrucciones y la devastación que se había sucedido en la historia. De las que, sin embargo, aún perduraba la actual abadía benedictina y sus monjes). [6]
Al oeste de la Península, por los valles del rio Sil, a principios del siglo VII en la soledad del Bierzo, San Fructuoso, huyendo de las ciudades tras el establecimiento del monasterio de Compludo, fundará en los montes Aquilianos el eremitorio de san Pedro de Montes. A estos cerros en la Valdueza leonesa acudirán eremitas o ascetas, como san Valerio, en cuyas laderas fundarán a su vez iglesias como la mozárabe de Santiago de Peñalba, entre las escobas, el brezo y los riscos.
El término "desierto" se incluye en las fundaciones de los carmelitas descalzos, que buscan lugares apartados pero también "amenos", que favorecen la contemplación, afirman las ordenanzas de la reforma del Carmelo. Así, el más antiguo de ellos, el Desierto de San José en el valle de las Batuecas. Pero también el formidable -y arruinado- monasterio del Desierto de Calanda, en un intrincado paraje cercano a la villa. O el convento del Desierto de Las Palmas, en la Plana Alta, cercano a Benicassim - cuyos últimos monjes fueron asesinados durante la guerra civil. En otra sierra, aneja a Benifallet, se levantó en tiempos el monasterio - y las ermitas- de Sant Hilari de Cardó, allá por el Bajo Ebro...
Una descripción repetida en las "Historias de los monjes de Siria" del obispo de Ciro, Teodoreto, en sus minuciosas historias de santidad, reitera la escena inicial en las biografías: un monje abandona la ciudad, el mundo donde se ha criado, y se encamina al desierto - omnipresente en las montañas de Siria. Así cuando compara al "célebre Marciano" con: "Elías, Juan y sus seguidores, quienes vestidos con melotes, con pieles de cabra, indigentes, atribulados, maltratados (...) erraban por desiertos, montes y cavernas y las hondonadas del terreno". [7]
Pero en otro lugar muy distante, en el extremo norte de la cristiandad, Le Goff señala cómo: "los ermitaños irlandeses pueblan los solitarios islotes". El término "desierto" hace alusión, aquí, a los islotes apartados, a unas costas inhóspitas - por donde, permanentemente, se teme la llegada de los navíos de los hombres del norte.
En la Vida de san Columbano, que tanta influencia iba a tener sobre el eremitismo irlandés, se nos cuenta cómo: "Cuando san Cuthberto, al final de su vida, se retiró de su comunidad de Lindisfarne para instalarse en una ermita de la isla de Inner Farne, seguía una práctica bien conocida. El atractivo del desierto - "el grito de las olas, el grito del viento, las vastas aguas del petrel y de la marsopa"- que resuenan con tanta fuerza en la hagiografía celta, pobló de ermitaños muchas islas y acantilados desérticos por todas las costas de Irlanda y del norte de Gran Bretaña".
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Fuera de la ciudad, el bosque, su laberinto oscuro e inextricable será el espacio de las sombras.
"Sombras, esos poderes mágicos cuya existencia sólo se percibe alguna que otra vez, en las visiones premonitorias de la muerte, en todos los rumores que cubren entonces la noche, pero que, como cada cual sabe, dirigen enteramente el universo", había escrito el Georges Duby del minucioso manual sobre los orígenes del románico de Skira.
Del bosque, nos informa otra noticia, surgen de vez en cuando sus remotos habitantes: los leñadores, los proscritos, fugitivos, los perseguidos por la justicia. Pero también el oso, los lobos o, en la imaginería medieval, seres aún más hórridos, como los trasgos, la banshee, el hombre salvaje o una sombría procesión que atrapa a los que la contemplan en los cruces de caminos. Su oscuro laberinto está plagado de voces, como bien conocen los habitantes de las aldeas. Pero estas voces, presagios de qué turbia amenaza, nunca se distinguen muy bien. Al atardecer, recuerda el monje Glauber, comienzan los aullidos en el monte, las voces de qué sombría advertencia.
El bosque sombrío señalaba, ya desde la remota descripción de Tácito en la "Germania", el límite entre el mundo ordenado y concebible, el de los países del Imperio, frente a esa selva oscura y, al decir de muchos interminable, que era la sombría selva Herciniana, que cubría la frontera con los germanos. (George Frazer recordará cómo Julio César interrogando a unos prisioneros germanos había recibido de estos la respuesta de que su extensión era inabarcable. Más adelante el antropólogo escocés escribe: “Cuatro décadas después fue visitada por el emperador Juliano y la soledad, oscuridad y silencio de la selva parece que hicieron profunda impresión en su naturaleza sensible”). Su antigüedad era, apuntaban las primeras relaciones sobre Hercinia, asimismo innombrable.
"Tácito nos habla de los semnones, los primeros seres de las tribus suevas que nacieron del humus y que se reunían anualmente en asamblea en el bosque sagrado". Su mundo, una foresta laberíntica y húmeda, es inhabitable al decir del aristócrata latino que era Tácito. De ella surgen a veces las hostiles tribus de los alemanes a los que, en un esfuerzo inútil, las legiones tratan de contener. Tácito advierte que: "Aunque fértil el paisaje es pardo, oscuro, húmedo y de clima amargo".
Del bosque surgen también los ritos, enigmáticos y sangrientos en ocasiones, de los antiguos celtas. Siglos después una noticia sobre las remotas tierras de los druidas nos informará que: "El Concilio de Arles legisla contra la adoración de árboles, fuentes y piedras, o el de Tours de 567 o Nantes en 568, que irán contra los que practican un culto sacrílego, en lugares salvajes y escondidos al fondo del bosque".
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La ciudad está delimitada a veces por las murallas. Éstas establecen una nítida separación entre la villa y sus afueras. (En su De civitate Dei San Agustín ya había hablado de la oposición "Dentro del júbilo del Señor" y de las "tinieblas exteriores").
En las ilustraciones que realiza el monje benedictino Matthew Paris en la abadía de St. Albans para su Chronica Majora, a finales del siglo XIII, figuran las del itinerario que había dibujado para describir y documentar el viaje que el peregrino debería recorrer desde Londres hasta alcanzar la ciudad santa de Roma - o, en otra versión, hasta el extremo meridional de Brindisi, desde donde había que embarcar hacia Tierra Santa. El itinerario, según la tradición medieval, señala las ciudades y las distancias que hay que cubrir en una línea recta que desdeña la representación analógica del territorio, y que dibuja y anota con señales el recorrido hasta Jerusalén. [8] De su Historia Anglorum se nos señala cómo "las principales ciudades de Londres, Dover y York (aquí conocido por su nombre latino Eboracum) aparecen acompañadas por pequeños dibujos de castillos o fuertes, con murallas almenadas".
Las ciudades son nombres en el mapa. Una inscripción en tinta, debajo, las designa. Su existencia es la del nombre, desde luego. Pero su dibujo es siempre el de una torre, una iglesia, un castillo encerrado entre murallas en ocasiones. Los edificios son reconocibles y figuran como emblemas del lugar. Los muros señalan, en la representación medieval de la villa, la situación de ésta. Y marcan, en su aislamiento, la presencia a su vez de un afuera que, por el contrario, no se puede dibujar.














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