De entre los dispares libros que la tía Pilar guardaba en el caserón familiar figuraba una edición de las obras completas de Azorín, publicada con cierto esmero por el Instituto Alfonso el Magnánimo de Valencia, que yo leía distraídamente los días que íbamos a verla y que al final ha ido a parar a una remota casa de campo, lejos del sol y la humedad de la costa.
No sé si la tía Pilar las leería alguna vez. Aunque su biblioteca era bastante arbitraria y cabían los más variados encabezamientos, aquella edición de Azorín no dejaba nunca de sorprenderme cuando la volvía a encontrar, intacta, en los estantes del salón de arriba de la casa.
La verdad es que el repertorio de libros de la familia era bastante entretenido y en ellos, además de una aplicada afición a las guías de viaje y manuales sobre el arte del renacimiento italiano - que se repetían en todas las estanterías - de vez en cuando uno se topaba con sorpresas inesperadas, y algunos hallazgos fascinantes.
Como una joya, que encontré un verano en forma de edición de finales de siglo XIX de las novelas de Julio Verne, editada en folio por una imprenta catalana cuyo nombre no recuerdo, y que incluía los grabados originales de la edición francesa. En ella se repetían, prolijamente, varios de los ilustradores primeros, entre ellos el impagable Georges Roux. O una edición de mediados del XIX también del Teatro Crítico Universal de Benito Feijóo, en bastante buen estado y que nunca supe en qué momento había ido a parar a aquella casa. O la publicación en dos volúmenes de la obra crítica de Francisco Quevedo, decimonónica igualmente, y con profusión de barrocas litografías y aguafuertes... Ahora pienso que todas estas riquezas ilustradas, de imprentas catalanas del siglo romántico, debieron de venir de cuando la familia se trasladó de Barcelona a la costa, a la muerte del abuelo. Nadie debía de haberlas abierto desde entonces, porque los volúmenes estaban en una esquina del salón, cerrados y con un notable aroma marino - a humedad y carcoma - en sus páginas.
O las ediciones dedicadas a la familia por Mossen Jacinto Verdaguer, entre ellas la Atlántida, que encontramos al cabo de los años y después de que la tía Concha nos hubiera hablado los veranos de ellas. Siempre habíamos dudado un tanto de la originalidad de los manuscritos y de unos poemas autógrafos firmados por el Mossen, enmarcados en nácar, que se guardaban en la planta de abajo de la casa junto al comedor. Pero cuando accedimos, tarde, a ordenar y repasar los archivos, descubrimos que la leyenda renacentista de la tía era cierta, y que los manuscritos y dedicatorias y primeras ediciones eran originales, y que, al final, como en casi todo, la tía Concha tenía razón.
Luego, pasado el tiempo, descubrí que el poeta catalán había embarcado hacia la década de los 70 como capellán de la Compañía Transmediterránea, en la que trabajaban nuestros abuelos - y sus padres, y los de aquellos - como capitanes de barco, y de ahí debió de surgir la amistad y los originales y las primeras ediciones que en la casa todavía se guardaban.
En las estanterías de la biblioteca del comedor de abajo, y en la del cuarto de la tía Pilar, por lo demás, había clásicos en número apreciable, eso sí, sin el menor afán bibliófilo. Cervantes, Mesonero Romanos o el teatro de Calderón en ediciones honradas. Unos títulos raros de Baltasar Gracián de procedencia desconocida. Galdós en publicación barata y Lope de Vega en un manual escolar... Luego estaba San Agustín en varios volúmenes. Y, por supuesto, todo San Pablo, - las Cartas a los Corintios y Tesalonicenses, a los Gálatas o a los Romanos...- estudios sobre su obra e incluso monografías varias sobre la región de Tarso, Antioquía o la antigua Cilicia romana, regiones que la tía Pilar visitaba regularmente y de las que siempre volvía con alguna nueva guía, geográfico-mística o histórica.
Modernamente, la afición regional de la familia se había prolongado a escritores como Manuel Vicent o Juan Gil Albert, de los que figuraba una biblioteca si no completa, bastante concluyente al menos. (La tía Pilar tenía alguna novela o cosa así de Javier Marías o incluso de Rosa Regás. Pero éste es un capítulo triste en la historia de la biblioteca sobre el que tampoco hay que porfiar). Del oscense Ramón J. Sénder alguien de la familia debió de considerar en algún momento que pertenecía al fin y al cabo al reino de Aragón, porque en los mismos estantes aparecían casi todas sus novelas. Incluida alguna de primera edición mexicana, de cuando la censura no permitía su publicación en España. Cómo llegó hasta allí es un enigma. Entre ellos, los autores del antiguo Reino de Aragón, se colaba alguna curiosidad ya local como la historia de las almadrabas en la cala del Rincón de Loix. O las relaciones del descubrimiento de la imagen de la Virgen del Sufragio en la playa de Benidorm, que aparecía en diversas ediciones, incluida alguna anónima. En torno a esta última - imagen de la que en la casa se debía tener una notable devoción a juzgar por la cantidad de estampas y relieves que había por toda ella - creo recordar que se guardaba incluso algún raro y meritorio ejemplar de poemas en honor de la misma, incluido el memorial de varios Juegos Florales sucesivos que se celebraron durante años en las fiestas del Castillo. (No creo que un suceso como éste se halle tan bien documentado en ningún lugar como en aquella casa familiar ). Aún recuerdo el título de uno de los folletos, o memorándum, de aquellos certámenes, el definitivamente poético "Trobes en lahors de la Mare de Déu del Sofratge", enunciado cuya carga lírica me eximió de hojear los versos contenidos en él, que quizá desmerecían de aquella primera promesa.
En el despacho de la tía Concha había libros de historia local, en torno a la comarca de La Marina Baixa. Estos aparecían firmados por diversos párrocos de la zona, principalmente. Los títulos, cuando los repasábamos, poseían esta vez un carácter épico de sabor innegable. Creo recordar un pequeño volumen intitulado Els Aragó al Ducat de Gandía i Comtat de Dénia i els Trastamara al Regne de València. Y sobre todo otro, acerca de una omnipresente señora de la historia local de la cual siempre hablaban los mayores en el porche, sobre la que versaba un folleto anunciado como: Beatriu Fajardo de Mendoza o Beatriu Fajardo de Guzmán, Senyora Territorial de Benidorm .
Obras locales las había sobre todo de un pariente lejano, sabio y minucioso, el cual se había dedicado a agotar los archivos y legajos de la comarca, en un radio comprendido entre la bahía de Altea y su mansión del puerto de Valencia, y había al parecer exprimido cuanto en ellos pudiera alcanzarse. Sus raras ediciones estaban todas junto a la chimenea de arriba, intonsas, por lo que siempre me quedé con la duda de si alguien - incluido mi padre, conspicuo archivero y lector de rarezas - las había hollado alguna vez.
Y más catálogos sobre exposiciones: en Florencia, en Pisa, o en Verona. Un volumen kilométrico con fotografías del Museo del Cairo. Y clásicos como el André Chastel o el Wittkower sobre la pintura del Cinquecento italiana. Algún raro Camón Aznar. Un Lafuente Ferrari bastante rancio. Un ensayo sobre la escultura románica del soriano Gaya Nuño, que sin duda se debía a compras de mi padre. Y catálogos varios de Rembrandt o Vermeer - a los que la tía Pilar había visto en el Rijksmuseum - o de la exposición antológica de Watteau, monumental, en el Grand Palais. Y las obras completas de José Antonio Primo de Rivera en edición de inmediatamente después de la guerra. Y las de Ramiro Ledesma Ramos en una esquina del desván. Y algún raro Ángel Ganivet en el armario cerrado del salón. Y los libros de devoción de la abuela. Y el Año Cristiano, en volúmenes sueltos, en la edición de Croisset de 1851. La Biblia del Peregrino en tres volúmenes dedicada expresamente por el traductor, Luis Alonso Schökel, a la tía Pilar (Descubrimos más tarde que habían mantenido cierta amistad. Y una regular correspondencia durante años).Y los diccionarios de la lengua valenciana, llenos de polvo en un altillo. Manuales de lengua francesa, con carcoma. Y los cuadernos de navegación de los bisabuelos. Y los estudios de topografía y trigonometría de la Marina mercante. Y algunas cartas de navegación editadas en Londres, a finales del siglo. La revista La Esfera encuadernada. Y el Blanco y Negro del modernismo. Y La Ilustración Española y Americana . Y las obras completas del crítico Orts y Ramos, pariente de un bisabuelo a lo que decían. Y la cocina imposible de la Marquesa de Paravere. Y las colecciones de repostería tradicional. Y las ediciones populares de la Sección Femenina de Coros y Danzas...
En cualquier biblioteca de tantas generaciones - y de los viajes a América y a Liverpool -, y de los párrocos amigos de la familia y de los recuerdos de la Barcelona de la RenaissenÇa, se puede uno perder. Y en los cajones, en los desvanes, en el altillo, y en las carpetas y en la bodega...Y aburrirse generosamente, también .
Lo que nunca pude entender es cómo, en un recuento de una tarde de otoño en que, cosa rara, en el pueblo llovía, pude encontrar dentro de la estantería de la sala de arriba la primera edición de una novela de Gonzalo Torrente Malvido - con quien entonces tomábamos café en Madrid tantas tardes - "Hombres varados, en la rara edición del año 1963 con editorial Destino.
Una novela canalla - y bien escrita - de un escritor maldito y bien escrito, asimismo... Qué demonios hacía, cómo habría ido a parar a aquella casa...