lunes, 15 de abril de 2013

Criticar al artista. I



 Siendo uno aún un niño, recuerdo todavía una de las primeras críticas artísticas a las que hube de asistir, que tenía la forma de dos vejestorios que contemplaban una exposición en la clásica galería Biosca, la de la calle Génova.

Yo había ido con mi padre, que repetía de tarde en tarde el itinerario habitual de las galerías de arte de la zona. O sea, Juana Mordó - que estaba enfrente de casa -, la primitiva Theo en las Salesas; los salones de la planta baja de la Biblioteca Nacional; la primera Kreisler; la librería Aguado; Iolas-Velasco, que estaba más lejos... Y por supuesto el sótano de Biosca, que aún conservaba algo del aura de santuario de la posguerra.

En todas las exposiciones de entonces había obras de Manolo Millares o de Benjamín Palencia, me parece ahora. En algunas, de Álvaro Delgado u Ortega Muñoz. Más tarde todas fueron de Genovés o el Equipo Crónica. (Pero eso fue después, porque ya me habían puesto pantalones largos, que en casa la tradición del pantalón corto y los calcetines altos se guardaba hasta una edad impropia).

La exposición de Biosca, aún la recuerdo, era del pintor Francisco Mateos, expresionista castizo que en su momento acudía regularmente a todas las salas de la capital. Mi padre me estaría comentando algo del expresionismo y la posguerra, supongo - fuera cual fuera el tema del que se hablara, siempre surgía la autarquía por algún lado - y yo debía de estar aburriéndome porque, aún siendo un enano, había entendido que allí visto un cuadro los había visto todos. Entonces entraron en el sótano dos vejestorios disfrazadas de cacatúa y con unas dosis de colorete en el rostro que aún no he podido olvidar, y se pusieron a alabar los lienzos del sevillano a grandes voces.

Decían cosas como: "¡Qué expresión!". "Qué ternura, por Dios". "¿Has visto qué sentimiento?" y frases por el estilo. Gesticulaban mientras tanto con exagerados ademanes y ocuparon ciertamente la galería por un momento. Luego, se marcharon enseguida. Debían de ir al café Gijón, intuyo.




Entonces yo pensé que aquellos loros debían de pertenecer al mundo artístico y que había un conocimiento profundo en su admiración que a mí se me había escapado, verdaderamente. Intenté ver de nuevo los cuadros tras la arenga psitaciforme. Pero el entusiasmo se me resistía. Allí había ocurrido algo, entre las máscaras del pintor y las máscaras de las entusiastas y nadie se había dado cuenta al parecer. Habría que insistir, pensé. Tanta careta merecía una crítica.

Los expresionistas nos perseguían. Otra exposición que recuerdo nítidamente, a despecho de la distancia, es la del belga Constant Permeke, de quien ignoro por qué caminos había llegado una amplia muestra a las salas de la Biblioteca Nacional. A mí de nuevo - y eso que ya iba vestido de mayor - se me resistían las pinceladas como brochas y los rostros como máscaras de aquella sala. Pero mi padre, que ese día estaba inspirado, comenzó a hablarnos de la tradición expresionista de las ciudades centroeuropeas y de la tragedia que se estaba gestando en la Europa de la guerra, y al parecer eso era algo muy importante, que se percibía claramente en los chorreones del belga. Recuerdo incluso que se había puesto a hablarnos de ello en voz baja, mientras unos señores que antes le habían saludado y tenían aspecto de altos cargos de la Diputación Provincial charlaban al lado en voz alta y con suficiencia de banalidades varias.

Así es que lo que había que hacer era hablar en voz baja, pensé, y apreciar la crisis de posguerra en las telas coloreadas. Mientras, los diputados provinciales se dirigían hacia la sala de los canapés. El secreto estaba en los brochazos airados, semejaba, y la banalidad al contrario residía en la sala de las bandejas, donde varios cargos con bigote hablaban de pintura moderna con suficiencia, sobre un pertinaz rumor de emparedados.

Todo arte tenía un discurso, aprendimos entonces, y era tarea nuestra acceder al mismo. Que además solía estar oculto tras la sala de los canapés y la sonrisa autosuficiente de las autoridades de turno.

Fatigoso descubrimiento éste que habría de llevarnos durante años por las más prolijas justificaciones y autosuficiencias, esta vez no de los consumidores de emparedados de jamón, sino de la locuacidad del arte moderno y sus estetas.



A uno, a despecho de la ira de posguerra, recuerdo, lo que le había gustado en el fondo desde pequeño eran los cuadros de Paco Lozano, amigo íntimo de mi padre, valenciano como él y del que teníamos bastantes telas entre la casa de Madrid y la de Alicante. Entre los cuadros de Paco había dos telas de Benjamín Palencia, de ambiente manchego e irreal al mismo tiempo, que siempre me fascinaron y un dibujo como de casa en el bosque de Vázquez Díaz que también me agradaba. También alguna litografía abstracta de Miró, algún Mompó valenciano igualmente, y unos grabados orientales, con pagodas y faroles en medio de la montaña nublada que siempre me intrigaron  Había muchos más cuadros, claro, pero estos eran principalmente los que yo recuerdo.

A Paco le reprochaban cierta complacencia, al parecer, como era el hecho de que muchas noches cuando venía a cenar de pronto se quedara contemplando un cuadro en la pared y se levantaba de nuevo a mirarlo, e incluso a cantar sus excelencias. Pero a mí el hecho de que alguien fuera capaz de admirar una obra propia, pasado el tiempo y ya vendido el lienzo, me parecía una excelente señal y me daba la seguridad de que aquel hombre disfrutaba de verdad con lo suyo. Además, y puede que también contribuyera a mi simpatía, Paco venía a buscarnos en su coche a casa de los abuelos en Benidorm y después nos paseaba por todos los pueblos de La Marina - Sella y Altea, Callosa o Alfaz del Pi, o Castell de Guadalest - y esto siempre influye. Otros se han vendido por menos.

También venía a cenar a la huerta de los abuelos, entre otros, el pintor Genaro Lahuerta, de quien con los años he aprendido a apreciar sus cuadros. Pero en aquel entonces acudía con unas corbatas de lazo tan estridentes que, contaban los mayores, yo no apartaba la vista de ellas durante toda la noche, y  además era incapaz de articular comentario alguno sobre aquellas. Ni de hablar con él, por supuesto,  distante detrás de tan cromático parapeto.

Estas cosas influyen también, y con el tiempo aprendemos que muchas veces las corbatas nos impiden apreciar las telas. Además Genaro no tenía coche entonces. O por lo menos a mí nunca me llevó en él. Y encima había que alquilar un taxi para ir a su estudio, en Altea la Vella, y volver ya de noche, en el autobús de La Unión de Benisa, factores todos que contribuyeron  a que uno tardase algo más en valorar su pintura.

El juicio tiene estos caprichos, a veces.


Pero a despecho de los amigos de mi padre y sus compañeros de tertulia en el café Gijón, o el Lyon, o el Hotel Suecia, quien de verdad nos introdujo en el discurso inagotable de los artistas y su repetición sin fin fue Noemí Martínez, nuestra profesora  de arte en el colegio Estilo, escultora ella misma y casada con el pintor Manuel Mampaso, a cuya casa y estudio sobre un alto en la calle Serrano comenzamos a acudir asiduamente.

 Con Noemí empezábamos todas las tardes una ruta interminable, después del colegio, en un 600 de la época - que fue el auténtico origen del camarote de los hermanos Marx - y en el que nos dirigíamos a las galerías de arte, museos abiertos o en obras y estudios de pintores en ejercicio para culminar, después de la visita y la charla acostumbrada, en la acera de la plaza de Cibeles, adonde nos despedíamos hasta el día siguiente.

Lo que hablaban aquellos artistas... Lo que hablaban los encargados de las galerías de arte. Lo que discurseaban los oficiantes de la tertulia del Gijón... (A este dictamen sólo escapaba un asiduo del café, vestido de negro y sentado siempre en silencio, solo, en una mesa, sonriente y con una pipa en los labios, que acudía allí todas las tardes. Nunca se sentó con nadie y nunca le vimos pronunciar una sola palabra. Alguien nos aseguró después que se trataba de un escritor, cuyo nombre no recuerdo, y por curiosidad nos pusimos a indagar sobre la ignota obra suya. No la encontramos jamás y ninguna de sus supuestas novelas se encuentran en algún repertorio de ninguna parte. Se  trataba de una especie de poeta japonés, sin duda, como comprendimos más tarde).

Los artistas hablaban y la facundia de sus afirmaciones no dependía necesariamente de la de su obra, que podía ser de una parquedad insoportable. Noemí los conocía a todos.



Una tarde, en el estudio en las afueras de un pintor conocido suyo - cuyo nombre no recuerdo, pero sí que portaba una perilla algo caprina - éste se dedicó toda la velada a conversar con nuestra inspiradora, sin dejarla intervenir, y a nosotros no nos hizo mientras el menor caso. De su discurso inacabable  recuerdo vagamente que consistía en una crítica acerada contra la experimentación y los artistas cuya obra nunca acababa de definirse, por un lado. Y en censurar la facilidad que tenían aquellos para someterse al mercado, por otro. Lo fascinante de aquello era que semejaba que Mefistófeles se estuviera refiriendo a su propia producción, que colgaba, generosamente acumulada y experimental también, sobre las paredes y suelos del estudio. Pero no. Él se excluía vanidosamente de tales faltas.

Otra de las cosas que aprendimos de aquella tarde distante, en aquel taller situado en el más allá, era que los artistas en Madrid se conocían todos. Y que hablaban siempre mal los unos de los otros.




A mí los cuadros que me atraían cada vez más eran los del propio Manuel Mampaso, que colgaban distraídamente del estudio en donde nos juntábamos ya todos los fines de semana. Puede que me sugestionara más el hecho de que, a diferencia de los talleres y exposiciones que con Noemí frecuentábamos, de los de su casa nunca se hablaba - ni por supuesto él, que se retiraba sonriendo apenas nos veía aparecer en tropel por la casa. Con los años aprendí a relacionar aquellos lienzos de un solo gesto en blanco y negro con la obra que estaba pintando Franz Kline en otra  parte - o, de manera más sofisticada, el propio Robert Motherwell, cuya exposición temprana en la Juan March marcó unas temporadas más adelante. Pero en aquel momento las referencias eruditas carecían de toda importancia y aquella nuestra era una forma de ver, sin referencias, que nunca más podríamos repetir .

A mí me gustaban cada vez más aquellos cuadros de signos inmediatos en blanco y negro que ocupaban la casa por completo y de los que nadie, excepción única en aquellos días locuaces, hablaba.

Puede que fueran también las espléndidas fiestas que Noemí y sus hijos preparaban, en aquel ático desde cuya terraza se avistaba todo Serrano, y cuyo telón de fondo eran los cuadros del pintor, apilados en la pared para que, poseídos por la guitarra Fender de Jimmy Hendrix, no los destrozáramos.

Puede. Pero entonces yo tendría que haber relacionado, pasado el tiempo, la pintura de la Escuela de Nueva York - o de la calle Serrano, sobre el edificio del Lázaro Galdeano - con la música de Led Zeppelin - o el descubrimiento, impagable asimismo, de comer con  palillos - y eso nunca me ha ocurrido. Debía de ser otra cosa. Debían de ser, por una vez, los propios cuadros.





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