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" Dos patrias tengo yo: la Habana y la noche "
- G. Cabrera Infante
A la llegada, después de interminables esperas, paramos en un solar frente al aeropuerto, donde hay que esperar aún más. Coches aparcados, furgonetas, taxis viejos, policías... Esos espacios de tránsito, sin nombre, sin horizonte - la fachada del aeropuerto cubre el frente, los autocares los flancos. En el autobús pasan lista a los que llegan. Al final partimos: han retenido a alguien en la aduana, dicen.
Luego, cuando el autobús por fin arranca, la primera noción de un mundo otro: unos solares prolijos al pie de la autovía, los campos al fondo de un verdor, una humedad como nunca habíamos visto - un universo verde y espeso semeja cubrirlo todo. Han segado los bordes de la carretera: crees adivinar que esa misma noche volverán a brotar. Más allá bosques feraces, laberínticos, imposibles. Un seto de troncos oscuros con flores magenta - nunca vistas - interrumpe la vista, cruza por las ventanas del autobús a ratos.
Más tarde, el breve recorrido con luz - el sol está cayendo y cruzaremos las calles casi a oscuras, en esta ciudad en la que al parecer nada se ilumina.
El autocar abandona la autovía. Entra entonces en un universo de calles húmedas, casas de una sola planta de fachadas descoloridas y comercios cerrados. Hay gente inmóvil sobre las aceras, grupos de jóvenes en los solares, ociosos sobre los bordillos.
El recorrido, las interminables calles en sombra tienen algo fascinante - de nuevo, lo nunca visto antes.
Alguna de las fachadas muestran restos de una antigua retórica -unas columnas al frente, un frontón inclasificable, un título rimbombante. Otras son restos cerrados de viejos almacenes. Hay charcos de agua y sombras entre ellas. Hay rostros asomados, inmóviles, en las ventanas, interiores recogidos que nombran un mundo de silencio y pasividad al caer el día.
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Cena en la terraza del Hotel Colonial, frente al Malecón. El mar al fondo se escucha, pero no se ve. Me gusta un mar intuido, el rumor de las sombras.
"Todo pesa aquí", dice T. que lleva en la ciudad varios meses.
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A mediodía nos recoge T. en el hall del Hotel Sevilla. A ella le encanta, nos dice, el lugar, los vastos salones con fotografías de los antiguos visitantes del hotel. Boxeadores, políticos, cantantes, actrices - todas en blanco y negro. "Era el auténtico hotel de la mafia", añade. Pero descubriremos más tarde que hay varios establecimientos que ostentan tal honor. El Sevilla está en un barrio, alrededor del Parque Central, inmediato al bulevar que baja al Malecón, especialmente ajetreado y ruidoso - circunstancia ésta digna de resaltar en una ciudad en la que el ruido jamás se acaba.
Vamos a comer después a la terraza del Centro Asturiano, sobre la populosa calle Prado.
Primera vista de un mundo secreto en las infinitas azoteas de la ciudad: los palomares, una huerta precaria, unas sillas que penden sobre el abismo; un negro anciano que tiende la ropa y silba a lo lejos; una torre metafísica al fondo, sobre el mar.
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En la antigua iglesia de San Francisco - convertida ahora en salón de conciertos - habíamos entablado conversación con la encargada de las obras de restauración. Amable y cordial, accedió a enseñarnos los patios interiores del convento anejo a la iglesia. Monumentales - y recubiertos de andamios y cables - los claustros ostentaban los tres órdenes de la arquitectura clásica en un concierto ciertamente vitruviano.
Pero siempre hay algo en estos edificios - me había ocurrido antes en la llamada catedral, de fachada vignolesca - que no acaba de concordar con el clasicismo, o el supuesto modelo al que en teoría obedecen. Tampoco la iglesia inmediata, de clara influencia herreriana. Y no sé definir por qué.
Se lo comento a la atenta conservadora, que parece estar de acuerdo en mi extrañeza. Pero ella tampoco parece tener una respuesta a esta diferencia. Si no es un gesto vago, que viene a decir: "Esto está acá, lejos".
La conservadora, encantada por la charla sobre los órdenes de Vitruvio al parecer, accede entonces a enseñarnos la iglesia ortodoxa aneja al convento.
- ¿Ustedes no sabían que aquí había una iglesia griega?
- Nosotros no teníamos ni idea.
- La inauguró Fidel - comenta, orgullosa - En la visita del patriarca de Atenas.
- Cómo íbamos a saber...
A la salida una suerte de diosa negra, adolescente y en minifalda, nos contempla con un rencor ancestral, precolombino.
- Me odian - comenta nuestra arquitecta municipal -. Piensan siempre que les estoy robando los turistas.
- Mujer, ellas también tienen que ganarse la vida.
- Pues que se la ganen de otra manera. Esto es una vergüenza.
A uno la imagen de la Furia morena, con algo de esfinge pagana, le parece cualquier cosa menos una vergüenza. Pero me cuido mucho de decírselo. La indignada conservadora por otra parte se apresura a aclararnos que ella es militante del Partido. Cosa que habíamos adivinado hacía rato, sin necesidad de la explicación.
Bajo los altos muros del convento se erige en efecto una breve iglesia bizantina. Yo pienso que debe de ser la réplica exacta de a saber qué modelo, allá por Tesalónica o el Monte Athos. Pero el pope ortodoxo que casualmente se encuentra en el interior del templo, me lo desmiente.
- No es ninguna réplica. Es una iglesia griega, según el modelo tradicional.
- Ya veo.
La conversación entonces, fuera, bajo los muros del enorme convento franciscano, se hace prometedora. El pope - joven y de un innegable acento habanero - se enzarza con nuestra anfitriona en una diplomática pero inflexible discusión sobre la persecución de la Revolución a las celebraciones religiosas. Los dos poseen una prosa amable y algo retórica - que yo disfruto especialmente- pero en el fondo están en completo - y educado -desacuerdo. La discusión deriva luego hacia el tema de la ayuda soviética, que ha levantado la iglesita, o la restauración de una sinagoga cercana, en vista de las inminentes relaciones con el estado de Sion.
Yo estoy fascinado con la situación. Una conversación habanera frente al atrio de un templo griego entre una funcionaria del Partido, un pope ortodoxo, un vigilante mulato y silbador, y el encargado de las obras del convento, un ex-militar cubano, delgado y taciturno, que al parecer ha abandonado la fe, la esperanza y la caridad - según su compañera, ha abandonado el Partido, el Ejército y la Redención, y espera ya sólo en su silencio algo que a los demás se nos escapa por completo.
Cuando intento discutir con el sonriente y algo socarrón pope sobre el tema del Cisma de Occidente y la precedencia del filioque en el rito oriental, Teresa afortunadamente desvía la conversación a tiempo.
Regresamos a la oficina de los claustros.
- Yo - nos aclara nuestra amable guía - sigo teniendo fe en la idea. A pesar de todo lo ocurrido pienso que el socialismo es una idea perfecta.
- Santa fe - le contesto, en el ambiente perfecto después de haber admirado la tradición del iconostasio ortodoxo. Y de haber hablado brevemente con nuestro admirable pope sobre la iconografía, algo heterodoxa, que presidía el bajorrelieve del arquitrabe del atrio.
El antiguo militar y miembro del Partido sigue callado, sonriendo, mirando hacia la plaza, que ahora se abre hacia el antiguo muelle y los almacenes de San José en el puerto. Hay algo en su silencio que resulta infinitamente más atractivo que el discurso, las afirmaciones precisas de nuestra arquitecta - antigua estudiante en Kiev y Moscú, según nos cuenta luego.
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Cruzando por la ciudad de Matanzas - decrépita, con viejos edificios coloniales arrumbados por la humedad, aduanas cerradas, sombras en las calles - no sé por qué imagino unas notas sobre la literatura en el Trópico. (El día anterior había estado hurgando en los puestos de libros de Plaza de Armas. Innumerables joyas de edición barata y precio largo, de las que sólo me había hecho con alguna de las inexistentes en España. Un Alejo Carpentier que no conocía, "El acoso", del año 1969. Una serie de relatos rurales de Samuel Feijóo, "Tumbaga"; la traducción directa del checo del "España, España..." del brigadista Artur London; una recolección de notas históricas sobre la ciudad, del erudito García del Pino...).
Ésta - la literatura del Trópico - es, semeja de pronto, necesariamente enfermiza, algo redundante. La persigue una fiebre tropical que está rondando siempre al acecho.
Literatura de la profusión, de la multiplicidad - de objetos inmóviles. El calor, o el sueño, fomentan una estética del barroco, de lo múltiple. Que - imagino de pronto una columna salomónica - se abraza a sí misma, sin salida.
Literatura de las islas. La enfermedad, el pantano, la ciénaga. El movimiento en círculo - sin redención a la vista.
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Una estética de la ruina. Todo lo que nos fascina en Cuba son objetos que han perdido, definitivamente, su función.
Los ingenios azucareros de Matanzas, ayer por la tarde; un salón de baile en Vedado - saturado de cuerdas para colgar la ropa; los mohosos edificios coloniales; un almacén cerrado; un café aristocrático sin aristocracia - y sin ventanas - y con cajas de cerveza por los suelos; un mercado vacío; una aduana clausurada...
¿Cuándo se ha visto una estética tal? Sin un solo objeto presente; cuyo único esplendor es la imagen perdida, los edificios en ruinas...
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A la llegada, después de interminables esperas, paramos en un solar frente al aeropuerto, donde hay que esperar aún más. Coches aparcados, furgonetas, taxis viejos, policías... Esos espacios de tránsito, sin nombre, sin horizonte - la fachada del aeropuerto cubre el frente, los autocares los flancos. En el autobús pasan lista a los que llegan. Al final partimos: han retenido a alguien en la aduana, dicen.
Luego, cuando el autobús por fin arranca, la primera noción de un mundo otro: unos solares prolijos al pie de la autovía, los campos al fondo de un verdor, una humedad como nunca habíamos visto - un universo verde y espeso semeja cubrirlo todo. Han segado los bordes de la carretera: crees adivinar que esa misma noche volverán a brotar. Más allá bosques feraces, laberínticos, imposibles. Un seto de troncos oscuros con flores magenta - nunca vistas - interrumpe la vista, cruza por las ventanas del autobús a ratos.
Más tarde, el breve recorrido con luz - el sol está cayendo y cruzaremos las calles casi a oscuras, en esta ciudad en la que al parecer nada se ilumina.
El autocar abandona la autovía. Entra entonces en un universo de calles húmedas, casas de una sola planta de fachadas descoloridas y comercios cerrados. Hay gente inmóvil sobre las aceras, grupos de jóvenes en los solares, ociosos sobre los bordillos.
El recorrido, las interminables calles en sombra tienen algo fascinante - de nuevo, lo nunca visto antes.
Alguna de las fachadas muestran restos de una antigua retórica -unas columnas al frente, un frontón inclasificable, un título rimbombante. Otras son restos cerrados de viejos almacenes. Hay charcos de agua y sombras entre ellas. Hay rostros asomados, inmóviles, en las ventanas, interiores recogidos que nombran un mundo de silencio y pasividad al caer el día.
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Cena en la terraza del Hotel Colonial, frente al Malecón. El mar al fondo se escucha, pero no se ve. Me gusta un mar intuido, el rumor de las sombras.
"Todo pesa aquí", dice T. que lleva en la ciudad varios meses.
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A mediodía nos recoge T. en el hall del Hotel Sevilla. A ella le encanta, nos dice, el lugar, los vastos salones con fotografías de los antiguos visitantes del hotel. Boxeadores, políticos, cantantes, actrices - todas en blanco y negro. "Era el auténtico hotel de la mafia", añade. Pero descubriremos más tarde que hay varios establecimientos que ostentan tal honor. El Sevilla está en un barrio, alrededor del Parque Central, inmediato al bulevar que baja al Malecón, especialmente ajetreado y ruidoso - circunstancia ésta digna de resaltar en una ciudad en la que el ruido jamás se acaba.
Vamos a comer después a la terraza del Centro Asturiano, sobre la populosa calle Prado.
Primera vista de un mundo secreto en las infinitas azoteas de la ciudad: los palomares, una huerta precaria, unas sillas que penden sobre el abismo; un negro anciano que tiende la ropa y silba a lo lejos; una torre metafísica al fondo, sobre el mar.
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En la antigua iglesia de San Francisco - convertida ahora en salón de conciertos - habíamos entablado conversación con la encargada de las obras de restauración. Amable y cordial, accedió a enseñarnos los patios interiores del convento anejo a la iglesia. Monumentales - y recubiertos de andamios y cables - los claustros ostentaban los tres órdenes de la arquitectura clásica en un concierto ciertamente vitruviano.
Pero siempre hay algo en estos edificios - me había ocurrido antes en la llamada catedral, de fachada vignolesca - que no acaba de concordar con el clasicismo, o el supuesto modelo al que en teoría obedecen. Tampoco la iglesia inmediata, de clara influencia herreriana. Y no sé definir por qué.
Se lo comento a la atenta conservadora, que parece estar de acuerdo en mi extrañeza. Pero ella tampoco parece tener una respuesta a esta diferencia. Si no es un gesto vago, que viene a decir: "Esto está acá, lejos".
La conservadora, encantada por la charla sobre los órdenes de Vitruvio al parecer, accede entonces a enseñarnos la iglesia ortodoxa aneja al convento.
- ¿Ustedes no sabían que aquí había una iglesia griega?
- Nosotros no teníamos ni idea.
- La inauguró Fidel - comenta, orgullosa - En la visita del patriarca de Atenas.
- Cómo íbamos a saber...
A la salida una suerte de diosa negra, adolescente y en minifalda, nos contempla con un rencor ancestral, precolombino.
- Me odian - comenta nuestra arquitecta municipal -. Piensan siempre que les estoy robando los turistas.
- Mujer, ellas también tienen que ganarse la vida.
- Pues que se la ganen de otra manera. Esto es una vergüenza.
A uno la imagen de la Furia morena, con algo de esfinge pagana, le parece cualquier cosa menos una vergüenza. Pero me cuido mucho de decírselo. La indignada conservadora por otra parte se apresura a aclararnos que ella es militante del Partido. Cosa que habíamos adivinado hacía rato, sin necesidad de la explicación.
Bajo los altos muros del convento se erige en efecto una breve iglesia bizantina. Yo pienso que debe de ser la réplica exacta de a saber qué modelo, allá por Tesalónica o el Monte Athos. Pero el pope ortodoxo que casualmente se encuentra en el interior del templo, me lo desmiente.
- No es ninguna réplica. Es una iglesia griega, según el modelo tradicional.
- Ya veo.
La conversación entonces, fuera, bajo los muros del enorme convento franciscano, se hace prometedora. El pope - joven y de un innegable acento habanero - se enzarza con nuestra anfitriona en una diplomática pero inflexible discusión sobre la persecución de la Revolución a las celebraciones religiosas. Los dos poseen una prosa amable y algo retórica - que yo disfruto especialmente- pero en el fondo están en completo - y educado -desacuerdo. La discusión deriva luego hacia el tema de la ayuda soviética, que ha levantado la iglesita, o la restauración de una sinagoga cercana, en vista de las inminentes relaciones con el estado de Sion.
Yo estoy fascinado con la situación. Una conversación habanera frente al atrio de un templo griego entre una funcionaria del Partido, un pope ortodoxo, un vigilante mulato y silbador, y el encargado de las obras del convento, un ex-militar cubano, delgado y taciturno, que al parecer ha abandonado la fe, la esperanza y la caridad - según su compañera, ha abandonado el Partido, el Ejército y la Redención, y espera ya sólo en su silencio algo que a los demás se nos escapa por completo.
Cuando intento discutir con el sonriente y algo socarrón pope sobre el tema del Cisma de Occidente y la precedencia del filioque en el rito oriental, Teresa afortunadamente desvía la conversación a tiempo.
Regresamos a la oficina de los claustros.
- Yo - nos aclara nuestra amable guía - sigo teniendo fe en la idea. A pesar de todo lo ocurrido pienso que el socialismo es una idea perfecta.
- Santa fe - le contesto, en el ambiente perfecto después de haber admirado la tradición del iconostasio ortodoxo. Y de haber hablado brevemente con nuestro admirable pope sobre la iconografía, algo heterodoxa, que presidía el bajorrelieve del arquitrabe del atrio.
El antiguo militar y miembro del Partido sigue callado, sonriendo, mirando hacia la plaza, que ahora se abre hacia el antiguo muelle y los almacenes de San José en el puerto. Hay algo en su silencio que resulta infinitamente más atractivo que el discurso, las afirmaciones precisas de nuestra arquitecta - antigua estudiante en Kiev y Moscú, según nos cuenta luego.
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Cruzando por la ciudad de Matanzas - decrépita, con viejos edificios coloniales arrumbados por la humedad, aduanas cerradas, sombras en las calles - no sé por qué imagino unas notas sobre la literatura en el Trópico. (El día anterior había estado hurgando en los puestos de libros de Plaza de Armas. Innumerables joyas de edición barata y precio largo, de las que sólo me había hecho con alguna de las inexistentes en España. Un Alejo Carpentier que no conocía, "El acoso", del año 1969. Una serie de relatos rurales de Samuel Feijóo, "Tumbaga"; la traducción directa del checo del "España, España..." del brigadista Artur London; una recolección de notas históricas sobre la ciudad, del erudito García del Pino...).
Ésta - la literatura del Trópico - es, semeja de pronto, necesariamente enfermiza, algo redundante. La persigue una fiebre tropical que está rondando siempre al acecho.
Literatura de la profusión, de la multiplicidad - de objetos inmóviles. El calor, o el sueño, fomentan una estética del barroco, de lo múltiple. Que - imagino de pronto una columna salomónica - se abraza a sí misma, sin salida.
Literatura de las islas. La enfermedad, el pantano, la ciénaga. El movimiento en círculo - sin redención a la vista.
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Una estética de la ruina. Todo lo que nos fascina en Cuba son objetos que han perdido, definitivamente, su función.
Los ingenios azucareros de Matanzas, ayer por la tarde; un salón de baile en Vedado - saturado de cuerdas para colgar la ropa; los mohosos edificios coloniales; un almacén cerrado; un café aristocrático sin aristocracia - y sin ventanas - y con cajas de cerveza por los suelos; un mercado vacío; una aduana clausurada...
¿Cuándo se ha visto una estética tal? Sin un solo objeto presente; cuyo único esplendor es la imagen perdida, los edificios en ruinas...
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Los olores del Trópico, la inminencia de la podredumbre... Una deriva solitaria por las calles de Habana Vieja. Todo lo que se pudre, lo que fermenta.
Un paseo asomándome a los interiores, a oscuras, que apenas se divisan desde la calle. Todas las ventanas, los portales están abiertos. Desde ellos los habitantes contemplan la calle, se sientan en butacones desvencijados, conversan en voz baja. En una galería baja unos jóvenes escuchan música, bailan una suerte de rap sincopado, con acento isleño. En otra, en varios zaguanes, talleres insólitos de carpintería, sin apenas herramientas.
En una casa, frente al portal, arreglan un Buick viejo. Discuten algo, ponen en marcha el motor. Suena como un buque a punto de desguazarse. Luego, entran en el precario taller y aparecen de nuevo con alambres, unos manguitos de goma, una correa imposible. Vuelven a arrancar el motor, pero éste sigue sonando a barco de pesca, a constipado permanente.
Un mercado insólito, en la trasera del convento de Santa Clara. Apoyados en el mostrador unos parroquianos conversan. En el interior, en las largas estanterías, no hay nada. En una esquina, yacen dos sacos, abiertos, con frutas oscuras que no conozco, a los que nadie presta atención. Bajo los soportales un poco más adelante un viejo con sombrero repara un reloj de enrevesada maquinaria. Bajo el taburete un cartel, escrito a mano, que reza: "Se reparan todo tipo de relojes". Hay una animada tertulia a su alrededor. Los vecinos conversan a voces, no miran a nadie. El viejo sigue enfrascado en una enorme corona de muelles. Pesada, algo oxidada.
Camino hacia San Francisco, la Plaza Vieja. La vida en los interiores, en susurros, detenida, a la que apenas alcanzo, un instante, y vuelve a la oscuridad luego. Las tiendas vacías: una librería sin libros, una farmacia con prospectos; una carnicería sin carne, un mercado sin mercancía...
En una taberna en la esquina de Mercaderes hay dos parroquianos viejos, en silencio. El tabernero, mulato como ellos, mira al frente, a la calle que se va colmando del sopor del mediodía, un aroma distante a puerto y pescado podrido desde el cercano muelle, el mercado de San José. En la barra no hay nada; nada aparece en los estantes al fondo, allá donde la vasta taberna se oscurece.
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Cenando frente a la antigua aduana del puerto, en un fascinante hotel con muebles coloniales y terraza con vistas al fuerte del Morro, a uno - quizá la cerveza caliente, quizá el ron, o el salitre - le da por imaginar de pronto las vidas y remembranzas de unos abuelos y bisabuelos a los que nunca llegué a conocer. Pero cuyo periplo como capitanes de barco desembocaba, decían, inevitablemente en la Habana. (Eso al menos contaba la tía Concha, guardiana de todo el saber de la familia). Los abuelos de las dos ramas paternas viajaban siempre a la Habana. (Y a San Francisco, y a Liverpool, y a Manila...).
Qué nostalgia algo alcohólica y vespertina la de imaginar la estancia de unos antepasados que ignoro en este mismo muelle, quizá en el mismo puerto, el mismo mar de enfrente.
Luego, pasado el primer momento elegíaco les cuento a las amigas una historia algo menos instructiva - que a mi padre, especialista en historias nada edificantes, le encantaba repetir.
Es la del luto de la tía abuela Ángela, la cual obligó a toda la familia, servidumbre incluida, a compartirlo con ella, después de que su marido, afamado capitán de la Marina mercante, hubiera desaparecido hacía años en uno de sus numerosos viajes.
Contaba mi padre que unas temporadas más tarde hubo de parar por el pueblo el primo Ricardo, capitán asimismo y pariente de la anterior.
- Che, Angeleta. Qué haces así, de negro como un pingüino. Y tus hijas...
- Ricardo, qué voy a hacer. Estamos de luto por la muerte de mi marido, tu primo Antonio.
- ¿El primo Antonio? ¿Muerto? Coions, Angeleta, quítate esos lutos. Tu marido vive en la Habana, en un bohío. Se ha juntado con una negra y deben de tener varios hijos, todos morenos por cierto. Así es que ya estás quitándote esas ropas y vistiendo bien a la cocinera.
Las amigas ríen.
- Así es que a lo mejor todavía tienes parientes en la Habana...
- No diría que no. Aunque vaya usted a saber quiénes son.
- Quizás el del saxofón. Se da un aire.
- Quizás. Pregúntale luego, cuando acabe la canción.
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Paisaje con nombres. En un recorrido hasta la distante hacienda de Hemingway, la finca Vigía en el antiguo poblado de San Francisco de Paula, el taxista va nombrando los edificios, las calles en ruinas de la ciudad que esa mañana estamos atravesando.
Como una iluminación impagable lo que hasta entonces no era sino un paisaje indiferenciado y sin marcas - una ruina tras otra, un edificio cerrado, unas mansiones sin función - el ejercicio de los nombres puebla lo que hasta entonces no era sino un escenario vacío e indiferente, agobiante por el calor y la humedad, sin señales algunas.
- Éste era el Mercado Central -comenta al paso de una vasta nave, con galerías a los lados, de una arquitectura aún atrayente a despecho de las derrumbadas cubiertas - Aquí se traían directamente los productos del campo. Siempre estaba lleno.
- Hace mucho que está cerrado. - Contesta luego, a una pregunta mía.
Hay una suerte de mercadillo en una rotonda, al lado de un parque. La gente, en las aceras, apenas deja pasar los coches, inunda la calzada más adelante. Las calles van dejando su urbanidad poco a poco. En una amplia avenida, la Calzada de Guines, al extremo de la Ronda, aquellas ya son de tierra, donde la avenida termina. La casa de Hemingway está cerrada ese día. El sabio conductor cierra el coche y nos acompaña por unos senderos de tierra, que rodean la finca. Cruzamos casas con chapas, un picadero de caballos con moscas, un secadero de no sé qué al sol, un camino que se pierde a lo lejos... Los vecinos nos contemplan. Nunca han visto un turista por allí, pienso. El taxista, poseído por una prosa lenta e inagotable, prosigue su minuciosa descripción. De la devastación, finalmente.
Ésta era una calzada comercial, nos indica luego al regreso. En ella no resta ningún comercio. La otra, también plagada de los solemnes edificios con columnas al frente, ostenta el nombre de Calzada de Guanabacoa - encima. Ésta era una importante cafetería. Aquélla una factoría de maderas. Hay una antigua estación de ferrocarril cerrada. Los otros edificios - fascinantes todavía - los frontones de unos cines de barrio, que en los 40 se llenaban a diario. Un hotel sin ventanas, un salón de baile desvencijado... Las casas, las galerías porticadas, las columnas descoloridas, nombran una ciudad aún burguesa y cotidiana, y menestral a ratos. De la que no resta nada.
A instancia mía el taxista prosigue el periplo por nuevas calzadas, por avenidas distantes, mientras poco a poco vamos retornando a la Habana Vieja, al centro de la ciudad. Yo sigo fascinado por el recorrido con nombres, en los que estos iluminan lo que de otra manera no hubiera sido sino un vago paisaje indiferente, confuso y sin marcas - excepto su evidente decadencia, su escenario vacío y sin función alguna.
Nos despedimos cerca del Capitolio ya, en una calle con puestos de zumos y collares y un supuesto patio colonial dedicado a la santería, atestado de adolescentes, del que salimos enseguida.
- Cincuenta años para descubrir que estamos jodidos -me dice al despedirse el taxista.
No se qué responderle, claro. Ni cómo agradecerle su iluminación esa mañana, el repertorio de nombres que designaban, precisos, las ruinas.
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Paseo por el Malecón. Vista del atardecer en el Trópico.
Un paseo asomándome a los interiores, a oscuras, que apenas se divisan desde la calle. Todas las ventanas, los portales están abiertos. Desde ellos los habitantes contemplan la calle, se sientan en butacones desvencijados, conversan en voz baja. En una galería baja unos jóvenes escuchan música, bailan una suerte de rap sincopado, con acento isleño. En otra, en varios zaguanes, talleres insólitos de carpintería, sin apenas herramientas.
En una casa, frente al portal, arreglan un Buick viejo. Discuten algo, ponen en marcha el motor. Suena como un buque a punto de desguazarse. Luego, entran en el precario taller y aparecen de nuevo con alambres, unos manguitos de goma, una correa imposible. Vuelven a arrancar el motor, pero éste sigue sonando a barco de pesca, a constipado permanente.
Un mercado insólito, en la trasera del convento de Santa Clara. Apoyados en el mostrador unos parroquianos conversan. En el interior, en las largas estanterías, no hay nada. En una esquina, yacen dos sacos, abiertos, con frutas oscuras que no conozco, a los que nadie presta atención. Bajo los soportales un poco más adelante un viejo con sombrero repara un reloj de enrevesada maquinaria. Bajo el taburete un cartel, escrito a mano, que reza: "Se reparan todo tipo de relojes". Hay una animada tertulia a su alrededor. Los vecinos conversan a voces, no miran a nadie. El viejo sigue enfrascado en una enorme corona de muelles. Pesada, algo oxidada.
Camino hacia San Francisco, la Plaza Vieja. La vida en los interiores, en susurros, detenida, a la que apenas alcanzo, un instante, y vuelve a la oscuridad luego. Las tiendas vacías: una librería sin libros, una farmacia con prospectos; una carnicería sin carne, un mercado sin mercancía...
En una taberna en la esquina de Mercaderes hay dos parroquianos viejos, en silencio. El tabernero, mulato como ellos, mira al frente, a la calle que se va colmando del sopor del mediodía, un aroma distante a puerto y pescado podrido desde el cercano muelle, el mercado de San José. En la barra no hay nada; nada aparece en los estantes al fondo, allá donde la vasta taberna se oscurece.
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Cenando frente a la antigua aduana del puerto, en un fascinante hotel con muebles coloniales y terraza con vistas al fuerte del Morro, a uno - quizá la cerveza caliente, quizá el ron, o el salitre - le da por imaginar de pronto las vidas y remembranzas de unos abuelos y bisabuelos a los que nunca llegué a conocer. Pero cuyo periplo como capitanes de barco desembocaba, decían, inevitablemente en la Habana. (Eso al menos contaba la tía Concha, guardiana de todo el saber de la familia). Los abuelos de las dos ramas paternas viajaban siempre a la Habana. (Y a San Francisco, y a Liverpool, y a Manila...).
Qué nostalgia algo alcohólica y vespertina la de imaginar la estancia de unos antepasados que ignoro en este mismo muelle, quizá en el mismo puerto, el mismo mar de enfrente.
Luego, pasado el primer momento elegíaco les cuento a las amigas una historia algo menos instructiva - que a mi padre, especialista en historias nada edificantes, le encantaba repetir.
Es la del luto de la tía abuela Ángela, la cual obligó a toda la familia, servidumbre incluida, a compartirlo con ella, después de que su marido, afamado capitán de la Marina mercante, hubiera desaparecido hacía años en uno de sus numerosos viajes.
Contaba mi padre que unas temporadas más tarde hubo de parar por el pueblo el primo Ricardo, capitán asimismo y pariente de la anterior.
- Che, Angeleta. Qué haces así, de negro como un pingüino. Y tus hijas...
- Ricardo, qué voy a hacer. Estamos de luto por la muerte de mi marido, tu primo Antonio.
- ¿El primo Antonio? ¿Muerto? Coions, Angeleta, quítate esos lutos. Tu marido vive en la Habana, en un bohío. Se ha juntado con una negra y deben de tener varios hijos, todos morenos por cierto. Así es que ya estás quitándote esas ropas y vistiendo bien a la cocinera.
Las amigas ríen.
- Así es que a lo mejor todavía tienes parientes en la Habana...
- No diría que no. Aunque vaya usted a saber quiénes son.
- Quizás el del saxofón. Se da un aire.
- Quizás. Pregúntale luego, cuando acabe la canción.
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Paisaje con nombres. En un recorrido hasta la distante hacienda de Hemingway, la finca Vigía en el antiguo poblado de San Francisco de Paula, el taxista va nombrando los edificios, las calles en ruinas de la ciudad que esa mañana estamos atravesando.
Como una iluminación impagable lo que hasta entonces no era sino un paisaje indiferenciado y sin marcas - una ruina tras otra, un edificio cerrado, unas mansiones sin función - el ejercicio de los nombres puebla lo que hasta entonces no era sino un escenario vacío e indiferente, agobiante por el calor y la humedad, sin señales algunas.
- Éste era el Mercado Central -comenta al paso de una vasta nave, con galerías a los lados, de una arquitectura aún atrayente a despecho de las derrumbadas cubiertas - Aquí se traían directamente los productos del campo. Siempre estaba lleno.
- Hace mucho que está cerrado. - Contesta luego, a una pregunta mía.
Hay una suerte de mercadillo en una rotonda, al lado de un parque. La gente, en las aceras, apenas deja pasar los coches, inunda la calzada más adelante. Las calles van dejando su urbanidad poco a poco. En una amplia avenida, la Calzada de Guines, al extremo de la Ronda, aquellas ya son de tierra, donde la avenida termina. La casa de Hemingway está cerrada ese día. El sabio conductor cierra el coche y nos acompaña por unos senderos de tierra, que rodean la finca. Cruzamos casas con chapas, un picadero de caballos con moscas, un secadero de no sé qué al sol, un camino que se pierde a lo lejos... Los vecinos nos contemplan. Nunca han visto un turista por allí, pienso. El taxista, poseído por una prosa lenta e inagotable, prosigue su minuciosa descripción. De la devastación, finalmente.
Ésta era una calzada comercial, nos indica luego al regreso. En ella no resta ningún comercio. La otra, también plagada de los solemnes edificios con columnas al frente, ostenta el nombre de Calzada de Guanabacoa - encima. Ésta era una importante cafetería. Aquélla una factoría de maderas. Hay una antigua estación de ferrocarril cerrada. Los otros edificios - fascinantes todavía - los frontones de unos cines de barrio, que en los 40 se llenaban a diario. Un hotel sin ventanas, un salón de baile desvencijado... Las casas, las galerías porticadas, las columnas descoloridas, nombran una ciudad aún burguesa y cotidiana, y menestral a ratos. De la que no resta nada.
A instancia mía el taxista prosigue el periplo por nuevas calzadas, por avenidas distantes, mientras poco a poco vamos retornando a la Habana Vieja, al centro de la ciudad. Yo sigo fascinado por el recorrido con nombres, en los que estos iluminan lo que de otra manera no hubiera sido sino un vago paisaje indiferente, confuso y sin marcas - excepto su evidente decadencia, su escenario vacío y sin función alguna.
Nos despedimos cerca del Capitolio ya, en una calle con puestos de zumos y collares y un supuesto patio colonial dedicado a la santería, atestado de adolescentes, del que salimos enseguida.
- Cincuenta años para descubrir que estamos jodidos -me dice al despedirse el taxista.
No se qué responderle, claro. Ni cómo agradecerle su iluminación esa mañana, el repertorio de nombres que designaban, precisos, las ruinas.
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Paseo por el Malecón. Vista del atardecer en el Trópico.