(Del " Cuaderno de Guarda" de Antonio de Andrada. Portalegre).
Tuve la sensación del mar inmenso, el océano gris que se abría en esta costa airada y no cesaba hasta las remotas costas de América, ignoradas desde aquí. En un tiempo el océano era la puerta del abismo. "Más allá no hay nada", se afirmaba. Un extenso manto de espuma blanca llega hasta la playa. En el mar no se veía nada: ningún barco, ninguna vela. En una terraza situada sobre las dunas, al abrigo del viento, me siento luego a leer un rato el Fernando Pessoa clásico, el de las Odas de Ricardo Reis, que he traído conmigo. Es una lectura de los límites, de la serenidad estoica de un clasicismo que se había perdido tanto tiempo atrás, y se conservaba en la dignidad - y cierta resignación melancólica - de un personaje aún sujeto a los antiguos dioses, médico en la colonia, como es el Reis que nos dibuja Pessoa.
Resulta una grata, atenta lectura en la mañana airada en el escondido bar sobre la playa. Pienso después que nunca lo voy a volver a leer así, como en el breve momento en la playa da Vaqueira, esta jornada tormentosa. Más tarde sigo recorriendo las carreteras de la costa. La lengua de tierra que se adentra desde el puerto la divide en dos. Dentro, el paisaje sereno de la ría, las playas de fango, los huertos de maíz, unas casetas de labor abandonadas. Al otro lado, más allá de las dunas, el mar abierto, el océano airado, piélago "plagado de monstruos" como lo nombrara el poeta clásico.
Hay, inmediato al ventoso escenario del mar y las dunas y las playas desiertas, otro diferente, que le agrada a F. cuando lo cruzamos. Es el del paseo marítimo de Costa Nova, a este lado de la ría, bajo la ciudad de Aveiro. En él se alinean unas casas de veraneo antiguas, las fachadas de colores, unos patios frente a la calle con sillas, un canapé de madera descolorido. Vemos luego a un viejo solitario que se sienta en una escalera a la caída de la mañana.
(...) Por la noche vamos a cenar al restaurante tradicional del lugar, que se encuentra en una de las casas bajas del paseo. Ya no cruza nadie por él. El local, apenas iluminado desde afuera, es un comedor silencioso, con dos o tres mesas ocupadas, que apenas hablan entre sí. Tiene el aire de lo detenido hace mucho tiempo. Nos dan una mesa al lado de la ventana, frente a la bahía.
Traen la comida en silencio, también. La frasca de vino negro, los manteles blancos, el pan oscuro. La cena - anguilas de la ría - es muy buena, por otro lado. Sentados bajo la ventana, pienso que es un lugar de invierno, independientemente de la fecha en la que vamos. De un invierno tradicional, monótono y sin sobresaltos. Los comensales, escasos, acudirán aquí a la caída de la tarde. Llueve a ratos. Luego, a la salida, no habrá nadie en el pueblo, no cruzará ya nadie por la calle, apenas iluminada frente a las remotas luces de Aveiro a lo lejos, al otro lado de las arenas de fango.
Recordé entonces una cena en un lugar similar, hace años, con M. Era una taberna de Sagres: las mismas mesas, el mismo vino, oscuro y agrio, el mismo silencio sin sorpresas alrededor... Al regreso del viaje a la costa del cabo de San Vicente intenté escribir un relato sobre el lugar, la penumbra del local, la sensación del invierno en pleno verano. Que nunca pude terminar, imposibilitado de avanzar en la descripción de unos acontecimientos, mínimos, que en realidad pertenecían al primer instante (...) "
- De Eugenio de Andrada Cuaderno de Guarda ed. Portalegre, 2006.
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