martes, 16 de agosto de 2016

Plaza Monastiraki


En la esquina de una calle cercana a la plaza Monastiraki, un músico de barba cana interpreta una y otra vez el arpegio inicial del Starway to heaven de Led Zeppelin. Desgreñado y con aire de vino secular, improvisa luego variaciones sobre la voz de Robert Plant, y hay algo en el solo de guitarra que nos hace intuir que este sileno, mezcla de Pan y Allen Ginsberg, alguna tarde actuó en una sala de la costa o en un club de rock progresivo. O figuraba tal vez de telonero en una de las primeras actuaciones de los Aphrodite´s Child, cuando irrumpieron en Cannes.

La ciudad, Atenas, se presta a ello. En la calle de Dioniso Aeropagita - de neoplatónica resonancia - un vate absorto interpretaba un viejo tema de Crosby, Still y Nash -el Teach your Children. Sobre la populosa plaza Monastiraki, repleta de ociosos, otro poeta oscuro repetía, como un salmo, los acordes del Redemption song de Bob Marley... Y había una suerte de seguridad en la interpretación de los antiguos himnos que hacía pensar que, a despecho del mito de la California de los 70, ésta, Atenas y sus calles, son el último refugio de un sueño lento y como narcotizado. De un distante mito con algo de viaje psicodélico, días de sol, los solos de guitarra de Jimmy Page, el viaje a una isla y nada que hacer en absoluto, excepto repetir la fiesta de anoche.

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Desde la esquina de Plakas hacia el Museo Paullos and Alexandra Kanellopoulou - la Acrópolis en lo alto - una vestal morena toca, absorta y metódica, una suerte de melodía ritual en una especie de xilófono: continua, lenta, obsesivamente. Las variaciones sobre el tema sugieren una liturgia monótona e interminable. Como lo es en general la liturgia griega, refugiada en su persistencia a despecho de los asaltos de la ortodoxia romana, primero. De la cuestión de la mera supervivencia tras la desaparición del Imperio Oriental, después; de la larga ocupación turca, más tarde.

Sobre esta calle, Dioskouron, en sombra bajo el foro de Hadriano, no cruza apenas nadie. Los turistas se alejan en dirección a los cafés de la plaza Kadou. La musa absorta prosigue su terco rezo. Es morena, distante, muy guapa. Cuando me acerco por fin y deposito unas monedas en la tela bajo el harmonio apenas me mira. Hace un gesto para sí como pidiéndome que le agradezca el honor de haber permitido acercar mi óbolo hasta su altar. Nos alejamos, un tanto melancólicos, con un cierto desconsuelo.

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La vida en la calle. Sólo siglos de luz y de palabras - y un calor mitológico - pueden haber creado esta sensación de la calle, la plaza, la acera, la taberna y el mercado como el lugar de la vida.

Sobre el pasaje Hadrianos, abarrotado, con toldos y tenderetes a cada paso, hay al fondo unas ventanas cerradas, unos edificios como en silencio que nadie advierte. No hay nada que advertir. Toda la gente, todos los ruidos, los olores, las esperanzas, están aquí abajo. Sobre la acera, bajo el calor del verano, inmisericorde.

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Un calor antiguo, sin matices.

Frente al Museo Arqueológico Nacional se abre la amplia explanada. Al fondo, la avenida 28 de Octubre - fecha en la que se conmemora el rechazo del dictador Metaxás al ultimátum de Benito Mussolini, que dio lugar a la entrada de Grecia en la Segunda Guerra Mundial - muestra algunos edificios neoclásicos, otros de un estilo ecléctico de fin de siglo... Los restos de una arquitectura burguesa tardía que hablan del resurgimiento de Atenas tras la independencia del Imperio otomano.

Hay una parada de autobuses, otra de taxis frente a la fachada del Museo. El calor seca los escasos árboles que la respaldan a un costado, y semeja ciertamente improbable que nadie se pueda sentar en la terraza vacía que aguarda sin sombra sobre la acera. Cruzar la explanada parece una tarea imposible. Una pareja de inglesas pálidas armadas con sombreros de paja y guías de viaje lo lleva intentando desde una época ancestral, semeja, y nadie sabe si por fin van a conseguir escapar de su desierto estival. Sentado en las escaleras, tras una mañana pasada entre ídolos cicládicos y diosas antiguas, pienso que no voy a cruzar nunca la calle. Esperaré a que venga el invierno de nuevo.

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La vida sigue en la ciudad. Hay algo fascinante en el caos de una capital en verano.

Frente al Arco de Hadriano, en las calles inmediatas al barrio de Plaka se agrupan los turistas y los atenienses a mediodía. Salen y entran de los locales de comida barata - ensaladas en recipientes de plástico; yogures y frutas en un vaso; frutos secos en cucuruchos de papel. Se sientan en la acera, en las sillas de las terrazas, en unos bancos de la parada del autobús... El calor crece por momentos. Los turistas hacen un alto en su tránsito geométrico. Los atenienses, no. Se sientan, miran alrededor, hablan entre ellos con voz pausada. En verano no ocurre nada y semejan saber no esperar nada, mirar el día sin accidentes... Es posible que tampoco ocurra nada en invierno.

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Una imagen me tenía fascinado, estos días. Era la del país donde - a despecho de su fama - hasta el siglo XIX no llegaba nadie. Nadie llegaba hasta una Grecia, apartada y sin caminos y bajo la dominación otomana. Toda la evocación obsesiva del arqueólogo Winckelmann - y la noción en cierto modo sistemática del arte como repetición del arte griego - la efectúa éste desde Italia, desde las bibliotecas de los principados alemanes. Nunca pensó en alcanzar Grecia. Tampoco lo pensaron Goethe, ni Lessing, ni Poussin, ni Piranesi, ni van Heemskerck... Ni siquiera Antonio Canova. Cuando este último descubre los originales griegos lo hace en Londres, recorriendo las salas del Museo Británico. (Declara entonces que tendría que haber nacido de nuevo, después de haber contemplado los frisos del Partenón).

También lo pensaría, un siglo más tarde, Ernest Renan. A su regreso de un viaje por Alejandría, Beirut y Esmirna, visita Atenas. Sus lugares de meditación hasta ese momento habían sido los de una Bretaña tradicional primero; su personal interpretación del cristianismo más tarde; las revelaciones en el valle del Jordán.

Cuando descubre Atenas escribe:

"Cuando vi la Acrópolis tuve la revelación de lo divino (...) En ese momento el mundo entero me pareció bárbaro".

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Precisión de la distancia. Friedrich Hölderlin nunca conoció Grecia. De hecho apenas salió de su entorno, su Tubingia natal. Un viaje a pie hasta la región del Garona le sirve para pensar que ha aprehendido la región meridional. "Un signo - escribe - es suficiente para el que anhela". Estos días, a saber por qué, recordamos su emocionada evocación griega. En el poema en hexámetros El Archipiélago cuando pregunta:

¿Vuelven las grullas hacia ti? ¿Y dirigen de nuevo
hacia tus orillas su rumbo las naves ? ¿Acarician
brisas propicias tus olas tranquilas? ¿ Y solea el delfín
sus lomos a la nueva luz, atraído desde lo profundo?
¿Florece Jonia?; ¿Es ya tiempo?, pues siempre en primavera
cuando a los vivientes se les renueva el corazón y despierta
en el hombre el primer amor y el recuerdo de los tiempos dorados ...

Fascinación de lo lejano... Paseando por una Atenas ruidosa, llena de gatos y sillas y mesas en la calle, recuerdo la primera vez que alguien nos descubrió el poema de Hölderlin. Era en el Rastro madrileño, un domingo caluroso de verano a su vez. En medio de la multitud y los puestos de pachuli e incienso orientales Armando leía plácidamente a Hölderlin, su fervorosa descripción de una Jonia remota. Y a la vez, el lugar más cercano.

No sé si el recuerdo de el Rastro madrileño, los puestos de incienso y la lectura absorta de Armando tiene algo que ver con estos días, estas calles. Quizá no.

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Contemplación de la Acrópolis, el Erecteion a lo lejos, al atardecer.

- Es el origen de Europa, ciertamente.
- ¿Por qué?
- No lo sé. Lo siento así.

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También en verano puede darse la desolación.

Apuntaba el escritor irlandés Patrick Leighton en su libro de relatos sobre los Balcanes A Journey to Belgrade:

"Llegué a Atenas una tarde de domingo, en el agosto de 1952. La ciudad estaba medio vacía y un calor húmedo aplanaba las calles.

Sin ninguna dirección anotada, me dirigí hacia un hotel del que me habían hablado en Sofia. Se encontraba en el barrio inmediato a Sintagma, en unas calles traseras. No había gente por la calle. En la acera los gatos hurgaban en los cubos de basura. Una mujer hablaba sola, unas esquinas más allá. No vi a nadie más.

El portero, en la entrada, me alcanzó la llave. Estaba escuchando un programa de radio y volvió a sumergirse al pronto detrás del mostrador.

En un pasillo alto, más allá de un cuarto trastero, se hallaba la habitación. Estaba abierta. No tenía más ventana que la que daba a un pequeño respiradero, una reja sucia desde la que se adivinaba el cielo. Una colcha rosa sobre la única cama, una lámpara mortecina en una mesilla, una alfombra gastada en el suelo. Eso era todo.

Me senté en la cama. Después de todos esos meses pensé que nunca había estado en un lugar tan apartado, tan triste".

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Había que cruzar luego unas calles como de mercado antiguo para llegar al restaurante que un profesor de semíticas, antiguo compañero de la Sorbona, había recomendado vivamente a Marianne. Había una tienda de antigüedades que semejaba inalcanzable tras los restos de metal, y unos divanes viejos que abarrotaban la acera. En un patio, lleno de motocicletas en desuso y muebles viejos, se abría, entre los restos de la chatarra y unas fuentes de hierro en desuso, la puerta del local. Era ya de noche cuando llegamos. Era muy oscura, y ventosa. Subimos entonces a una terraza fresca donde habían colocado las mesas bajo unas sombrillas de tela. El aire, agitado, hizo retirarlas al poco, y nos quedamos entonces en una especie de velador estrecho bajo las estrellas y el cielo de Atenas.

Frente a nosotros, se levantaba solemne la colina de la Acrópolis. Semejaba lo único inmóvil en la noche airada, el viento que hacía levantarse los manteles, golpeaba los toldos, hizo volar el sombrero de tela de uno de los comensales hasta perderse en la calle oscura, debajo. Frente a las ruinas del Erecteion, de otro pórtico que no supe nombrar, creo que comenté en algún momento a Marianne que aquello semejaba, de alguna manera, el origen de todo. “Así que todo era cierto”, le dije. O algo parecido.

 Frente a la evidencia de los templos, su cercanía y la persistencia en lo alto de la colina, el peso de lo real de aquellos pórticos, frisos, columnas y frontones, el clasicismo surgía de repente como una certeza frente a la desolación, la continua devastación de los bárbaros.  Estábamos muy lejos, pensé de pronto, de la sombría Lusitania, sus negros montes, la niebla que cubre siempre los valles.        

La noche, más tarde, se hizo muy fresca. Bebimos unas copas de ouzo, el fuerte aguardiente griego. Regresamos luego por unas calles estrechas, que el vendaval y un amago de tormenta había dejado vacías.

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Lo que resta tras la calma.

En un paseo por las afueras de la ciudad hablamos con el taxista sobre la guerra y la ocupación alemana. Cuenta sobre ellas, sobre la resistencia y la feroz represión. No puede ser su memoria, pienso, porque es demasiado joven. Pero hay algo absolutamente sólido, real en lo que cuenta y siento, de algún modo, que es una memoria colectiva, que aún permanece.

El verano es la época plana, sin accidentes. En esta ciudad, siento, una historia tan desdichada surge de pronto detrás de la lasitud del día. La memoria nombra aquello que se escapa a la transparencia, un presente sin relieve bajo el sol de agosto.




lunes, 8 de agosto de 2016

Playa de la Albufereta




En las afueras de Alicante, sobre la nueva carretera a Campello, persisten aún los restos de un antiguo alfaz. La finca, de un color tierra más oscuro que el campo, los solares que la rodean, guarda esa disposición entre urbana y rural que poseían estas casas en las afueras. Donde se mezclaban los amplios almacenes para guardar la almendra con una despejada terraza sobre el porche para tomar el fresco a la tarde, y aún alguna alberca cercana, de uso estival. Está bastante cuidada. Su presencia, entre las rotondas de asfalto, las vías del tren de la costa y una explanada vacía donde se sitúa un gran centro comercial, es, aún, una marca del antiguo verano.

No hay más. El resto son carreteras de circunvalación, puentes hacia la playa, un descomunal cauce de cemento del río que nunca lleva agua y en cuyos márgenes proliferan las matas secas; un como campo de fútbol clandestino, el esqueleto de una barca que nadie sabe cómo fue allí a parar.


jueves, 21 de julio de 2016

cala ratjada II




Del poeta Pere Caldar había encontrado en una oscura librería de Palma hacía años su breve y rara Ruta de Mallorca. Era un libro de notas de viaje en donde la descripción escueta cedía a veces a una suerte de segundo itinerario, alegórico y apenas insinuado. Lo leí en su momento, un verano. Del autor sólo encontré, tiempo más tarde, algún poema suelto en una antología local editada en Manacor, unos textos igualmente elusivos en un catálogo para la galería Maior de Pollensa y la reseña de un artículo sobre costumbres locales en el Diario de Baleares. Nada más.

El pintor G. me comentó que lo había conocido. Había vivido al parecer Caldar en una finca cercana a Capdepera durante algún tiempo, y en alguna ocasión había subido hasta el estudio del pintor. También acudía a veces a las cenas que la galería Sa Pleta Freda organizaba en verano, en las exposiciones de la sala. Se había marchado luego de la isla y residía en la actualidad en un pueblo del Ampurdán, creía G. No supo decirme nada más.

No he encontrado su nombre, aunque lo busqué, en la excelente La ciudad sumergida, el relato de José Carlos Llop sobre los días de Palma. En el exhaustivo diccionario de las vanguardias de Juan Manuel Bonet. Ni siquiera en el clásico Diccionario de escritores mallorquines del Instituto Jaume I, en donde aparecen nombres que sólo allí parecen haber existido.

Retornado el verano en otros lugares, en un momento dado recordé la descripción que del mismo se hacía en el librito de Caldar. El verano es la isla, pensé.

"Tormenta en Llansá. Después, un calor nuevo sobre la finca, ya el verano de pronto. Han recogido las cosechas en el Alto Ampurdán. Todo se detiene luego.

Entonces he recordado otro lugar. Era Capdepera, el pueblo en lo alto sobre la bahía de Cala Ratjada. En la plaza, a mediodía, ya no cruzaba nadie. El sol sobre las fachadas de piedra - el maresme - de la isla, las casas cerradas. El rumor de los coches, de la carretera más allá. El camino a la costa dibuja una curva a la mitad del pueblo, cruza alrededor de la plaza en la que me refugio normalmente a estas horas. Es la imagen del agosto en la isla, del tiempo en suspenso - a la espera de qué acontecimiento que, intuimos, no va a tener lugar.

En el café de la esquina espero a G., a otro amigo francés, que trabajan en el estudio hasta tarde. Fuera, en la acera, algunos veraneantes se sientan bajo las sombrillas, en la terraza polvorienta y seca. No ocurre nada.

Cuando lleguen G. y el pintor bretón tomaremos una cerveza. Bajaremos más tarde hacia el pueblo, a alguna casa de las afueras, al bar de la playa luego. Entonces, tarde, es posible que suceda algo, que el día se mueva".






jueves, 30 de junio de 2016

De geografía china




En el Dictionary of Places and Locations from the Modern Japan, editado por la Universidad de Princeton a principios del siglo pasado, aparecían varias referencias a lugares tradicionales de la geografía medieval china.

A pesar del título el diccionario en cuestión es sobre todo una enciclopedia y sus entradas hacen alusión antes a un repertorio de origen medieval -la edad media perduraría hasta el siglo XVIII en el reino de Nippon - que a lo que la historiografía entiende como "edad moderna". Incluye numerosos artículos referidos más bien a una tradición del Reino de la China que a la estrictamente nipona.

El diccionario figura en la biblioteca del Instituto de Estudios Orientales de la Universidad de Salamanca, y en el mismo, exhaustivo e inagotable, se pueden encontrar todo tipo de referencias a autores, periplos y lugares remotos de la geografía oriental. La mayoría son lógicamente desdeñables, a no ser que el lector padezca de insomnio. O de esa incurable manía clasificatoria que hace que para algunos lectores - como afirma el novelista británico Somerset Maughan en uno de sus prólogos - la lectura preferida sean las guías de ferrocarriles o los Atlas mundiales. O los repertorios universales, al modo de las Etimologías isidorianas, por ejemplo.

En algún artículo del interminable Diccionario se hace referencia a ciertas obras del poeta Toshei - autor del que tan pocas noticias se conservan. Una de ellas, la cual hubo de llamar mi atención, era una alusión a una especie de ensayo geográfico en el que el escritor recogía alguno de los mitos tradicionales de la topografía de la época. Entre ellos el del conocido reino del legendario Emperador Amarillo, tradición que, como todo el mundo sabe, tiene su origen en el Imperio de los Tres Reinos, de donde - junto con la escritura y tantas otras invenciones - llegaría en época más tardía al Japón.

El artículo, que se titulaba El reino perdido, decía más o menos así (la traducción, esto es la traición, es mía):

"En otro tiempo el funcionario Chen Yua, que habitaba en las montañas de la región de Xingjian, decidió partir en busca del legendario reino del Emperador Amarillo.

Se puso en marcha y bajó de las montañas. Atravesó un gran río. Al otro lado se adivinaban los restos de una oscura muralla. Los cruzó y se adentró en la llanura. Ésta era cada vez más árida y más despoblada. Al cabo del tiempo apenas encontró alguna aldea o asentamiento habitado. Las piedras al principio y la arena más tarde le rodearon y en el horizonte sólo pudo divisar ya más rocas y más arena.

Algunos campamentos, efímeros, se instalaban en el desierto. Sus pobladores eran bandidos, contrabandistas o conductores de ganado. Chen Yua anotó que hablaban muy poco o proferían terribles maldiciones. Algunos se rieron de él al advertir sus ropas montañesas. Otros convivieron a su lado durante meses sin decir nada.

Al otro lado del desierto, en el horizonte, se levantaban de nuevo las montañas. Después de muchas jornadas, de días de tedio y sed, logró llegar hasta ellas. Allí advirtió que los lugareños vestían de un modo similar a él, y hablaban un dialecto parecido.

Entonces les preguntó por el lugar del mítico reino, por el Emperador legendario. Los montañeses le miraron con asombro y nadie supo decirle nada.

Por fin, una noche, alguien le respondió:

- Has estado en él. La llanura que acabas de cruzar, el desierto, es todo lo que queda del Reino".



        - De      AA.VV.    Dictionary of Places and Locations from the Modern Japan    Univ. of Princeton Press,  New Jersey, 1907. ( vol. XIV )




miércoles, 1 de junio de 2016

Emblemas




En un tratado sobre alegorías y símbolos tradicionales de la pintura del Barroco encuentro las marcas de lo Universal, la antigua cultura.

Las Horas, la Discordia, Eros, el Mensajero, o el matraz del alquimista... Marcas de lo Universal, de los Nombres de las cosas. Constituían la antigua forma de la cultura, su laborioso texto, la trabajosa matriz desde la que se podía aludir a un particular, y elaborar una imagen - o un relato - en concreto.

En un tiempo en que toda alegoría ha quedado arrasada, todo simbolismo, todo aquello que no responda a la más triste inmediatez, a la excepción de los objetos - como si fuera del texto alegórico pudiera haber nada concreto.



miércoles, 13 de abril de 2016

El rabino Aizik de Cracovia




La historia aparece citada en la introducción que Victoria Cirlot realiza de El vuelo mágico, una recopilación de textos de Mircea Eliade, el antropólogo - y mitógrafo, historiador de las religiones y novelista - rumano.

En algún lugar leemos que el relato a su vez había sido recogido originalmente por el filósofo israelí Martin Buber, y más tarde por el historiador alemán Heinrich Zimmer, quien se lo contaría en última instancia a Eliade. Debió de pertenecer a una tradición oral, hashídica, según se apunta en otro lugar.

El apólogo fundamentalmente cuenta que:

"En Cracovia vivía un rabino muy pobre, llamado Aizik. Este rabino soñó varios veces con un tesoro que se hallaba debajo de los pilares de una pasarela, que al cabo reconoció como el puente que cruzaba el Palacio Real de Praga. No prestó demasiada importancia al principio a tan improbable quimera. Pero al repetirse varias veces el sueño, y cada vez con mayor precisión, optó finalmente por ponerse en camino con sus miserables medios y dirigirse a la ciudad.

Cuando llegó a la capital encontró que el puente, como era de esperar, se hallaba permanentemente custodiado por la guardia real, y que ésta jamás abandonaba la vigilancia, día y noche. Merodeó durante varias jornadas alrededor del mismo. Hasta que una mañana el capitán de la guardia, que había advertido sus pesquisas, lo retuvo y le interrogó acerca de ellas.

El rabino optó por contarle la verdad y le describió el sueño que había producido tan extravagante viaje.

- Los sueños son engañosos - replicó el capitán. - Cien veces he soñado yo con una casa en Cracovia, al pie de una calleja oscura e inmediata a una triste sinagoga. Al pie de las tablas del patio se halla un tesoro... Pobre rabino, nunca he hecho el menor caso a mi sueño y me he ahorrado por lo menos el fatigoso viaje.

El capitán a continuación ofreció al rabino una pequeña colación y le animó a que retornara sin demora a su villa. El rabino le agradeció sus consejos y volvió a la ciudad. En su casucha miserable, al regreso, buscó donde el capitán le había indicado en el sueño y allí en su propia casa halló el tesoro".



El  cuento, bastante conocido, aparece citado por otra parte en el filósofo judío Lawrence Kushner, en su Libro de los milagros.

Curiosamente es el mismo que recoge Jorge Luis Borges en su Historia de los dos que soñaron. Pero si en el primero la narración pertenece a la tradición hashídica, en este caso el argentino rehace el relato que da lugar a la Noche 351 del libro Las Mil y una noches.

La antología, como se sabe, se había recopilado en torno al año 850 en árabe a partir de una colección persa, la Hazár afsana (o Mil leyendas), más antigua. Esta recopilación persa tampoco era original puesto que en ella se encontraban apólogos que en su origen pertenecían a la India y eran bastante anteriores. Del cuento en cuestión - o "Historia del hombre de El Cairo" en la acepción más popular del relato borgiano - existe a su vez otra versión de Al Matmari, en 150 cuentos sufíes atribuida a Valal Al- Din Rumí, "prácticamente idéntica".

El argumento se repite en diferentes lugares. En la recopilación de cuentos populares del siglo XVII de Jerónimo Cortés, titulada generosamente Libro y tratado de los animales terrestres y con la historia y propiedades de ellos, se nos indica que en alguna de las narraciones "el tesoro se encuentra en la propia casa del protagonista, debajo de la escalera".

J.L. Borges, que de nuevo realiza una narración perfecta - sobre un hombre de El Cairo que viaja a Isfaján detrás de su sueño - atribuye el relato al historiador Al Idrisi. En realidad, como sabemos, pertenece a las Mil y una Noches y el argentino alteró alguna de las circunstancias, como la ciudad del protagonista, de la original recopilación árabe.

El cuento se inicia con las palabras :

"Cuentan los hombres de fe (pero sólo Alá es omnisciente y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre...".

El mismo relato aparece, una y otra vez, en distintos lugares, en diferentes tradiciones y épocas...

Para alguien como el escritor argentino que había elaborado una teoría platónica de la literatura y recordado, en torno al poema Kubla Khan de Coleridge, que "veinte años antes Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir son episodios o fragmentos de un solo poema infinito erigido por todos los poetas del orbe" esta circunstancia, la de un relato que resurge una y otra vez y cuyo autor se oculta indefinidamente, no debía de ser del todo desdeñable.




viernes, 4 de marzo de 2016

Historia de Arlequín

                                                   
                                                               (Giovanni Domenico Tiepolo. Pulcinella. h. 1770)
1.

La figura de Harlequin aparece desde el repertorio legendario de la Edad Media relacionada en su origen con el paso, fascinante y estremecedor, entre dos mundos. Es uno de los personajes de la "cacería salvaje". Aquella en la que un grupo espectral de cazadores sombríos persiguen la pieza, incansable y eternamente. De un remoto origen en el folklore del norte europeo la alta edad media recogerá esta figura de la oscura, nocturna, salvaje cacería.

En una de las crónicas clásicas, la de Orderico Vitalis, monje de St. Evreul-en-Couche en el siglo XI, se describe cómo:

" (...) muchos vieron y oyeron un gran número de jinetes cazando. Eran negros, grandes y espeluznantes y montaban en caballos negros y negros ciervos, y sus perros eran negros, con ojos como platos y horribles. Esto fue visto en el parque cercano a la ciudad de Peterborough, y en los bosques que se extienden por la misma ciudad de Stamford, y por la noche los monjes los oyeron sonando y soplando sus cuernos de caza". En Los demonios del mediodía Roger Caillois recordaba también cómo: "Según Mapes, la compañía del rey Herlething es vista a mediodía en los primeros años del reinado de Enrique II (de Inglaterra) entre Gales y Hereford. Esta familia Herelethingi era una furiosa tropa de jinetes acompañada de carruajes, perros, halcones, etc., que no respondía a ninguna pregunta y que se desvanecía en el aire cuando la buscaban para retenerla por las armas".


La "cacería salvaje", originaria de la mitología del norte europeo y presente en diversas tradiciones, recibe diferentes nombres. En Normandía es la chasse Annequin. En la Isla de Francia la chasse Saint Hubert. En Quebec la chasse-galerie. Al norte del Danubio la caza de Odin. En Inglaterra es el rey Herla (Hellequin) el que dirige la hueste. En Dinamarca, el rey Valdemar Atterdag. El germano Wuodan o el céltico Arawn. El Comte Arnau en Cataluña o el abate Martín en la leyenda de los perros del Eitzari-Beltza en el País Vasco. Una de las primeras referencias de la leyenda aparecerá en el poema germánico "Muspilli" - un poema de contenido apocalíptico del siglo IX, versión del antiguo Ragnarok- el cual "describe una procesión de los muertos, encabezados por el dios Woden (...) en lo que debe de ser una temprana versión de la "Cacería".

Según Manuel Alvar, en la tradición de la Castilla medieval, "la mesnada era conducida por un Herlequin, conde de Bolonia muerto el 882 con sus soldados en un encuentro contra los normandos". En su clásico "La cultura del Renacimiento en Italia" el historiador Jacob Burckhardt relataba cómo: "En la noche que precedió a la gran inundación del Arno, en 1333, uno de los santos eremitas de las alturas de Vallombrosa oyó desde su celda un diabólico estruendo; se santiguó, avanzó hasta el umbral, y ante sus ojos cruzaron negros y siniestros jinetes armados de todas armas. Uno replicó a su conjuro con estas palabras: "Vamos a la ciudad de Florencia, y si Dios lo permite, la asolaremos en castigo de sus pecados".


Un relato de Diego Hurtado de Mendoza, recogido en Las guerras de Granada en 1627, nos habla sobre la "estantigua", la versión castellana de la cacería:

"Y ven los moradores encontrarse por el aire escuadrones; óyense voces como de personas que acometen; estantiguas llama el vulgo español a semejantes apariciones o fantasmas que el vaho de la tierra cuando el sol sale o se pone forma en el aire bajo, como se ven en el alto las nubes formadas de varias figuras y semejanzas".

Hellequin, un emisario del mundo otro, vestido de negro y con una cohorte de figuras similares es quien, en la tradición medieval francesa, recorre los campos de noche en la cacería de las desventuradas almas que en su camino tienen el infortunio de encontrarlas. (Un remedo de esta travesía nocturna se recoge en las tradiciones en torno a la Santa Compaña en Galicia, o la leyenda del mal comte en Cataluña).

Intervención del otro mundo en éste, en algunos casos el relato de la cacería salvaje supone la noción de un tiempo otro, del tiempo demorado o suspendido de la otra parte.

Como en el relato del rey britano Herla, que recoge en el siglo XII Walter Map, el remoto monarca que  acude al banquete de bodas del dwerf  Oberón, el soberano élfico, después de haber asistido éste al suyo.

Después de los tres días de la ceremonia en el reino de Oberón el rey Herla y sus acompañantes regresan. No encuentran el camino de vuelta o les es desconocido. Vagan por lugares que no reconocen o retornan siempre al paraje anterior. Preguntado al fin un pastor por la reina éste les responde: "Apenas puedo entender lo que habláis, porque yo soy sajón y tú un britano". Luego les refiere que ha oído la leyenda sobre un mítico rey de los britanos, el rey Herla. Pero ésta es muy antigua y los sajones gobiernan la isla hace ya más de dos siglos.

Condenados a vagar eternamente, en otra versión el rey nunca encuentra el angosto camino de regreso y su errancia prosigue ya para siempre en el otro lado.

En otro relato la hueste del rey había sido advertida de no descender de las cabalgaduras en tanto no lo hiciera un lebrel blanco, regalo del rey enano. Según esta versión transcurren tres siglos hasta que los caballeros pueden bajar de los caballos "y aquellos que lo hicieron antes quedaron inmediatamente convertidos en polvo".


2.

Rumores de la cacería... En el País Vasco, cuenta el erudito Barandiarán, cuando se oía el viento nocturno los aldeanos exclamaban: "¡Los perros del abad!" y se acogían al fuego. En Suecia la cacería de Odín es escuchada, pero nunca vista. "Entre los truenos - se nos cuenta - el ladrido de dos perros, en tono muy alto y muy bajo, es el único sonido identificable". Según otra versión el bosque se silenciaba  "y sólo los ladridos, los truenos y algunos gemidos eran escuchados". Al norte del Rhin los campesinos oyen entre la tormenta los cuernos de caza nocturnos de la hueste del antiguo conde del Rhin. Éste, como es sabido, prosigue su cacería incansable después de haber hecho sonar las trompas una mañana de domingo, frente a las campanas que llamaban a la oración. En Polonia "Diana es identificada (...) con Dzewana, la cual, armada como para ir de caza a mediodía, recorre con sus perros el bosque". Nadie debe encontrarse con ella o su cortejo venatorio. (Cuando, en su versión de la leyenda nórdica en "El Monte de las Ánimas" Bécquer la recree, en un momento tempestuoso de la Noche de Difuntos, la protagonista, Beatriz, escuchará el viento que aúlla y, después: "Silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles, ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan (...)").

El viento, la tempestad, acompañan tradicionalmente a la salvaje hueste. "Los árabes identifican ese viento - el viento aullador - el cazador y la muerte", se nos señala en otro pasaje.


3.

Lugares, momentos de paso... El latino Varrón ya advertía: "Cuando el mundus está abierto puede decirse que está abierta la puerta de las tristes divinidades infernales". En el imaginario latino el axis mundi es el "punto de unión del cielo, la tierra y el infierno". La cultura romana de las Lemuria recogería más tarde la tradición griega de las Anthesterias, período de doce días a mediados de febrero  "durante el que el más allá está abierto".

"Durante todo el día la ciudad (Atenas) está bajo el dominio de Dionisos y su cohorte infernal. Salvo el del Pantano los templos están cerrados y ya no protegen la ciudad. Más bien se protegen ellos mismos, cercados por un cordón de las fuerzas subterráneas (...) Allí cerca se derrama agua en abundancia para que las almas la beban; o trepen por ella para salir a la superficie de la tierra; allí mismo también se rinde culto a la madre Tierra".

En sus Bodas de Cadmo y Harmonía Roberto Calasso recordaba cómo: "Dionisio llegaba a Atenas, para las Antesterias, junto con las almas de los difuntos y con ellas desaparecía (...) Se reunían campesinos, esclavos y braceros de los grandes propietarios. Bailaban y esperaban la fiesta. El santuario se abría a la puesta de sol, sólo ese día en todo el año. Era un día contaminado. En las puertas de las casas, la negrura de la pez recordaba los espíritus que vagaban y, al final, serían expulsados".



Siglos más tarde, cuando la Francia medieval recupere la leyenda de Ellequine se nos explica que: "Se designa así a un grupo de muertos conducidos por un gigante tuerto, que recorre la tierra durante el período de Doce Días (Navidad- primero de año). Se interpreta como una personificación de la tempestad". El eco de esta configuración del año lo recoge el calendario cristiano, como sabemos, en la  fiesta y la noche de San Silvestre. Orderico Vitalis, el cronista inglés, de nuevo, recogerá la visión esta vez de un monje normando en el siglo XII. El cual afirma haber presenciado la tormentosa procesión de los sombríos penitentes en la noche, acompañados de negros demonios y presididos por un gigante al frente. Anota que "su informante había reconocido el fenómeno como la familia Herlechini, de la cual había oído hablar pero pensaba era un mito".

Momentos de paso... En el antiguo calendario celta la noche de Samhain, el 31 de octubre, designa el tránsito al año nuevo celta - y el comienzo de la "estación oscura". En otras descripciones se nos indica que la celebración del Samhain tenía lugar exactamente durante la luna de octubre- noviembre. La etimología del término en gaélico designaba "el final del verano". En esta noche las interdicciones entre los dos mundos eran clausuradas y ambos podían, por un breve lapso de tiempo, volver a comunicarse.

"Samhain - se nos dice - es una de las dos noches de "espíritus" en todo el año, siendo la otra Beltane. Es una intervención mágica donde las leyes mundanas del tiempo y el espacio están temporalmente suspendidas y la barrera entre los mundos desaparece".

En otro lugar se describe cómo: "en la mitología celta los sidhe o pueblos feéricos también celebraban Samhain (...) En la víspera de noviembre las hadas podían tener maridos mortales y se abrían todas las grutas...". En otra tradición medieval, que recoge el romancero viejo castellano, no será casual que el encuentro del Infante Arnaldos con la nave misteriosa, aquella que la mar ponía en calma / las olas hace amainar..., tenga lugar la mañana de San Juan. (En el antiguo calendario Litha, la fiesta pagana del solsticio).

Yo me levantara madre
mañanica de sant Juan;
vide estar una doncella
ribericas de la mar ...


O los lugares de paso... En ellos se produce el tránsito, el acceso al otro lado. En la tradición clásica este lugar es en muchas ocasiones un río de nombre tremebundo: el Piriflegeronte, "río de fuego"; el Lete, "río del olvido"; el Aqueronte, "río de la aflicción"; el Cocito, "río de las lamentaciones"... El más célebre el río - o laguna según otras versiones - Estigia, "río del odio".

Menos formidable que los ríos sombríos, otras veces es una cerca, una simple valla la que protege el acceso. Esta valla, que en ocasiones el protagonista cruza inadvertidamente, señala un límite preciso: el del jardín, el espacio cerrado en cuyo interior, como todo el mundo sabe, tiene su escenario el Paraíso. (En un argumento reiterado y mágico, alguien cruza el umbral. Más allá, de pronto, ocurre el acceso al otro lado, encerrado en el jardín, y al tiempo mágico del hortus conclusus. Les ocurre a los protagonistas del Roman de la Rose, el relato cortés de Guillaume de Lorris, en el recinto alegórico. En las leyendas sobre Sierra Morena recogidas por Washington Irving en sus The Alhambra: A series of Tales of the Moors and Spaniards, donde las cuevas de la sierra esconden un perdido ejercito de los nazaríes, sus huestes mágicas... Pero también, en un ámbito más profano, le ocurre al inadvertido visitante de "Ellos", el relato de Rudyard Kipling - del libro Traffics and Discoveries- en donde de nuevo sucede el encuentro maravilloso tras el trivial y azaroso acceso a un jardín...).


O la montaña: "El Paraíso era el ombligo de la tierra y según una tradición siria estaba situado en lo alto de una montaña, más alta que las demás", relata en algún lugar de su Diccionario de las religiones Mircea Eliade.

O la gruta, que niega siempre el acceso y en cuyo interior se escucha, desde fuera, como un vago rumor de voces...

En Irlanda estos lugares son quizá menos formidables. Ninguno posee el eco épico, y distante, de la Isla Blanca, por ejemplo, allá en el Ponto Euxino, adonde fuera a morar el formidable Aquiles después de su muerte. Pero son sin duda más abundantes... No podía ser de otra forma en ese lugar en donde, según el poeta Yeats, "este mundo y el mundo al que vamos después de la muerte no están muy separados".

Se encuentran principalmente según el escritor, que la conoció en su juventud, en la comarca de Sligo, en la provincia de Connacht, al noreste de la isla.


Allí - en The Celtic Twilight - se nos describe cómo:

"Un poco hacia el norte del condado de Sligo, en el lado sur de Ben Bulben y a algunos centenares de pies por encima del nivel de las llanuras, existe un pequeño rectángulo blanco en la caliza. Ningún hombre mortal lo ha tocado nunca con sus manos; y ningún cordero o chivo jamás ha venido a pastar la hierba junto a él. No existe lugar más completamente inaccesible en todo el mundo, y pocos lugares tan rodeados de un ambiente de terror para un ánimo exaltado. Aquí están las puertas del País de los Genios. En mitad de la noche se abren de par en par y sale la ultraterrestre tropa".

En otros lugares es una playa rocosa y desierta. Un arroyo sombrío, un puente, un fresno, una antigua abadía... El bosque, desde luego.



4.

Según la misma tradición irlandesa la isla de Brazil - o Hy Brazil en gaélico - es el lugar adonde fueron a parar los antiguos dioses después de su paulatina desaparición. Se encuentra situada vagamente en el Océano, "al Oeste de Irlanda". En las descripciones de la misma ésta se encuentra por lo común cubierta por la niebla. Su perfil se difumina después de que los navegantes la hayan divisado a lo lejos, inciertamente.

Aparece dibujada en el conocido portolano de Angelino Dulcert, en 1325. Como "isla del Brasil" en el mapa de Andrea Branco en 1436 (aunque algunos señalan que puede tratarse de la Isla Terceira de las Azores).  Con el nombre de "Hy Brasil, y otras variantes, (...) llegará todavía al mapa de Jefferys, publicado ya en el siglo XVIII".

En 1674 el capitán John Nisbet proclamó haber divisado la isla durante un viaje desde Francia a Irlanda. "Aseguró que la isla estaba poblada por grandes conejos negros, y un mago que vivía solo en un castillo de piedra".


5.


 (Picasso. Famille de saltimbanques. 1905)

En la descripción clásica de Arlequín éste es un emisario de la otra parte, ataviado con una máscara negra, que recorre los campos con su cohorte infernal.

"Harlequin fue originalmente Hellequin, un ser demoníaco que, adentrado en los bosques de invierno, dirigía su aulladora cohorte de ánimas errantes. Un habitante del reino de la Muerte, mensajero del otro mundo, que sirve como barquero entre los reinos de los vivos y los muertos...".

La descripción es de Jean Clair, el crítico e historiador francés, quien la realiza en su The Great Parade, un ensayo dedicado a Picasso y a su interpretación temprana de la figura del arlequín.

Allí prosigue: "El Arlequín de Picasso - como el Trismegistos de Guillaume Apollinaire - avatar del tres veces grande Hermes, conductor de las almas, un dios maligno - no ha perdido su conexión original con el reino de la Noche, y el cielo circense abajo, donde acróbatas y trapecistas actúan".


6.

                                                           
                                                                          (David Bowie. Ashes to Ashes. 1980)

La figura de Arlequín pasará a partir del siglo XVI a formar parte del repertorio tradicional del teatro europeo, dentro de la configuración de la Commedia dell´arte. En ésta, que tendría su auge en los siglos posteriores, se desarrolla un tipo de representación en el que la improvisación, independiente del texto, surge a partir de unos personajes determinados y definidos, que el público iría reconociendo paulatinamente, y cuyas características eran subrayadas por el uso de unos atuendos reconocibles; de las máscaras en última instancia.

En algún manual se subraya que la Commedia dell´arte era la heredera, mantenida en el medio rural como farsa, de la antigua attelana latina, representación de origen osco que se realizaba en un ambiente popular desde el siglo IV a.C.

A partir de un momento determinado los personajes principales de la Commedia, que estaban más indefinidos en principio, serán:

Arlequín. Uno de los zanni o criados. De su tosquedad inicial se nos dice que el personaje irá evolucionando paulatinamente. Hasta convertirse en el personaje soñador, vestido a cuadros y acróbata, sumido siempre en enredos y eterno enamorado posterior.

Arlequín, criado de Pantaleone, está enamorado de la criada de éste, Colombina. Su torpeza le impide alcanzar ninguna de sus metas, así como rivalizar con acierto con su astuto rival, Brighella, el intrigante.

El personaje sería perfectamente reconocible además por el vestido a rombos, rojo y negro característico - que daría lugar al adjetivo "arlequinado". En algún ensayo se indica que este vestuario "era el recuerdo de su antiguo origen diablesco". En otro lugar se describe que "por lo general de cuero negro, tiene una enorme verruga o chichón en la parte alta. (Un posible cuerno cortado, vestigio de su origen diablesco )".

En la tradición del folklore medieval aún aparecía el recuerdo del Hellequin demoníaco:

"In 1262 a number of Harlekius appear in a play by Adam de la Halle as the intermediaries of  King Hellekin, prince of  Fairy Land, in courting Morgan le Fay".

Brighella. Compañero de Arlequín. Astuto, intrigante, "fabulador de enredos".

Colombina. Criada de Pantaleone. La eterna, e inalcanzable, amada de Arlequín y Pulcinella.

Dottore. Compañero (o rival) de Pantaleone. Siempre vestido de negro. Altivo y distante.

Pulcinella (más tarde Pierrot) .Vestido de blanco y sin máscara. Criado, pintor, lunático, amante... A lo largo de su evolución se convertirá en el personaje por excelencia de la Commedia italiana.

Su personaje se irá diferenciando progresivamente del de Arlequín - tomando la figura del Pulcinella veneciano por un lado. Y por otro del ensoñador y ausente enamorado que el romanticismo - pero antes Watteau y la pintura francesa - adoptarán como uno de sus arquetipos preferidos.

Figura asimismo del simbolismo finisecular, su figura adquiere ya la forma de una ausente, extrema  melancolía.


(Aubrey Beardsley. The Death of Pierrot. 1896).

Como en el célebre epitafio añadido a los dibujos de Aubrey Beardsley, "La muerte de Pierrot":

"Cuando oscurecía Pierrot cayó en su último sueño. Entonces los comediantes, Arlecchino, Pantalone, Il Dottore y Colombina subieron de puntillas y en silencio las escaleras y, llenos de cariño, se llevaron sobre sus hombros al clown de Bérgamo, que se había vuelto blanco; nadie sabe dónde".

Pantaleone. Es el amo de los zanni…Puede ser padre, esposo - tradicionalmente veneciano. También comerciante. Y calculador. Y avaro.



7.

(Jean Antoine Watteau. Gilles. 1721)

Más tarde, y en algún momento, la figura de Pierrot se irá diferenciando paulatinamente del resto de los zanni o criados de la Commedia dell´Arte. Hasta llegar a convertirse en el personaje pálido y ausente del imaginario del siglo XIX - y del simbolismo tardío del siglo XX. Esta configuración, tan cara al fin-de-siecle se moverá sin embargo durante un tiempo en la ambigüedad.

"Las características de Pierrot y Arlequín - nos cuenta un ensayo sobre la imaginación moderna de la Commedia - cambiaron con el tiempo y puede encontrarse la figura de cada uno representándose a sí mismo, o a la personalidad (opuesta) del otro. Y eso sin mencionar los cambios de nombre, lo que significa que aquello que llamamos Pierrot es a veces Pedrolino, a veces Gilles, o Pagliacci, o Petruska, u otras cosas...".

Según cuenta la  tradición la configuración definitiva del personaje se deberá al célebre mimo francés Jean Gaspard Deburau (1796-1846) el cual "representó al Pierrot taciturno durante varias temporadas en el Théatre des Funambules de París". A partir del mismo la vestimenta blanca de Pierrot será la marca del ausente, lunático enamorado de Colombine - de la luna más tarde, en su definitiva configuración espectral. De su carácter melancólico nos dará cuenta una reseña posterior que advierte del éxito de la representación del célebre mimo en el citado teatro, a la que nombra como "Pierrot de la mort".

La imagen había sido fijada de alguna manera ya en el Gilles de Watteau en 1718. El cuadro según parece podría tratarse de "un reclamo que un antiguo actor (...) llamado Belloni y que había interpretado el papel de Gilles le encargó pintar para el café que inauguró en 1718".

La figura - "Pierrot, dit autrefois Gilles" tal como aparecería en las relaciones a partir de entonces - era inolvidable. Apartado de la escena galante que se desarrolla a sus espaldas, un tanto envarado, un tanto ausente, el pálido personaje mira de frente al espectador, mientras la vida, los acontecimientos tienen lugar en otra parte. Su figura espectral no pertenece ya al mundo de la actividad. Separado de ella, se encuentra ya en esa distancia permanente, absorta, que acompaña la imagen del melancólico - del reino de lo suspendido.

A partir de ese momento el romanticismo recoge con asiduidad la figura. Las citas al Gilles - o Pierrot - de Watteau se reproducen en Gautier, Baudelaire, Charles Nodier,  Nerval, Banville... Pierrot se ha convertido en un personaje caro al sentimiento romántico del artista, el cual, en su distanciamiento de lo inmediato, en su melancólica ausencia y su torpeza para lo cotidiano, sirve de modelo a una crítica de la inmediatez. Frente a él, Arlequín se configura a veces como el taimado - y teatral - rival de éste. Enfrente, la figura femenina de Colombina, la cual en su caracterización última adquiere las prerrogativas de la femme fatale. Hasta el punto de que en algún lugar se la relacione con la Salomé bíblica, imagen extrema de ésta - tal y como recogerá la breve y definitiva obra de Óscar Wilde, con las no menos extremadas ilustraciones de Aubrey Beardsley.



Theodore de Banville había sido uno de los primeros escritores franceses en dibujar la imagen. "Desde entonces - se nos dice en otro lugar - Pierrot y la luna están siempre en relación". Más tarde Flaubert escribirá su Pierrot au serail. Emile Reynaud el Pauvre Pierrot, Jules Laforgue el Pierrot (scene courte, mais typique)... El Pierrot de Banville - "le bon Pierrot que la foule contemple"- será musicalizado años más tarde por Francis Poulenc, en 1933. No será la única de las versiones musicales. Años antes, en 1912, Arnold Schoenberg había estrenado en el Berlin Choralion Saal una serie de canciones -veintiuna -, sobre textos de Albert Giraud, a las que tituló Pierrot Lunaire. Los textos se dividían en tres grupos simétricos de siete poemas. "Sobre el amor, el sexo y la religión". "Sobre la violencia, el crimen y la blasfemia". Para culminar con el regreso de Pierrot a su Bérgamo natal. "Y el pasado acechándolo". El 15 de mayo de 1920 se estrenaba en la Ópera de París el ballet Pulcinella de Igor Stravinsky  con los decorados de Pablo Picasso, encargada la obra por el prometeico empresario Serghe Diaghilev.




 8.

En el modernismo hispanoamericano Amado Nervo entre otros - pero también Leopoldo Lugones, o Manuel Machado - recogerán la figura del antiguo zanni. En un artículo en el diario "El Mundo" -comúnmente titulado como La muerte de Pierrot - hablará del "símbolo del espíritu artista" o del "símbolo del soñador empedernido, burlón y decadente". Lugones había escrito sobre un Pierrot negro. Pero también un Himno a la luna en donde la figura principal del enamorado distante y lunático era de nuevo la del personaje de la antigua Commedia.

(Marcel Carné filmará más tarde, en 1945, un Les enfants du paradis inspirado en la vida de Deburau, el mimo que había configurado el Pierrot ausente. Y aún en 1965 J.L. Godard filmará un Pierrot le fou recogiendo la figura, poética y extrañada, de éste).


(Marcel Carné. Les enfants du paradis. 1945)

En 1898 Rubén Darío, cercano a una figura que había sido cara al simbolismo europeo, escribe su relato "La eterna aventura de Pierrot y Colombina". El poeta nicaragüense ya había citado la figura en su Canción de Carnaval - de "Prosas profanas" - o en un poema suelto como Los regalos de Puck en 1891. Más tarde publica su conocida Balada en loor del Gilles de Watteau, en 1912.

" (...) Fue de vuelo, Puck. De pronto
a Colombina encontró,
y junto a ella, hecho un tonto,
a Pierrot "

había descrito en Los regalos de Puck.

En La eterna aventura... el motivo, recurrente en el simbolismo francés, vuelve a ser el de la pasividad de Pierrot enfrentada a la actividad - y el ingenio - de Arlequín, y alrededor de la figura galante de Colombina.

Es un baile de Carnaval. "Pierrot - nos dice Darío - no siente el peso del Tiempo. Él vive, come y sueña". Y más adelante: "Tú en realidad, Pierrot, a pesar de tu gula y tu afición al vino, eres un personaje triste".


  (Federico Beltran-Masses. Pierrot malade. 1929)

Un poeta japonés del siglo XX, Daigaku Horiguchi, que escribe parte de su obra en el París de entreguerras, recogería más adelante la figura pálida del ausente enamorado.

¡Palidez de Pierrot! ¡Pena terrenal!
Pese a su brillante blancura
la faz de Pierrot era triste
como rayo de luna.
Pese a su brillante blancura
¡El rayo de luna era triste!


jueves, 11 de febrero de 2016

El rencor de Wasabi


 
(fot. Hiroshi Hamaya)

En un opúsculo enigmático, publicado por la Universidad de Princeton en 1921 y titulado "Rhimes and Lifes of Poets from the Antique Japan", encuentro un capítulo dedicado a la biografía y anécdotas del poeta Toshei. El capítulo, como el resto del volumen, no indica autor y el pie de imprenta sólo señala el lugar - la UCLA Press - y la fecha de la primera edición. En algún epígrafe se señala que es "el volumen IV" de la obra.

Del poeta Toshei, como de la mayoría de los escritores que aparecen reseñados en la publicación, se ignora casi todo. El diccionario abunda en alusiones a autores de finales del siglo XIX, de alguno de los cuales no se ha podido encontrar otra noticia que su presencia en el minucioso manual. Éste, cuyas referencias he buscado en vano, no aparece citado en otra parte. Ni siquiera en la exhaustiva Bibliography of the Japanese Literature del profesor Minoito. En el ensayo del erudito Carlos Rubio sobre la literatura del país se hace alusión a una prolija enciclopedia que hubo de editarse con fondos de la emigración japonesa en la Costa Oeste a principios del siglo pasado... Ignoro si se trata del volumen en cuestión o alude a algún otro. El libro ha llegado a mis manos consultando la desvencijada biblioteca del Departamento de Lenguas Orientales de la Universidad de Salamanca. No tiene indicación de procedencia, fecha de adquisición u otros. Faltan los restantes volúmenes.

El capítulo al que aludo, y que hubo de llamar mi atención, versa sobre el poeta Toshei, autor cuya existencia hubo de tener lugar en las últimas décadas del siglo XIX. Fuera del texto citado tampoco he podido encontrar muchas referencias a la obra del mismo. En algún lugar se alude a la primitiva firma del conocido Basho como Toshei - coincidencia que debe desecharse inmediatamente, por la evidente diferencia de años- y en otro manual se alude a la obra de la escritora Toshi Ishida, bastante más conocida. O incluso a la relativa difusión en la provincia de Riukyu de la obra de un autor local, Tosho, cuya poesía tiene lugar también por las mismas fechas. Ignoro si de nuevo se está hablando del mismo autor - con las ambigüedades de transcripción que tradicionalmente mantienen los nombres japoneses - o sencillamente se trata de autores diferentes, si bien de nombre similar.

Dentro del artículo dedicado al poeta Toshei me hubo de llamar la atención un relato breve incluido en la biografía, en el que el anónimo redactor describe el viaje, banal en el fondo, que el poeta tuvo que efectuar a la ciudad de Hatsukaichi, en la prefectura de Hiroshima. Un como incierto desasosiego surge al final del mismo. Dentro de un capítulo que por lo demás aparece inmerso en el mismo tono ligero y como de encargo que comparte el resto del diccionario.

El fragmento al que aludo señala que:

"En el otoño de 1905 el poeta Toshei regresa a la ciudad de Hatsukaichi. Como se indica en páginas precedentes había residido allí durante una temporada mientras finalizaba sus estudios en la Escuela Superior de Kyoto. Es la única noticia de alguna visita posterior a una villa que, según describe el propio autor, tuvo una cierta influencia en su obra. En sus vacaciones juveniles en ésta comenzaría a escribir su "Jardín de flores mustias", obra que publicó hacia finales de 1898. No hay, aparte de la descripción de esos primeros veranos en la ciudad costera, ninguna otra alusión a ella. Éstas desaparecen tras el único regreso, en el mes de octubre del año indicado".

En un artículo autobiográfico publicado por la revista Modern Japanese Literature de la Universidad de California en 1910 el poeta Toshei relata que:

"En el otoño de 1905 regresé por unos días a la ciudad de Hatsukaichi. Inmediatamente fui a alojarme al establecimiento que mi antiguo amigo Wasabi mantenía en el puerto. Tras abandonar los estudios Wasabi se había casado con la hija de un comerciante local y habían restaurado una pensión en un almacén del muelle. Nunca ha abandonado la ciudad desde entonces .

Apenas vi Hatsukaichi y a los pocos días regresé a Tokyo. Un tanto sorprendentemente mi amigo Wasabi se había empeñado en sostener una pugna literaria, durante la cual insistió en leerme la voluminosa obra de teatro que al parecer había compuesto durante esos años, así como unos poemas modernos de los que apenas entendí nada, excepto la queja amarga de que nunca hubieran sido publicados.

Ignoraba todo acerca de las preocupaciones literarias de mi compañero de correrías juveniles. Había sido anteriormente un experto conocedor de todas las variedades locales de sake de la costa, y alegre compañero de tabernas durante aquellos años.

A Wasabi le acompañaban en alguna ocasión otros conocidos o amigos locales, asiduos frecuentadores del hostal. Habían formado un club de lectura, vagamente emparentado con la oposición a la reforma Meiji. Entre todos criticaron la orientación, según ellos excesivamente erudita, que había adquirido mi último libro, así como los del escritor Natsume Soseki. Sospeché en algún momento más tarde que nunca los habían leído" .

El capítulo de la enciclopedia Rhimes and Lifes... termina páginas después, en tono de recopilación, aludiendo a alguno de los libros posteriores del poeta Toshei. Obras que, como es sabido, apenas han tenido ningún reconocimiento público.



miércoles, 13 de enero de 2016

Una estación remota


 
 
Una imagen, fascinante. En una estación nevada alguien espera el tren. Éste surge de una travesía entre la nieve; proseguirá, pensamos, entre el hielo, la niebla de nuevo. La desconocida se sumergirá en su interior, sobre las vías heladas. La estación, intuimos, quedará sola otra vez.
 
Ésta es la imagen, cuya revelación acaece a primera vista, inmediata.
 
En un texto que acompaña a la misma leemos que en la estación de Shimo-Shirataki, en la isla de Hokkaido, el tren se detiene dos veces al día para recoger a la única viajera, una estudiante de enseñanza secundaria. Es la última pasajera del lugar. La Hokkaido Railway Company mantiene escrupulosamente la parada, a la ida y a la vuelta.
 
Luego, en algunas guías turísticas leemos algunos datos sobre la línea, el lugar. En su escueta enumeración reconocemos la rara, inmediata, insondable fascinación de la fotografía. 
 
Así, leemos que:
 
" Kyu Shirataki, en la región de Hokkaido, es un lugar situado en Japón - a unas 601 millas ( o 968 kms.) al norte de Edo, la capital de la región."
 
 " La estación de Shimo - Shirataki es atendida por el único tren de la la línea principal de Sheikoku, y dista 88,3 kms. del punto oficial de comienzo de la línea, en Shin- Ashahikawa.
 
La estación está numerada como A 46 ".
 
El texto finaliza afirmando que :
 
" El tiempo hoy es de 8º F. Viento SSE a 6 mph.
Noche: Nieve comenzando en la madrugada".
 
 
 
 

lunes, 14 de diciembre de 2015

Diciembre

 
 
 

En un relato de J.L. Borges éste contaba cómo un cúmulo de notas y objetos sin sentido para el protagonista dibujaban al final algo así como un paisaje definido. "Este paisaje - nos advertía - era quizá el de su propio rostro".

Existe siempre la tentación de pensar que lo disperso está dibujando algo así como un paisaje en el fondo, cuya imagen se va a desvelar en algún momento, más tarde... Quizá no sea cierto. Quizá no se dibuje nada, excepto la confusión inicial.

Así las lecturas, los libros de estos días en que las tardes se van acortando, irremisiblemente. "No estoy leyendo nada", es la respuesta indefectible que asoma cada vez que, entre viaje y viaje, alguien nos pregunta por ello. Quizá no sea cierto del todo. Algunos libros, de pronto, se relacionan con otros momentos, otros lugares.

Así el encuentro insospechado con una obra para mí inédita del propio Borges en una trattoria de la ciudad de Milán. En la reforma del establecimiento que, según nos contaron, había tenido lugar tras un incendio reciente, habían colocado a lo largo de las paredes una estantería de libros variados "que los clientes pueden llevarse". Ante nuestra sorpresa uno de los títulos es un ensayo sobre poesía del escritor argentino, "L´invenzione della poesia", que uno, que vagamente presume de conocer la bibliografía de aquél, nunca había visto citado en ninguna parte. El volumen, de la editorial Mondadori, no indica el origen de los textos ni la fecha de los mismos, que descubrimos luego corresponden a una serie de conferencias que impartió en la universidad de Columbia, en el año 1971 probablemente .

En los textos, la impagable finura como lector de Borges: las referencias a una fascinación inagotable cuyos nombres son Homero, Virgilio, Dante o Thomas de Quincey. Pero también Chesterton, Stevenson, Kipling o el recuerdo de Lugones, entre otros. Y la alusión continua a la antigua poesía sajona, unos versos épicos y alucinantes, que nos hacen recordar el antaño feliz descubrimiento de sus "Literaturas germánicas medievales" - y sus referencias a las metáforas épicas de las mismas, que reaparecen una y otra vez en las conferencias, tan nítidas como su obra. (Esta fascinación por la palabra exacta, y alucinante, era el tema, lo recordamos luego, del relato "El espejo y la máscara", con el desasosegante encuentro del Rey y un Poeta tras la batalla de Clontarf ).

 
En un café de Milán leer de nuevo, con una cierta sonrisa, la admiración, que nunca entendimos muy bien, del escritor argentino por su maestro en el Madrid de principios de siglo, el sevillano Rafael Cansinos Assens. Si alguna vez había citado ésta, en las conferencias americanas aparece reproducida y signada, junto a la consideración que la obra del escritor y traductor le merecía. No sabemos qué pensarían en la Universidad de Columbia. En las calles milanesas hay algo de irónico en el recuerdo de pronto de un Cansinos, a quien en algún momento todos leímos, y quien, tras las batallas ultraístas - y las de la guerra civil, más tarde - se refugia, póstumo en vida, en su domicilio de la calle Menéndez Pelayo. Y en sus evocaciones del Viaducto madrileño, nocturno y con algo de póstumo también.

En la trattoria milanesa aparecen también, entre otros, sobre las baldas del comedor una Ricerca della lingua perfetta de Umberto Eco, junto a Una Biblioteca della Letteratura Universale de Herman Hesse editada por Adelphi, títulos que inmediatamente pasan a formar parte de la colecta de la cena. Y del catálogo, impagable asimismo, de los libros que aguardan a ser leídos, sin fecha.


Referir los libros a los lugares... En un café del Boulevard Saint Germain, una tarde luminosa, iniciamos la lectura, que luego ha proseguido en otra terraza madrileña, del ensayo de Umberto Eco Arte y belleza en la estética medieval. En París esos días había redescubierto un a modo de paisaje universitario, por referirlo de alguna manera, en la que diversos personajes de semblante serio se sentaban en las mesas de los bulevares con un libro ignoto del que por principio no alzaban la vista. Yo para no ser menos esa tarde me había situado también con una edición de versos de Yeats en una traducción detestable, que abandoné al primer intento.

El ensayo de Eco, recordamos, se inicia de una manera polémica y sugestiva enfrentándose a los tópicos más usuales de la historiografía al uso. Esto es, a la supuesta ausencia de una percepción de lo sensible en la época. Junto a la también supuesta configuración del discurso medieval como mera recreación de la Patrística, la exégesis bíblica o el comentario a los restos que del pensamiento clásico se habían conservado en la erudición de aquellos siglos, supuestamente oscuros.

No es mal comienzo para un libro, la sosegada y un punto irónica defensa del pensamiento medieval frente al tópico de su reiteración, monótona y siempre ligada a la Auctoritas... Tampoco lo es el formato del libro, antes un compendio de carácter histórico que un supuesto ensayo original y, siempre, un punto escandaloso. La prosa del texto, como de discurso ya reflexionado y sabido unos cien años antes, se presta a ello. También la fascinación de los temas, o su presencia inactual. Como aquel capítulo que refiere la cuestión de la belleza a su carácter metafísico. Y no a la casi absoluta relación con el arte - lugar casi exclusivo de la estética moderna que, de pronto, aparece ligado a la apariencia, sospechosa trivialidad de su relación con el artefacto - la representación en un escenario, banalizada de repente.

O la ya repetida discusión, que se reitera en otro lugar del libro, sobre el concepto de símbolo o alegoría. Leída ya ésta última en una chimenea con ventanas sobre el campo - lugar apropiado sin duda para recordar el antiguo universo de la significación delirante: aquél en que signos, acontecimientos, discurso y objetos al fin, siempre remiten a una otra cosa. A una alegoría universal, al cabo.


Libros, lugares... No estamos leyendo nada, repetimos luego. En la Cuesta de Moyano encuentro la segunda edición, ampliada, del clásico de José Carlos Mainer, el Falange y Literatura que adquiero a un precio razonable. De entre el ensayo, tan sugestivo, sobre la supuesta constitución de un discurso del fascismo en aquellos años - bastante discutible y cargado de unos matices que sólo el conocimiento de unas ciudades como la Pamplona carlista o la Salamanca clerical de la época pueden explicar - la referencia siempre atractiva a unos escritores, alguno excelente en el instante, a los que el tiempo y la Fama postergaron. Y que a otros condenó para siempre al olvido, fuera del juego curioso de la pura erudición. Literaria y de las otras.

Las descripciones del Bilbao de un Sánchez Mazas, las de la Pamplona en armas de García Serrano; el Madrid aristocrático del conde de Foxá... Dejo el libro para seguir leyéndolo en Madrid. Siempre hay algo sugestivo en poder comentar con los que aún lo recuerdan cuál era el local del bar Or-Kom-Pom, en el que se escribiera en una tarde el himno de la Falange. Dónde estaba el Hotel Florida. La terraza del café Varela. O cuál era la tertulia de la Ballena Alegre - en cuyos últimos episodios editoriales leímos no pocos de nuestros primeros libros infantiles.

Quede el ensayo literario y falangista en la ciudad, cuyos lugares, ay, han desaparecido también, junto a los protagonistas de la obra.

 
En una librería en la plaza de San Boal en Salamanca encuentro más tarde una rara edición de textos varios de Walter Benjamin, "Estética de la imagen", de editorial que ignoro, algunos muy conocidos junto con otros más raros, y otros francamente insólitos.

De la relectura de alguno de ellos, bastante tiempo después, una vaga sensación de irritación que al principio no acierto a desentrañar y al cabo quiero definir como la sorpresa de la contradicción. Pues en varios de los artículos que estoy leyendo, alguno inédito, algún otro citado en la crítica de arte de una época, me encuentro con una constante perplejidad que se refiere, en todas las líneas y en los párrafos arbitrarios, a la presencia de un estilo que no sé calificar sino de contradictorio. Y a la presencia - o la ausencia - de una exposición cuyo desenlace, si es que existe en alguna parte, manifiesta la misma fragmentariedad, la contradicción del principio... En algún lugar de la obra del alemán queda el destello del acierto de un discurso que recogía los lugares de la fotografía, la ruina, la arquitectura comercial o la serialidad de los objetos del arte como varios de los pasajes que iban a ser fundamentales para el arte contemporáneo.


Entre viaje y viaje y los distintos escenarios, los libros a los que se vuelve siempre: algún Mircea Eliade, un manual de Pierre Grimal, el Judíos errantes de Joseph Roth... No hay lugar para una novela en ello, advierto después. (No hay lugar para nada, repito en la tertulia, una mañana, y todos los libros están esperando, siempre, a que los días se alarguen). En una librería madrileña de la calle Alcalá había adquirido un fin de semana antes el relato del poeta británico Philip Larkin Una chica en invierno, atraído entre otras cosas por la atractiva edición de Impedimenta donde se había publicado y la traducción de Marcelo Cohen. Y en cierta manera también por la vaga obligación moral de leer alguna novela nueva y dejar en paz de una vez las mismas estanterías de siempre.

Pero la novela, que se inicia con una deslumbrante descripción de la nieve en las ciudades, pronto se sumerge en el relato de la soledad y la reiteración de la trivialidad en la vida de la protagonista - y de los personajes del Londres de la época - y soy incapaz de seguir interesándome por ella, y tanta espera, insatisfecha siempre, acaba con las ganas de proseguir con el relato - porque además hay un nuevo viaje entre medias - y ésta pasa entonces a otra nueva categoría en la biblioteca. Junto al estante de los libros que, pacientes, aguardan que alguien los abra de una vez - que es la de los volúmenes que fueron abandonados en alguna ocasión y, para qué vamos a engañarnos, lo más probable es que su soledad sea, ésta sí, definitiva.


Encuentros sorprendentes luego, en las ferias de ocasión. La edición de editorial Adonais del Naufragio del Deutschland de Gerard Manley Hopkins, el poeta católico, magnífica. O la excelente biografía de San Juan de la Cruz del también inglés Gerald Brenan en la misma caseta, de la que no guardo ninguna seña y me olvido luego. Algún otro hallazgo, menor y en precio, en los puestos de al lado del paseo de Recoletos...

En alguna ocasión la sorpresa del encuentro surge de donde menos la esperas. Y esta vez es en un estante de la propia biblioteca de casa donde, esquinado y detrás de unas fotografías, me topo con un volumen de los relatos tempranos de Rudyard Kipling, los Cuentos de las colinas, primer libro de cuentos del escritor británico y del que ni siquiera sabía que estuviera ahí - quizás haya llegado mientras yo estaba de viaje, pienso, inmerso en la sabiduría para la sorpresa del escritor.

En ellos, de nuevo, la certeza de lo exótico que es lo cercano, la distancia y el hastío, el misterio y la banalidad. Y la descripción de la época y los relatos de lo permanente. Y la ironía y el heroísmo, la cobardía y la generosidad... Secreta, como alguno de sus personajes.

Entre tanto viaje, tantos autores nuevos que, dicen, deberíamos conocer, y tanta novedad, francamente, nunca he encontrado las razones para cambiar de costumbre. Ni de bar. Cuando llegue el buen tiempo, esta vez sí, volveremos a leer algo.




Más allá del Paso Yang

En Wei. Lluvia ligera moja el polvo ligero. En el mesón dos sauces verdes aún más verdes. - Oye, amigo, bebamos otra copa. Pasado el Paso Ya...

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