miércoles, 19 de julio de 2017

la costa de levante




Al noroeste de Mallorca la costa de Levante - desde la bahía de Alcudia y Cap Farrutx hasta la Punta de Capdepera - debió de ser en algún momento una zona casi deshabitada. El contrabando - según nos informa una guía local - "no sólo desembarcaba en Cala Mesquida, también lo hacía en las cercanas playas de Cala Torta, s´Arenalet y Cala Mitjana". En los pueblos del interior - Artá, Capdepera, Cala Ratjada ...- los lugareños aún conservan la noción de una comarca despoblada, con fincas pobres que se acercan al mar, mientras los habitantes viven en el interior, más al sur, distantes de la sierra abrupta.

Esta zona - se nos informa en la misma guía - era conocida por los fuertes vientos "y las corrientes del peligroso canal de Menorca, lo que lleva a la dificultad de la navegación y, en algún caso, a algún peligroso naufragio".

Artá, en el interior, era de algún modo la última ciudad. Antes de descender de sus casas de piedra, las mansiones señoriales de los propietarios en torno al monasterio de San Salvador, y emprender el itinerario por las grandes posesiones cada vez más despobladas, hasta el borde, montañoso y estéril, de la costa. En los archivos de la parroquia de Artá aún se conserva la denominación de su fundación original, en el siglo XIII, como "caput (...) et frontera inimicorum".

No había apenas población en la costa - el largo y abrupto recorrido de la garriga y las grutas del contrabando - desde la bahía de Alcudia a las playas de Capdepera, ya en el litoral arenoso que desciende hacia el sur. Pueblos como Cala Ratjada, Son Servera o el propio Capdepera, ya fortificado en época medieval, eran apenas alquerías que dependían de la capital de la comarca. No aparecen como lugares independientes hasta mediados de siglo XIX.

El litoral no era sino la noción de un peligro constante, una amenaza conservada en la memoria de los paisanos. Cuyo trazado aún se conserva de alguna manera en el viaje actual desde los lugares del interior hasta la costa, por parajes arruinados, posesiones abandonadas, la garriga estéril que ocupa, finalmente, las laderas de la sierra frente al mar.

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Bajo la gran dehesa de Ferrutx, en lo alto - antigua finca de caza de los reyes de Mallorca - la colonia de San Pere, sobre el mar, aún conserva algo del paisaje de las colonias de nueva planta, establecidas por decretos reales generalmente en los siglos XVIII y XIX. Es un poblado regular, con las calles trazadas a cordel bajo la montaña, único y solitario asentamiento en los largos kilómetros del abrupto litoral que comienza al oeste de la amplia bahía de Alcudia. El decreto original de 1880 habla de la parcelación de la antigua Dehesa y la venta de los lotes resultantes a los colonos por parte de la institución del Crédito Balear, que había adquirido recientemente la finca. En 1882, se nos dice, ya vivían en la colonia 108 familias, agricultores exclusivamente.

"Son sus límites - describía el decreto - el mar, Betlem de Marina, S´Alqueria Vella, Son Morei, Can Canals, Son Forté y Morell".

Hay algo artificioso, de decreto burocrático sobre un plano en blanco aún, en su actual ubicación, el aislamiento de las nítidas casas blancas de una planta, alineadas sobre el paseo sobre un puerto artificial, unas playas mínimas entre los refuerzos de hormigón, que se han rellenado a su vez con una arena pálida, traída de otra parte. En la costa, a continuación, ascendiendo hacia el cabo, no hay ningún otro lugar habitado.

Para llegar a la colonia desde el interior había que desviarse hacia la sierra de Farrutx desde la antigua carretera que unía el puerto de Alcudia con las playas de la comarca de Son Servera. Una geografía de viejas posesiones - que aún conservan algo de su vieja resonancia en la mención de los payeses del lugar-  rodea estos campos extensos, la mayoría ya sin cultivar. Son las antiguas fincas de Morell, Son Morei, Son Sureda o Aubarca. A lo lejos, en alguna de ellas se divisa todavía el porche tradicional sobre un patio de entrada, la casa principal, las almazaras de piedra, los hornos cercanos. Unos cipreses aislados señalan el caserío desde la entrada. En su mayor parte están abandonadas.

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Solitaria sobre el Cap Ferrutx, la bahía al fondo, se erige todavía la ermita de Betlem en un elevado promontorio sobre la costa.

Un antiguo inventario da cuenta de la donación del terreno por parte del propietario, Jaume Morei, en 1805.

"Primeramente del edificio en que antiguamente se hallaba collocada una Atahona, y de la Torre desmoronada contigua a dicho edificio. Mas y finalmente a los efectos que mas les convenga, de las Quarteradas de tierra poco mas o menos contiguas al prenotado Edificio, y Torre, juntamente con la fuente de agua viva y permanente todo de pertenencias del Predio Binialgorfa que tengo y poseho en el distrito de la Villa de Artá de este dicho Reyno".

Habitada desde entonces la ermita surge desolada sobre la costa abrupta. Una romería anual, el día de San Antonio, alteraba la soledad permanente del lugar.

El padre Antoni Gili que hubo de escribir un minucioso estudio de los 200 años de historia del lugar añadía, en algún lugar de la obra:

"Aquí el silencio se desea. A través de él el ermitaño aprende a discernir a Dios, a pesar de su existencia oculta: descubrir la belleza del mundo, la grandeza de las cosas insignificantes, el misterio más íntimo de sí mismo y de su existencia".

En otro lugar de la obra se describe el inventario del oratorio:

"Un misal, dos casullas una negra y otra de todos los colores, altar con ara y una tela que representaba el misterio de Belén y dentro del nicho diversas figuras de madera del mismo misterio, tres toallas y demás necesario para el sacrificio".

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Describe en su rara "Ruta de Mallorca" - editada localmente en el pueblo de Capdepera en 2006 - el poeta Pere Caldar:

"El paisaje tradicional, el estío seco de todos los años, se encuentra detrás de las montañas de Alcudia.

En torno a la Colonia de San Pere se extendía la región más despoblada de la isla. De antiguo había sido una costa yerma, a la que yo volvía una y otra vez en las largas temporadas que pasaba en la isla.

No sé de dónde vendría esa fascinación. Desde luego, de la proximidad. Nos alojábamos entonces en la finca de G., el pintor de san LlorenÇ, situada en los tesos de Son Servera en el extremo de la isla. Frecuentábamos por las tardes un angosto celler en las faldas del castillo de Capdepera. Debajo de la plaza se divisaban las vegas del municipio y, al fondo, la carretera que llega hasta el puerto en la bahía, la torre de la iglesia de Artá a lo lejos.

Más allá de Artá ya no había ningún lugar. G. y los amigos nos hablaban continuamente de aquella región que era la suya. Al hacerlo evocaban sin saberlo quizás un cierto aroma legendario que el turismo y las nuevas urbanizaciones no habían alcanzado del todo a borrar. O quizás perduraba solamente en su recuerdo: esas interminables descripciones a las que se entregaban los martes por la mañana de desayuno mallorquín, que comenzaba con riñones, callos, cerveza y un frit y terminaban inevitablemente en aguardiente local y canciones de la tierra.

Pero era también la propia desolación de la comarca. La recorríamos incesantemente en esos meses. En las carreteras del interior apenas nos cruzábamos con nadie. Hasta que, sin darnos cuenta, nos sorprendíamos al cabo repitiendo el mismo relato de los isleños, comentamos que estábamos contemplando el paisaje de ellos, elaborando la misma narración que los amigos serverinos nos había relatado en el pueblo.

Artá, en el interior, era la única ciudad, la antigua capital de la comarca. Había sido la residencia de los efímeros reyes de Mallorca, el lugar de verano de la aristocracia local luego. Más allá, bajo la iglesia de San Salvador, se extendían el campo y la tierra de nadie hasta llegar hasta el mar. Una costa que durante décadas sólo habían frecuentado los contrabandistas. Las fincas se extendían, señoriales aún, distantes, entre esos acantilados ásperos, temibles, por los que durante siglos sólo cabía esperar la llegada de los corsarios, y la ciudad, las casonas pétreas en las que los propietarios pasaban la temporada estival y recibían las rentas de unas posesiones a las que, en algún caso, no habían accedido nunca.

El campo se abría más tarde, apartado, tras la orgullosa colina que dominaba las vegas inmediatas. Apenas dejar el caserío los caminos se intrincaban en una densa maraña de huertas, bancales y alquerías medio arruinadas.

Alguna tarde, después de pedir café en la plaza, - y el bizcocho de almendra local-  tomábamos la carretera que conducía a la ermita de Betlem. Antes teníamos que cruzar por la possessió de Aubarca, una antigua finca de olivos descuidada puesta en venta hacía muchos años, pero que por lo visto, nadie quería comprar. Nos llegábamos alguna vez al caserío por un camino de tierra, cubierto por las zarzas y las ramas de las higueras secas. En la casa cerrada, al lado de un gran arco de piedra del siglo XVIII, se encontraban las almazaras con los muros repletos de inscripciones anotadas en un color ocre sangriento, que debían de representar las cuentas anuales de la cosecha de aceitunas, escritas en un alfabeto arcaico, críptico y repetitivo.

Más allá del valle las fincas y las casas se iban espaciando hasta llegar a un terreno seco y pedregoso, de chaparros, jaras y negros espinos, y a unas montañas grises que ascendían entre curvas hasta perderse en el horizonte. Al subir por la tortuosa carretera veíamos de repente el mar al fondo, y, en una ladera inverosímil, la ermita de Betlem, pálida y solitaria sobre el azul de la costa. Aún vivía allí un ermitaño, pero nunca se dejaba ver.

Yo pensaba en esos días de verano en el invierno de pronto: la tormenta, la niebla, la soledad de la pequeña ermita en la costa, la montaña vacía alrededor. Después, nada".

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Bibl.

    Lorenzo Lliteras         Artá en el siglo XIV        Palma, 1972.

    Josep Sureda i Blanes        El paisatge d´Artá     Artá, 1932.

     Mn.  Antoni Gili i Ferrer      Ermita de Betlem. 200 años de historia         Mallorca, 2005 

     Bertomeu  Amengual  Gomila          Aeroguía del litoral de Mallorca         ed. Planeta, 1996.

    Miquel Costa i Llobera      Poesies     1907

     Pere Caldar           Ruta de Mallorca           Capdepera, 2006.




sábado, 24 de junio de 2017

Cuaderno de Guarda




Elounda

" (...) hay un rumor de costa sobre el campo,
un sonido distante del mar.
En una playa de Grecia otro verano,
nos sentábamos en la arena
y sentíamos el fuego antiguo
que se repetía sobre la piedra
una y otra vez, incesante.
Yo ahora lo recuerdo en esta estepa
aparte, sin sombra apenas. "



-  De Antonio Andrada      Cuaderno de Guarda    
 Portalegre, 2006.

sábado, 17 de junio de 2017

Noticia de Alejandría




Cuando en los primeros años del siglo XX el escritor inglés E. M. Forster desembarque en Alejandría, la ciudad se halla bajo el mandato del Protectorado Británico. Después de siglos de una larga decadencia había conocido un cierto resurgir a finales del XIX con el gobierno del virrey turco Mohamed Alí. Una destartalada reconstrucción de la ciudad le daría esos años el aspecto de metrópolis comercial, abigarrada y distante del Egipto interior, cuya población estaba formada por "coptos, judíos, armenios, griegos, italianos... todas las nacionalidades".

Forster escribió un primer libro de ensayos sobre Alejandría al poco de su llegada, Pharos und Pharillon. El volumen era la recopilación de los artículos que había ido publicando en la gaceta local, el Egyptian Mail. Casi inencontrable hoy en día, la obra iba a tener una accidentada edición en 1923 en la que, aceptada por fin por una pequeña editorial londinense, ésta se perdería casi por completo al poco tiempo, incendio en los almacenes de la City incluido.

Alejandría, independientemente de su escenario moderno era, sin duda, el relato antiguo que resultaba inevitable evocar. "Cuando Forster desembarcó en 1915 no quedaban para recibirle ni rastro de esta complicada belleza", diría de su llegada años más tarde el también británico Lawrence Durrell.



La ciudad sería durante la estancia del primer escritor una suerte de parada intermedia entre Oriente y Occidente. Lo había sido tradicionalmente. Él la define de esa manera en alguna ocasión: "... una escala marítima hacia la India y el Oriente más lejano". Lo fue así en su biografía, en la que al cabo proseguiría el viaje hasta la India - lugar de una de sus obras más señaladas, la conocida Passage to India. Al cabo de tanto tiempo Forster había repetido la misma deriva sobre la ciudad de la Antigüedad tardía en el extremo de las rutas que, en el confín del Mediterráneo, enlazan los puertos del Océano Índico, la costa malabar y las remotas islas de las Especias con los mercados europeos - con los mercaderes venecianos, principalmente. Qué hacer, señalaría el escritor, con las ruinas de una ciudad que había sido en otro momento la capital de un reino, el ptolemaico, y de una cultura, la del helenismo. Apenas quedaba nada de un nombre, Alejandría, cuyo esplendor se había esfumado hacía ya tantos siglos.

"Los puntos de inflexión de Alejandría no son interesantes en sí mismos, pero nos fascinan si nos acercamos a ellos a través del pasado" reconocería Forster en el prefacio a la que iba a convertir, sin embargo, en una guía clásica de la ciudad. Su Alejandria. A guide publicada por primera vez en 1922 aún ahora se sigue reeditando. El escritor, a despecho de las pérdidas que había sufrido la ciudad, sí iba a identificarse paulatinamente con ella. De hecho, su Guide constituye un homenaje a la antigua capital de los Ptolomeos, descrita minuciosa y cuidadosamente. No debían de ser ajenos a los motivos del mismo el descubrimiento de la obra de un oscuro poeta local, Konstantin Kavafis, - a quien trata con cierta asiduidad y edita su obra, más tarde. Así como el asomarse a unas relaciones sentimentales con un incierto nativo alejandrino, que en la Inglaterra original de aquél nunca habían podido tener lugar.




En Kavafis, cuya poesía admiraría desde un primer momento, aparecía igualmente la descripción de la pobreza de la ciudad contemporánea - en cuyas calles iba a transcurrir casi toda su vida.

(...) No hallarás otra tierra, ni otro mar.
la ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. y en los mismos
suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma.
Otra no busques - no la hay (...).


Junto a ella, surgía la recreación, y el relato alegórico, de un pasado heroico cuyos ecos aún alcanzaban al presente. A lo menos, en sus poemas sobre la decadencia de los antiguos griegos, los personajes del tardío reino helenístico. "Aún pervive Alejandría" escribe el poeta en algún lugar - en el poema Refugiados.

Alejandría siempre es ella. A poco que camines
por su calle derecha que termina en el Hipódromo,
verás palacios y monumentos que te admirarán.
Por más que ha sufrido daños por las guerras,
por más que se ha empequeñecido, siempre una ciudad maravillosa...

Aún pervivía la ciudad en efecto. Pero difícilmente el eco de la antigua cosmópolis era ya perceptible. Si no fuera en los versos del griego. En la literatura sobre la misma, en general.

"Alejandría es toda insinuación: aquí (en algún lugar) es donde Alejandro yacía en su tumba; aquí se suicidó Cleopatra, aquí la Biblioteca, el Serapion, etcétera... y allí físicamente no hay nada" escribiría de ella M. Haag en "La ciudad de las palabras".

Forster realizaría algunas traducciones al inglés de la obra de Kavafis. "La primera traducción al inglés la llevó a cabo él mismo. Tuvo lugar hace ahora más de treinta años en su piso del número diez de la rue Lepsius en Alejandría, un piso oscuro amueblado de forma convencional".




Existiría igualmente en el escritor británico una declarada admiración por la cultura del tardío helenismo - por el neoplatonismo alejandrino, por encima de todo. Personalmente además vivió una incierta historia amorosa, lejos de pronto de las brumas de la Inglaterra victoriana, y en medio de aquel escenario nuevo, donde podía acceder por fin a su confusa homosexualidad. En decadencia, y distante de la urbe de la Antigüedad tardía, en la ciudad sin embargo los viajeros europeos aún encontraban esa suerte de exotismo que desde la expedición napoleónica se convertiría en el sueño de Occidente: la nostalgia del orientalismo. No era ajeno al mismo la pervivencia del Hotel d´Europe, el lugar donde los viajeros -  Flaubert o Thackeray entre otros - se alojaban. Era un decorado conscientemente exótico que en cierta manera cumplía las expectativas del dibujo fantástico de Oriente. "Oriente - había descrito Víctor Hugo en Les Orientales - representa fantasía, riqueza, lujo, luminosidad, sensualidad, violencia, crueldad".

No todas las descripciones exaltaban el exotismo, la celebración de la otredad. En su Itineraire
de París a Jérusalem el viajero Chateaubriand señalaba que:

"Aunque me encantó Egipto, Alejandría me dio la impresión del lugar más melancólico y desolado de la tierra. Desde la altura de la casa del embajador, no distinguí sino un mar desnudo que rompía en unas costas bajas aún más desnudas, puertos casi vacíos y el desierto líbico que se perdía en el horizonte del mediodía (...) Por doquier, las ruinas de la nueva Alejandría se mezclan con las de la ciudad antigua".



Pero la ciudad estaba llena de fantasmas. Y en cierto modo ésta - Alejandria: A History and a Guide - era una guía fantasmal. En sus capítulos Forster mezclaría una excelente recreación de la Alejandría histórica - con especial dedicación a la cultura del neoplatonismo, o a la síntesis judeo-griega de la lectura del Antiguo Testamento del filósofo Filón - con los mapas de la ciudad contemporánea. Estos elaboraban, junto a unas precisas notas, una descripción de los lugares de interés que aún pervivían. Por debajo de su precario presente flota en toda la obra - en toda la percepción de la ciudad - la noción de su legendario pasado. Bien que éste se encontrara a veces sepultado bajo los escombros y las ruinas que los largos siglos de abandono habían acumulado sobre las calles. Nadie sabe, apuntaba Forster, en la actualidad dónde se encuentran las ruinas del Palacio o del célebre Museion.

El biógrafo de Kavafis, Robert Liddell, había afirmado a propósito de aquél:

"No resultaría del todo exagerado afirmar que solamente el glorioso pasado de Alejandría hacía soportable la vida allí".

Forster trazaba en su guía un diálogo constante entre el presente y el pasado. A despecho de las sucesivas destrucciones en esta recreación memorable la ciudad mítica aún pervivía.

No siempre había sido así. "Entre Amr y Napoleón median casi mil años de silencio y abandono", anotaba Lawrence Durrell en el prólogo a una nueva edición de la Guía. En ella, en efecto, apenas se dice nada de los largos siglos de dominación árabe, en los que la ciudad desaparece de la historia.

Vuelve a surgir con motivo de la campaña napoleónica en Egipto, a finales del siglo XVIII. "En esta corta expedición he visto lo suficiente para alejar de mí la idea que tenía de esta fabulosa Alejandría: casas destartaladas a punto de desmoronarse, muros irregulares, calles de bazares donde el aire apenas respiraba...", había escrito en 1798 un anónimo expedicionario al llegar. a ella. En un manual histórico sobre el Primer Consulado se nos dice: "Cuando Napoleón entró en la ciudad era un pueblo medio arruinado de sólo 7000 habitantes".

Será a partir de este momento sin embargo que Alejandría vuelva a ser la fuente de una incierta literatura. En la que se mezclarán los relatos orientalistas de Jan Potocki o Gustave Flaubert con las descripciones exóticas de Jacqueline Carol - en sus Cocktails and Camels -, la biografía de Kavafis de Robert Liddell, la moderna lectura de Naguib Mahfuz - en Miramar. O  Los días de Alejandría, la novela recreación del exilio griego a principios de siglo de Dimitris Stefanakis ... Y la más conocida tetralogía de la ciudad, el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell. Más tarde, cuando la segunda guerra mundial ya había terminado.

En esta última, escrita ya desde la distancia de un cierto exilio en la isla de Chipre, el relato de los hechos transcurridos en sus calles en los años de la contienda se mezclaba, inevitablemente, con la nostalgia de un pasado remoto, ya irrecuperable.

"Alejandría, capital del recuerdo".



lunes, 5 de junio de 2017

Montecalvello




"Esta idea de amaestrar el tiempo, de aclimatarlo, la entiendo con la perspectiva de darle un sentido. Llegar, gracias a ese tiempo dado al lienzo, a la posible revelación. Tener esperanzas de alcanzarla. (...) Mi obra se hace, siempre se ha hecho bajo el signo de lo espiritual. Por eso espero mucho de la oración: pide que no nos desviemos del buen camino. Soy un ferviente católico. La pintura es un modo de acceder al misterio de Dios. De tomar algunos destellos de su Reino. (...) Estar en condiciones de atrapar un fragmento de luz. Por eso me gusta tanto Italia. Viajé allí cuando era muy joven, con quince o diecisiete años, y enseguida me quedé prendado de ese país, de la amabilidad de la gente, de la suavidad de los paisajes. Italia siempre me ha parecido una tierra espiritualizada. Llena de espíritu. Desde todas las ventanas de Montecalvello se divisa un cuadro. Un cuadro o una oración, lo mismo da: una inocencia por fin alcanzada, un tiempo sustraído del desastre del tiempo que pasa. Una inmortalidad capturada".



                           -   Balthus      Mémoires de Balthus      2001, eds. du Rocher



lunes, 29 de mayo de 2017

El estudio de Brancusi




                                                                  1925.  Estudio de Brancusi.
                                                                                Impasse Ronsin 8 - 11.   Montparnasse.

lunes, 15 de mayo de 2017

El mar irlandés


 
 
" El viento es terrible esta noche
surcando el océano blanco y salvaje:
no debo temer a los terribles vikingos
que cruzan el mar irlandés "
 
 
( Anónimo. Copiado en los bordes de un manuscrito del monasterio de ...
Siglo XI.
Citado en Leabhar Ghabála Erinn, o " Libro de las invasiones de Irlanda" )
 
 

lunes, 1 de mayo de 2017

Hotel de Francia. Oaxaca.



El escritor Malcolm Lowry se alojaría en el Hotel Francia a su regreso a Oaxaca en la Navidad de 1937. Días antes había acompañado a su primera esposa, Jan Gabrial, al DF desde donde ella volvió a los Estados Unidos y se separaron definitivamente. En el hostal Canadá de la Avenida Dos de Mayo - que él transformaría posteriormente en el "Hotel Cornada"- tuvo lugar la última escena entre ambos, que el autor describiría después en varias ocasiones:

"Querido, si por fin me quedo contigo, ¿dejarás de beber?". "¿Ahora mismo, hoy?"." Sí, ahora". "En fin, mi respuesta a eso es no. ¿Qué esperabas? Voy a bajar tu bolsa".

La escena la recoge ML en diversos pasajes de sus escritos posteriores. De manera simbólica en Under the Volcano, la novela. Literalmente en Dark as the Grave wherein my Friend is Laid, el relato sobre su retorno a Mexico en 1945, el cual iba a ser publicado póstumamente por su segunda mujer, Margerie Bonner, en el año 1968.

En este último añadiría:

"Todo lo cual no explicaba el sufrimiento, el hecho de que los días pasados en Oaxaca - y más adelante en Acapulco, y aún después allí, en ciudad de México otra vez, antes de abandonar México de forma tan humillante por tren, y según pensaba para siempre - hubieran sido los más tristes de su vida".



A la marcha de Jan Gabrial, Lowry decidió retornar a la ciudad de Oaxaca, donde permanecería unos meses - "para ahogar su dolor en el mejor mezcal de México"- y en Acapulco, y en México DF más tarde, antes de abandonar el país por primera vez y regresar a los EE.UU.

Situado en la calle 20 de Noviembre el Hotel Francia era un establecimiento modesto en una ciudad, Oaxaca, relativamente pequeña por entonces - había sufrido una grave crisis tras los años posteriores a la Revolución, se habían abandonado las industrias de la primera época porfirista y se había despoblado notablemente. El establecimiento había sido edificado por una familia española a mediados del siglo XIX y se remodeló en 1934. Cercano al centro histórico de Oaxaca el hotel conoció, a pesar de su modestia, la presencia de algunos visitantes ilustres. Como la del escritor D.H. Lawrence, que se alojó en él durante el otoño de 1925. Lawrence, que abandonaría México al año siguiente gravemente enfermo, contará que durante su viaje mejicano los indios le seguían por las calles como una aparición, y gritaban: "¡Cristo! ¡Cristo!". Durante la estancia del matrimonio Lowry en 1936 éstos entablaron una cierta amistad con el gerente, Antonio Cerrillo, y en él recibieron la visita, entre otros, del escritor Conrad Aiken - quien los había presentado años antes, en Granada, y acudía a México para casarse con su segunda esposa, Mary Hoover- y de los Calder-Marshall, que relatan más tarde la tormentosa permanencia de Lowry y Jan en la ciudad. También aparece ésta en las memorias de Aiken, Ushant, editadas en 1952.

El viaje inicial a México había sido, de algún modo, un tanto casual. Lowry, escritor de una sola novela de iniciación - Ultramarine - que apenas había tenido ningún eco, había cedido a las sugerencias de su mujer, antigua actriz en Hollywood, y había viajado con ella a San Diego para intentar encontrar empleo como guionista de cine. Pero apenas llegaron allí decidieron proseguir viaje hasta México, un lugar que no conocían, y para ellos más exótico que los estudios cinematográficos de California, que Lowry detestaba.


Llegaron por mar a Acapulco, en el Día de los Difuntos del año 1936, y enseguida marcharon en tren a Cuernavaca. Allí se alojaron en un primer momento en el mucho más europeo Casino de La Selva - donde los visitantes, ingleses sobre todo, acudían a bañarse en la espléndida piscina, a jugar al tenis por las tardes, y a beber cócteles de ginebra en los extensos jardines que se alzaban sobre el casco viejo de la antigua ciudad. Más adelante alquilaron un piso en la calle Humboldt, en el número 15. "Frente a su casa estaba la esquina de Humboldt y Salazar que corría al oeste hacia el zócalo, en el centro de Cuernavaca". El lugar de nuevo iba a reaparecer de manera obsesiva, literal o simbólicamente, en los relatos de ML sobre México - labor que, de una forma u otra, le iba a ocupar el resto de sus días.

"Al oeste - se nos dice en la biografía de Douglas Day - estaban los crecidísimos pero aún espléndidos jardines Borda, con sus apartamientos (sic) construidos para los desdichados Maximiliano y Carlota". Detrás del jardín de la casa cruzaba una de las numerosas "barrancas" de la ciudad, incultas y repletas de maleza. ("Aunque no era el sitio, era vasta, amenazadora, sombría, obscura, aterradora: la altura espantosa, la obscuridad abajo", como las describe Lowry en el relato Oscuro como la tumba donde yace mi amigo). "Al noroeste, más allá de las vías del ferrocarril, la colina en la que estaba situado el Hotel Casino de la Selva, donde se podía nadar o jugar al tenis".

Cercano a la calle Humboldt se extendía el zócalo antiguo de la ciudad, el barrio colonial; asimismo la basílica de La Soledad o la iglesia de Santo Domingo de Guzmán. También cercano, el Cinema Morelos, o las cantinas de El Bosque, la Covadonga, o el Infierno. O las de la terminal de autobuses - La Terminal se llamaba certeramente una de ellas - que darían lugar a la recreación de la cantina El Farolito en la novela.

"La cantina de los madrugadores, el Farolito, que abre cuando las demás cierran sus puertas", la describía en algún lugar ML. Para añadir a continuación la plegaria: "Virgen de los desheredados, de aquellos que no tienen a nadie".


De la primera estancia con Jan en Cuernavaca - y en los viajes a los pueblos de alrededor: Cuicatlán, Tomellín, Nochixtlán, y el desolado y simbólico Parián - extraería Lowry los símbolos y los recuerdos que, poco a poco y angustiosamente, iban a formar su novela Under the Volcano. (Y de la separación en el hotel Canadá, más tarde, y los solitarios meses posteriores en Oaxaca y Acapulco). La cual, después de sufrir por lo menos siete reelaboraciones y una redacción ascética durante varios inviernos en una cabaña aislada de la playa de Dullarton, en la Columbia Británica, no iba a ser publicada finalmente hasta el año 1947.

En una carta al editor Jonathan Cape, a propósito de la nueva novela que está elaborando, le comenta que:

"Para un cuento largo o novela corta comenzar por los años 1936-37-38 con el material de la libreta de México, que es todo lo que el protagonista sabe sobre México, etc., pero ahora, tras escribir un libro (inédito), vuelve allí a finales de 1945 (...) El argumento secundario debe ser una vez más el conflicto de la bebida, junto con su análogo, el abuso de los poderes místicos... sólo que esta vez será de verdad un conflicto". El editor, cuando recibe por fin el manuscrito, entre otras muchas objeciones le había comentado la lentitud del inicio de la novela. A lo que Lowry, según los comentaristas opuso que: "Se trata de que a través de la lentitud del primer capítulo el lector ingrese en el lento, melancólico, trágico ritmo del mismo México- su tristeza".

En algún lugar de su primera estancia en México Malcolm Lowry habla del proyecto de un cuento, Vía Dolorosa, sobre "la última vez que vio en su vida a Ruth, cuando ésta lo dejó en noviembre de 1937, en el Hotel Cornada de Ciudad de Mexico". El relato, si es que llegó a existir, nunca sería publicado. Jan Gabrial sí editaría una narración sobre aquella separación, "Not with a Bang", que apareció en Nueva York en 1946. De las notas del escritor se desprende que asimismo existiría un primer relato escrito en los días de Cuernavaca, al que titula Under the Volcano. (Éste, según se nos dice en otra parte, quedaría convertido luego en el capítulo VIII de la novela del mismo título).



En 1945, años después de la primera estancia, Malcolm Lowry emprendería un segundo viaje a México, esta vez en compañía de su nueva esposa, Margerie Bonner. Había culminado, finalmente, la redacción de su novela Bajo el volcán y, aunque ésta había sido rechazada en varias ocasiones, tenía ciertas esperanzas de que el libro podía a lo último ser publicado.

Sobre su segundo viaje escribe el manuscrito Dark as the Grave wherein my Friend is Laid . Era en cierto modo un viaje de espejos: Lowry quería recorrer de nuevo los lugares de su novela alrededor de los personajes que él mismo había creado, y elabora una narración alegórica en la que los protagonistas son ellos mismos, junto con Margerie, que le acompaña, y los escenarios simbólicos que en la novela - que había titulado originalmente como Las sombras del Valle de la Muerte - anterior había creado durante tantos años.

Tenía miedo. La sensación de una amenaza constante, el temor a lo inminente - a despecho de la aparente normalidad de las situaciones - se anunciaban desde el principio del viaje, en Vancouver.

"¿En qué piensas, Sigjborn? "
"Si de verdad quieres saberlo, estaba pensando que en realidad tengo más miedo de Oaxaca que de ningún otro lugar del mundo"
"Entonces, vamos a Oaxaca" dijo al instante Primrose".



Lowry volvería a recorrer los escenarios de su primer viaje. En Ciudad de México se alojan de nuevo en el hotel Canadá - Cornada en el libro. Desde la llegada tienen que sortear todas las peticiones de soborno - la mordida como al fin Lowry aprenderá a decir en su pobre castellano - que les acechan desde el aeropuerto a las calles y a la llegada al hotel. Pasean por unas avenidas vacías, entran en algún café sórdido, bailan con la música de una vieja gramola en un rincón... Un marinero yanqui les acompaña y les invita luego, mientras unas mujeres mestizas aguardan en la barra.

Lowry volverá a repetir el itinerario de la novela. El viaje en autobús a Cuernavaca le enfrenta de nuevo a la tremenda aridez del paisaje, una travesía renqueante hacia las montañas, la desolación de la terminal de autocares a la llegada, el refugio tardío de una cantina aún abierta. Se alojan en Cuernavaca en la calle Humboldt de nuevo, en el mismo apartamento de la primera vez. Margerie, que había pasado a limpio el manuscrito de la novela, desea conocer los lugares del cónsul Geoffrey Firmin, del regreso de su mujer, Yvonne, la perdición de las cantinas en donde aquél ahoga su necesidad de amarla y la imposibilidad de hacerlo, la alegría del reencuentro y la inutilidad de éste... En algún momento asistirán los dos a la belleza, la serenidad de la luna llena sobre Cuernavaca como un raro instante, suspendido, frente al desasosiego del retorno.



Si la escritura de Lowry siempre había tenido un marcado carácter simbólico, en esta narración sobre el regreso a un escenario, el México de su novela, ya simbólico de por sí, ésta se exacerba.

Viajan a los pueblos de alrededor, bajo la sombra del volcán. Buscan en el museo una calavera de obsidiana, que no encuentran. Pasean por los parques de la ciudad, extensos, algo abandonados. (En ellos Lowry le hace observar a Margerie la presencia de los antiguos pabellones del Emperador Habsburgo, ya en ruinas). Entran en los templos católicos, en la catedral de Nuestra Señora de la Asunción, frente a la cantina La Universal.

"En la iglesia de Isabel la Católica habían dicho una oración fervorosa ante el Santo de las Causas Peligrosas y Desesperadas".


 El regreso tiene algo de redención - de una redención que se encontraba en el pasado, y hacia el que quería retornar el escritor en busca de la misma. Regresaba a México, a los mismos hoteles, a las mismas ciudades, las mismas cantinas, las mismas habitaciones... Pero que también, como en toda salvación, estaba situada en un futuro, inminente, pero que nunca terminaba de revelarse. (Años antes, en su Passage to India, el viaje iniciático al Oriente del también británico E.M. Forster, éste había recogido la antigua definición persa sobre la Divinidad: "(El amigo) cuya llegada nunca se produce aunque tampoco haya sido nunca desmentida").

El viaje tenía un objetivo final, por otra parte. El regreso a Oaxaca, adonde esperaba encontrarse con su amigo, el mestizo Juan Fernando, con quien había compartido durante su alcohólica estancia en la ciudad una entrañable amistad, repleta de conversaciones hasta la madrugada, de incidentes por las sierras de alrededor. Y de interminables rondas en La Covadonga, la cantina inmediata al hotel.

Margerie y Lowry pasan la nochevieja en el pueblo de Yautepec. Allí, en el fatigoso viaje al lugar, el escritor constata de nuevo la aridez del paisaje, la desolación, la permanencia de lo extremo del desierto. ("No hay obscuridad que presente tanta desesperanza como la obscuridad en México"). Una pulquería - llamada El Cielo - es un refugio al final. Pero también, más tarde, la serenidad de la noche, el paseo por un silencio también extremo, la distancia del horizonte. Que le hará exclamar, en un momento: "¡Ah, en Yautepec era donde podrían vivir y amarse eternamente, tan felices el uno para el otro!".


Finalmente emprenden el viaje a Oaxaca - el Infierno en algún lugar de su novela, la Tierra Prometida en otros.

"(La Tierra prometida) le había parecido a Sigjborn mientras señalaba con el dedo, que allí por primera vez, se vislumbraba, vaga y evanescente, Oaxaca" - había apuntado en un capítulo del manuscrito. Para describir el viaje a continuación:

"Hasta que se encontraron sentados en el autobús, con olor a sudor y el Santo de las Causas Desesperadas y Peligrosas, y ya en marcha no recordó de nuevo que también en su libro Oaxaca representaba - si es que debía representar algo - la Muerte: ¡El Valle de la Sombra de la Muerte! Y el número del autobús era el siete".

El fatigoso viaje de nuevo tiene algo de iniciación. El autobús se pierde, o ellos equivocan la ruta que deben seguir. En un momento determinado descubren que se están alejando. Llegan a un lugar sin nombre. No hay ningún lugar donde pernoctar. Deben regresar. Llegan a la ciudad de noche.

"¿Eran aquellas llanuras oscuras Oaxaca? Oaxaca donde en realidad estaba Parián - y volvió a sentirse presa del terror - para él imagen de la muerte".


En la ciudad volverán a alojarse en el Hotel Francia, casualmente en la misma habitación de su primer viaje - donde Lowry aseguraba se había posado una noche un buitre en la palangana. Recorrerían los lugares que el escritor había conocido, -muchos de los cuales habían desaparecido ya, como la cantina El Farolito - subirían a las colinas de Monte Albán, en donde encontrarían los restos del Imperio zapoteca, o alcanzarían Tlaxcala -"Tlaxcala, por supuesto, al igual que Parián, es la muerte" le había escrito al editor Jonathan Cape.

Finalmente, después de varios días sin noticias, intentan encontrar el paradero de su amigo Juan Fernando, de quien, pese a las numerosas cartas que Lowry le había escrito durante esos años, nunca había recibido ninguna contestación. En la banca El Ejido, de la que aquél era empleado, reciben la nueva de la muerte de éste años atrás, en un oscuro pleito de cantina, asesinado por un peón borracho.  "Mezcal"- dijo- "Muchas copas... Se volvió loco. Mezcal y más mezcal y entonces..." le comenta con tristeza la empleada del banco a un Lowry incrédulo, que no comprende, o no quiere comprender, la noticia .

Su amigo, de alguna forma, cumpliría así en la realidad, dentro del escenario delirante y simbólico al que Lowry se había entregado en México, con la muerte literaria del cónsul en la novela Under the Volcano. Que era un trasunto de la sensación de su propia muerte, en la figura del alcohólico diplomático Geoffrey Firmin tras la imposibilidad de aquello - Yvonne, el regreso, el origen...- que éste deseaba. "A veces - escribía el cónsul en la novela- me veo como un gran explorador que ha descubierto algún país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo; porque el nombre de esta tierra es el infierno".

Era un infierno que, al contrario de su topografía clásica en Dante, más allá del río Aqueronte, estaba en todas partes y en ninguna. Acechaba en las calles y en las noches. Y en los remotos lugares del periplo mejicano. Como recordaría el cubano Cabrera Infante en un memorable artículo - "Bajo el volcán o la vida vista desde el fondo de una botella de mescal"- sobre la novela, en la que citaba al principio:

"Leo con permiso sobre el hombro de Laruelle: Noche, y una vez más el nocturno combate con la muerte, el cuarto que cimbra con demoníacas orquestas, las ráfagas de sueño aterrado, las voces fuera de la ventana, mi nombre que repiten con desdén imaginarios grupos que ya llegan- espinetas en la oscuridad". 

Aceptada por fin la noticia de la muerte de su amigo, emprenden el regreso. "Luego fueron dejando atrás el estado de Oaxaca y también, en la oscura iglesia de la Virgen de quienes a nadie tienen, una vela ardiendo...".

No había más revelaciones en Oaxaca, seguramente. El final del viaje a México está envuelto en oscuras denuncias y chantajes por parte de las autoridades federales. Los dos abandonaron el país esta vez por la frontera de El Paso apresuradamente, de vuelta a los EE.UU.

Más tarde se sucederán una serie interminable de puertos y aduanas, viajes y manuscritos inacabados, proyectos de novela, y hoteles en Panamá y Nueva Orleans, y en Venecia. Y villas en Taormina y en Milán, cantinas en Cassis, y cafés en París, bares en Bretaña y reclusiones en Europa, y el retorno a  Inglaterra, finalmente. Nunca volverían a México.




jueves, 2 de marzo de 2017

Del " Libro de la almohada"

 (Kikuchi Yosai )

" Cosas que pierden al estar pintadas...

Claveles, flores de cerezo, rosas amarillas. Hombres o mujeres cuya belleza las novelas las alaban.


Cosas que ganan al ser pintadas...

Campos en el otoño. Pinos. Aldeas y senderos de montaña. Grullas y ciervos. Un paisaje de frío invierno, un paisaje muy cálido de verano.


Cosas que dan la sensación de limpio.

Una taza de barro. Un bol nuevo de metal. Una estera de junco. El juego de luz sobre el agua cuando una llena una vasija. Un arcón nuevo de madera.


Cosas desagradables.

El revés de una tela bordada.
El interior de la oreja de un gato.
Una camada de ratas que todavía no tienen pelos, cuando salen arrastrándose de su nido.
Las costuras de un abrigo de piel cuando está sin forro.
La oscuridad en un lugar que no parece limpio.
Una mujer poco atrayente que cuida muchos niños.
Una mujer que se enferma y tarda en reponerse. Para su amante, que no se siente muy apegado a ella, el espectáculo es ingrato.


Cosas que están lejos aunque estén cerca.

Fiestas que se celebran cerca del Palacio.
Relaciones entre hermanos, hermanas y otros miembros de la familia que no se quieren.
El camino zigzagueante que lleva al templo de Kurama.
El último día del Duodécimo Mes y el primero del Primer Mes.


Cosas que están cerca aunque estén lejos.

El Paraíso.
El derrotero de un bote.
Las relaciones entre un hombre y una mujer. "


 ( Hokusai)

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- De     Sei Shonagon     The Pillow Book of Sei Shonagon    a. 994 aprox.  (Traducción de J.L. Borges y María Kodama )
       Madrid, 2004.

martes, 10 de enero de 2017

de camino a Oku

 
 
 


" En el distrito de Yamagata hay un templo de montaña llamado Ryüshaku-Ji. Fundado por el Gran Maestro Jikaku , es un lugar especialmente puro y tranquilo (...) La montaña estaba formada por diversos estratos de cantos rodados, con pinos y cipreses centenarios sobre un suelo y unas rocas muy viejas, y un musgo tan suave como el terciopelo. Todos los santuarios anexos al templo escalonados a lo largo de la ladera estaban cerrados, así que el silencio era total. Después de sortear precipicios y piedras sueltas que nos hacían resbalar, por fin pudimos postrarnos ante el Budha del templo. Las vistas eran tan hermosas, la soledad tan absoluta y la serenidad del lugar tan profunda que pudimos sentir la pureza de nuestros propios corazones.

                                                         Serenidad.
                                                         Entre las rocas canta
                                                         una cigarra. "



             
                        -     Bashò        De camino a Oku y otros diarios de viaje

jueves, 17 de noviembre de 2016

De bibliotecas varias. II

 
   
En el antiguo caserón familiar en el campo había una biblioteca en una sala. Ocupaba una larga pared, casi siempre oscura, en un destartalado salón interior al que apenas llegaba la luz. Sobre una librería de roble, adornada con tallas de insólitos atlantes, dormían los libros, alguna revista, unos folletos que siempre parecían haber estado allí. Nunca vi entrar o salir algún libro nuevo en ella - tal como por el contrario sucede en una librería animada. Los volúmenes ocupaban todas las baldas y tal pareciera que habían nacido allí. Jamás hubo ninguna variación en su penumbroso silencio.

Ignoro cómo habían llegado los libros hasta ella. Recorrer las baldas del salón - en unas tardes que se demoraban indefinidamente - era en cierto modo asistir a un escenario sin variaciones, sin origen, polvoriento como el pesado mueble que las atesoraba.

Había algo de biblioteca intemporal en su oscuro reposo - bien que supiéramos más tarde que aquella intemporalidad estaba hecha en realidad de la ideología de la época de la Restauración, de los avatares de la guerra civil más tarde, los sermones parroquiales de los domingos y de los lentos años de la posguerra después. Pero aún hoy sigo recordando la biblioteca del caserón como un escenario, un repertorio en cierta medida atemporal: el de la burguesía - agraria y provinciana por más señas - de aquellos años inmóviles.

 
En su azarosa disposición había algo de inevitable. Era inevitable, en cierto modo, que entre las repisas figurara alguna de las obras que toda biblioteca familiar poseía. Esto es, "La hermana San Sulpicio" de Armando Palacio Valdés o las "Pequeñeces" del Padre Coloma. Nunca las leí. De entre los clásicos de la Restauración figuraban también "La Regenta" de Clarín, alguna novela de Juan Valera, Alarcón - "El capitán Veneno" por supuesto -, las indagaciones arqueológicas del padre César Morán o el "Peñas arriba" de José María Pereda. Sólo leí algún Juan Valera y a Pereda, no sé por qué - quizás porque sus obras estaban en un estante inferior, muy a mano. Todo aquello, ya entonces, olía a provincia oscura y a lluvia, a olor a humedad y a interminables tardes en el casino de la ciudad.

 

De entre los clásicos, por decirlo así, figuraba también algún Pérez Galdós de los "Episodios" - que ya entonces se leían de un tirón - y sobre todo "La familia de León Roch", que por alguna razón atrapó mi atención adolescente en forma de preocupación por el gran tema, y el escenario perenne de aquella prosa del siglo anterior. Esto es, la cuestión del remordimiento, y las interminables páginas que se dedicaban después a torturar al protagonista - y a los lectores, pensé luego - de los prolijos centones del XIX. Aunque para remordimiento la lectura atormentada también de un atormentado Raskolnikof en los cientos de páginas del "Crimen y castigo" de Dostoievski. No sé cómo habría llegado hasta allí el centón ruso. No había ninguna más de la obra de unos autores, los rusos, a los que un escritor como Baroja declaraba como la fuente original de toda la cultura literaria de su generación. Pero allí no había ningún Tolstoi, ni Turgueniev, ni Gogol, ni Pushkin, ni nada. Sólo aquel solitario crimen del estudiante y la vieja usurera, en un volumen con manchas de moho en la portada, debidas tal vez al largo viaje desde la estepa siberiana al páramo castellano en un incierto momento. Quizá fuera la temprana lectura. Aún pasados los años recuerdo el interminable volumen sobre la culpa y la redención del protagonista como una lectura adolescente en el fondo, que nunca volvería a emprender.

Hay algo fascinante en el desdén que una biblioteca rural muestra hacia la historia de las vanguardias. A despecho de la supuesta revelación de la obra de Joyce, o de Pound, o de la tiranía de la inacción en Becket - que aprendimos más tarde - allí se manifestaba una historia mucho más cercana, a la que no afectaba para nada la elaboración del relato vanguardista.


Entre alguno de aquellos libros inmóviles asomaba incluso algún Premio Nobel, de los que en su momento se leyeron, y más tarde habían sido postergados. Figuraban en una colección, cuyo nombre no recuerdo, que los editaba todos. Allí estaban - pero nunca los abrí - Sinclair Lewis o Pearl S. Buck, Romain Rolland o Knut Hamsun... (Sí abrí el "Sin novedad en el frente" que formaba parte de la colección. Y alguno de los escritores más leídos en su momento, como Axel Munthe, Edgard Wallace o A. J. Cronin. De este último recuerdo haber abierto, un verano lluvioso, una novela sobre un médico rural cuyo título no recuerdo - debía de ser "Las llaves del reino", una de sus obras más traducidas - y en la que había un paisaje de carbón y mineros atormentados que de nuevo me impresionó juvenilmente. Nunca leí "La Historia de San Michele" del primero, el clásico por excelencia de toda biblioteca familiar que se preciara, y nuestra abuela nunca se lo pudo creer. Era un clásico en su época.

 
Autores del momento, best seller olvidados... Allí figuraban Torcuato Luca de Tena, que vendió todo en su momento, Wenceslao Fernández Flórez y Álvaro de la Iglesia, que también. José María Gironella o las memorias taurinas de César Jalón, "Clarito" - bien que éstas por amistad personal con el dueño de la casa. Los leí a todos. Pero también a un desolador John Steinbeck - el de "Las uvas de la ira" - el cual imagino habría ido a parar allí por su condición de Nobel y que me dejó desolado todo un estío interminable, como eran entonces los veranos. Tampoco sé cómo habrían ido a parar a la estepa de Castilla las ingeniosas novelas del inglés P. G. Woodehouse. A no ser que fuera porque figuraban en una colección de "Obras universales" de las que se adquirían los distintos volúmenes sin preguntar. El caso es que aquellos libritos eran una inyección de frivolidad e ironía británicas en medio del frío permanente, y había algo que rechinaba - felizmente - en la descripción de la aristocracia arruinada y beoda del castillo de Howard en una Castilla rural, en la que el párroco local presidía aún la mesa en todas las fiestas de guardar.

  
O las joyas inadvertidas, que confusamente una distraída atención adolescente percibía ya como tales. Allí estaba, en edición de la impagable Colección Obras Maestras de la editorial Juventud, el magnífico Conan Doyle, Edgard Rice Burroughs o el "Kazán perro lobo" de  J.O. Curwood. Una edición austera, en portada con caracteres blancos sobre un rojo chillón, acrecentaba el misterio, que se desvelaba al abrir el libro como un misterio de fríos y hielos perpetuos y tramperos por la nieve, y luchas entre animales salvajes e indígenas no menos salvajes que aquellos.

 
  La colección era una joya. Allí encontré, otra tarde distraída, el "Beau Geste" de P.C. Wren - nada sabía entonces de la célebre película interpretada por Gary Cooper - y esta vez el misterio eran arenas ardientes, la soledad del desierto y un horizonte inmenso del que no cabía esperar ninguna ayuda. Publicaban también las morosas y románticas novelas del Oeste de Zane Grey - las conocía todas. O el no menos misterioso "Las minas del rey Salomón" de Henry Rider Haggard, obra a la que siempre rodeó un halo enigmático e inclasificable. Y que, después de leída, siguió rodeándolo, porque nunca se sabía dónde estaban las misteriosas minas y la novela no ayudaba a aclararlo. Aún hoy sigue flotando la fascinación de aquel paso inadvertido que nadie encuentra, detrás del cual se abre un escenario mágico y tremendo. Que nunca más íbamos a cruzar.

 
También surgía la frontera fantástica en las novelas de Emilio Salgari, el italiano, o del alemán Karl May, que se incluían en la misma colección. Que años después descubriéramos que el segundo jamás se movió de su Hohenstein natal no le restó un ápice de verosimilitud a su legendario Oeste y a sus no menos legendarios indios apaches. El Oeste nunca fue tan real como en sus novelas escritas desde la provincia alemana. Y de hecho todo el que viajó después por el escenario real se quejaría de una incierta vaguedad, una especie de imprecisión, que desde luego los relatos de May no tenían.

Y las poesías de José María Gabriel y Galán, que los inquilinos del caserón recitaban de memoria, sin ayuda de ningún libro. Los cancioneros tradicionales de Dámaso Ledesma - que también se sabían de memoria. Un raro Enrique de Mesa, que con los años aprendería a apreciar. El viaje por España y Portugal de Miguel de Unamuno, única obra del ilustre rector que allí recuerdo. Las "Doloras" de Campoamor. O esa lectura iniciática también que fueron las memorias del ganadero y poeta Fernando Villalón, escritas por su sobrino Manuel Halcón - de quien, como en tantas librerías de la época, se hallaba al lado su "Monólogo de una mujer fría", que mucho más tarde abrí.

Pero todo esto es literatura. Nunca nada se movía en aquella biblioteca inmóvil; nunca llegó algún libro nuevo y nunca salió ninguno de allí.


Excepto las novelas de la colección Bravo Oeste de la editorial Bruguera. Éstas sí eran leídas, profusa y vorazmente, y en su movilidad rara vez llegaron a reposar de nuevo en la estantería. Para qué vamos a engañarnos: era lo que realmente se movía - atribuciones fantásticas al margen, como las de un pariente con pretensiones filológicas que afirmaba haber leído todo el Quijote de Avellaneda, que se guardaba, intonso, en un estante de arriba.

Todas las semanas llegaba alguna novela nueva de aquellas de la capital. O a veces del quiosco del lugar cercano, donde se practicaba la suerte del intercambio: dos obras viejas por otra sin leer - y una pequeña remuneración. Nada más llegar a la casa desaparecían, requisadas, para resurgir más tarde en los lugares más insospechados: en los bolsillos de alguna pelliza; en la guantera del coche; entre las tablas del desván... El formato era único y los títulos semejantes: Dispara o muere, La ley del cáñamo, Un forastero ha llegado, De camino a Wichita... Los autores debían de ser varios también, pero evidentemente era Marcial Lafuente Estefanía el más prolífico, y el más solicitado. Su sencillez - no creo que llegara a figurar en toda su historia una sola oración subordinada - era absolutamente eficaz. Sus temas también. Había un forastero que entraba en el peor momento y su llegada era el presagio de que todo iba a cambiar. Era siempre muy alto - "medía más de seis pies" era la frase que buscábamos, hasta encontrarla, en cada novela nueva - y, como puede suponerse, poco locuaz: su revólver hablaba por él. Había siempre un salón, y un rancho aislado y unos malvados procaces - encima.

Había otros autores. De ellos sólo recuerdo - o sólo teníamos en cuenta - a Keith Luger y a Silver Kane. Eran algo más complejos, más perversos quizá también. Luego, poco a poco se fueron mezclando los géneros, y la novela de pistoleros fue perdiendo su pureza.


Aún recuerdo la tarde en la que alguien abrió una novela nueva - de portada exótica - y con cierto asombro nos leyó:

- Mirad lo que pone aquí: "El forastero desenfundó con una mano antes que nadie se diera cuenta. Con la otra le quitó las braguitas rosas". Nos quedamos perplejos -y extasiados, quizá. Los géneros comenzaban a mezclarse, todo se confundía, y aquello era el final de una época, sin que ninguno lo supiera entonces.

 

Más allá del Paso Yang

En Wei. Lluvia ligera moja el polvo ligero. En el mesón dos sauces verdes aún más verdes. - Oye, amigo, bebamos otra copa. Pasado el Paso Ya...

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