martes, 29 de marzo de 2011

Fiumicino.


Es éste un mar gris, que apenas huele a puerto. Nada se mueve en él. Llueve a ratos. A ratos, el estrépito de los aviones que despegan del vecino aeropuerto rompe la calma. Sobre el pueblo, las casas bajas, se les ve cruzar, para perderse súbitamente en las nubes, tan cercanas hoy.

Paolo nos ha traído aquí, a Fiumicino, para encontrar un lugar donde podamos comer pescado, llevar luego a L. cuando vuelva de España. Pero ésta es, de pronto, una proposición puramente literaria, retórica. Pues de lo que estamos hablando, sin darnos cuenta, "un pueblo marinero donde ir a comer pescado", se convierte en una figura de la nostalgia, ideal, frente a ese pueblo gris y moderno, desolado en la mañana de domingo de invierno.

Paseamos por el largo muelle, la ensenada que forma el Tévere al entrar en el mar. Los barcos quietos, los yates, las barcas de pesca, recuerdan el paisaje del mar. Y ese afán de viajes que siempre acompaña a un puerto. Es, después de  los días de Roma, de permanecer tanto tiempo en la ciudad antigua, la sensación de la partida de nuevo. ("Otra ciudad no la busques. No la hay", ríe, escéptico y kavafiano, Paolo.)

Mas el pueblo aparece desolado. Casas modernas, impersonales, sin gracia. Un ayuntamiento desconchado, con un gran reloj. Alguna trattoria abierta, acristalada, de donde no surge ningún ruido. El mar es un inmenso espejo gris.

Paolo nos habla del verano,de los romanos que tienen sus barcas en Fiumicino. Hay gente pescando en silencio, al final del muelle. En el paseo, sin gente, una mujer está sentada, absorta, delante de un puesto de sombreros. Permanece ausente, sin moverse, a pesar de que en el pueblo hace ya mucho tiempo que no se ve a nadie.

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