domingo, 3 de abril de 2011

El correo del zar



Grabados en el interior de un viejo volumen de Julio Verne, que adquiero de la biblioteca de B. Todo remite a un escenario del siglo XIX, con el que tropiezo continuamente desde hace unos meses.

El libro, un volumen en folio de cerca de mil páginas de novelas de Verne, es la edición de 1875 de la "Biblioteca Ilustrada de Gaspar y Roig". Posee abundantes ilustraciones. Algunas, la mayoría, son excelentes. Curiosamente, figuran el nombre del editor, del traductor o la imprenta en cada una de las portadas de las novelas que componen el volumen. Pero nunca aparece el nombre del grabador. Este sólo podemos adivinarlo, cuando podemos, por alguna oscura firma al pie de la ilustración. En la mayoría, no podemos. Compañera subalterna del texto, complemento para la lectura - y la venta - de aquél, los grabados, evidentemente, carecen de individualidad. Son ilustraciones genéricas, nunca personalizadas. No aparecen reseñadas. Su nombre no figura en los créditos del libro.



Realizando un ejercicio de erudición, podríamos averiguar de quién son los grabados. De hecho, días después, lo consulto en varios repertorios, generalmente agrupados bajo el epígrafe de "Grabadores de Julio Verne". Pero lo que estaríamos estableciendo con ello sería ese ejercicio de distanciamiento que, en realidad, es propio del crítico, o del historiador - o modernamente, del viajero con cámara. (De uno de sus olvidados autores, J.L. Borges decía que "no pertenecía al arte, sino a la historia del arte"). La obra de varios de estos ilustradores es bastante interesante. Su relación con el autor del Viaje a la luna, también.

Pero estos grabados en principio son anónimos. El lector que adquiría el volumen como tales los entendía.

Éste, nunca habría elaborado el ejercicio de renuncia que en realidad es una clasificación. Ni, en última instancia, los habría catalogado bajo el epígrafe de un título, de una firma. Son anónimos. Pertenecen a la edición adquirida de las novelas. Entran en el precio - elevado, podemos suponer, dadas las características del libro- al que, además, ayudan a encarecer. Y son parte de la obra, de la lectura del viejo volumen. Ningún nombre los distancia aún.

Ha pasado el tiempo. Los aguafuertes - especialmente los que figuran en la edición de "Veinte mil leguas de viaje submarino" o "Miguel Strogoff" - son excelentes. Pura retórica del siglo XIX, tradición discursiva, en la que un romanticismo narrativo estaba sosteniéndose en un paisaje que comenzaba a ser, ya, un paisaje moderno. Los grabados sustentan ambos. Esto es, el gesto heroico y la pose dramática junto al escenario de la calle moderna, las urbes anónimas y un cielo ciudadano. La tradición, acentuada en el siglo, del paisaje pintoresco del Oriente, junto a un nuevo sujeto que planea como fondo de las representaciones del novecentismo: el de la multitud, las clases sin rostro, sin marcas, su número igual.



Los grabados, en su mayoría, subrayan entonces aparentemente un momento puntual que aparece reiterado además en el lema al pie del mismo. Son momentos decisivos, todos, en una narración en la que casi todos los momentos son decisivos. Los lemas lo expresan: "El yemschik, saltando de su asiento, se arrojó a los pies de los caballos". "¿Iba a quedarse en tierra Alcides Jolivet?", " ¡Por la patria y por el padre!"...

Ilustran la narración. Se inscriben en principio en el orden del relato.



Pero ésta es una primera descripción, falsa en última instancia. Pues lo que encontramos en el fondo, y aquello que inconscientemente reconocemos en el orden de estos grabados, no pertenece al acontecimiento, al instante. Sino en realidad, a un arquetipo, a un modelo ideal, del cual la imagen muestra apenas un detalle.

Nada en las escenas es trivial. Nada es casual. Pues que todo pertenecía a un repertorio, a un paisaje ideal - que el buen lector recuerda, puesto que él también lo conocía antes de leer la escena - del que el instante concreto no es sino un fragmento, un ejemplo más.

El grabador era anónimo, recordemos. Pues también él pertenece a ese escenario detrás de la obra, del que ningún nombre, ninguna erudición, ninguna excepción nos separa. Y su tarea entonces es simplemente, evocarlo, avisarnos de su recuerdo.





"¡En efecto, veo, no estoy ciego!".
Los viajeros han llegado a Irkutsk, finalmente. Allí se encuentran con el traidor, Ivan Ogareff, que ha estado refinando su traición haciéndose pasar por el correo del Zar. Miguel y Nadia le descubren en una escena final hacia la que ha ido encaminándose toda la pesarosa, heroica narración. Miguel vence al impostor, descubriéndose él mismo.

La escena transcurre en un salón alto de la ciudad, bajo una ventana abierta. En ella, a lo lejos, las cúpulas, las torres, las nubes de Irkutsk, apenas esbozadas.

Para qué iban a estarlo más. Si su misión, la del grabado, no era crearlas, dibujarlas desde el principio. Sino simplemente citar el paisaje ideal, anterior a la escena, que entonces recordamos. La ciudad de Irkutsk, tal como siempre la habíamos conocido.

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