(Copyright 2000, Kyoto University Library)
(De "La literatura japonesa en Ávila", Attu ediciones, Madrid. 2013. )
En una antigua escuela de
Canales, partido de Piedralaves, el maestro
Yamato Tsunetomo hablaba a un reducido grupo de oyentes.
Les contó de la leyenda del Emperador Amarillo. Éste, según la tradición japonesa, una mañana que había salido al jardín de palacio escuchó el raro canto del
ugüisi . Dudando entre regresar al castillo, donde ese mismo día debía tener lugar una larga recepción o escuchar el canto del ruiseñor, el Emperador optó por permanecer en el mismo lugar, embelesado por el ave.
Finalmente, ésta calló. Al regresar a palacio nadie pudo dar cuenta al Emperador de cuándo había sido la recepción, ni de cómo ésta había tenido lugar. Otra dinastía ocupaba ahora su puesto y su mismo nombre había sido postergado.
Abochornado por sus viejos ropajes y sus inútiles pretensiones, el Emperador fue por último expulsado de la corte, adonde no regresó jamás.
Esta leyenda,
Yamato Tsunetomo les explicó a sus oyentes, no era rara en cierto modo tampoco en la tradición occidental. Sin ir más lejos les citó a Simon Metaphrastes, en los orígenes del cristianismo, y la tradición de
los Siete Durmientes de Éfeso, de la época del emperador Decio. También al infante Don Juan Manuel y su famoso relato de
Don Yllan y el deán de Toledo. Al legendario rey Herla y la tradición de los
dwarf en la mitología britana. De "The Hosting of the Siddlhe" del poeta Yeats e incluso de una ópera de Schoenberg cuyo nombre no entendieron. Del
Speculum morale de Vincent de Beauvais, o la
Scala Coeli de Jean Gobi, entre otros.
Finalizó la ya un poco extensa disertación con una cita del
Coran, II, 201, en donde se nos dice:
" Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le preguntó:
- ¿Cuánto tiempo has estado aquí?
- Un día o parte de un día - respondió."
Al cabo, los asistentes a la lección marcharon de la antigua escuela. No habían estado muy interesados, la verdad. Era invierno en Ávila, las noches eran largas y oscuras y la vieja casa de piedra estaba caldeada. El maestro les recibía siempre con un té, humeante e insípido.
Eran sólo cuatro: Doña Rosalía, antigua maestra de La Adrada; Alipio, adolescente un tanto lerdo, que cuidaba vacas en verano y quedaba vagando durante los fríos ; Don Anselmo, viajante de comercio y algo leído, e Hilario, el sacristán .
La charla había sido un poco más larga que la de otros días, comentaron al bajar al pueblo. Al llegar a Piedralaves advirtieron que la primavera ya había comenzado.