lunes, 10 de septiembre de 2012

Plaza de Santa Ana




De la antigua mitología de la plaza ya sólo quedan los nombres.

El punto de no retorno quizá fuera la reconversión del Hotel Victoria en un hostal cibernético. Había sido el centro de la plaza en otros tiempos. Aunque menos frecuentado que mentado, su sombra, al fondo de la explanada, pesaba sobre todos los lugares que lo rodeaban: la Cervecería Alemana, Viña P., la Pastelería Suiza, Villa Rosa, el teatro Español, el quiosco del ciego, las calles de atrás... En invierno el hotel se aletargaba. Luego, durante los días de San Isidro, parecía recobrar por un momento su papel de centro del barrio. Allí se alojaban los toreros y las cuadrillas y del amplio salón de la entrada salían y llegaban periodistas y banderilleros, apoderados y empresarios, aficionados y forasteros. Y una vasta corte de pedigüeños que en invierno parecía haberse dormido, en Dios sabe qué lugar remoto - al decir del Baroja de La Busca, alrededor del Manzanares y las calles que desde la Puerta de Toledo se sumían en un río que siempre tuvo más puentes que agua.

Luego, la Corte de los Milagros se desperdigaba por los garitos y las calles del barrio toda la mañana para retornar a mediodía al Hotel. Tendrían miedo en el fondo de olvidar el centro, referencia última y secreta de una tradición peripatética. O de perder las entradas para esa tarde que les había prometido un mozo de espadas. Pero siempre volvían al origen, al local en el fondo de la plaza, cuyas torres acristaladas aún presiden el antiguo solar del convento de las Carmelitas.

Ahora el hotel es un recinto ultrasónico, con emblemas de una cadena norteamericana en la entrada, nombres como TRYP o RESORT - impronunciables para los castizos - y autocares con cristales tintados a la puerta. De él entran y salen expeditivas jóvenes con aspecto de modelos vegetarianas y mochilas a la espalda que se suben al furgón de la acera. Siempre hay fotógrafos alrededor, alguna cámara de televisión, un buscador de autógrafos.

A la plaza subía en tiempos J., un amigo de los reventas y banderilleros de la calle de la Victoria que, con una exagerada discreción, se sumaba a veces a la tertulia en la cafetería del Príncipe. Era, lo pensamos alguna vez, el depositario de un repertorio del barrio - y de la ciudad en general - que había desaparecido hacía tiempo y del que él no parecía haber advertido la pérdida.

Su padre, nos contaba, había sido camarero en un colmado de la calle Echegaray. En una época aún anterior, cuando Echegaray, - la antigua calle del Lobo - era todavía la calle de las putas y los colmados flamencos. Y los viajeros que acudían a Madrid en cualquier momento iban allí de alterne y de juerga cantaora por las esquinas. Nosotros habíamos alcanzado a conocer los últimos restos de ese escenario, en forma de decorado remoto en la barra de Los Gabrieles, en donde todavía se reunían unas meretrices añejas, coloreadas y teñidas de un rojo imposible, que parecían aguardar, con hosca dignidad, el retorno del dictador, el general Primo de Rivera. O de alguno de sus ayudantes de campo, últimos clientes de los que el coro de colores semejaba haber disfrutado. Los Gabrieles más tarde, el colmado de la calle del Lobo, había cerrado hacía ya años - fue transformado durante algún tiempo en el inevitable bar de copas para extranjeros extraviados por la acera - pero la barra de la calle y las damas altivas se habían marchado ya antes. 




Otras señales que en su momento apenas supimos leer guardaban las huellas de aquella comarca, antaño feroz, en el centro de la ciudad. Eran signos más remotos todavía. Como los reservados de Villa-Rosa, cerrados al público hacía décadas y a los que se bajaba a oscuras, entre cajas de cerveza y roedores esquivos- y de los que habla por ejemplo el cantaor Pepe de la Matrona en sus memorias. También lo hace el poeta Manuel Machado en algún lugar, el pintor Ricardo Baroja, o el flamencólogo Blas Vega  en su libro sobre los cafés cantantes. Lo hacía el periodista Marcial Suárez en una novela de 1950, Calle de Echegaray, sin ninguna trascendencia, pero que describía el barrio con cierta reiteración.

O, en la memoria de la plaza, se recordaba en voz baja al café Poveda, el oscuro y amplio local de la calle Ventura de la Vega, en donde no penetraba ninguna luz desde afuera y unas cortinas pardas celaban el interior. No había ningún cliente y una bruja rencorosa miraba, acodada en la barra, a los pocos que entraban, tenaz perseguidora de una venganza secreta que, año tras año, acechaba con la misma intensidad a quien silenciosamente aguardaba. Y que, adivinábamos, iba a ser atroz cuando por fin sucediera.

El Poveda, y la taberna sucia de al lado, cerraron un buen día, y nadie pareció advertirlo, pues una existencia aletargada habían mantenido durante aquellos años finales. Luego, con el tiempo, alguien nos relató, o leímos en otra parte, que el café y aquella taberna - en donde sólo daban cerveza caliente y unos altramuces medievales - habían sido el centro de los más canalla y lo más tirado del barrio. Y de que el Poveda tenía fama porque se alternaba con las oscuras putas del café allí mismo, entre las sillas y la barra. Del sótano de la taberna contaban otras historias. Alguna de ellas, entre niños precoces y borracheras sonadas, hacía alusión a una noche flamenca de postín, con los flamencos que se encerraron durante dos o tres días en la cripta, entre seguiriyas cabales o rumbas del Bambino, que por allí paraba a veces.

( fot. Gabriel Cualladó. 1960)

Todas estas historias las conocía bien J. y nos las relataba entre silencios prolongados cuando le animábamos a contarlas. Su mitología personal era dueña de un escenario inacabable y repetido. Que había comenzado, muchos años atrás, cuando se escapaba para ver trabajar a su padre en el colmado de la calle Echegaray y contemplaba de lejos el trajín. Tenía, según nos advertía, que acercarse de incógnito, porque el padre le había prohibido terminantemente que fuera a visitarlo al bar, y ni aún a la calle. De entonces, niño y clandestino, aprendió la leyenda atroz y secreta del barrio.

Al principio, de la calle Echegaray y los pasajes que la rodeaban - el pasaje Fernández y González, la calle Ventura de la Vega, los sótanos de Casa Parra, la terraza del Viva Madrid . Más tarde, mozo ya, su repertorio se iría ampliando. Y entonces llegó hasta Gayango, el centro matinal del toreo, en la calle Núñez de Arce, el bar La Oficina, donde se encontraban apoderados y banderilleros sin trabajo y donde, según la leyenda, un día el Pipo se encontró con el Renco- el Cordobés para la historia- en una ocasión en que iba buscando a otro novillero; la Casa de la Mojama, en la esquina de la Calle de la Victoria, centro de la reventa universal, o el Picardías, el comedor de la calle de la Cruz, sito en el primer piso de una casa destartalada, donde no te daban de comer si no exhibías el carné de mozo de espadas o picador de la comarca de La Sagra, por lo menos. 



Luego, había otras calles, otros lugares ya hacia la Puerta del Sol, más reservados, a los que J. apenas hacía mención. Como la casa de citas que el torero X.  inauguró a su retirada de los ruedos, en el Pasaje de Cádiz. O el colmado de la calle Arenal, frecuentado por lo más selecto del mundo de ultratumba. De la calle Jardines, de la de la Aduana, aledañas a la Puerta del Sol, apenas hablaba, aunque ciertas referencias de Jaime, el crítico taurino - que había descubierto aquellos lugares imposibles con la impagable guía del pintor Luis Claramunt - le hacían sonreír. Y callar .

Con Jaime recreaban un itinerario taurino que el tiempo había hecho habitual, en torno a la plaza. Comenzaba inevitablemente en Gayango, el célebre bar que desapareció hace ya décadas. (Luego se convirtió en "La Trucha", que tenía un punto flamenco en tiempos, pero ya no era lo mismo. Después fue nada). En Gayango, según contaban, se reunía todo el mundo taurino, sin distinción de clases. A partir de ahí, comenzaba la deriva - y las clases, que a despecho de las alpargatas que hoy arrasan el barrio, siempre han existido.

La tertulia mítica, contaba, a la que sólo accedían los elegidos, era desde luego la del café inmediato a la casa de los Dominguines, la Cervecería Alemana. En ella estaban, permanentes, los Dominguín, algún Bienvenida, los Lozano - que tuvieron un enfrentamiento célebre con Pepe Dominguín -, el pintor José Puente, que tenía el estudio en el ático de la casa, los críticos Curro Fetén o Zabala padre, los picadores de Quismondo y los toreros de moda, actual o pretérita, que por allí cayeran.

En el otro extremo, La Oficina, el laberíntico bar de Núñez de Arce, adonde acudían a contratarse los banderilleros sin cuadrilla y los novilleros en busca de apoderado.

Famosa era la costumbre de que en medio de la laboriosa negociación llamaran en voz alta a la joven promesa, con la amenaza de:

"Faustino Molina, al teléfono por favor. Le llama a usted el señor Jardón" - o los Stuick, o Berrocal, o Canorea, o cualquiera de las empresas rutilantes de la época. El interfecto se levantaba, acudía al teléfono y pagaba lo convenido al camarero después. Dicen que la interpelación a veces tenía éxito en las negociaciones, aceleradas por la amenaza de aquella supuesta exclusiva. Dicen. El periplo tradicional transcurría después por el Guernica - donde el vino era el usual de Madrid entonces. O sea, de Arganda y malo - el Sol y Sombra, en la esquina del callejón del Pozo, el inmenso local del Quinto Toro, los tugurios de la calle de la Victoria, donde habitaba la reventa; llegaba después, en camino de vuelta al origen, a Viña P., el bar de la plaza donde se encontraba todo el mundo en la feria, a la cafetería Suiza, y alcanzaba a veces hasta el mismo hotel, vértice de la deriva.

 En el hotel Victoria, la puerta giratoria daba acceso al primero de los círculos dantescos, el amplio salón, adonde podía acudir cualquiera sin tomar nada y esperar a ver quién caía por allí. En el segundo círculo infernal, el salón de entrada al bar, ya había butacas y se desperezaba permanentemente una cansina tertulia de críticos y ganaderos en espera de tiempos mejores. Tenían siempre el gesto de haberlo visto todo antes, haberlo dicho todo el invierno anterior, y apenas miraban al recién llegado, un advenedizo siempre, o a la joven promesa que rondaba los sillones por debajo de las cabezas de toro disecadas.

El tercer círculo era más reservado aún, su acceso casi vedado. Era el  propio bar del hotel, pequeño y de un vago estilo inglés. Su ingreso era casi imposible y sólo los iniciados - o los que soñaban inútilmente serlo - alcanzaban el mismo. Entre otras cosas porque la barra era angosta, los dos butacones inmediatos solían estar ocupados siempre y los precios eran prohibitivos. (Aún recordamos la celebración tras una corrida de otoño en la que los presentes fuimos invitados por un picador andaluz que había alcanzado un vago éxito en aquella tarde en Las Ventas. Al volver de pagar en la barra comentó, con notable tristeza: " Me acabo de dejar el dinero de la corrida..."). El cuarto círculo estaba vetado directamente. Era el de las habitaciones del hotel, escaleras arriba, donde residían los toreros y las cuadrillas. A él sólo tenían acceso los hierofantes del culto.

Por la noche, de vuelta de los toros, el itinerario tomaba otros derroteros. Iniciado quizá con el mismo orden - el Hotel, la plaza, los salmonetes de La Trucha, la mojama de la calle de la Cruz, los fritos de Arlabán - la deriva podía alcanzar más tarde otros lugares, pisos altos de la Casa de Guadalajara o la de Almería, en donde había flamenco. O más privados, los sótanos de algún garito en el barrio, donde se reunían los músicos. O llegarse hasta la calle del Olivar, por Lavapiés, en cuya cripta había bulerías siempre. A partir de ahí el itinerario se hace más oscuro, sus referencias en el mapa se pierden.




Itinerarios privados, mapas de la plaza. En el barrio había otros lugares posibles, por supuesto. Pero estos J. no los recordaba. Eran los de los asiduos del Ateneo, lectores y conversadores tristes, conspiradores eternos, afectados por las mortecinas luces del lugar y el olor a polvo de las estanterías de la biblioteca. O los clientes de las tiendas de antigüedades que ocupaban otrora la calle del Prado. O los rastreadores de libros antiguos en las fascinantes y polvorientas librerías de Lope de Vega, Jesús de Medinaceli, la calle del León o la misma calle del Prado. Pero este itinerario a J. le era perfectamente desconocido. Él, según supimos mucho tiempo después, tras haber frecuentado en forma de asiduo compañero de viaje el mundo taurino y flamenco de la ciudad, había marchado varios años atrás a trabajar a Alemania, en la época de la emigración en blanco y negro y las maletas de cartón. A su regreso, la plaza, las calles aledañas habían iniciado ya el cambio irreversible. Pero él no se dio cuenta. O no quiso dársela.

El hotel había sido abducido. Los locales que citaba en su mayoría estaban cerrados. No quedaban tertulias taurinas a la vista. Los garitos flamencos se habían clausurado. Y del itinerario antiguo y tenaz de la época anterior apenas persistían ahora unos restos mortecinos en forma de citas privadas, encuentros imperceptibles, conversaciones efímeras, que renacían un momento por alguno de los locales de la plaza en los días de feria y desaparecían después.

J. ahora apenas sube al barrio. Cuando lo hace siempre alude a algún lugar, un cantaor, una sala de billar, un banderillero del que los demás - excepto Jaime - lo ignoramos todo.

Una mañana de invierno, atravesando por la calle Embajadores, le vimos cruzando la acera, en su barrio distante y como indefinido. Esa comarca trasera de la antigua estación de las Delicias que se acerca al río, a la M-30, cercana a la ronda de la autopista y es apenas descriptible. Su exilio nos pareció entonces doblemente señalado. Lejos de un tiempo. Y de la plaza para siempre, ya.






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