Una tarde del otoño de 1988, cuenta el poeta Murakami en su Notes from Nowhere, escuchó una canción en un viaje por la costa. Reconoció en ese instante que era la canción perfecta.
La música, explicaba, era una isla en el Egeo. También un bar donde se reúnen algunos por las noches. También una tarde de septiembre, exactamente, y también todo el tiempo pasado. Todas las estaciones, todos los lugares, todos los nombres que se habían sucedido hasta llegar allí.
La canción era el tiempo sin referencias y sin esperanzas. Pero también el rumor de todos los momentos anteriores, acallados en unos compases en una terraza sobre el puerto - mientras los viajeros del verano marchaban ya.
Entonces pensó que si la canción nombraba exactamente el tiempo debía viajar allá.
Abandonó su trabajo en Kyoto, las clases y la editorial donde colaboraba como traductor. Abandonó Japón, sus libros y sus conocidos, una casa en los suburbios, una mujer en Köbe y marchó en dirección al Egeo, rumbo a una isla que supuso era el lugar preciso.
Nunca la encontró. Ahora vaga por temporadas entre la costa de Grecia y el interior de la meseta, una ciudad seca en donde los días son fríos e iguales. Nunca pensó si había tomado la decisión correcta.
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