jueves, 5 de enero de 2012

Deletum Architectura




Consultado un catálogo de edificios madrileños, editado el año anterior por el Colegio de Arquitectos, éste resulta ser en el fondo un catálogo de destrucciones. Ésta, la devastación, es una narración permanente: desde el final del Bajo Imperio hasta las guerras francesas; de la ruina del Templo de Jerusalén por las legiones de Tito al saqueo de San Pedro de Arlanza por las huestes de Almanzor... Particularmente sangrante resulta, sin embargo, la desolación reciente producida por una época sin ley que abarca las décadas del desarrollismo, desde los años 60 hasta casi finalizado el reciente siglo.

La historia es ampliamente conocida. Bajo el emblema del hormigón y del bloque exento, hordas de alcaldes, concejales municipales y constructores enfebrecidos arrasaron el horizonte de las ciudades españolas - y el de la costa, y el de la comarca del Ampurdán - al grito nihilista de: Ni Dios, ni Patria, ni Rey, demoliendo todo lo que alcanzaba la huella de sus niveladoras.

En Madrid los ejemplos más relevantes son de sobra conocidos. Notorio es el caso de la demolición del palacio de Medinaceli - para construir la cafetería Riofrio - o el otro del Marqués de Larios, en el solar donde hoy se levanta el Hotel Villamagna. La voladura de la Casa de la Moneda, para colocar un páramo invertebrado con pedruscos en el centro de la ciudad. O el destrozo de los bulevares, - de Sagasta, General Mola o la calle Velázquez - para poner unos semáforos en su lugar. La desaparición del barrio de Pozas para inaugurar un flamante Corte Inglés en Argüelles. La de los hoteles en torno al hospital de Maudes. La destrucción del Frontón Recoletos para erigir la discoteca Alquimia. La de la gasolinera de Porto Pi o los ascensores de la plaza del Callao, de agitado recuerdo... Etcétera.

Estos casos son bien conocidos y aparecen en el catálogo del Colegio de Arquitectos perfectamente documentados. Un tanto sorprendente resulta, sin embargo, la exclusión de otros monumentos ciudadanos, quizá menos notorios, pero cuya desaparición no deja de ser menos escandalosa por ello.

Consultada la relación en una encomiable tertulia madrileña alguno de ellos podrían ser - y los citamos para la relación del escándalo, en primer lugar, y para su inclusión en un futuro inventario del Colegio de Arquitectos, en segundo - los siguientes:

- El chiringuito de la esquina de Serrano con la calle Doctor Arce. Monumento pétreo con algo de escurialense, a despecho de sus modestas proporciones, su estrecha barra rosácea nos ha proporcionado más de un invierno el inapreciable consuelo de un café humeante y algo agustino también, mientras afuera, en las calles, corría el cierzo.

Es de notar que al chiringuito tenían acceso los fieles por sus cuatro fachadas, delimitando así un espacio geométrico y enfrentado, de espíritu racional y monoteísta. (Alguien habló de su innegable ascendiente herreriano una mañana). Los parroquianos se contemplaban frente a frente, apoyados en la barra, en perfecta regularidad y simetría, mientras, fuera, hacía un frío de aúpa.

Ha de notarse igualmente que, al igual que en el espíritu del templo clásico, el chiringuito era todo exterioridad y fachada simbólica, careciendo de relevancia el interior, al que en realidad sólo tenía acceso el camarero, hierofante moderno que nos servía el café - o el orujo en el caso de que los feligreses pertenecieran al gremio de la construcción.

Una mentalidad reduccionista ha suprimido todos los chiringuitos de Madrid. Qué bárbaros.




- Los billares de la Plaza de Cascorro.

Ocultos en un enigmático edificio que hacía rotonda con la calle Duque de Alba, sobre el Café de la Bobia - esa es otra - había que entrar por un portal sin señal alguna para acceder al Sancta-Sanctorum de los billares, situados en un primer piso. Nunca supimos el nombre, si es que lo tenían.

El portal jamás estaba iluminado y siempre estaba abierto. Nadie hubiera reparado en él, sin embargo. Sucio, y con signos de estar abandonado, había que ascender por una sombría escalera sin bombillas ni orientación alguna sobre sus polvorientos escalones. Una puerta cerrada y silenciosa, a la derecha del primer descansillo, daba acceso al Paraíso.

Semi-esférica, como correspondía a su plano enigmático, la sala de billares se abría detrás de unos amplios - y no muy nítidos - ventanales, desde los que los jugadores contemplaban el mundo abajo. Esto es, la Plaza de Cascorro, la trasera de la catedral de San Isidro, y el cruce de la calle Duque de Alba con la de los Estudios. Tenían algo de deambulatorio peregrino o girola profana. Las mesas, por otra parte, eran excelentes y antiguas, el dueño, sosegado y escéptico, y el juego, serio, circular y contemplativo, como correspondía a la arquitectura de aquel templo mitraico .

Ahora ha desaparecido y en su lugar se erige una tienda de telas y confecciones al por mayor. El diablo les confunda.


- Billares Brunswick

Situados en la Calle del Prado, señoriales y alemanes, los ventanales mostraban apenas el interior velado, adornado con solemnes lámparas de bronce y falsos dorados. Un supuesto entablamento de escayola y oro igualmente en las paredes, donde, en armarios de la época del mariscal Moltke, se guardaban bajo llave los tacos. Fotografías de antes de la guerra muestran el mismo local, sin apenas variaciones, en los años de la Dictadura del general Primo de Rivera.

Cuando nosotros comenzamos a acudir, nunca había nadie. A excepción del dueño, un alemán taciturno y reservado, que nos pasaba los tacos y la tiza en silencio. Jugábamos en voz baja, mimetizados con la solemnidad y el lamento por la decadencia del Imperio Prusiano que impregnaba el local.

Ahora es un restaurante colorido de comida para turistas del barrio. Nunca hay nadie, tampoco.



El bar de los Caracoles de la Plaza de Progreso.

Alguien debería conservar estos monumentos para la eternidad. Pero desde que el nihilismo se instaló en la Sociedad de Naciones, nadie es capaz de pronunciar - ni descifrar - frases como "una unidad de destino en lo universal", "Occidente se encamina hacia su consumación" o "Por quién me ha tomado usted...". Ni cosas por el estilo.

La taberna de Progreso, esquina a la calle de la Colegiata, era irrepetible. Había que bajar unos sinuosos escalones para acceder - si te dejaban - a la pequeña barra a la derecha, de madera colonial y mostrador de zinc.

El menú era único: tinto y caracoles. Te los servía un camarero silencioso en la barra, mientras su hermano recorría furiosamente las mesas con un trapo incansable. Te sentabas en la sala del fondo, con dos o tres mesas y taburetes sin respaldo, de madera noble e impoluta, y mientras intentabas trasegar el vino - de Arganda, aguado - o los caracoles, excelentes, ya el hermano te vigilaba en silencio con la mirada. Y acudía gruñendo y rugiendo quizás si dejabas una sola mancha en la mesa impecable. Mácula que inmediatamente procedía a limpiar... Qué demonios querría que hiciéramos con la salsa que se derramaba de la cazuela de tan sublime simposio...

Los hermanos mantenían la oscura taberna siempre inmaculada , y agradecían en el fondo cuando te marchabas. Irrepetible lugar, ahora absorbido por el tsunami de los almacenes al por mayor.




El tiovivo del Parque de Berlín.

Situado en la esquina de Puerto Rico con Ramón y Cajal, el tiovivo descansaba permanentemente en una pequeña plaza sin asfaltar frente al Parque de Berlín, por un lado, a la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe (la del sombrero mejicano) y a la entrada de la sublime colonia de la Ciudad Jardín por otro, - otra joya del Madrid de preguerra que el sueño de posguerra había conservado aún .

En medio de la monotonía de la arquitectura moderna, un tiovivo en un descampado es un motivo de gozo urbanístico, con su apuesta resuelta por la feria y los coches de colores - y los unicornios azules, y los delfines manchegos - frente a la tiranía del hormigón, los nuevos barrios y las hamburguesas calientes.

Nunca supimos qué horario tenía el tiovivo. Giraba según y cómo, pero a veces giraba y los niños del Colegio Santamarca daban vueltas en él a las horas intempestivas que su caprichoso dueño concedía. No dependían éstas de la estación ni del tiempo sino de algún otro ritual más oscuro y secreto . Porque lo hemos visto desplazándose a mediodía en plena canícula, a una hora que no cruzaban la calle ni los perros. O, por el contrario una memorable mañana de enero, en que todo el barrio apareció cubierto por la nieve.

El tiovivo rodaba, permanentemente y sin objetivo y, mientras, una música de feria, siempre la misma, giraba también con los caballos. Además había al lado un puesto de palomitas, de azúcar en rama y de regalices disparatados y de colores fosforescentes .

Una ordenanza moderna lo suprimió hace unos cuantos años. El nihilismo y la ideología de los seguros de vida llegaban al barrio, finalmente.


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