( fot. Antonio Novillo)
Dicen que Andrés ha vuelto a herrar caballos. Muy mal tienen que andar las cosas para que haya vuelto a coger pujavante y escofina.
La verdad es que su trayectoria como herrador, hace unos años, había durado un suspiro. Andrés era el hijo simpático y como destartalado de una familia comme il faut. El padre era notario o algo así. Al vástago lo único que le gustaba era andar a caballo y por los bares. A veces juntaba las dos aficiones y entraba con el potro en la taberna. No sé qué habría pensado la familia para él, pero era evidente que tenía otros planes.
Más bien no tenía ninguno. El tiempo como proyecto no existió nunca, y mañana era una quimera. No he conocido a nadie con más facilidad para prolongar la charla cuando te lo encontrabas, y una velada con tan afable contertulio podía culminar de madrugada en el lugar que menos lo esperaras - un garito en la sierra, o una curda monumental en la bodega de una finca perdida hacia el río, como sucedió en alguna ocasión.
Su paso por el mundo del herraje fue sonado - si bien algo breve.
Una mañana llegó a la finca de unos conocidos, recién terminado el curso de herrador y adquirido el cajón de las sólidas herramientas del oficio. Desde lejos vimos cómo se preparaba la operación al modo usual, se sacaban los caballos a la calle, se cepillaban y se dejaban sujetos con el ramal frente a la cuadra.
Cuando regresamos por la tarde, los caballos seguían allí.
- Debe de ser un herrador concienzudo - comentó alguien.
Pero la conciencia debía de ser minuciosa hasta el paroxismo, porque a la mañana siguiente, y aún a la otra, los animales continuaban en la misma postura, inmóviles y hartos frente al muro del guadarnés.
Luego, alguien nos contó la historia. En lo que preparaban los animales, y las tenazas de escascar, y los clavos, y la cuchilla, y aún un horno pequeño y funcional - que no en vano Andrés había estudiado el curso en Francia y traía las últimas novedades - herrador, ayudante, dueño de la yeguada y mozos de cuadra habían marchado un momento al pueblo, a tomar un refresco porque era verano, y tres días más tarde aún no habían reaparecido. Afortunadamente a la noche siguiente los potros fueron desatados y soltados en un prado inmediato. Pero nadie supo si habían llegado a herrarse.
El oficio de herrador es muy duro, y, a pesar de todas las últimas novedades, a la larga destroza la espalda del artista - y en el caso de Andrés, debió de afectar al hígado también.
El caso es que al poco tiempo vimos que había desaparecido de la nómina - breve pero ilustre - de herradores de la provincia, y había regresado a su antiguo oficio de domador de potros imposibles, publicista de varios sementales árabes, encerrador profesional de las fiestas de la comarca, preparador de caballos para el raid - que también - y aficionado a los concursos de salto locales. Y cofrade de todas las discotecas de la región, en un radio que en ocasiones llegaba a sobrepasar Despeñaperros y aún Los Puertos, como se demostró más adelante.
Allí se perdió, dicen algunos, y un conocido comentó que le había visto paseando en barco por la Bahía, aún calzado con los botos de montar. Durante una larga temporada fue el único recuerdo - hasta que, años después encontró el camino de vuelta - de su antiguo paso por el escenario hípico de la alta Extremadura .
Los antiguos herreros eran algo más persistentes. Figuras esenciales en el campo charro ignoro si su oficio conservaba, secretamente, algo del legendario prestigio de los herreros mitológicos, dueños del fuego y de la forja. Por aquí nadie había leído a Mircea Eliade. Pero en la tradición oral - o en esa sabiduría rural que raramente se pronuncia - el herrero seguía siendo el dueño de la fragua mágica, el recinto oscuro y poblado de herramientas ancestrales, en cuya oscuridad, al fondo, brillaba el fuego.
También tenían bastante más trabajo que ahora, la verdad. Porque, aparte de herrar las caballerías, abundantes entonces, su labor era impagable a la hora de aguzar las rejas - que por definición, siempre estaban embotadas - forjar puertas, zachos, aldabas, estribos, cerrojos, bocados y espuelas, anteriores a la producción en cadena. Y encima pertenecían a una época en la que hasta los bueyes se herraban, con unas herraduras curvas en forma de pestaña, llamadas callos, y había que tenerlos perfectamente en orden si se quería avanzar en la siembra.
Yo nunca vi herrar a un buey de labranza - casi no los he visto ya, ni herrados ni descalzos - pero cuentan que a alguno había que suspenderlo en vilo en el potro de piedra, para que se dejara calzar
por las buenas o las malas.
Sabia época. Los herreros entonces, que no habían hecho cursos en Bretaña, te obligaban a sujetar las manos y los pies de los caballos mientras los calzaban. Con las manos, podía pasar. Pero con los pies aquellos hipogrifos feroces, que venían de la autarquía, acostumbraban de cuando en cuando a soltar unas patadas imprevistas que arrastraban consigo herradura, clavos, yunque y martillo. Y al infeliz que se agarraba al casco y volaba junto a las demás herramientas.
Con los años la nueva generación de herradores, que había seguido cursos en el Haras National de Saint-Lo (o en su defecto, un curso por correspondencia de la Cámara Agraria), no sólo herraban ya ellos solos, con una técnica envidiable, sino que te permitían descansar y fumar charlando con los vecinos, - que nunca ha faltado público para esta ceremonia - mientras ellos se dejaban la espalda con su envidiable ciencia. Con los cursos franceses habían llegado al campo tecnologías inéditas como el herraje a fuego, las herraduras ortopédicas, las plantillas de silicona y hasta las radiografías previas a la operación, para corregir posibles defectos de los aplomos. Unas furgonetas flamantes anunciaban en todas las fincas la llegada del joven herrador titulado, a quien se había avisado previamente mediante el correo electrónico y un complejo calendario de prioridades.
Si lo llega a ver Argimiro... Éste, menudo y recio y siempre tocado con una boina, fue el herrador de toda la comarca durante más de cuarenta años. Vivía en una alquería, agrupada en torno a una rivera y una fuente que daba un agua insuperable, - la llamaban "la fuente cana" nunca supe por qué, ya que era un manantial como los demás, con brocal, un cacillo de latón en la repisa y renacuajos en la hierba - y a la que sólo se llegaba por caminos de herradura. Nunca mejor dicho.
Argimiro habitaba en una casa aledaña a la fragua y a un corral de piedra que hacía las veces de almacén, tenada y cochiquera, y en donde se guardaba una colección de instrumentos medievales dignos del mejor gabinete de la Santa Inquisición. En el patio anejo a la fragua se ataban los caballos y allí permanecíamos herrando toda la tarde, que cuando acudíamos nunca era con menos de ocho o nueve animales. Era verano siempre, o al menos yo así lo recuerdo, y al calor de la solanera del patio se añadía el que surgía de la puerta del horno abierta y de la que de vez en cuando salían los golpes rítmicos con que el señor Argimiro corregía las suelas en el yunque. A este fulgor del Averno había que añadir el sudor propio de la pelea con aquellas bestias mitológicas, ninguna de las cuales había seguido jamás curso de doma en Haras National alguno, y se defendían de los clavos con las armas que la vida les había aportado. Que no eran pocas en el caso de algún elemento, desahuciado de varios tratantes y ferias de ganado, y a quienes mis tíos habían recogido a lo último con un fervor encomiástico. Como ellos no tenían que agarrarles las patas...
Dado que nos turnábamos, entre bestia y bestia, daba tiempo a bajar a la fuente cercana, con un botijo secular que le daba un sabor especial al agua cana. O te permitía también entrar en la fragua, a la sombra, para descubrir al poco tiempo que allí hacía aún más calor que fuera. Vulcano como acompañante mitológico y sus mansiones tienen estas cosas.
Pero luego en invierno era un placer acudir a visitar al señor Argimiro - por camino de herradura, de nuevo - y hablar con él en la fragua, a oscuras casi, con la excepción de las chispas que incesantes brotaban del horno del fondo del Hades. Allí, sobre muros de ladrillos de adobe y bajo una cubierta de borraja - que ambos, bien cuidados, conservan mejor la temperatura que ningún otro material - guardaba éste una colección incomparable de herramientas milenarias que yo iba descolocando mientras nuestro herrero aguantaba con paciencia también milenaria.
Allí había yunques, escofinas varias, pujavantes, tenazas de todas las marcas, martillos de forja, de herradura, cuchillas, legras, rasquetas, perchas de forja, botapuntas, ganchos, leznas. Y clavos de todos los tamaños - alguno debió de pertenecer a la cabalgadura del gigante Polifemo. Y aldabas, y lanzas de carro, y bocados, y espuelas, y llamadores, y recatones, y morillos, y cerrojos, y calderos, estrébedes , trípodes, atizadores y calvocheros. E instrumentos forjados, de función ignota, cuyo nombre el señor Argimiro nos iba enumerando, dueño de la lírica del hierro, con la misma paciencia.
Argimiro se retiró un buen día - que hasta a la fragua de Vulcano le había llegado el turno antes - y la casa fue cerrada. Con su permiso, a veces, todavía la visitábamos y admiramos, ya en silencio, el horno apagado, la bacanal de hierro y forja que aún colgaba de las paredes, figuras de la herrería antigua que nunca habíamos visto antes, y cuya función nos sería desconocida ya para siempre.
Con el tiempo, la alquería entera fue abandonada. No sé qué sería de la fragua de Argimiro, ni de sus maravillas infernales.
Luego, vendría el tiempo nuevo de los herradores titulados, los de los cursos en Saint-Lo. Ésa es otra historia.
Ahora, dicen que hasta Andrés ha regresado. Le esperamos en el bar, cerca de la plaza. En épocas oscuras todos los caminos llevan allí, centro del universo, omphalos de las fraguas.