lunes, 14 de octubre de 2013

De los oficios. IV


Me enteré la otra tarde de que E. había vendido por fin la ganadería.

Me dieron la noticia donde habitualmente se saben estas cosas: en el bar de la carretera. Me había encontrado allí con Daniel, el mayoral de E., y le invité al café que estaba tomando. Daniel, aunque aún joven, tiene algo de mayoral antiguo: nunca habla más de la cuenta y en cambio, si le escuchas, siempre tiene algo que contar. Sobre todo, si se trata de alguna hazaña clásica, de las que ya sólo quedan en los relatos de los vaqueros.

Lo solemos tropezar los domingos por la noche, en el bar de la gasolinera. Va o vuelve de la finca, allá por la sierra. Se toma con nosotros una cerveza y hablamos del año.

Esa tarde era temprano, y de diario.

- ¿Cómo tú por aquí a estas horas? ¿Vas o vienes?
- Pues más o menos...
- Tómate algo.
- Ya he pedido un café.
- ¿Qué tal lleváis la temporada? ¿No lidiabais siempre por esta fechas?
-  Lidiábamos... Ya no estoy con E. Me han dado la liquidación esta semana.
- ¿Y eso?
- Pues que E. ha vendido toda la ganadería... Me habían propuesto seguir a media jornada. Pero a mí no me cuadraba. De momento estoy en el paro.

Luego seguimos hablando de más cosas, y de otra finca donde le habían comentado de entrar de mayoral. Daniel no sabía si le interesaba o no. El dueño es un constructor de Ciudad Rodrigo. No sé si le gusta .

Así me enteré de la liquidación, después de tantos años, de la ganadería de E.. Luego un tratante, en la feria, me lo confirmó.

No sé por qué esta vez me impresionó de verdad. Llevamos mucho tiempo oyendo hablar de gente que se retira, y de hierros que se venden, si es que alguien quiere dar algo por ellos. Pero el final de E. me pareció, vaya usted a saber por qué, especialmente azaroso. Y melancólico.

Cuando nos fuimos del bar, más tarde, recordé unos versos de Maiakovski que de pronto me habían venido a la cabeza.

(...) Como quien dice
la historia ha terminado.
El barco del amor
se ha estrellado
contra la vida cotidiana.


Nadie sabe qué demonios hacen los versos de la carta póstuma de Maiakovski en relación con una finca de la comarca de la sierra de las Quilamas. Pero uno es dueño de relacionar lo que quiera. Y además esta vez me parecían extrañamente exactos.

Luego, más tarde y hablando con Javier, un amigo que está haciendo esfuerzos por mantener su propia ganadería - heredada de sus bisabuelos, como todo el mundo sabe - fuimos adivinando por qué la historia del final de E. nos había parecido tan ejemplar. Y tan certeramente melancólica.

El caso de E. aparecía, de pronto, como el ejemplo más extremo - y más nostálgico - del abismo entre la realidad y el deseo. Se había, finalmente, estrellado contra la vida cotidiana.


E. tiene la finca allá en la sierra, cercana al pueblo de Segoyuela, en la carretera de Linares. Es una dehesa ciertamente enrevesada, entre riscos de granito y oscuras laderas de piedra, y está poblada por un carrascal abrupto en donde raras veces penetra la luz del día. La cercanía de las estribaciones de las Quilamas es un lugar muy frío, muy escarpado y desde luego, nada productivo.

La finca original de la familia había sido mucho más grande, nos contaban.

Días después, almorzando con J., que gusta de relatarme historias de la zona, éste me la había descrito con precisión.

- Lo que ves ahora es apenas el último resto de la dehesa de sus abuelos. La original abarcaba todo el pueblo, y el monte que ves ahí encima, y los prados que están al otro lado, donde ahora pasta la ganadería de los Bardales. La casa primera estaba dentro del caserío, al lado de la iglesia. Ya no es de ellos.

 Se repartió en principio entre el abuelo y una hermana. Luego, ésta se deshizo de la mayor parte. Más tarde, se ha ido dividiendo en lotes... Lo que ves desde aquí es lo que heredó E., después de que los tíos vendieran varios cuartos a un constructor. Eso es un carrascal, muy bonito porque desde allí se ve toda la sierra, y las navas del otro lado, y las fincas de Terreros y Castrosancho. Pero no deja de ser un carrascal...

El padre de E. había mantenido la ganadería brava. Ésta gozaba todavía de una cierta aureola - los que recuerdan esas cosas - porque en algunos tratados de la época se la nombra como una divisa antigua, con un vago aire como de hierros anteriores al tranvía en las ciudades y al transporte de los toros por carretera. De hecho, en un raro manual de principios de siglo, se citan todavía los riesgosos viajes por las cañadas de la ganadería serrana, sin embarcadero ni plaza de tientas, hasta alcanzar la estación de tren más cercana, que debía de ser la de Boadilla, allá por Campocerrado. Era un buen viaje.

Alrededor de la finca de E. las dehesas vecinas cuentan todavía con algunos embarcaderos, alares, plazas de piedra. Muchos están ya derrumbados. Algunas plazas se mantienen, oscuras, levantadas con la piedra negra de la sierra con la que se cerraban los prados. J. me había contado que muchas veces los vecinos llevaban el ganado de madrugada a la finca de sus padres, que aún conserva los chiqueros y el tentadero de pizarra. Habría que ver el trabajo de encerrar en esos alares en cuesta, poblados de zarzas y espinos, torcidas carrascas que se clavan en los suelos del caballo, te hacen perderte en un laberinto de ramas y troncos y peñas con aristas, sobre los precarios perdederos.

Contaban los viejos, con sorna, que cuando una res se perdía en la sierra ya no se la volvía a ver hasta la primavera siguiente. Sería verdad, a despecho de la guasa con que lo dicen.

En todas las fotografías de la antigua finca de los abuelos de E. figuran, al fondo, paredes de piedra. Los hombres van sin afeitar, con barba de la sierra. Fuman, con esa imagen rancia y obstinada de la colilla en los labios, siempre a medio acabar. Las vacas, cornalonas, tienen como un remoto flequillo en la testuz. Los caballos, cuando aparecen, muestran una sucia pelambrera, como de escarcha continua y trabajo entre las peñas.

Era un encaste de toros muy antiguo, ya desaparecido. Cuando E. decide proseguir con la ganadería, al poco tiempo, se deshace de las arcaicas vacas y trae desde Portugal una seleccionada punta de ganado, de un hierro que por entonces estaba embistiendo y figuraba en todas las ferias.

Los novillos, colorados, un punto veletos, alguno albardado, pastaban en una ladera cercana a la carretera, pasado el pueblo. Se veían cuidados y con el pelaje de invierno, desde la curva que separa en dos los distintos cuartos de la finca - "Todo esto, y hasta la nava de las Veguillas, era de los abuelos", me comenta J. cuando pasamos de nuevo por ahí. E. consiguió lidiar en algún pueblo importante, en alguna novillada de plaza de provincias. Incluso, en una ocasión, los foscos novillos de la sierra llegaron a viajar a Francia, a alguna plaza cuyo nombre nunca recuerdo.

Curiosa actividad inútil, puramente ritual... Criados para la celebración de un rito, como la corrida de toros, las ganaderías bravas se mueven en ese territorio de lo ceremonial, lo antiguo. Allí nada es cuantificable: ni el dinero ni las rentas. Qué se va a cuantificar en la cría de un ganado cuyo único valor es algo tan abstracto como la bravura...

E. era algo ceremonial, también. Bien trajeado, con un vago aire de noble inglés con deudas, cuando salía del campo se cuidaba mucho en todas las ocasiones de no saltarse las normas: ni en las presentaciones, ni en la manera con que se dirigía al resto de comensales. Había vivido otros tiempos, parecía. O si no los había vivido intentaba por lo menos mantener las leyes de una época de la que siempre había oído hablar.

La misma ceremonia la mantenía cuando coincidíamos en alguna finca de la comarca a caballo, para correr algún becerro o apartar las reses de algún conocido. Cuando le tocaba correr a él tardaba siempre un buen rato, montaba el palo con notable parsimonia, y despacio y algo retórico también se dirigía poco a poco al corredero. A los amigos al rato les parecía un aburrimiento. A mí en cambio me gustaba la forma de mantener el ceremonial, a despecho del aire que hiciera, la lluvia o la prisa de los que le rodeaban.

Tenía entonces dos buenos caballos, que supiéramos. Sobre todo uno, ruano, de poca alzada pero muy fuerte con el que acosaba por entonces. Se murió de un cólico, contaron. Al otro, un castaño muy cruzado, lo mató un novillo en un cercado de la finca, nos dijo Daniel, el mayoral, una tarde. No sé si sacaría luego adelante algún potro, porque no lo volvimos a ver correr en ninguna casa.

Venía más tarde a ver los concursos en la provincia. A mí me gustaba verlos con él, porque E. sabía de qué hablaba. Y además contaba con una notable colección de recuerdos, de garrochistas antiguos y de historias de la trashumancia, que relataba con gracia. Y con cierta lentitud, que no le abandonaba nunca.

La práctica de la ganadería brava siempre tiene algo de ritual y se rodea de intangibles. El resto, nada sabe de la intangibilidad. Ni la fábrica de piensos, ni las distribuidoras del gas-oil, ni la financiera del banco. El sueño termina en su abrupta materialidad.

En el bar de la gasolinera, el domingo a la noche, le pedimos a Emilio, el camarero, que nos ponga unos vídeos de música cuando ya no queda nadie. Los tiene todos, todos los grupos, todas las canciones.

- Qué queréis hoy - nos pregunta Emilio.

- The dream is over. Es una antigua canción de Lennon - le contesto.- La tienes, seguro.



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