"Cuando se acercaban a Jerusalén, junto a Betfagé y a Betania, frente al monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos, y les dijo: entrad en la aldea y luego que entréis en ella hallaréis un pollino atado en el cual ningún hombre ha montado; desatadlo y traedlo".
- Mateo, 21 1-11
Domingo de Ramos en la ciudad. A la entrada de la iglesia de San José los feligreses desfilan con palmas, se escucha la misa cantada adentro y hay puestos, innumerables, sobre la acera, en donde unas gitanas venden hojas de olivo, palmas secas y ramas de romero - que otorgan una plácida suerte, según una lírica y antigua certeza.
El rito se repite en toda la ciudad: en el convento de las Descalzas; en San Sebastián en la calle Atocha; en la barroca San Antonio de los Alemanes; en el atrio de San Ginés, sobre la trasera de la calle Arenal; en la historiada San Manuel, frente al Retiro...
Certidumbre del rito. Conmemora un momento único, según la epocalidad cristiana. La del tiempo de los sucesos, la historia sagrada, instante del acontecimiento - después del cual no puede haber sino su pálido, lento desvanecimiento. Y frente a su disolución - y al interminable tiempo de la espera - sólo el rito puede recrear el suceso, recordar su instante ejemplar, renovar el tiempo de nuevo.
Malos tiempos para las ceremonias. Frente a un presente sin referencias, absorto y pálido, el ritual lucha contra la disolución, celebra la recreación del acontecimiento, de nuevo.
Por la tarde, la procesión del Domingo sale de San Miguel, en la Nunciatura, recorre la calle del Nuncio, la plaza de Santiago, Capellanía, el callejón del Espejo, la plazuela de San Miguel, Ramales... En su ceremonia, la tentación de recrear el tiempo - un gesto contra la disolución, el olvido, inmisericordes.
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