Del Instituto Luso de Literatura Ibérica - institución animosa, si bien no muy provista de recursos - había recibido una carta solicitando mi colaboración para un congreso en la ciudad de Guarda. Me pedían que enviara una especie de ponencia - que nunca llegué a escribir, ni siquiera a imaginar - y, sobre todo, mi intervención para traducir alguno de los poemas que la Institución había seleccionado a fin de incluirlos en el curriculum de los participantes. A esto último me puse manos a la obra con un vago entusiasmo.
No puedo concebir nada más aburrido que un congreso literario en una tarde de otoño. Ni nada menos legible que la edición de unos poetas casi anónimos de la raya de Portugal... Pero Guarda es una ciudad fascinante y melancólica - esto último quizá sobre el apuntarlo -, posee una antigua judería, pobre y lírica sobre el valle, una catedral con cierta retórica, unas tascas rancias y varios restaurantes populares, con aire de familia venida a menos, ciertamente considerables... No había visitado la ciudad en todo el año así es que me puse a trabajar al poco.
El Instituto me había enviado los apuntes de una serie de autoras - no sé por qué eran todas mujeres - perfectamente desconocidas para mí. (Me temo que como para el resto de los mortales). Minuciosa y profusa, su literatura poseía el reconocimiento previo de la provincia y el olvido, sin ninguna esperanza de redención posible.
Recordé la expresión memorable de Borges en El oro de los tigres cuando alude a "un poeta menor": "La meta es el olvido. Yo he llegado antes".
De entre la profusión de metáforas y símiles y epítetos y de nombres banales, me llamó la atención, de pronto, una poetisa absolutamente indigente en ellas - en las metáforas, que el nombre sí era portugués. Thereza Margarida de Sousa e Horta se denominaba la ignorada escritora. La cual, si en las notas biográficas apenas difería del resto de sus compañeras, añadía en cambio una lírica mínima e historicista, que difería bastante del carácter abundantemente adjetivo del común de los congresistas en cuestión.
Era una sorpresa.
El poema que elegí para la traducción, entre los que me enviaba el Instituto en fotocopias gastadas - podían haberlo hecho con otras - se titulaba aproximadamente "Uma história prolongada". Digo aproximadamente porque el encabezamiento no se distinguía muy bien entre las confusas manchas de tinta. La traducción - la traición - que envíe a la institución mirobrigense era, más o menos:
Entre el trueno y la cellisca, aún alimenta el fuego
Las luces de la sala. La bóveda es oscura y nada vemos
Más allá. Sobre el escritorio los manuscritos aguardan
La tarea. En silencio copiamos los sagrados versos.
Anuncian la venida inminente del Salvador, que se demora
Siempre. Y la llegada no escrita de los daneses, que nada
Temen cuando arriban a esta costa y sólo fuego
Y ceniza dejan a su paso. Cuándo accederá el Mesías, cuándo
La redención de tanta llama, tanto olvido, tanta muerte.
Sobre el mar se divisan luces inciertas, entre la tormenta
Y las olas negras, y en silencio esperamos una llegada.
En la traducción intenté conservar la prosodia del endecasílabo blanco que poseía el poema original. No sé si lo conseguí. (La facilidad para la sinalefa interversal no es una característica del español). Intenté mantener también el encabalgamiento a que dan lugar las oraciones simples del mismo. Esto último era inevitable, y creo que no se pierde. Incluso queda acentuado al pasar de una lengua mucho más musical, como es el portugués, a la abrupta fonética de la lengua de Castilla, que suprime diptongos y consonantes líquidas, de la misma manera que suprimió el tributo a los reyes de León. Hay que pasar un invierno en las montañas de Burgos para reducir de inmediato el sistema vocálico al mínimo...
El Instituto Ibérico me enviaba unas notas sobre la ignota escritora, que no destacaban del resto de líricos de la Lusitania. Me inquietó la parquedad de las mismas. Que a uno la sencillez biográfica le inspire no sé qué recónditos enigmas, inscritos en la pobreza de las fechas, no deja de ser un defecto personal, que se obstina en encontrar más sugestiva la biografía del pintor Giorgio Morandi, encerrado en su Bolonia natal, que la de Benvenuto Cellini, inmerso en todos los avatares del siglo.
Según los datos que me habían enviado, y que traduje sin más objeciones, nuestra autora, D. Thereza Margarida de Sousa e Horta había nacido en 1957 en Guimaraes. Había vivido unos años en la ciudad de Goa, donde dirigió una suerte de colegio portugués, financiado por las familias que aún se decían herederas de los Discípulos de Santo Tomás. Debió de casarse y separar en la India, porque a su regreso a Guimaraes nada se dice de ningún acompañante. Publica al retorno algún libro, mínimo, de prosa poética en editoriales locales que no despierta ningún eco.
En 1998 una antología editada en Lisboa - la "Nova Antologia de poetas portugueses" - recoge uno de sus poemas y un autor como Eugenio de Andrade habla en términos elogiosos de la calidad de su lírica. El antólogo, Joaquim da Figueira, ya había destacado lo inusual de su estilo, cultista y escéptico - y raramente sustantivo - frente a la profusión verbal a que había dado lugar la última hornada lírica en el país.
Apenas se cita a nuestra autora en otras publicaciones ni revistas. Ésta, se nos dice, hace años que vive en el municipio de Covilha, inmediato a la Serra da Estrela, junto a una hermana menor en una posesión familiar, no sabiéndose de ninguna actividad profesional posterior a los años de Goa. Recientemente ha editado dos plaquettes de versos en edición de autor, que, curiosamente han tenido una elogiosa acogida en la Revue des Soliloques Litteraires de la Universidad de Montpellier.
Intrigado a medias por mi torpe traducción y por la biografía del personaje hablé con el Instituto para ver si me podían enviar las señas de D. Thereza. Me respondieron al poco con una dirección postal de Covilha absolutamente tradicional, sin mail ni nada parecido. Escribí a las señas indicadas, acompañando la solicitud de una entrevista personal con mi abstrusa traducción de la "Prolongada história". Al poco recibí una breve respuesta, cortés y elusiva, en la que se indicaba que la escritora residía permanentemente en la villa y que podía visitarla cuando quisiera. Nada se decía de la traición cometida - de la traducción al castellano.
El viaje no fue memorable, ciertamente. Covilha es una agradable ciudad, al pie de la sierra, y el otoño hacía todavía más melancólico el paisaje al modo luso. Esto es, sin estridencias.
Habitaba, según me habían indicado, en una modesta villa a las afueras de la ciudad. Tuve que empujar una verja oxidada. Dentro, fui recibido en la fría mansión por una señora amable y distante, que decía ser la hermana de la poeta. Ésta, me dijo, había tenido que ausentarse y me ofrecía sus disculpas. La mesa camilla en la que nos sentamos dormía debajo de una ventana que daba a un jardín con frutales viejos, arriates descuidados y muchas hojas secas. La casa, pensé luego, abundaba en visillos, tapetes de crochet y veladores inútiles.
Con la atenta hermana no hablamos nada de literatura moderna, recuerdo. En cambio demostró ser una profunda conocedora de la poesía inglesa, de la obra de Gerald Manley Hopkins en concreto, y terminamos describiendo en tono elegíaco la bahía de Spezia, en donde como todo el mundo sabe se ahogó el joven Shelley. Ella - no recuerdo el nombre - se puso entonces a recitar al poeta inglés, la conocida elegía Adonais en recuerdo de su amigo John Keats. No se extendió demasiado, pero por el tono con que lo hacía pensé que la conocía perfectamente hacía mucho tiempo.
Nada comentamos de la obra de D. Thereza. No tenía el menor interés en hacerlo, advertí, y no supe si habían recibido mis notas o si las habían leído siquiera. Regresé a la frontera en el día.
En mi carta yo le había solicitado su opinión acerca de algunas cuestiones sobre el poema, para las que no encontraba solución - una prosodia interna que se había perdido, la ambigüedad de los sustantivos... Al cabo de unos días recibí una respuesta manuscrita en la que D. Thereza se disculpaba por no haber podido recibirme. No decía nada acerca del poema, ni de su traducción. En su lugar me enviaba una copia de The Borderers, los conocidos versos de Wordsworth:
Action is transitory - a step, a blow,
The motion of a muscle - this way or that -
´Tis done, and in the after vacancy,
We wonder at ourselves like men betrayed:
Suffering is permanent, obscure and dark,
And shares the nature of infinity.
A una traducción me respondía con otra - bien que el poema, del que yo conocía una excelente versión de Ángel Rupérez, figurara en el inglés original.
No hablamos más. En los primeros días de noviembre - helaba ya, un cierzo frío se abatía sobre la raya - acudí a Guarda, al otoñal congreso.
De las primeras sesiones no recuerdo gran cosa. En un salón del ayuntamiento en la parte alta de la ciudad se reunían los esforzados vates, ansiosos porque llegara su turno, y esos personajes indefinibles que acuden en silencio a todos los actos, se sientan en butacas apartadas y asienten sin un parpadeo a todo cuanto allí sucede - si es que sucede algo. Yo tuve la fortuna de encontrarme con Brian, un escritor irlandés pintoresco y desmesurado, que vive desde hace algunos años en Bañobárez, población oscura cercana a la frontera - cercana a nada en realidad.
Brian al parecer había sido invitado al congreso en calidad de antiguo crítico de The Criterion, en la homérica Dublín. Me confesó que le habían encargado un texto teórico, pero que no había preparado nada. (Siempre que nos encontrábamos me recibía, entre carcajadas, con la definición de Joyce: "Irlanda... tierra de encanto que siempre envió sus artistas y escritores al destierro". Después yo le exigía que me describiera su lugar favorito en la ciudad homérica, un antro humeante que no podía alcanzar a imaginar).
Con Brian abandonamos al rato el salón concejil y elegíaco. En ese momento, recuerdo, una artista conceptual ejecutaba una suerte de poema aleatorio sobre la tribuna, intercambiando sustantivos y epítetos que extraía de una saca sobre una pizarra, y aquello era más de lo que en una tarde lluviosa en el Alto Douro se podía soportar.
Esa noche agotamos las tascas de Guarda y Brian terminó recitándome la epopeya de San Brandan, santo por el que siempre he tenido una especial devoción. Nunca he sabido cómo el crítico había ido a parar a Bañobárez y aquella noche tampoco lo supe.
Al día siguiente, un tanto ojeroso, me dejé caer por el congreso de nuevo. Tras la lectura lírica e interminable de una autora lisboeta, que había sustituido el paisaje rural de Rosalía de Castro por los barrios marginales de la ciudad, subió al estrado la hermana de D. Thereza Margarida, la cual leyó, algo cansinamente, "Uma história prolongada" el poema que yo vanamente había intentado transcribir.
No me miró, ni yo hablé con ella. Ahora pienso que no había tal hermana, ni tal traducción, ni tal poema. Porque estos siempre remiten a otro, el cual nos remite a otro más. Y así, sucesivamente... No hay resolución última de la metáfora, pensé. Y a su interminable desvío nos remitimos, incansablemente, sin solución.
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