miércoles, 21 de enero de 2015

De la grafomanía


 
 
     No hay fin de hacer muchos libros; y el mucho estudio es fatiga de la carne.
                                                          Eclesiastés 12:12-14.
      

Cuenta Julio Caro Baroja del enfado con el que el geógrafo don José Dantín Cereceda hubo de acudir una tarde a la tertulia de su tío, Pío Baroja.

Don José, que venía de la cercana Cuesta de Moyano, entró al parecer en el salón de la calle Alfonso XI sofocado y sudoroso, repitiendo con cierta ofuscación:

- Qué cosas pasan, don Pío. Hasta dónde vamos a llegar.

El novelista, amablemente, le preguntó por las razones de su acaloramiento. A lo que el catedrático de geografía le replicó:

- Pues qué va a ser. Fíjese en lo que me he encontrado esta tarde en un puesto de los libreros...

Y sacándose del faldón del abrigo un opúsculo le enseñó el folleto que acababa de adquirir. El cual portaba el flamante título de "Vicios y virtudes del carabinero, por un individuo del cuerpo".

Cita Julio Caro Baroja en su "Jardín de flores raras" la anécdota como ejemplo del vicio de la escritura desaforada, llamada por lo común grafomanía. Nosotros, modestamente, creemos que el ilustre geógrafo exageraba, y que su ofuscación debía de deberse más bien a alguna animadversión al honrado cuerpo de carabineros. La cual tratándose de una persona cualquiera no está bien. Pero mucho menos en la figura de un catedrático.

Y a más que, por lo que comenta Julio Caro, debía de ser persona que frecuentara los seculares puestos de la Cuesta de Moyano.

Teatro de la profusión y la interminable escritura, la Cuesta es, para los asiduos a ella, el escenario de la certidumbre de los infinitos mundos, por una parte. Y de la absoluta futilidad de los afanes humanos, por otra.

No entendemos muy bien la sorpresa de don José. Entre los objetos olvidados de la feria -pues que tal carácter adquieren los impresos que van a parar a ella, certeza de la vanidad de toda vanidad, que un día fueron novedad y alborozo, y son arrinconados por fin en los mostradores de los libreros de lance - figuran catálogos, impresos, revistas, libros, cuadernos y enciclopedias varias, testimonio de la fugacidad de la Fama.

Y de la amplia variedad de las empresas humanas. Qué de extraño tiene una memoria carabineril. Si en días primaverales hemos encontrado por ejemplo la impagable colección de "Temas nacionales", editada por la Dirección General de Prensa, entre los que se encontraban nada menos que uno dedicado a la "Práctica de la Talabartería"; otro a "Las Cámaras Agrarias"; "La fiesta nacional" y un último sobre "Hierros y atalajes de las caballerías" - folletos que nos hemos apresurado a adquirir, intentando que el librero no se percatara de nuestra profunda emoción y no subiera el precio.

Decididamente la cuestión de la grafomanía nada tiene que ver con la práctica carabinera. En la Cuesta uno advierte, entre los estantes, que existe una profusa bibliografía sobre heráldica, por ejemplo. O sobre numismática. O sobre la uniformidad reglamentaria de las tropas del Imperio del Sol Naciente - asuntos estos que siempre dejamos para mejor día, todo hay que decirlo.

Pues si don José hubiera recorrido los tenderetes en nuestros días, hubiera podido, por ejemplo, constatar de la vanidad y profusión del llamado género profético socialista, que en su momento agotó prensas y firmas, para acabar colmando los puestos en montones que nadie, ay, adquiere ni a precio de saldo. Títulos como "El futuro de la revuelta en Namibia", la "Rebelión obrera en el Tercer Mundo" o "Perspectivas de la socialización en las luchas campesinas bolivianas" atestan, en ejemplares de la editorial siglo XXI, Fundamentos, ZYX y Cuadernos de Gramma, los estantes, sin que nadie al parecer haga ya caso de su oracular - y prolija - redacción.




La grafomanía es asunto delicado, que debe tratarse con cierto cuidado. Tiempo ha pudimos encontrar un voluminoso catálogo, editado por la Caja Rural de Valladolid, en donde en interminables páginas , acompañadas de profusas imágenes en papel couche, se glosaba la obra del artista Cristóbal Gabarrón, de quien se había celebrado una no menos exhaustiva exposición.

Que alguien pueda decir más de dos palabras en relación con la obra del artista Gabarrón es para nosotros un misterio que escapa a toda comprensión. En el mismo estante - el saldo de la biblioteca de un estudioso del arte, semejaba - encontramos la Revista de Archivos y Bibliotecas encuadernada, una monografía sobre la librería Clan, un profuso catálogo sobre la obra de la llamada Escuela de Almería - con artistas que escaparon a la posguerra - y, ceniza de los días, el opúsculo que sobre la pintura de una surrealista local había editado al fin la Diputación de Ávila.

Sic transit gloria mundi...  Años atrás habíamos conocido a la autora de la monografía sobre el realismo mágico abulense, historiadora del arte que había dedicado varias temporadas al estudio de una apenas conocida pintora del Barco de Ávila. Su empeño en todo momento nos había parecido encomiástico, por cuanto había conseguido al fin redactar una tesis en toda regla sobre una artista menor, cuya obra se resumía en un nombre y dos adjetivos, a lo mucho. Después de leerla en la Facultad correspondiente había conseguido por fin publicar el libro con la Diputación provincial. Para terminar, como todos los afanes mundanos, en el puesto de libros saldados frente al antiguo Ministerio de Fomento...

Gracias a la Cuesta conocemos que hay personas que leen, e incluso atesoran, volúmenes sobre numismática, colombofilia, historia del Derecho Canónico, la defensa siciliana, o incluso literatura erótica - sicalíptica en término más preciso - de principios del siglo pasado. El otro día vimos saldarse un grueso infolio sobre las banderas y emblemas del Imperio Austro-húngaro. Y hay quien asegura que un día vio comprar a alguien un ensayo de Enrique Tierno Galván.

Qué podemos objetar nosotros, si otra mañana nos hemos presentado en la tertulia de la calle Huertas con los cuatro volúmenes que nos faltaban de la edición del Consejo de la Historia de los heterodoxos españoles de don Marcelino Menéndez Pelayo - por un momento me miraron como si fuera a leerlos en el bar. Claro que unos días antes nuestro contertulio Blázquez había aparecido con los dos volúmenes de la Semiótica de Julia Kristeva, que no sé qué es peor.




Entre la vanidad de la edición, de vez en cuando surgen las joyas - cuestión ésta muy personal, sobre la que no hay nada escrito. Debe de ser la única excepción.

Una mañana un amigo apareció nada menos que con las "Memorias y aventuras del Marqués de Tenebrón", en edición local del Monasterio de la Peña de Francia, que había adquirido, dijo, para regalármela. El librito, contra todo pronóstico, resultó ser una joya. No tanto por las insulsas y reiteradas hazañas del citado marqués, sino porque entre líneas, y a despecho del autor de las memorias, surgía un mundo de la sierra, tradicional y tremendo, que desaparecería al poco, y que allí, quizá de manera inconsciente, quedaba retratado. Me recordó cuando una mañana, en el entrañable Museo Etnográfico de Zamora, yo regresaba una y otra vez a contemplar el amuleto contra el mal de ojo que en forma de espejuelo se situaba en la chichonera de un infante, y que provenía de la colección pastoril de un erudito local.

Mis cansados acompañantes no podían presumir que en aquel espejuelo se hallaba la definición de un mundo aún animado, cuyas leyes mágicas - esto es, analógicas - habían desaparecido con la extinción de la cultura pastoril. Qué le vamos a hacer, cada uno lee como puede.

Cómo explicarles si no, que entre las más valiosas adquisiciones de la Cuesta figure un breve tratado en papel de arroz, repleto de caracteres chinos que nunca he podido descifrar, pero que ha ido a parar a la sección oriental de mi biblioteca, como uno de los ejemplares más sugestivos de la misma. Nuestra común amiga la profesora Sonia Wang, que habla el chino como si fuera su lengua materna, se ofreció un día a traducirme el opúsculo. A lo que me negué en redondo. No tenía ningún deseo de saber que tan lírica y sugerente obra se trataba en realidad de un informe sobre las presas hidráulicas en la provincia de Singjian.

Ediciones sin cuento, volúmenes sobre filatelia, el motor de explosión, la paremiología o sobre la política cultural de las autonomías regionales... Otra amiga, profesora de literatura, a quien tengo por experta en épica y métrica medieval - además de salmantina - me aseguró un día que había leído más de una novela de Javier Marías, afirmación que en su momento nos dejó sin habla. "Ah, era ella", comentó más tarde el malvado Jorge en la tertulia. Otro conocido común aseveró, sin darse importancia, haber concluido una obra de Millás. Jorge aseguró después, y los demás asentimos, que tal cosa era imposible.

José Isaac, médico erudito y sin embargo ameno, me repitió una tarde los capítulos en orden de la Anatomía de la Melancolía de Burton - libro que yo había leído en la edición del Colegio de Médicos asimismo. Con Gabriel, flamante empresario de Ciudad Rodrigo pude repasar, en una tarde memorable y fría en un mesón de la sierra, la bibliografía traducida, y aún sin traducir, sobre la herejía de los bogomilos - tema éste decididamente insólito en cualquier mesón serrano. Quedó en conseguirme un raro volumen de la obra de Steven Runciman que yo no conocía - otra joya sin duda - sobre el maniqueísmo medieval, pero aún no lo debe de haber encontrado. Mi amigo Lorenzo, notable poeta él mismo, había coleccionado todos los volúmenes que en su momento editó la colección Adonais de poesía. Y lo que es peor, los había leído todos. Vanitas vanitatis, dónde han ido a parar ahora los autores de la colección Adonais - y lo que es más grave, quién encuentra ahora a un precio razonable el Don de la ebriedad del zamorano Claudio Rodríguez, que en su momento abundaba en todos los puestos... Los libros de poemas de mi amigo Lorenzo, nada desdeñables y celebrados por la crítica en su momento, sí se encuentran últimamente en las casetas, tirados de precio.

Entre los numerosos ejemplos de grafomanía que Julio Caro Baroja esgrime, figuran dos impagables . El primero es el Tractatus de Angelis del jesuita Agustín de Herrera, natural de San Esteban de Gormaz y profesor en Alcalá de Henares. La obra en varios volúmenes es, según la descripción de don Julio "abundantísimo, dividido en veinte cuestiones con varias secciones cada una. Allí se puede encontrar todo lo que a uno le apetezca sobre los ángeles, desde su creación a su espiritualidad, simplicidad e incorruptibilidad, especies, intelecto y modos de conocer y voluntad". Don Agustín, añade Caro, era de "erudición muy sólida, y su seguridad encomiable".

El otro es el del cordobés Martín de Roa, jesuita asimismo, que edita en 1624 el libro Estado de los bienaventurados en el Cielo, de los niños en el Limbo, de los condenados en el Infierno y de todo este Universo después de la resurrección y juyzio universal en veinticuatro capítulos. Entre las discusiones de la obra figura la cuestión de si existen palacios y mansiones celestiales y si los bienaventurados cantan o bailan en aquellos.

Aún no lo he encontrado en la Cuesta de Moyano, y por las trazas más bien parece pertenecer al fondo del librero Blázquez, Romo o alguno similar. Tengo que preguntar un día.







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