Ignoro cómo habían llegado los libros hasta ella. Recorrer las baldas del salón - en unas tardes que se demoraban indefinidamente - era en cierto modo asistir a un escenario sin variaciones, sin origen, polvoriento como el pesado mueble que las atesoraba.
Había algo de biblioteca intemporal en su oscuro reposo - bien que supiéramos más tarde que aquella intemporalidad estaba hecha en realidad de la ideología de la época de la Restauración, de los avatares de la guerra civil más tarde, los sermones parroquiales de los domingos y de los lentos años de la posguerra después. Pero aún hoy sigo recordando la biblioteca del caserón como un escenario, un repertorio en cierta medida atemporal: el de la burguesía - agraria y provinciana por más señas - de aquellos años inmóviles.
De entre los clásicos, por decirlo así, figuraba también algún Pérez Galdós de los "Episodios" - que ya entonces se leían de un tirón - y sobre todo "La familia de León Roch", que por alguna razón atrapó mi atención adolescente en forma de preocupación por el gran tema, y el escenario perenne de aquella prosa del siglo anterior. Esto es, la cuestión del remordimiento, y las interminables páginas que se dedicaban después a torturar al protagonista - y a los lectores, pensé luego - de los prolijos centones del XIX. Aunque para remordimiento la lectura atormentada también de un atormentado Raskolnikof en los cientos de páginas del "Crimen y castigo" de Dostoievski. No sé cómo habría llegado hasta allí el centón ruso. No había ninguna más de la obra de unos autores, los rusos, a los que un escritor como Baroja declaraba como la fuente original de toda la cultura literaria de su generación. Pero allí no había ningún Tolstoi, ni Turgueniev, ni Gogol, ni Pushkin, ni nada. Sólo aquel solitario crimen del estudiante y la vieja usurera, en un volumen con manchas de moho en la portada, debidas tal vez al largo viaje desde la estepa siberiana al páramo castellano en un incierto momento. Quizá fuera la temprana lectura. Aún pasados los años recuerdo el interminable volumen sobre la culpa y la redención del protagonista como una lectura adolescente en el fondo, que nunca volvería a emprender.
Hay algo fascinante en el desdén que una biblioteca rural muestra hacia la historia de las vanguardias. A despecho de la supuesta revelación de la obra de Joyce, o de Pound, o de la tiranía de la inacción en Becket - que aprendimos más tarde - allí se manifestaba una historia mucho más cercana, a la que no afectaba para nada la elaboración del relato vanguardista.
Entre alguno de aquellos libros inmóviles asomaba incluso algún Premio Nobel, de los que en su momento se leyeron, y más tarde habían sido postergados. Figuraban en una colección, cuyo nombre no recuerdo, que los editaba todos. Allí estaban - pero nunca los abrí - Sinclair Lewis o Pearl S. Buck, Romain Rolland o Knut Hamsun... (Sí abrí el "Sin novedad en el frente" que formaba parte de la colección. Y alguno de los escritores más leídos en su momento, como Axel Munthe, Edgard Wallace o A. J. Cronin. De este último recuerdo haber abierto, un verano lluvioso, una novela sobre un médico rural cuyo título no recuerdo - debía de ser "Las llaves del reino", una de sus obras más traducidas - y en la que había un paisaje de carbón y mineros atormentados que de nuevo me impresionó juvenilmente. Nunca leí "La Historia de San Michele" del primero, el clásico por excelencia de toda biblioteca familiar que se preciara, y nuestra abuela nunca se lo pudo creer. Era un clásico en su época.
La colección era una joya. Allí encontré, otra tarde distraída, el "Beau Geste" de P.C. Wren - nada sabía entonces de la célebre película interpretada por Gary Cooper - y esta vez el misterio eran arenas ardientes, la soledad del desierto y un horizonte inmenso del que no cabía esperar ninguna ayuda. Publicaban también las morosas y románticas novelas del Oeste de Zane Grey - las conocía todas. O el no menos misterioso "Las minas del rey Salomón" de Henry Rider Haggard, obra a la que siempre rodeó un halo enigmático e inclasificable. Y que, después de leída, siguió rodeándolo, porque nunca se sabía dónde estaban las misteriosas minas y la novela no ayudaba a aclararlo. Aún hoy sigue flotando la fascinación de aquel paso inadvertido que nadie encuentra, detrás del cual se abre un escenario mágico y tremendo. Que nunca más íbamos a cruzar.
Y las poesías de José María Gabriel y Galán, que los inquilinos del caserón recitaban de memoria, sin ayuda de ningún libro. Los cancioneros tradicionales de Dámaso Ledesma - que también se sabían de memoria. Un raro Enrique de Mesa, que con los años aprendería a apreciar. El viaje por España y Portugal de Miguel de Unamuno, única obra del ilustre rector que allí recuerdo. Las "Doloras" de Campoamor. O esa lectura iniciática también que fueron las memorias del ganadero y poeta Fernando Villalón, escritas por su sobrino Manuel Halcón - de quien, como en tantas librerías de la época, se hallaba al lado su "Monólogo de una mujer fría", que mucho más tarde abrí.
Pero todo esto es literatura. Nunca nada se movía en aquella biblioteca inmóvil; nunca llegó algún libro nuevo y nunca salió ninguno de allí.
Excepto las novelas de la colección Bravo Oeste de la editorial Bruguera. Éstas sí eran leídas, profusa y vorazmente, y en su movilidad rara vez llegaron a reposar de nuevo en la estantería. Para qué vamos a engañarnos: era lo que realmente se movía - atribuciones fantásticas al margen, como las de un pariente con pretensiones filológicas que afirmaba haber leído todo el Quijote de Avellaneda, que se guardaba, intonso, en un estante de arriba.
Todas las semanas llegaba alguna novela nueva de aquellas de la capital. O a veces del quiosco del lugar cercano, donde se practicaba la suerte del intercambio: dos obras viejas por otra sin leer - y una pequeña remuneración. Nada más llegar a la casa desaparecían, requisadas, para resurgir más tarde en los lugares más insospechados: en los bolsillos de alguna pelliza; en la guantera del coche; entre las tablas del desván... El formato era único y los títulos semejantes: Dispara o muere, La ley del cáñamo, Un forastero ha llegado, De camino a Wichita... Los autores debían de ser varios también, pero evidentemente era Marcial Lafuente Estefanía el más prolífico, y el más solicitado. Su sencillez - no creo que llegara a figurar en toda su historia una sola oración subordinada - era absolutamente eficaz. Sus temas también. Había un forastero que entraba en el peor momento y su llegada era el presagio de que todo iba a cambiar. Era siempre muy alto - "medía más de seis pies" era la frase que buscábamos, hasta encontrarla, en cada novela nueva - y, como puede suponerse, poco locuaz: su revólver hablaba por él. Había siempre un salón, y un rancho aislado y unos malvados procaces - encima.
Había otros autores. De ellos sólo recuerdo - o sólo teníamos en cuenta - a Keith Luger y a Silver Kane. Eran algo más complejos, más perversos quizá también. Luego, poco a poco se fueron mezclando los géneros, y la novela de pistoleros fue perdiendo su pureza.
Aún recuerdo la tarde en la que alguien abrió una novela nueva - de portada exótica - y con cierto asombro nos leyó:
- Mirad lo que pone aquí: "El forastero desenfundó con una mano antes que nadie se diera cuenta. Con la otra le quitó las braguitas rosas". Nos quedamos perplejos -y extasiados, quizá. Los géneros comenzaban a mezclarse, todo se confundía, y aquello era el final de una época, sin que ninguno lo supiera entonces.