viernes, 13 de abril de 2018

El tiempo suspendido




De entre todos los relatos en los que aparece el tema del tiempo mágico quizás el más conocido sea el Cuento XI del libro del Infante Don Juan Manuel, el Conde Lucanor, titulado "Lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el mago de Toledo". Tanto en su versión primera como en la no menos conocida reelaboración de Jorge Luis Borges, El brujo postergado, de su Historia Universal de la Infamia.

El relato -o exempla- viene a contar, resumidamente, que:

"Cuentan que en otro tiempo habitaba en Toledo un mago experto en todas las artes, llamado Don Yllán, cuya fama se extendió hasta muy lejos.

Una noche se encontraba en su alcoba leyendo unos antiguos infolios. Esperaba la cena, unas perdices que su sirviente había preparado, cuando oyó que alguien llamaba a la entrada. Don Yllán no aguardaba a nadie pero cortésmente indicó al criado que abriera la puerta.

El invitado se presentó. Se trataba, dijo, del deán de la catedral de Santiago, que había escuchado acerca de la sabiduría del sabio en las artes mágicas y había viajado hasta la ciudad de Toledo. Venía a expresarle el deseo de convertirse en su discípulo para aprenderlas.

Don Yllán le escuchó atentamente y contestó al cabo:

- Os he oído. Una objeción tengo que haceros. Y es que temo que después de haber aprendido la ciencia os olvidéis de quien os la ha enseñado y no sepáis recompensarle. La ingratitud es una virtud frecuente.

El deán de Toledo replicó con encendidas protestas y expuso al sabio el sincero anhelo de convertirse en su aprendiz, argumentando que sabría galardonar con creces a quien tanto le había de revelar.

-  Bien, sea entonces - repuso Don Yllán.

Y haciéndole un gesto le invitó a que bajara a su cámara privada, donde podría mostrarle las artes mágicas. Antes de descender al gabinete le indicó al criado que guardara la cena que había empezado a preparar.

Entonces comenzaron a bajar por una escalera oscura que al deán le pareció interminable. Descendieron innumerables escalones, tantos que parecía no iban a acabar nunca. En algún momento creyó escuchar el rumor del Tajo por encima de ellos.

Por fin alcanzaron la cámara, amplia y repleta de libros y pergaminos y dibujos indescifrables, y don Yllán comenzó a instruir a su solicitante. 

Se hallaban los dos en el vasto gabinete cuando llegaron unos mandaderos de la catedral de Santiago. Traían cartas que decían que el arcediano de la iglesia había fallecido y proponían al deán para que ocupara su puesto. Don Yllán le pidió entonces al deán el cargo para un sobrino suyo.

- No puedo acceder, puesto que se lo he prometido a un mi cuñado. Pero acompañadme a Santiago que allí os recompensaré con un beneficio mejor.

Don Yllán asintió. Partieron ambos a Santiago.

Al cabo del tiempo llegaron unos nuevos mandaderos para el arcediano. Había fallecido el obispo de Astorga y requerían a éste para que ocupara el obispado.

Don Yllán le pidió entonces el cargo de arcediano vacante para su sobrino.

-  Esta vez no os lo puedo conceder, puesto que un pariente mío estaba ya señalado para el mismo. Pero venid conmigo a Astorga, donde os sabré favorecer.

Don Yllán, aunque a regañadientes, accedió de nuevo y partió con el reciente obispo hacia su nueva sede.

Después de un tiempo llegaron otros mensajeros. Había fallecido el cardenal de Tolosa y proponían al obispo para que ocupara la cátedra. Tras un breve discurso, éste aceptó.

Don Yllán le solicitó entonces el obispado que había quedado vacante para su sobrino. Pero el nuevo cardenal dijo que no se lo podía conceder, puesto que se lo había otorgado ya a un favorecido suyo. Que le acompañara a su reciente sede, que allí le favorecería.

El sabio no tuvo más remedio que partir con el nuevo cardenal hacia Tolosa.

Se encontraban allí cuando llegó a todos la noticia de la muerte del Papa en Roma. Don Yllán se dispuso a acompañar al cardenal para la celebración del cónclave en la Ciudad Santa. Después de las acostumbradas deliberaciones en la Capilla, el antiguo deán resultó elegido para el papado. Tras felicitarlo, Don Yllán le demandó el cargo de cardenal que había quedado vacante.

El nuevo Prelado montó entonces en cólera y le repuso a Don Yllán que bien sabía él que era brujo y nigromante y que ejercía las artes mágicas en su ciudad de Toledo. Que no le apremiara más, objetó, que si no le haría prender por astrólogo y mago, y que regresara a Toledo con bien, pues si no lo habría de lamentar.

-  Pues por lo menos dadme algo de comer para el regreso – arguyó Don Yllán.

El Papa se lo negó.

-  Entonces tendré que cenar las perdices que había preparado para esta noche.

Al punto se encontraron de nuevo en la entrada de la casa de Don Yllán, en la misma alcoba donde el deán había solicitado al sabio el aprendizaje de las ciencias mágicas. El deán, abochornado, se despidió del sabio, que lo acompañó con cortesía a la puerta y lo dejó marchar con un distante saludo.

No le invitó a cenar. Las perdices, que el criado trajo a la sala, estaban todavía calientes".


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El relato del mago don Yllán se inscribe en una larga tradición en torno al tema del "tiempo suspendido". Curiosamente no existe unanimidad en la crítica acerca del origen del apólogo, que figura en el Libro de los Enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio. Marcelino Menéndez y Pelayo apunta que el cuento se encontraba en una recopilación árabe de relatos - con origen en la tradición persa e incluso hindú- titulada "Los 40 días y las 40 noches". Otros autores han señalado la influencia de los exempla latinos en el Infante Juan Manuel. O de las fábulas de Esopo. 

En torno a la misma época, un escritor judío, Isaac Ben Salomon ibn Sahula, (n. 1244) poeta y cabalista de la ciudad de Guadalajara, habría publicado en su Mesal Hagadmoni (o Cuentos del Anciano) un relato de estructura similar, en donde un joven viaja de Jerusalén a Egipto para aprender las artes mágicas. En el cuento, después haber accedido, gracias al aprendizaje de un maestro del El Cairo y a su propia insolencia, a la corte de Bagdad - llegando a casarse con la hija del Califa - el presuntuoso aprendiz se encontrará de pronto en una profunda cueva, donde descubre, atónito, que el tiempo no ha transcurrido y aún depende de la hospitalidad que el sabio cairota le había otorgado sin preguntar. Y a la que él no había respondido sino con desdén y desmemoria.

En torno a los dos relatos - que apenas difieren en las fechas - se ha señalado en otro lugar la influencia nada menos que de una conocida leyenda japonesa, la del pescador Urashima Taró, al cual le es concedido visitar el palacio del Rey Dragón - Ryugu-Jó - el mítico lugar encantado al fondo del Mar de la China.

Enamorado de la princesa hija del mítico soberano, en la leyenda japonesa se nos decía que "Permanece allí tres días, y al regresar a su aldea descubre que han pasado trescientos años". 

La leyenda, recogida en el Otogizoshi (siglo XV, período Muromachi) debía de ser, sin embargo, muy anterior, remontándose su origen al siglo VIII por lo menos, en el período Nara.

Otro investigador contemporáneo, David Wacks, sin embargo, señala la ausencia en última instancia de antecedentes de los dos relatos, tanto en el Infante Juan Manuel como en el poeta hebreo, apuntando que sin duda habría que buscarlos en la tradición oral de Castilla en esos siglos - en la forma tradicional del folktale o relato popular de la época.

Tradición popular o influencia árabe, el tema del "tiempo mágico" había aparecido casi un siglo antes en la conocida figura del noble Ero de Armenteira, recogida en las Cantigas de Santa María del rey Alfonso el Sabio.

En la cantiga CIII se nos relataba cómo Ero, un noble gallego:

"Tuvo cierta noche un sueño en el que la Virgen les decía tanto a él como a su mujer que fundasen un monasterio ".

"Durante su larga estancia en el monasterio el abad [Ero] se preguntaba a menudo cómo sería el Paraíso y le rogaba encarecidamente a la Virgen que le dejara verlo. Así pues un día, paseando por los bosques cercanos al monasterio quedó cautivado por el cantar de un mirlo y se sentó bajo un árbol a escucharlo. Entró en un profundo trance en el que pasó trescientos años y al regresar al monasterio preguntó por los monjes y nadie pudo contestarle. Entendió lo ocurrido y falleció en ese instante a los pies de los nuevos monjes".

El tema del tiempo suspendido señala la irrupción del tiempo mágico en esta otra parte. Su acceso tiene lugar, de pronto, por medio de un encantamiento. O, reiteradamente, por la suspensión que se produce al oír el canto de un pájaro. (En otro contexto será la canción de un hada). El universo se abre entonces al tiempo en suspenso. Lejos de la cotidiana condena al tiempo breve, incesante y sujeto a la triste Necesidad de este lado.

No era casual la relación, en la conocida Cantiga, de la suspensión del tiempo con la noción del Paraíso - pues que tal es, por un instante, su relación con la otra parte.

"Como Santa María fez estar o monje trezentos anos ao canto do passara,
porque lle pedia que lle mostrasse qual era
o ben que avian os que eran en Paraíso".

Ni casual el acceso al otro lado en el canto del pájaro. En Las Metamorfosis ya Ovidio relataba cómo al canto de Orfeo se producía la suspensión de la Necesidad.

"Al que tal decía y sus nervios al son de sus palabras movía
exangües le lloraban las ánimas, y Tántalo no siguió buscando, la onda rehuía, y atónita quedó la rueda de Ixión,
ni desgarraron el hígado las aves, y de sus arcas libraron
las Bélides, y en tu roca, Sísifo, tú te sentaste".

El tiempo mágico aparece ya tempranamente en la leyenda de los Durmientes de Éfeso, (s.III) los jóvenes cristianos que se enterraron en la cueva del monte Anquilo durante la persecución del emperador Decio. Para reaparecer, de nuevo despiertos, siglo y medio más tarde, en el reinado de Teodosio. (El motivo, por otra parte, ya había surgido en el paganismo clásico, en la Physica de Aristoteles, como los durmientes de Sardes).

La Sura XVIII del Corán recogía la leyenda de origen sirio

" 19. Y entonces les despertamos para que hicieran preguntas.
Dijo uno de ellos: ¿Cuánto tiempo habéis estado?
Dijeron: hemos estado un día  o parte de un día. 

25. Habían estado en la caverna trescientos años y nueve más".

Un instante y la sucesión se detiene, permitiendo, azarosamente, el acceso a la suspensión del tiempo de la otra parte.

En Castilla un inolvidable romance tradicional - perteneciente al ciclo de los antiguos romances líricos - nombraba, por un instante, el acceso a la otra parte. Al que, apenas enunciado, nunca llegamos a alcanzar.

El suceso tenía lugar en el día de San Juan - la noche en la que todo prodigio tiene lugar - y en él como es sabido el infante Arnaldos accede a escuchar el enigmático canto proveniente de una nave que:

La mar ponía en calma,
los vientos hace amainar; 
los peces que andan al hondo
arriba los hace andar; 
las aves que van volando
al mástil viene posar (...)

Nunca se repetirá el mágico canto, destinado "a quien conmigo va". La noción de un otro lado culmina entonces, sin que su acceso nos sea concedido de nuevo jamás.

La música, el canto del mirlo -según la repetida tradición - suspenden al oyente. Lo escucha el monje Yves, de Bretaña. El joven Sion ap Shenkin, en Gales. Los guerreros Manawyddan y Pryden en un relato del Mabinogion ...

O el héroe Oisin en Irlanda, la isla extrema , - "Una tierra de niebla y penumbra (...) más allá de la cual se encuentra el mar de la muerte" en la descripción homérica - lugar en el que, según revelaba el poeta W.B. Yeats , "en los tiempos pasados ... veíamos dioses en todas partes".

"Oisin, recién llegado de sus trescientos años en el país de las hadas, y del amor que allí existe, ruega a san Patricio que deje sus oraciones por un momento y escuche al mirlo, porque es el mirlo de Derrycarn que Fina trajo de Noruega trescientos años antes, colocando su nido en el roble con sus propias manos".

Al oeste, en el mar inalcanzable, se encontraba la Isla Perdida, a la que llega San Brandan en su enigmática peregrinación. "Insula Perdita. Aquí arribó el santo Brandanus. Después que hubiera partido ningún hombre ha vuelto a encontrarla." - rezaba el relato de la Navigatio del santo y sus piadosos compañeros. Poco después alcanzarían la no menos enigmática Isla de los Pájaros: "Donde el viajero se adormece y escucha cantar a las aves durante años que parecen instantes".


Pero también en la romántica - y desengañada- balada de John Keats, la Belle Dame sans Merci de 1819, donde es la canción de un hada de ojos salvajes la que transportará al caballero a un sueño amoroso, irrepetible, del que despertará en una cueva feérica, poblada de efigies pálidas, atrapadas en un sueño letal.

Encontrado más tarde en la "fría ladera de una colina" el solitario caballero nunca podrá regresar al tiempo del sueño, que el canto del hada le ha revelado - y a su hechizo espectral.

"El último sueño que alguna vez tuve
en la fría ladera". 

Perteneciente a la serie de Baladas del poeta, antes de abandonar Inglaterra para siempre, una crítica del poema comenta que, al final del mismo: "Al caballero, que ha contemplado lo inmortal y probablemente nunca volverá a verlo, cualquier otro lugar le parecerá ya igualmente desolado". (Lady Wilde, madre del poeta Oscar Wilde, advertía en un ensayo sobre leyendas irlandesas de 1887 que: "La música de las hadas es suave, baja y quejumbrosa, con un encanto fatal para los oídos mortales").




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