"Próximas a las tierras abrasadas se encuentran unas islas en las que se dice que vivieron las Hespérides", comentaba Pomponio Mela su precaria ubicación. Pero ya Séneca había advertido del Océano, alrededor, "que es uno y rodea la tierra, no puede ser navegado ya que se cree que es infinito".
El primer mapa conocido, según una tradición de estudios semíticos, es la representación babilónica del mundo tallada en piedra, cuya datación se ha fijado en torno al año 500 a.C. - aunque según otros debe de tratarse de la copia asiria de un original perdido por lo menos dos siglos antes.
La noción del mapa no era sin embargo extraña ya tiempo antes a la cultura egipcia. En alguna historia de la cartografía se nos advierte que "la idea de mapas (en Egipto) como guía de los viajeros era, claramente, de uso común debido a que en los sarcófagos se colocaban mapas de las regiones infernales para que sirvieran de guía a los difuntos". ("El viaje en la otra vida comienza en un lugar llamado Tuat o Duat, la tierra de los muertos, una región circular que rodea el mundo conocido"). El "Libro de los dos caminos" trazaba en concreto una guía para navegar por el inframundo hasta el reino de Osiris. Uno por tierra; el otro camino discurría por el agua, "destacando los caminos, las puertas como vías de acceso de unos lugares a otros y las islas como parajes y lugares específicos". Como una guía iniciática figuraba también el papiro en las tumbas del Libro de los muertos, "colección de textos religiosos y mágicos que ayudan a realizar el viaje a ultratumba". (Muy posterior y con carácter de guía mágica también sería el conocido en su época "Libro de las perlas enterradas y del preciado misterio referente a las indicaciones de los escondrijos de hallazgos y tesoros", el cual "proporcionaba a los buscadores de tesoros todas las invocaciones mágicas que eran necesarias para obtener dichos tesoros, ya que estos estaban protegidos por los djinn". Utilizado, se dice, por Al-Mamún, califa de Bagdad en el siglo IX, se comenta que éste abrió un boquete en los muros de la Gran Pirámide sin encontrar nada adentro).
El mapa original de Babilonia constaba de dos círculos interiores, con siete áreas triangulares dibujadas alrededor. Según la tradición mesopotámica el mundo es un vasto plato plano, con un gran río que lo divide en dos partes. Más allá hay un océano oscuro, indefinible. El círculo interior del mapa señalaba el continente, con Babilonia en el centro. Lo rodean los pueblos inmediatos: Asiria, Urartu (Armenia) y Habban (Yemen). La representación corresponde ciertamente a la noción de sí mismos que se hacían los pueblos del Éufrates. Y a partir de ella del mundo exterior. El océano abismal lo rodea.
Alrededor del continente figuraban las "islas": los lugares apenas entrevistos, que según otra interpretación, conectaban la tierra con el cielo. Hay siete islas. Unas inscripciones apenas legibles las nombran como:
"islas"
"lugar del sol naciente"
"El sol está escondido y nada se puede ver"
"Más allá del vuelo de los pájaros...".
No se conservan más inscripciones.
Una tradición griega, ciertamente literaria, habla también de la representación del
Escudo de Aquiles que había sido confeccionado por Hefesto, tal como se describe en La Ilíada, como "el primer mapamundi de Europa". La descripción del poema de Homero nos dice que: "En la Ilíada el dios Hephaistos forjó en él la Tierra, el cielo, el mar, el Sol infatigable, la luna llena y todas las constelaciones (...) y todo ello rodeado por un océano circundante".
Otra tradición de la región medio oriental nos hablaría de los "seis círculos de la tradición persa". En el reino de los Aqueménidas aparecían Irán en el centro, la India al sur, Arabia y Abisinia al suroeste, Egipto y Siria al oeste, Asia menor y los países eslavos al noroeste, China al este y Turquía "y las tierras de Gog y Magog" al norte. Era el mundo y su centro, desde los valles de la antigua tierra de los sumerios y los medas... En un sarcófago egipcio, ya de época ptolemaica, en el s. IV d.C., se repetiría el esquema concéntrico oriental, esta vez desde el punto de vista del valle del Nilo. La representación, presidida por la diosa Nut - diosa del cielo- y soportada por los brazos del dios de la Tierra, Geb figuraba en realidad la travesía del sol por el inframundo, como una metáfora del retorno desde la muerte a la vida.
El mundo en el sarcófago estaba formado por tres círculos concéntricos, rodeados por el Océano. En el primero aparecían los dioses y los pueblos que cercan Egipto al este y al oeste. En la parte alta había un dibujo simbólico del Nilo y "las grutas de donde mana su fuente". La parte inferior de éste representaba las islas y las costas del Mediterráneo. El segundo círculo dibujaba al propio país, los emblemas de las cuarenta provincias colocados de sur a norte. El círculo exterior, por ultimo, "muestra el cielo diurno y nocturno, éste con estrellas".
Este esquema antiquísimo, que recoge la figura del centro y la periferia en forma de islas y océanos impenetrables, se mantendría hasta mucho tiempo después.
Al Idrisi, el geógrafo ceutí, había dibujado en el siglo XII un mundo circular rodeado por el Océano cuyo centro era La Meca. Era el esquema del también geógrafo persa al Qazwini, del siglo XII. En el cual "el Océano adopta nombres diferentes: Mar Abrazador, Mar Eterio, Gran Mar e incluso Mar de las Tinieblas. Estas aguas rodean una tierra también circular. En el centro se sitúa La Meca".
Es curiosamente la misma estructura que aparecía en los populares mapas
Ch´onhado de la dinastía coreana Chosun, hacia los siglos XVI y XVII.
En los mapas
Ch´ondado - "todo debajo del cielo" - figuran un círculo central, la península coreana y los países inmediatos, una ínsula rodeada por un océano circular y 57 islas alrededor: un anillo exterior marcado con 55 lugares de ficción.
"La estructura de los antiguos mapas coreanos consiste en un continente interno con nombres de lugares históricos, un mar interno con nombres conectados con las descripciones taoístas de la inmortalidad y un continente externo, con un mar exterior". Los lugares de ficción, los territorios imaginarios se encontraban de nuevo en las islas remotas: más allá de lo conocido.
(Este mismo esquema, que sitúa el centro del mundo en el lugar conocido y relega a las islas exteriores -e imprecisas - los parajes de los que apenas se tiene noticia, aparece citado tardíamente en el viaje que el escritor inglés Michel Peissel efectúa a la ciudad de Lo Mantang, en el aislado reino de
Mustang en el Tíbet, ya a mediados del siglo XX.
En una entrevista con la remota y precaria corte advierte que estos carecen de toda noción de un mundo circular, y apenas de las regiones más allá de su universo montañoso y estéril.
"Al igual que la mayoría de los tibetanos, Su Majestad ignoraba que el mundo es redondo. Para ellos, tiene la forma de una media luna llana, cuyo lado recto mira hacia el Norte. Este semicírculo es llamado el
Universo del Sur, al que rodean las aguas; en esas aguas flotan varias islas. Los tibetanos que han oído hablar de lugares bárbaros como Inglaterra o América creen que esos países son pequeñas islas. Consideran a Lhasa el ombligo del mundo, y geográficamente la sitúan en el centro superior del medio círculo").
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El mapa interpretado de la antigüedad se repite hasta la Edad Moderna, frente a los actuales mapas mensurables. El mundo es un símbolo, también. "Por otro lado, toda la superficie material estaba considerada como una especie de pantalla de otra realidad, la única portadora de un significado", nos comentaba el Alain Guerreau investigador de la Europa feudal.
Entre lo conocido y lo desconocido el espacio no era nunca indiferente. Ya Plutarco relataba cómo "...en los mapas, los historiadores, relegando a las partes más extremas de sus tablillas cuanto escapa a su conocimiento, escriben a modo de excusa anotaciones como "lo de más allá dunas áridas y plagadas de fieras", o "sombríos pantanos" o "hielo de Escitia" o "mar helado...". Según otra tradición narrada por Herodoto, Aristagora, rey de Mileto, habría enseñado a Cleomene, monarca de Esparta, una tabla de bronce en la que estaba inscrito "el entero contorno de la Tierra con todos sus mares y sus ríos". Hacia las comarcas del Septentrión, más allá de Tracia, aparecía una zona sin dibujar que revelaba el desconocimiento de aquellas regiones frías y oscuras, adonde según otros habitaban los hiperbóreos. Una isla, de nuevo, era la única marca de un territorio inaccesible.
Los confines, cada vez más lejos del Mediterráneo y del mundo conocido, nombran una tierra sin leyes, ni separación de las cosas, ni forma. Homero, en La Odisea, había podido hablar de la oscura tierra de los "cimerios":
"Allí está la ciudad y el país de los cimerios, siempre envueltos en nubes y en bruma, que el sol fulgurante desde arriba jamás con sus rayos los mira ni cuando encamina sus pasos al cielo cuajado de estrellas ni al volver nuevamente(...) tan sólo una noche mortal sobre aquellos cuitados se cierne". Y cuando Estrabón recoja las noticias del legendario viaje del marsellés Piteas hasta la remota Tule - Ultima Thule - advertirá que en ella: "No hay ni tierra propiamente dicha ni mar ni aire, sino una cierta mezcla de estos elementos parecida a la medusa (...) la tierra, el mar y todo está suspendido y es como si aprisionase a todas las cosas y sobre la que no es posible caminar ni navegar".
Ejemplar resultaba en este sentido la descripción de Pomponio Melo, en el siglo I, de las regiones extremas, al este y norte de "Asia Oriental". Cercada por el Oceanus septentrionalis - que según la tradición griega comunicaba con el Mar Caspio - en la India había timidi populi. Y más al sur Atrae gentes (negros). Al norte los Tabis mons (montañas perennes). Estos eran, de manera imprecisa, un lugar loca beluis infestate: un lugar infestado de fieras.
Más allá de los lugares con nombre, aseguraba, habitaban los escitas antropófagos (Scytahe Androphagae). Al norte, por último, la terra ab nives invia: la tierra intransitable por la nieve. Era la tierra última: no se sabía de nada más allá. "Sobre los límites occidentales de Europa no puedo hablar a ciencia cierta" había declarado Herodoto cuatro siglos antes.
Al este de la oikouméne, la isla de Taprobana ejercía de límite de las tierras accesibles. Entre lo real y lo incierto se decía que: "Durante un largo tiempo, antes que la audacia humana desplegase su confianza en los mares ya explorados, existía la creencia de que la isla de Tapobrane constituía otro mundo, y en concreto imaginaban que lo habitaban los antíctones", afirmaba el gramático Solino en De mirabilis mundi.
Las islas surgen de pronto para el viajero como un lugar distante del tiempo de lo cotidiano, de sus férreas leyes. Cuando Hermes, enviado por Zeus, acude a Ogigia, la isla de la ninfa Calipso, los versos de Homero advierten cómo:
"... en torno a la cóncava gruta
extendíase una viña lozana, florida de gajos.
Cuatro fuentes en fila (...)
despedían a lados distintos la luz de sus chorros;
delicado jardín de violetas y apios brotaba
en su torno: hasta un dios que se hubiera acercado a aquel sitio
quedaríase suspenso a su vista gozando en su pecho"
evocando de nuevo la suspensión del tiempo en el jardín, y en la isla sin referencias.
"Su aislamiento, estar ubicadas en los confines del mundo, al borde mismo del Océano, limítrofes del reino de los Muertos, separadas por inmensas distancias e inaccesibles por diversos obstáculos", definía a Las islas míticas un historiador en La Laguna- otra isla mítica antaño. "Los argonautas arribaron a la isla desierta de Timias, donde se les apareció Apolo, que iba de camino hacia la tierra de los hiperbóreos", cuenta en algún lugar de la Biblioteca el erudito alejandrino Apolodoro. Y, en otro pasaje de sus Argonauticas: "Un viento bonancible le llevaba la nave. Y enseguida avistaron la hermosa isla Antemoésa, donde las armoniosas sirenas, hijas de Aqueloo, hacían perecer con el hechizo de sus dulces cantos a cualquiera que echara amarras". Igualmente incierta, y nunca alcanzada con precisión, era la mítica Isla Blanca, donde moraba el héroe Aquiles en medio del Ponto Euxino. "A la isla estaban asociadas historias fantásticas como aquella que narra Filostrato según la cual los marineros que la costeaban durante la noche escuchaban los cantos de Aquiles y Elena que narraban sus propias vidas con los versos de Homero". Y, en el trayecto heroico de Heracles en pos de las míticas amazonas, en algún lugar se nos cuenta que: "Heracles arribó a la isla de Paros, donde tuvo que dar muerte a los hijos de Minos por haber asesinado a dos de sus hombres cuando desembarcaban en la isla". Otra isla, Eritia, había sido destino final de su viaje en la busca de los bueyes de Gerión. Pertenecía a un archipiélago desaparecido, el de las Gadeiras, sobre la bahía de Cádiz.
Pero en otro lugar tan remoto en aquel momento como la China de los Qin mientras tanto un emperador, Qing Shi Huangdi, había "enviado una expedición a los mares orientales para tratar de encontrar las islas mágicas de los inmortales chinos, seres míticos que, habiendo ampliado su vida en unos cientos de años, podían esfumarse o aparecer con el viento, y volar a lomos de una grulla".
Los inmortales, según una tradición que siempre remite al mítico Emperador Amarillo, "Vivían en palacios de montaña, con la Reina Madre de Occidente, o en islas rocosas de los mares orientales que, al acercarse la expedición de Qing Shi Huangdi, se disolvieron en la niebla". Una de estas islas, la Isla Penglai, nunca alcanzada, pasó más tarde a la mitología japonesa, en donde se convirtió en el mito de Horai. Pero en este último, a diferencia de las islas del Golfo de Bohai, existía la muerte, y "tenía también lugar el frío invierno".
La isla, remota, apenas accesible, es el lugar privilegiado de la maravilla. En sus Relatos Maravillosos el Pseudo-Aristoteles nos hablará de Lípara, en las llamadas islas de Eolo:
"En una de las siete islas llamadas de Eolo, la que se llama Lípara, cuenta la leyenda que hay una tumba, sobre la que se cuentan muchas cosas maravillosas y en concreto, que no es seguro acercarse a aquel lugar de noche, están todos de acuerdo; pues se escucha con claridad el sonido de tambores y de címbalos y una risa con estrépito y el sonido de crótalos".
Aunque conocidas, y más cercanas, otras ínsulas se rodean de una carga mítica que las distancia de repente. En Naxos es abandonada Ariadna. En Chipre nace Afrodita; Apolo y Artemis en Delos; - "un pedregal desolado en medio del mar, una tierra ventosa y batida por las olas" según otra descripción- Hera en Samos y el propio Zeus en la antigua Creta. En los "confines del mundo" - peirata- sin embargo se halla Ogigia, la isla de la ninfa Calipso. Eea, la tierra de la maga Circe, se encuentra "en el oriente, el reino de la aurora". ("Y llegamos a la isla de Eea, donde habita Circe, la de hermosas trenzas, la terrible diosa dotada de voz...", comenzaba el canto X de la Odisea).
A Eritia - que etimológicamente significa "la roja" y era asimismo la sede de Gerión, el monstruo de las tres cabezas- , Estesícoro en su poema Gerioneida apenas la sitúa vagamente "más allá del río Tartessos". (En los mapas medievales aún figuraba una isla Eritia cercana a Cádiz o frente a la costa occidental africana). De las Gorgades, islas de las Gorgonas, la tradición indicaba que su ubicación estaba "más allá del Océano, en el límite de la noche, no lejos del país de Gerión y las Hespérides". Antilia, la mítica ínsula donde acceden los obispos visigodos huyendo de la invasión árabe de Hispania, está "hacia occidente". Cuando muchos siglos después estos regresen, preguntarán aún por el rey Rodrigo, la corte de Toledo y el ejército derrotado por los islámicos.
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En el
mapa de Ebstorf de la segunda mitad del siglo XIII - encontrado en Sajonia en la abadía benedictina del mismo nombre-, siguiendo una tradición más antigua, se representaba en la costa atlántica la
Isla Perdida, o
Isla de San Brandán. El santo, abad de Clonfart, había emprendido su viaje por el mar después de recibir la visita del monje Barinto, "que le relata la existencia de una serie de islas maravillosas en el océano occidental, más allá de los límites del mundo conocido". "Ningún hombre - creo yo- antes de Brandán se aventuró más allá de aquel acantilado" afirma el inicio de la
Navigatio Sancti Brandani, recogida a finales del siglo X. Una inscripción sobre el mapa de Ebstorf advertía: "Isla Perdida. Aquí acudió en su navegación el santo Brandanus, y después que la abandonara, ningún hombre ha podido encontrarla". Un permanente intervalo, una distancia inalcanzable, separan ya siempre estas islas más allá de lo cotidiano. En el
Imago Mundi del siglo XII Honorio de Autun - nos recuerda Umberto Eco- hablaba de nuevo de la "isla perdida":
"Hay en el océano una isla llamada
Perdita, la más hermosa que hay en la tierra por su amenidad y fertilidad, y desconocida para los humanos. Y cuando se encuentra por casualidad, luego ya no se vuelve a ver, y por eso se llama Perdida".
En el mapamundi de Johanes Ryusch "Universalior Cogniti...", impreso en Roma en el siglo XV y que se supone figuraba entre los mapas conocidos de Cristóbal Colón, aún aparecía, entre otras islas atlánticas, la ya citada isla de "Antilia":
"La
Antitia Insula también está señalada a 37 o 40 º al oeste de las Azores (...) con la leyenda medieval de que allí se había refugiado el rey Don Rodrigo huyendo de los invasores árabes de España sin que nadie la haya podido encontrar después". En el llamado
Portulano de Colón de 1492, entre otras ínsulas en el océano, figuraba aún desde luego la isla de San Brandán.
Antilia aparecía, misteriosamente también, en los no menos misteriosos
Mapas de Marco Polo, que supuestamente habrían perdurado en algún lugar de Italia al regreso de los viajes del veneciano. En ellos, entre otros enigmas, aparecía el remoto paraje de
Fu-Sang:
"Otros enigmas, destacados por Olshin, son: la constancia en algunos mapas de la
Geographia de Ptolomeo (...) el relato sobre el Reino de las Mujeres, la referencia a la misteriosa isla de Antilla, y las alusiones a
Fu-Sang, un oscuro término del siglo V que parece significar
una lejana tierra al este, a través del océano".
Pero también se cita una descripción de la lejana isla de Cipango, más al este, en la que la distancia propiciaba de nuevo el acceso a la maravilla:
"La isla de Cipango, situada a levante (...) es muy grande y sus habitantes son blancos, de buenas maneras y hermosos. Tienen oro en abundancia, de tal forma que que existe un gran palacio todo cubierto de oro fino, con los pisos de sus salones también cubiertos de una capa de oro fino de un espesor de más de dos dedos. Es una isla muy rica, de riqueza incalculable". (Y Colón en sus viajes iniciales no dejará de contrastar la precariedad de las tierras recién descubiertas con las descripciones del Cipango del mercader veneciano).
Cuando ya en el siglo XVI el piloto Pigafetta narre el primer viaje de la expedición de Magallanes alrededor del mundo - su
Relazione del primo viaggio intorno al mondo - la isla fantástica, llamada esta vez
Arucheto, se encontrará de nuevo cerca de los navegantes. Pero éstos nunca llegarán a ella.
"Dice nuestro viejo piloto de Maluco que cerca de aquí había una isla, llamada Arucheto, cuyos hombres y mujeres no miden más de un codo y tienen las orejas tan grandes como ellos (...) viven en cuevas bajo tierra y comen pescado y una cosa que nace entre el árbol y la corteza, que es blanca y se llama "ambulon"; pero debido a las grandes corrientes de agua y los muchos bajíos, no fuimos".
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Interesados en la navegación los más antiguos
periplos griegos señalaban únicamente el dibujo de las costas cercanas, los puntos de agua, los puertos accesibles y los accidentes a tener en cuenta. La noción de la globalidad del territorio era ignorada en ellos. Periplos y portulanos son mapas destinados fundamentalmente a la navegación costera. Paralelo a los mismos surge en el helenismo el género de la
Periégesis - o "descripción de la tierra". Entre unos y otros figuran el "Periplo del mar exterior" de Marciano de Heraclea; la obra de Timóstenes "Sobre los puertos"; el "Periplo de la ecúmene" de Simeas; el Escílax "Periplo de las regiones situadas más acá y más allá de las columnas de Hércules". O el perdido "Sobre el Océano" donde el marsellés Piteas afirmaba haber arribado, más allá de las tierras del ámbar, a la legendaria isla de Thule, o "Última tierra".
Una historia de la cartografía antigua nos señala que: "El principal criterio orientativo era el seguimiento de la línea costera (los cabos, los golfos, las desembocaduras de los ríos…). De la misma forma debían indicarse también los riesgos que comportaban algunas de estas rutas tales como la existencia de corrientes peligrosas o de bajos fondos, o la presencia de gentes hostiles en la costa", describe un ensayo sobre los viajes de la antigua Grecia.
Otra antigua tradición nos cuenta cómo los mapas latinos representaban "además de límites y pueblos, montañas, ríos, ciénagas y caminos". Algunas notas indicaban además la posible hospitalidad de los pueblos a lo largo de los caminos.
Durante siglos las cartas náuticas - o
cartas portulanas - serán utilizadas para la navegación por el Mediterráneo. Poseen una finalidad inmediata. Una descripción del conocido
Atlas Catalán de 1375 recuerda que: "las cartas náuticas comenzaron a divulgarse antes del s. XII y alcanzaron su desarrollo en los siglos XIV y XV. Las más importantes son obra de pisanos, genoveses y mallorquines, estos últimos bajo la influyente corona de Aragón". Pero en otro lugar se nos advierte de la inclusión de "elementos ya presentes en las cartas medievales: figuras de soberanos, por ejemplo en África, que bien pudieran evocar al legendario Preste Juan, o elementos del mundo natural, como una morsa con aspecto de elefante junto a Groenlandia".
Entre los itinerarios interiores -
itineraria picta- el más conocido sería desde luego la llamada
Tabula Peutingeriana, copia medieval de un original del Bajo Imperio de Roma del siglo IV, que mostraba los principales caminos y calzadas del Imperio en la época.
"Además de las vías y las distancias, la Tabula Peutingeriana muestra ciudades, puertos, faros, altares, silos, baños termales, estaciones de posta, ríos y cordilleras, empleando una plétora de iconos cartográficos para señalar esos hitos".
Siglos más tarde, el conocido
Mapa de Hereford - dibujado hacia el año 1300, y atribuido a Richard de Haldingham, "prebendado de Lafford" - incluía el mismo "territorio interpretado" que Plutarco había anotado en relación a los historiadores antiguos. En la parte superior, fuera del círculo, la figura del Pantocrator - "todopoderoso" o "sustentador del mundo"- presidía el pergamino.
El mapa, con la estructura clásica de T en O - mapa
Orbis Terrarum - recogía la tradición teológica del orbe dividido en tres partes: Europa, Asia y África, con el eje central en el Mediterráneo. La inspiración para el dibujo del mundo conocido debía en ese momento más a la lectura de San Isidoro y su erudición clásica que a las supuestas noticias de los viajes inmediatos. Era el recuerdo del mundo tal como éste había sucedido a la muerte de Noé, el primer patriarca. Y a la diáspora de sus hijos: Sem, Cam y Jafet por los tres continentes. Jerusalén, la ciudad sagrada, estaba en el centro. (El peregrino islandés Nicolás de Therra, que visitó Jerusalén en siglo XII, escribía aún del Santo Sepulcro: "Es allí donde se encuentra el centro del mundo: el día del solsticio de verano cae allí la luz antes el sol perpendicularmente desde el cielo").
En una descripción del mapa de la catedral de Hereford se nos dice que está compuesto de:
"1. Monumentos clásicos, tales como los faros de Alejandría y de Persona, altares que marcan los límites de las conquistas de Alejandro y otros temas de los romances alejandrinos.
2. Los mitos y lugares de Plinio y Solino en gran parte dibujados.
3. Incidentes y lugares que figuran en la Biblia: Adán, Eva y la serpiente en el Edén, el arca de Noé sobre el monte Ararat, la cuna en Belén y muchos otros.
4. Personas y lugares contemporáneos y semicontemporáneos: el hombre usando raquetas para caminar en la nieve, los recién fortificados lugares en Gales y el sur de Francia, etapas en la ruta de peregrinación a Compostela... En algún lugar del pergamino aparecían de igual manera un dibujo del laberinto de Creta, Teseo y el Minotauro.
En la parte superior del mapa, figuraba el Pantocrátor - el
Todopoderoso o
El que sustenta el mundo - dominando el orbe. Bajo Él, una isla circular que representaba el Paraíso Terrenal.
El mapa se resiste a la indiferencia, a la igualdad del espacio representado. En la tradición de la lectura alegórica de Lo Creado, el territorio aparece lleno de marcas, de signos que remiten a un otro lugar; de un texto que nombra siempre otro texto, el Orden que da sentido al lugar. Según una antigua costumbre hermenéutica.
"Toda criatura del Universo, ya sea un libro o una pintura, es para nosotros como un espejo - de nuestra vida, de nuestra muerte, de nuestra condición, de nuestra suerte..." había comentado el Alain de Lille del
Rhytmus alter en el siglo XII, recogiendo el sentir alegórico de la época. Que conserva siglos más tarde el poeta William Blake cuando afirma que: "El mundo de la imaginación es el mundo de la Eternidad (...) Existen en ese mundo eterno las realidades eternas de todas las cosas, que vemos reflejadas en el espejo vegetal de la Naturaleza".
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A finales del siglo XII un manuscrito de la abadía de Sawley al norte de Inglaterra, que recogía entre otras la Imago Mundi de Honorio de Autun, incluía un mapamundi que de alguna forma interpretaba los mapas de la tradición medieval anteriores. En él no sólo se incluían los lugares significativos de la representación del mundo actual, sino aquellos otros que pertenecían a la historia. Y con ello a la concepción del mapa como un signo: "Instrumento de referencia y mensaje, el mapa es globalmente un signo (…) El mapa medieval es un relato", comentaba el estudioso Zumthor la tradición de los mirabilia del Oriente en estos siglos. El cual añadía los sinónimos con los cuales se nombraba también, como descriptio, estoire, figure, forma, imago mundi, pictura y tabula.
En el mapamundi de Sawley aparecía de nuevo el Oriente en la parte superior - dentro del esquema clásico de T en O. Y en él el Paraíso y los cuatro ríos que surgen del mismo. Los lugares históricos entraban también dentro del manuscrito. Como la ciudad de Babilonia, con la Torre de Babel, o la mítica ciudad de Troya. También la Cúpula de la Roca en Jerusalén, recuerdo del destruido y legendario Templo de Salomón. Galicia figura en un extremo con la figura de un templo cristiano, en este caso la imagen de la catedral de Santiago de Compostela, centro de peregrinación de la época. Pero también se dibuja a los basiliscos, al sur. O "En los extremos septentrionales los hiperbóreos (gens hiperborea) que habitaban los últimos límites del mundo conocido, en una inalcanzable región situada en el Norte". Una inscripción en el mismo señalaba la "Gens yperborea beatissima, sine morbo et discordia".
En su representación no sólo de otros lugares, sino de otros tiempos, advertíamos la figura de los cuatro ángeles que rodean el mundo. En el ángulo superior izquierdo, el ángel alado señala el recinto cerrado por una muralla del reino de Gog y Magog, (Gog et Magog gens inmunda). Como una advertencia de que al final de los tiempos el recinto será abierto. Y las huestes del infame reino inundarán la tierra, trayendo con ellas al Anticristo y toda suerte de catástrofes. ("Siberia -explicaba una inscripción del conocido mapa, más o menos contemporáneo, del alcalaíno Ibn Said- es la tierra de Gog y Magog, separada del mundo por una muralla o cadena montañosa, con una viñeta que representa la puerta construida por Alejandro"). En la descripción de Marco Polo Siberia era la "provincia de Oscuridad", "Y se puede decir que está bien llamada porque en todo tiempo hace sombra, sin sol, sin luna y sin estrellas".
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De entre las construcciones teológicas de la época, una de las más extremas será seguramente la que - reproducida en una imagen del "Atlas Fantasma" del siglo XIX - recogía la concepción del mundo como un tabernáculo, según la concepción alegórica del geógrafo Cosmas Indicopleustes en su
Topografía cristiana, hacia el año 550 d. C. El marino griego- que había viajado a Etiopía, la India y hasta Sri Lanka- resumía la concepción de un apologista cristiano como Lactancio según la cual la forma del tabernáculo se correspondía con la estructura simbólica del universo.
El Templo de Jerusalén -persistente en la nostalgia de los creyentes del Libro, desde su destrucción por Nabucodonosor en el año 586 a. C.- reproducía según la
Topografía el sentido de los puntos cardinales. El interior era el universo. El altar, al este, simbolizaba el Paraíso. Al oeste, la región de las tinieblas y la muerte. ("Los infiernos más sórdidos y atroces están en el oeste", nos recordaba Jorge Luis Borges comentando la obra del teólogo Emanuel Swedenborg). La puerta de acceso, también al este, separaba definitivamente lo sacro de lo profano, según la interpretación del profeta Ezequiel: "Midió el muro de cintura a los cuatro vientos: tenía quinientos codos de largo y quinientos codos de ancho, y separaba lo santo de lo profano".
En la reproducción de la
Topografía... se había dibujado de manera concreta la construcción del Tabernáculo, según las indicaciones divinas dadas a Moisés en el
Éxodo, como una topografía del mundo.
"En él, el ecúmene (…) consistía en una gigantesca montaña rodeada por el mar, contenida bajo la bóveda curva, cuyas paredes estaban ocultas a nuestra visión por el
stereoma (velo celestial)".
En la interpretación del marino alejandrino no sólo la geografía separaba este lugar del Paraíso. Sino también el tiempo. Por cuanto había sido el Diluvio Universal el que definitivamente había distanciado el Edén para siempre.
"El mundo (representado como la Mesa del Tabernáculo) está dividido en dos partes, la actual y la anterior al Diluvio (...) el mundo actual, separado por un océano (...) termina en un territorio denominado "Tierra más allá del Océano en el que habitaban los hombres antes del Diluvio". En este territorio se hallaba el Paraíso, que se dibuja en forma rectangular, con profusión de flores, árboles y lagos".
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El mapa dibuja no sólo el territorio, incierto, del mundo. También, en algún momento, lo que está dibujando es el acontecimiento de la Revelación, y los tiempos de ésta.
En torno al leído en su momento "Comentario al Apocalipsis" del Beato de Liébana (730-785)- abad del monasterio del mismo nombre, "capellán de la reina Adosinda, esposa de Silo, rey de Oviedo"- surgirán en las numerosas copias posteriores unas prolijas ilustraciones, obra de miniaturistas mozárabes, que recogen la lectura figurada del fin de los tiempos. ("Un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más" - Apoc. 21. 1,8). Entre ellas se incluyen mapamundis que son también una ilustración del texto. Las imágenes aparecerán dotadas de "una carga precisa" frente a la constante ambigüedad alegórica del texto y su interpretación, comentará Umberto Eco su reciente edición.
Una imagen plana, sin relieve, ciertamente esquemática en los mapas. Por cuanto antes que la ilustración de un territorio, su función es la de dibujar la concepción isidoriana de la oukoumene. Al sur de los tres continentes habituales, dentro del esquema T en O, - Orbis Terrarium- figuraba un cuarto, sin nombres y habitado por seres fantásticos únicamente, que había sido citado en su momento por el erudito sevillano. Son las antípodas. (En el mapa indicadas como la "zona australis frigida inhabitabilis"). En un recuadro en el extremo superior de una de las copias - la conocida como de la catedral del Burgo de Osma- el ilustrador ha aislado unas figuras dentro de un marco, que se separan del mapa. Son las de Adán y Eva en el lugar del Jardín del Edén - al cual protege un querubín alado. Su separación no es sólo geográfica: es una nota de los tiempos, en la cual se alude al momento del origen, que dará lugar a todos los posteriores. Otras figuras dibujadas en los mapamundis nombran a los apóstoles en su diáspora evangélica. El mapa, representación del mundo tras la dispersión posterior a la Torre de Babel, es una figura de la propagación del Evangelio. No en vano se encuadra en un comentario al Apocalipsis, el libro escrito en Patmos, el cual tiene una dimensión temporal y escatológica conocida: habla del transcurso azaroso de los días y del final de los tiempos, a la espera del Juicio que ha de tener lugar tras la derrota del Anticristo.
Dentro de esta tradición en un apartado eremitorio de la Ribeira Sacra, transformado posteriormente en monasterio benedictino, el monasterio de San Pedro de Roca, este mapa aparecerá convertido en un fresco sobre uno de los muros del remoto conjunto de celdas, sarcófagos, hagioscopios e iconostasios del rito bizantino original. En su dibujo apenas conservado se advierten de nuevo las figuras de la expansión evangélica, de los primeros apóstoles, con su localización legendaria: Ispania, Roma, Cesarea, Egiptus Superior, Inferior, el templo de Jerusalén; el Cáucaso, el Tigris y el Éufrates... Junto a ellos unos ángeles trompeteros que anuncian el Juicio Final, en el otro extremo, y la culminación de los tiempos. Entre uno y otro - la Revelación y el final de la historia- el monasterio mismo aparece como el lugar de la espera, desde su primera consagración por el obispo Martín de Braga.
En otro lugar muy diferente el mapa surge esta vez como una premonición del tiempo. En la conocida "Noche 272" del libro Las Mil y Una Noches el imprudente personaje "que no pertenecía a la casa real" y se obstina en abrir los sellos de la cámara cerrada - la llamada "Cueva de Hércules" en la ciudad de Toledo- encontrará dentro de ella unas figuras exóticas vestidas con turbantes y alfanjes, que son el anuncio de la próxima conquista del reino por parte de Tarik y sus tropas árabes. En otra sala de la misma cámara secreta se hallaba "la figura de la tierra, de los mares, países y minas". El mapa en esta ocasión era un presagio y su dibujo no relataba lo conocido. Sino lo venidero, que estaba precipitado por su descubrimiento.
En la memorable versión de Jorge Luis Borges, -"La cámara de las estatuas"- éste nos refiere que: "En la cuarta (cámara) encontraron un mapamundi donde estaban los reinos, las ciudades, los mares, los castillos y los peligros, cada cual con su nombre verdadero y su precisa figura". El mapa, y su conocimiento universal, eran esta vez un augurio, una certeza mágica y el sello de lo que habría de suceder.
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El reino de la Necesidad se encuentra en lo cercano y conocido, en los días cotidianos. Los lugares que escapan al lugar de lo necesario se sitúan, obligatoriamente, más allá. Hasta los primeros viajes de Colón el lugar de lo prodigioso estaba en Oriente. ("Yahveh plantó un vergel edén al oriente", había anunciado el libro del
Génesis).
"El Paraíso - nos comentaba San Isidoro en sus
Etimologías - es un lugar que se encuentra en la parte oriental de Asia. Su nombre es de origen griego y se traduce en latín por "hortus", que significa "jardín"; en hebreo es llamado "Edén" que en nuestra lengua significa "delicias".
Una conocida acepción etimológica por otra parte nos recuerda que el término "paraíso" proviene del antiguo persa
pardeeza, que significa "jardín". (Y éste a su vez del latín medieval
giardiniu, "cercado"). "El jardín de un palacio persa era un jardín cerrado, rodeado de muros, con un trazado principal en cruz que indicaba los puntos cardinales, y representaba los cuatro ríos sagrados de los persas: Tigris, Eúfrates, Cihon y Fison", apunta una historia del
Hortus conclusus.
La distancia inabarcable, un cerco de fuego, una espada incandescente o unos querubines, nos advierte el arzobispo de Sevilla, guardan el lugar del Paraíso:
"La entrada a este lugar se cerró después del pecado del hombre. Por doquier se encuentra rodeado de espadas llameantes, es decir se halla ceñido de una muralla de fuego de tal magnitud que sus llamas casi llegan al cielo".
John de Mandeville, el fantástico autor de
Los viajes de sir John Mandeville del siglo XIV, en donde aparecen casi todas las maravillas del Oriente, advertía también que:
"Por tierra no se puede ir, a causa de las fieras salvajes que hay en la zona desértica, las altas montañas y los enormes riscos, que son infranqueables, y, además, a causa de los muchos lugares tenebrosos que existen allí..." Y, en otro lugar de su descripción, añadía:
"Este paraíso está rodeado de una muralla, que no se sabe de qué está hecha porque las paredes de la muralla, según parece, están completamente cubiertas de musgo ( …) La muralla del Paraíso se extiende de sur a norte y sólo tiene una entrada, que es infranqueable porque despide llamas, de forma que ningún mortal se atrevería a traspasarla".
El Paraíso, según la descripción del
Génesis, se había clausurado tal vez definitivamente... La tradición sin embargo recogía la remota ubicación de aquél en el Oriente. Estaba entre los cuatro ríos del monte Meru en el jainismo. En las montañas de Kaulun para los taoístas. En el monte Penglai, en la mitología china. En las Islas Afortunadas de Píndaro o el
Jardín del Edén del libro del
Génesis de la Biblia. En la traducción anglosajona del
Carmen de ave phoenice, el poema del apologista cristiano Lactancio, se recogía que:
"He oído que lejos de aquí, en los confines del este, está la más noble de las regiones (...) Esa parte de la tierra no es accesible para muchos de los gobernantes de la gente (...) Toda esta llanura es hermosa, bendecida con todo tipo de delicias, con las fragancias más agradables de la tierra; esta isla es inigualable (...) Allí la puerta del reino de los cielos está a menudo abierta a la vista de los bienaventurados; y el gozo de su música se les revela".
En otro momento - el Plutarco de Sobre Isis y Osiris - el paraíso había sido localizado no en un lugar más o menos distante, sino en un momento determinado: el mediodía. (El instante en que según Servio "casi todas las divinidades se aparecen"). Roger Caillois apuntaba cómo:
"Inversamente, en la especie de paraíso terrestre donde crece la planta maravillosa amomum que constituye la Arabia, un perfume indescriptible se desprende de la península entera a la hora del mediodía, bajo el ardor de los rayos del sol, y una brisa perfumada se eleva y anuncia la llegada a la Arabia a la flota de Alejandro".
Con una localización precisa asimismo, el viajero Giovanni de Marignolli en el siglo XIV lo situaba exactamente "a cuarenta millas de la isla de Ceilán". Aunque él no lo había visto, afirmaba que su rumor se escuchaba desde el mar. Una distancia insuperable, un territorio incierto e inabordable lo separaba siempre.
"Después de estas tierras y estas islas y desiertos susodichos, yendo contra Oriente, no halla hombre sino montañas y rocas, y la región tenebrosa, donde no hay día, según que los de la tierra dicen. Y de estos lugares tenebrosos y desiertos, y de esta isla yendo contra Oriente, no hay mucho camino hasta el Paraíso Terrenal", nos había advertido el John Mandeville de las Maravillas de oriente.
Estaba en el extremo del mundo habitado, en el océano. El Periplo del mar eritreo, a mediados del siglo I, menciona a Crisa, la tierra del oro, y la describe como "una isla en el océano, en el extremo más lejano en dirección hacia el este de las tierras habitadas, justo donde nace el sol (…) Más allá de este país... se encuentra una gran ciudad interior llamada Thina". Dioniso Periegeta la describía como "la isla de Crisa, situada justo allí donde sale el sol". En torno al recuerdo del Edén surgía también, en algún pasaje, la noción de una isla. Los geógrafos árabes hablaban entre otras de la Isla de la Joya, en algún lugar del Índico:
"Jazerat al Jawahir o Isla de la Joya, que en la geografía árabe es una isla semilegendaria, junto al ecuador, al este y en el limite del mundo habitado".
Esta localización más allá de las tierras conocidas de Occidente no era nueva por otra parte. Ya en el siglo IX el obispo siríaco Moses Bar Cefas en su Tractatus de Paradiso había supuesto que:
"El Bar Cefas - el hijo de Cefas - sostiene que el Paraíso fue tierra diferente de la occidental en naturaleza y en calidad, que estaba en medio del mar, rodeada de montes inaccesibles, en aguas no navegadas por ningún hombre, y que el Océano primero y el Paraíso después de éste rodeaban como dos círculos concéntricos el mundo conocido".
Los mapas mezclan, indistintamente, los lugares del relato legendario con las localidades contemporáneas, accesibles. No existe en su representación la separación tajante que la cartografía moderna establecería. Todavía en 1607 el mapa Paradisius del conocido cartógrafo flamenco Gerardus Mercator dibujaba los lugares y figuras del Edén, como Adán, Eva, la serpiente y el árbol en una localización cercana a Babilonia, con la inclusión de lugares conocidos como Palmira, Jerusalem, Sidon, Tyrus o Antiocchia… Más allá, de nuevo los escenarios bíblicos como Sodoma y Gomorra o la legendaria tierra de la reina de Saba.
Un conocido grabado, atribuido al erudito jesuita Athanasius Kircher, su Topographia Paradisi - de su Arca Noë- recogerá todavía en 1675 fielmente esta tradición.
En el grabado se reproduce el recinto cerrado, de forma rectangular, que se halla guardado por cuatro ángeles con espadas, que vigilan las cuatro puertas. En su interior, del que surgen los cuatro ríos del Edén, las figuras de Adán y Eva bajo el Árbol. Un paisaje edénico, formado por árboles, setos, agua y un muro infranqueable nombra su interior, el lugar sellado.
Más allá de los muros, las figuras de Caín y Abel, el sacrificio de Abraham, el desierto, los animales salvajes. El Paraíso, describe el grabado, se encuentra localizado en en un valle entre Armenia, Persia, los ríos Tigris y Éufrates, las montañas del Líbano y el monte Sinaí en su extremo. Sobre el monte Ararat, al fondo, permanece el arca de Noé. Todos los sucesos, los lugares históricos, los accidentes reconocibles se encuentran fuera. Dentro del jardín, inalcanzable, reposa el tiempo inmóvil, el lugar más allá de la historia.
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En otros lugares - al norte de Europa, necesariamente - el Paraíso se sitúa más allá de Irlanda, "
una tierra de niebla y penumbra (...) más allá de la cual se encuentra el mar de la muerte", según la descripción homérica. "Los celtas siempre representaron el otro mundo y el más allá maravilloso de los navegantes irlandeses en forma de islas localizadas al oeste - al norte - del mundo". La bruma, la niebla, ocultan el mar del Norte siempre, y sus lugares. El geógrafo Claudius Claus, en su conocido "mapa de Nancy" de 1424, lo señalaba como "congelatum mare, tenebrosum mare, quietum mare". Para añadir, más al norte aún: "Griffoni regio vastissima". Un anónimo mercader milanés describe Escocia en el siglo XVI como "tristes, montañosas y pobres son las tierras de Escocia". De un lugar "yermo e inhabitado, lleno de páramos" habla más tarde el viajero Andrew Bordo.
En los mapas de Mathew Lewis, del monasterio de St. Albans, ya a finales del siglo XII, todavía se remarca la antigua muralla de Adriano que separaba, desde el Imperio de Roma, a los anglos de los escotos y pictos - y con ellos, la civilización romana de los territorios oscuros y sin leyes que se situaban más allá. Escocia se anuncia todavía como una "regio montuosa et nemorosa gentem inculta". Sobre la representación de la muralla se anota que: "En la esquina superior izquierda hay una leyenda, parcialmente dañada, indicando que "En esta parte hay un extenso mar donde no hay nada más que la morada de monstruos, aunque se ha encontrado una isla en la que hay muchos carneros".
La niebla había presidido por otra parte en las distantes montañas de Georgia otra región inalcanzable, como era la del reino de Abcas, en la descripción del Libro de las maravillas.
"Mas aquellos de la tierra dizen que que algunas vezes veen allí ende andar gentes y caballos, y oyen las gentes que cantan y saben bien que en aquel lugar ay gentes, mas no saben qué gentes sean".
En otro tratado - una historia de las religiones precristianas - se describe "la retirada de los últimos dioses a sus moradas inmortales, como las remotas islas". Como en el santuario de la isla de Lein - Enez Sisun - "en el límite occidental de las tierras de los vivos, frente a la feliz llanura donde sobreviven los muertos". O la del rey Tehtra, jefe de los Fomoré, vencido en la batalla de Mag-Tured, que se convierte en rey de los muertos, "en la región misteriosa que habitan más allá del océano" - relataba D´Arbois de Jubainville en otro lugar.
"Algunos dioses abandonaron el suelo de la isla y se retiraron a un país llamado Mag Meld, más allá de los mares de occidente" - recuerda el mismo tratado. Del evangelizador de Irlanda, el santo Patricio, se nos dice que a menudo oía "las voces de los que moran más allá del bosque Foclut, más allá del mar del oeste".
Según otra tradición, otros viajeros de las islas se refugiaron en
Hy Brazil, o isla de
Breasal "tierra mítica en la que se supone que buscaron refugio los dioses después de su exilio". (Desaparecida de los mapas desde el siglo XVII, en una fecha tan tardía como 1888 el investigador D.R. McAnally aún afirmaría que: "En la tarde del domingo, 7 de Julio, 1878, los habitantes de Ballycotton, Condado de Cork, fueron sorprendidos por la repentina aparición, lejana en el mar, de una isla en donde ninguna se sabía que existía").
En oscuro norte, en la Germania, - "una tierra sin forma de ello, y de áspero cielo, y de ruin habitación y triste vista" - más allá del limes, había situado una descripción clásica como la de Tácito en su libro "De las costumbres, sitios y pueblos de la Germania", los límites del mundo mensurable:
"Más allá de los suyones hay otro mar tan perezoso, y que casi no se mueve; y se cree que es que cerca y ciñe la redondez de la tierra porque después de puesto el sol se ve siempre aquel su resplandor (...) Y también es opinión que se oye el ruido que el Sol hace al zambullirse en el Océano, y que se ven las figuras de los dioses y los rayos de la cabeza, y es la fama que hay, y es verdadera, que hasta allí y no más llega la naturaleza".
Situada en el Atlántico, al Oeste de Irlanda, en las leyendas irlandesas la isla de Brazil aparecía siempre cubierta por la niebla. Curiosamente Hy Breasal - del clan Breasal - aparece todavía en el Portolano de Angelico Dulcert, editado en Mallorca en 1339. Como "Isla del Brasil" en el mapa de Andrea Bianco, en 1436. Pero también el geógrafo sueco Olaus Magnus en su Historia de Gentibus Septentrionalis , editada en 1555, incluía la presencia de la isla de Tule y de los abundantes monstruos marinos en su descripción de las tierras septentrionales de Europa - monstruos como la xifia, el rosmaro, el fiseter o la gigantesca serpiente de mar, que serían literalmente recogidos en las obras posteriores sobre Islandia, como el famoso cartógrafo Sebastian Munster o el Abraham Ortelius del clásico Theatrum orbis terrarum, de 1595.
Otra referencia posterior sobre la isla de Brazil nos cuenta que "En 1674 el capitán John Nisbet señaló haber visto la isla en una travesía desde Francia a Irlanda. Establecía que la isla estaba habitada por numerosos conejos negros y un mago que vivía solo en un castillo de piedra". La referencia a la isla se pierde más tarde.
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De milagroso había sido calificado el primer avistamiento de la isla Bouvet - "la isla deshabitada más remota del planeta"- en el Atlántico sur por el francés Jean Baptiste Bouvet de Lozier a principios del siglo XVIII. Alrededor de la misma época, en 1683, el corsario inglés Ambrose Cowley alcanzaba por primera vez a divisar la ignorada isla
Pepys, cercana a la costa austral argentina. Pudo realizar una descripción bastante precisa de la misma:
"Seguimos navegando al SO hasta los 47º de latitud. Entonces avistamos al oeste una isla desconocida y deshabitada, a la que llamé Pepys. Se puede hacer cómodamente en ella aguada y leña. Su puerto es excelente, y capaz de recibir con seguridad a mil buques. Vimos una gran cantidad de aves en esta isla, y opinamos que el pescado debía abundar en sus costas, por estar rodeadas de un fondo de arena y piedra".
A partir de la noticia del capitán Cowley la isla se reproduce en la latitud citada en casi todos los mapas de la zona posteriores. (En William Hacke, Herman Moll, Ramón Clairac o un anónimo que cartografiaba la "Derrota que hicieron los navíos del Rey, Europa y Castilla..." en 1718). El gobernador de las islas Maldivas, Ramón Clairac, aportaba una imagen gráfica de la isla, "Plano de la Ysla de Pepys", que contradecía en cierto modo la original que había dibujado Cowley a su regreso.
Pero, a despecho de los mapas en donde se dibujaba, la isla nunca volvió a ser alcanzada. Ni advertida siquiera. Navegantes posteriores como Bouganville, John Cook o Jean FranÇois de la Perouse no la encontraron. El capitán John Byron, que en 1704 según instrucciones del Almirantazgo partió en su busca, declaró que no había podido divisarla:
"Y por cuanto las islas de su Majestad Pepys, situadas entre el cabo de Buena Esperanza y el Estrecho de Magallanes, a pesar de haber sido descubiertas y visitadas por navegantes británicos, jamás han sido reveladas...", escribiría en su informe posterior. Lo cual no sería óbice para que en 1839 el periodista y aventurero napolitano Pedro de Angelis, asentado en la colonia uruguaya, escribiera al cónsul inglés en Montevideo afirmando haber tenido informaciones recientes de un barco español que navegaba desde las Malvinas y tenía noticias ciertas de la isla, y solicitando que "reclamaba al gobierno inglés que se le cediera en propiedad la mitad de la misma y una participación en los beneficios que obtuvieran los concesionarios en la caza de anfibios y en la extracción de guano". De Angelis declaraba haber enviado la noticia del reciente encuentro también a don Jorge Juan, en el Departamento de Marina. Pero ignoramos cuál fuera la respuesta del consulado británico.
Los cartógrafos posteriores, como Thomas Jeferys, d´Anville y Thomas Kitchin declaraban a la isla como "imaginaria" y por su parte, el español Juan de la Cruz y Olmedilla, "fabulosa".
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El mapa recoge la incertidumbre, asimismo. "Más allá del mar de las tinieblas nadie sabe lo que existe" reconocía en 1154 el geógrafo árabe Al Idrisi. Recogiendo una tradición que aparecía ya en San Isidoro: "La anchura del océano es infranqueable para los hombres e inaccesibles los mundos que están más allá", había escrito en sus
Etymologiae. ( "No existe nada más allá de Irlanda", afirmaba el geógrafo Estrabón). En alguna ocasión esta incertidumbre es recogida de igual manera en los repertorios geográficos. Como en el propio Estrabón cuando define el mar de la remota
Tule, la última de las islas, como "una cierta mezcla de aquellos elementos - tierra, mar y aire - semejantes a las medusas ". Y en el cual, afirma, "es imposible caminar o navegar". ("¿Qué había más al este? -[de Taprobana]-. Al este, según el
Periplo, según Plinio y según geógrafos del siglo I como Pomponio Mela y Estrabón, no existía nada más que el océano. Era el límite de las tierras habitadas", nos recuerda un relato sobre la ancestral ruta de la seda).
El océano remoto es el "mar pedregoso" o "mar verde de la melancolía" como es denominado a veces en la terminología medieval... Los mapas dibujan en ocasiones el vacío, la ausencia.
Este vacío era a veces representado como tal. "En los mapas del mundo de Ptolomeo (…) los territorios desconocidos se omiten, la
Terra Incognita ejerce de límite del mapa", se nos dice en las
Cartografías de lo desconocido de la Biblioteca Nacional de Madrid.
Pero el territorio ignoto, y todo un continente sólo supuesto, eran a veces también representados, junto con el mundo conocido, del que los viajeros y los cartógrafos anteriores habían dado noticias repetidas.
En el
Liber Floridus del deán de Saint-Omer, Lamberto de Saint Omer, en el siglo XI, el monje, recogiendo la interpretación clásica entre otros de Macrobio, dividía su mapa en dos partes:
"La parte izquierda comprende el mundo habitado en el hemisferio norte y la parte derecha contenido literario sobre el mundo desconocido en el hemisferio sur, es decir, el cuarto continente que habíamos visto en los mapas macrobianos y en los Beatos". Sería el territorio de los
antoikoi de Crates, que habitaban en el otro extremo. Una leyenda en el mapa indicaba que: "algunos sabios estiman que aquí habitan los Antípodas, completamente diferentes del ser humano debido a las diferencias de la región y el clima". Este gran territorio continental, inalcanzado, ya era denominado como "Auster" o "zona australis".
En el mapamundi impreso en Ulm en 1482 la Terra incognita secundum Ptholeum figuraba todavía en el extremo meridional del mismo, "al sur de los montes de la Luna". O en la proyección acimutal del Nuevo Atlas de Johannes Jansonius en 1638 aparecían los límites de las nuevas tierras descubiertas por los europeos en la época junto con los contornos indeterminados, como en esbozo, de un continente fantasmal: la Terra Australis Incognita - que por otra parte se había de mantener en los mapas meridionales hasta los viajes por los mares del sur del célebre capitán Cook, por lo menos.
Esta remota Terra Australis - Antartikos- que según Ptolomeo debía cerrar el Océano Índico al sur, había aparecido de forma supuesta, necesariamente teórica, ya en la descripción de Aristóteles. Y se repetiría en los mapas sucesivos hasta el siglo XVIII. El cartógrafo Oronce Finé, en 1531, por ejemplo, dibujaba un territorio a partir de la Tierra del Fuego, descrito como "Terra Australis recenter inventa, sed nondum plena cognita". Cerca de ser alcanzada, su territorio siempre mantenía esta permanente distancia, una ambigüedad que sin embargo no escapaba de la representación.
Quizás la avistara la carabela San Lesmes en 1526, perdida en el Pacífico durante la expedición de Jofre de Loaysa, de la cual no se tendría otra noticia hasta un reciente descubrimiento de sus restos en las remotas islas de Tuamotu.
Pudo haberla alcanzado también el adelantado Álvaro de Mendaña en su viaje al sur de las islas de las Especias. Pero su viaje finalizaría abruptamente en un encuentro con los indígenas de las islas Salomón - bautizadas así en recuerdo del legendario reino de Ofir- en 1596, donde muere, y ninguna relación exacta se guarda de él. Algo más tarde Pedro Fernández de Quirós, piloto de la expedición anterior, encuentra en Vaunatu un territorio al que bautiza como Australia del Espíritu Santo en 1606, suponiendo que ha alcanzado este continente austral que aún figura en los mapas franceses de la época. Su optimista y muy católica percepción le llevarían a fundar una ciudad nueva, que nombra Nueva Jerusalén, y una orden militar solemne, la de los Caballeros del Espíritu Santo. Pero, desarbolado al poco el barco de éste, y debiendo regresar a México, el piloto Luis Vaez de Torres que prosigue el viaje, afirmará que se trata de otra isla y no de la ignota Terra Australis. (En concreto de las que serían más tarde llamadas Nuevas Hébridas). También pudo divisarla el holandés Peter Nuyts, el cual en 1627, "fue apartado de su ruta por una tormenta en el cabo de Nueva Esperanza, acabando en una Nueva Tierra (...) que era muy extensa y que estaba muy poblada" y a la que bautiza como Terra Nova dell´India Australe". La cual, después de su regreso y su posterior destino como embajador en Formosa, jamás volvió a ser advertida.
Hasta su descubrimiento reiterado, su nueva cartografía y su separación del ignoto continente antártico, la Terra Australis aún continuaba figurando, más o menos imprecisa, en los mapas del siglo. El sueño de una otra parte, el doble inverso de este mundo, se adscribía a esta tierra de los antípodas, alimentada su presencia utópica por la supuesta condición de un océano, el Índico, al que durante mucho tiempo se supuso un mar cerrado. En su "Pour un autre Moyen Age" el francés Jacques Le Goff señalaba esta necesidad en el hombre medieval de: "El reverso de su propia imagen, el mundo a la inversa; y el anti-mundo que él soñaba, arquetipo onírico y mítico de las antípodas, al cual refleja y lo remite a él mismo". "El océano Índico -añadía más tarde- es el mundo encerrado del exotismo onírico de Occidente, el hortus conclusus de un paraíso mezcla de éxtasis y pesadillas".
Cuando Fernando de Magallanes llegue a la Isla Grande de Tierra del Fuego supone que ésta es parte del ignoto continente:
"Magallanes, al recorrer el estrecho homónimo en el extremo de América del Sur, vio a su izquierda una serie de islas ricas en bosques y montes, cubiertos de nieve (...) él creía que que se trataba de las estribaciones de la Terra Incognita", nos recuerda el Umberto Eco de Los lugares legendarios.
Y en las primeras expediciones al sur de Australia o a Nueva Zelanda, los cartógrafos de algún modo incluyen los nuevos territorios en su remota tierra. Su ambigüedad, a despecho de los mapas, permitía aún mantener que: "A este territorio comúnmente se le atribuían características fantásticas como la existencia de serpientes marinas, grandes dragones y sirenas, entre otros seres mitológicos".
Nunca alcanzada, desaparece de los atlas más tarde. (Los mapas coloniales del siglo solían marcar los territorios en blanco con la indicación; terra nullius; tierra de nadie. "Toda esta provincia - afirmaba la Carta llamada de Colón de 1492 - fue descubierta por mandato de los reyes de Castilla y más al oeste "terra ulterior incognita").
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Alegorías del viaje, su representación figurada en el mapa alegórico revela su sentido.
En un grabado del holandés Theodor de Bry, "Inventio Maris Magallanici", de 1594, éste reproduciría la visión que, desde Europa, se había recibido del formidable viaje de Fernando de Magallanes, y de su ya legendario descubrimiento del Estrecho que bordeaba la Tierra de Fuego.
El grabado se inspiraba en la obra anterior Americae Retectio del belga Jan van der Straert, una serie de imágenes alegóricas en las que, de algún modo, no sólo se recogen los nuevos lugares, pueblos y escenarios que se estaban desvelando. Sino también su interpretación, para el imaginario colectivo de la época.
Una minuciosa descripción de la historiadora Isabel Soler - que lo incluye en su exhaustivo "Magallanes &Co" - anota las figuras de Hiperborea, Apolo o Tetis aún presentes en la escena. En ella:
"Absorto, Magallanes medita cálculos astronómicos mientras la nave sigue hacia el poniente, persiguiendo el sol de la mano de este Apolo Helios (...) Con el rostro vuelto hacia babor, quizá el navegante se percata de los humos y hogueras de Tierra del Fuego (...) Tal vez es Tetis esa bella nereida, la sirena que con la izquierda se sujeta la larga cola, creando un círculo que vaticina el redondo dibujo del mundo que sólo una de las naves de las Molucas conseguirá realizar (...) el enorme pájaro Garuda, devorador y solar, sujeta con sus garras al elefante mientras vuela hacia el árbol "caiu pauganghi". Frente a ellos, Céfiro, el duro viento del oeste, sopla con fuerza, mientras Zeus contempla la inédita escena. Ningún europeo había llegado nunca hasta aquellas heladas y ventosas latitudes, ninguna nave peninsular había cruzado antes aquel estrecho del fin del mundo".
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El territorio de lo desconocido y lo impreciso es de nuevo el lugar que escapa a la Necesidad. Una literatura frecuente sueña con las antípodas, después de que la leyenda de El Dorado hubiera revelado su inanidad última en las tierras del Orinoco, la Nueva España.
"Lo que circulaba por Cartagena era que se había conquistado El Dorado y que el hombre de oro había enviado como tributo al rey de España "el retrato de un gigante todo de oro, de cuarenta y siete quintales de peso, al que los indios consideran su ídolo" describe el antillano V. S. Naipaul en su minuciosa -y triste-
La pérdida de El Dorado. Y, más adelante: "El Dorado estaba a una jornada de viaje, según le dijeron los indios a Vera".
La Tierra Prometida estaba en otro lugar, siempre un poco más allá. "En los lugares opuestos, como en los espejos, es donde se invierten las imágenes, donde las cosas suceden al revés, lo que explica por qué la
Terra Australis fuera entendida como una suerte de Tierra Prometida".
Pero en otro lugar, en nuestro siglo, el poeta D´Arcy Crosswell nos advertía, describiendo su isla - Nueva Zelanda-, el perfecto lugar de las antípodas:
¡Despierta! Y descubre esta costa familiar,
Y este infierno aún peor que desde lo hondo acecha.
Otra tierra no hay, ni rescate posible.
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