Se acerca San Miguel, la fecha de finales de septiembre en la que tradicionalmente se renuevan los arrendamientos y las sementeras para todo el año. En otro lugar, quedaron los viajes del verano.
R. envía fotos de una
villa en Corfú, una cala aislada entre olivos y sombras y las montañas de la
isla que llegan al mar. Bajan a la ciudad alguna tarde, me cuenta, e incluye imágenes descoloridas de una villa griega sobre la bahía, tumultuosa como toda
población helénica, un tanto decrépita al fin.
“Te hubiera encantado”, escribe. “Corfú son los restos de una
antigua villa bizantina entre los gritos de los habitantes actuales”. Corfú
era, le recuerdo luego, el nombre de uno de los pocos lugares del Paraíso. Tal
como éste aparecía en las novelas de Gerald Durrell, la serie de “Mi familia y
otros animales”, en la que, más allá de las hilarantes descripciones de la
estancia de la familia Durrell en la isla, lo que
flotaba era la noción de un paraíso perdido, tal como sólo la infancia y el
Mediterráneo anterior a la plaga de los tour
operators podía nombrar. “Ya las he leído” contesta R. “Me he acordado de la novela estos días”. Y termina la carta, dice, porque se tiene que ir a la costa de
Albania en el barco de unos amigos. El litoral se ve en las fotografías siempre al
fondo.
Nadie accedía a aquella costa oscura, le ha contado su anfitriona, una veneciana que se refugia todos los veranos en unas tabernas griegas cercana a su palacio. Pero ellos emprenden el viaje en un barco reumático e inseguro, me dice, para alcanzar las remotas montañas albanesas en las que, según los lugareños, "sólo habitan las cabras".
Nadie accedía a aquella costa oscura, le ha contado su anfitriona, una veneciana que se refugia todos los veranos en unas tabernas griegas cercana a su palacio. Pero ellos emprenden el viaje en un barco reumático e inseguro, me dice, para alcanzar las remotas montañas albanesas en las que, según los lugareños, "sólo habitan las cabras".
Todo el mundo ha ido este verano a Grecia, parece. Ellos no lo saben – o
sí – pero están regresando al origen. M. escribe desde Atenas. Habla de
tabernas tumultuosas en las calles de Plahka, de otro barrio sórdido cuyo nombre no
recuerda, de un café oscuro donde se podía cortar el aire – caluroso aún de
noche. Pero también del Museo Arqueológico de la Plaza Omonia en donde pasan
todas las mañanas, se pierden en las inacabables salas y al día siguiente
regresa, porque siente que aún apenas han empezado a verlas. Y aún queda todo
por contar.
Días más tarde, A. me escribe desde la costa de Creta. Lleva viajando hace años, semeja, por todos los puertos, las bahías, las templos y calas del Egeo, en busca de algo que no se atreve a nombrar y que, pareciera, está siempre en un otro lugar próximo al que se encuentra. Mientras tanto cena en una taberna abierta sobre la bahía de Elounda, con mesas azules y un mantel a cuadros y el vino oscuro del cercano monasterio de Heraklion, y pienso que no es un mal lugar para esperar la revelación de los Misterios, mientras llega.
Adonde nunca llegaron los dioses, pienso luego, es al otro lado del Océano.
En las fotografías que me envía B. desde una población del Caribe no se ve sino una desolación sin límites, un mar inmenso e inhóspito, una luz cegadora, una costa de arena sin vecinos en donde nunca habitó ningún dios - a excepción, quizá, de esos demonios desconocidos para nosotros, igualmente extraños e inhóspitos, que habitaban al otro lado de un Océano "plagado de monstruos", según la aterrada definición de Avieno en su Ora Maritima. B. está viajando por el norte de la isla de Cuba. No se ve sino pálida tierra, un horizonte blanco, una claridad impensable... En una población de la costa han encontrado un café antiguo que pervive entre ruinas desde la época en que la isla no era aún toda un escenario de la devastación. " Creo que es el único lugar que te hubiera gustado conocer". Creo que acierta, como siempre.
Paseando luego por Habana Vieja encuentra los puestos de libros - y trastos de hierro y catálogos antiguos y fotografías de barbudos y manifiestos de la Revolución - en Plaza de Armas, inmediata al Palacio de los Capitanes Generales. Me escribe las notas que redactó a la vista de los volúmenes de literatura cubana que allí se agolpaban - alguno de los cuales ha comprado y no sé si va a leer a la vuelta.
"Una literatura del Trópico. Ésta es, siento de pronto, necesariamente enfermiza, algo redundante. La fiebre está rondando en estos lugares siempre al acecho.
La multiplicidad de los objetos inmóviles. El calor y el sueño fomentan una estética del barroco y de lo innumerable - una columna salomónica que se abraza a sí misma, sin salida.
Literatura de las islas: La enfermedad, el pantano, el movimiento en círculo. Sin solución posible".
Más cerca de los dioses, T. marchó en su lugar a la inmediata costa de Aveiro. Buscaban, me dijo, un escenario clásico del verano: alguna playa tranquila, el regreso a las interminables jornadas en la arena y la cena después a la tarde en alguna taberna de la costa. En su lugar han encontrado un mar inhóspito, el viento que llega del Atlántico, una costa con marismas y contrafuertes de piedra y quilómetros de soledad frente a la tempestad que llega del otro lado del mar. Incluso en verano, en agosto también.
T. pudo realizar un reportaje fotográfico excelente. Me manda algunas imágenes. Muestran dunas solitarias, arbustos batidos por el viento, el oleaje permanente, los arenales vacíos... Cenaban en el pueblo a la noche, me comenta, mientras fuera caía la tormenta a veces y aseguraban que el día siguiente sería mejor sin duda.
No se han podido bañar ni un día. Al regreso, Oporto sigue siendo una hermosa ciudad, un punto triste. Llovía todas las tardes. Excepto ella y la cámara de fotos, no creo que los demás vuelvan.
Paseando luego por Habana Vieja encuentra los puestos de libros - y trastos de hierro y catálogos antiguos y fotografías de barbudos y manifiestos de la Revolución - en Plaza de Armas, inmediata al Palacio de los Capitanes Generales. Me escribe las notas que redactó a la vista de los volúmenes de literatura cubana que allí se agolpaban - alguno de los cuales ha comprado y no sé si va a leer a la vuelta.
"Una literatura del Trópico. Ésta es, siento de pronto, necesariamente enfermiza, algo redundante. La fiebre está rondando en estos lugares siempre al acecho.
La multiplicidad de los objetos inmóviles. El calor y el sueño fomentan una estética del barroco y de lo innumerable - una columna salomónica que se abraza a sí misma, sin salida.
Literatura de las islas: La enfermedad, el pantano, el movimiento en círculo. Sin solución posible".
( fot. Berta de la Vega)
Más cerca de los dioses, T. marchó en su lugar a la inmediata costa de Aveiro. Buscaban, me dijo, un escenario clásico del verano: alguna playa tranquila, el regreso a las interminables jornadas en la arena y la cena después a la tarde en alguna taberna de la costa. En su lugar han encontrado un mar inhóspito, el viento que llega del Atlántico, una costa con marismas y contrafuertes de piedra y quilómetros de soledad frente a la tempestad que llega del otro lado del mar. Incluso en verano, en agosto también.
T. pudo realizar un reportaje fotográfico excelente. Me manda algunas imágenes. Muestran dunas solitarias, arbustos batidos por el viento, el oleaje permanente, los arenales vacíos... Cenaban en el pueblo a la noche, me comenta, mientras fuera caía la tormenta a veces y aseguraban que el día siguiente sería mejor sin duda.
No se han podido bañar ni un día. Al regreso, Oporto sigue siendo una hermosa ciudad, un punto triste. Llovía todas las tardes. Excepto ella y la cámara de fotos, no creo que los demás vuelvan.
( fot. Berta de la Vega)
En Castilla mientras, entre el calor del día y el olor a fresco que siempre llega después de la fiesta de la Virgen de agosto, leíamos la cartas con las que desde Estambul Mary Wortley Montagu, la esposa del embajador inglés inundaba toda la Europa de principios del siglo XVIII. Y con ellas pudimos regresar a un Bizancio anterior al final del Imperio Otomano y la modernización brutal de los Jóvenes Turcos.
Aún existían la distancia, y la noción de lo otro, y el ritmo tan lento - y sin embargo incesante - de la correspondencia postal y la inteligente Mary Pierrepoint - su nombre de soltera -, llenó de cartas y de penetrantes descripciones a la sociedad de los Inteligentes de su tiempo, mezclando las imágenes de la antigua Constantinopla con las referencias a una sociedad del Antiguo Régimen que, en ese momento, no sospechaban iba a extinguirse por igual.
En los días de bochorno en Castilla y la esperanza de una tormenta redentora que, sin embargo, nunca llegaba a caer, alguien releyó los gélidos relatos de Jack London, en los que se repetían de nuevo los nombres como el río Yukon, la región del Klondike, las islas Aleutianas o el Estrecho de Bering - y la noche perpetua y helada sobre el silencio de la tierra. Era un alivio, pero la tormenta se negó a caer.
O los cuentos del inagotable Faulkner sobre las tierras del Sur, esa región cálida y un punto soñolienta que habíamos comenzado a descubrir en algún relato de Eudora Welty, por ejemplo, en las novelas primerizas de Truman Capote o el aire que rodeaba la memorable película The Hustler - el Buscavidas en la versión española - con un pálido Paul Newman y el impagable "Gordo de Minesota". Pero que este verano se nos ha revelado definitivamente en las prolijas narraciones de William Faulkner, que no en vano fue el escritor secreto de todos los que le siguieron más tarde.
"Este verano estuvimos en el sur de los Estados Unidos", le contestamos a alguien que insistía en relatarnos sus viajes estivales. "Ah. ¿Y dónde habéis estado?". No nos atrevimos a contestarle que en el legendario condado de Yoknapatawpha, que era el lugar al que realmente habíamos viajado. "Ah. Pues por Memphis, Luisiana, Nueva Orleans y más lejos...", le replicamos. Antes de que el otro nos castigara con nombres de aeropuertos repletos, cruceros cansinos y restaurantes exóticos que en realidad nada nos interesan.
Aún existían la distancia, y la noción de lo otro, y el ritmo tan lento - y sin embargo incesante - de la correspondencia postal y la inteligente Mary Pierrepoint - su nombre de soltera -, llenó de cartas y de penetrantes descripciones a la sociedad de los Inteligentes de su tiempo, mezclando las imágenes de la antigua Constantinopla con las referencias a una sociedad del Antiguo Régimen que, en ese momento, no sospechaban iba a extinguirse por igual.
En los días de bochorno en Castilla y la esperanza de una tormenta redentora que, sin embargo, nunca llegaba a caer, alguien releyó los gélidos relatos de Jack London, en los que se repetían de nuevo los nombres como el río Yukon, la región del Klondike, las islas Aleutianas o el Estrecho de Bering - y la noche perpetua y helada sobre el silencio de la tierra. Era un alivio, pero la tormenta se negó a caer.
O los cuentos del inagotable Faulkner sobre las tierras del Sur, esa región cálida y un punto soñolienta que habíamos comenzado a descubrir en algún relato de Eudora Welty, por ejemplo, en las novelas primerizas de Truman Capote o el aire que rodeaba la memorable película The Hustler - el Buscavidas en la versión española - con un pálido Paul Newman y el impagable "Gordo de Minesota". Pero que este verano se nos ha revelado definitivamente en las prolijas narraciones de William Faulkner, que no en vano fue el escritor secreto de todos los que le siguieron más tarde.
"Este verano estuvimos en el sur de los Estados Unidos", le contestamos a alguien que insistía en relatarnos sus viajes estivales. "Ah. ¿Y dónde habéis estado?". No nos atrevimos a contestarle que en el legendario condado de Yoknapatawpha, que era el lugar al que realmente habíamos viajado. "Ah. Pues por Memphis, Luisiana, Nueva Orleans y más lejos...", le replicamos. Antes de que el otro nos castigara con nombres de aeropuertos repletos, cruceros cansinos y restaurantes exóticos que en realidad nada nos interesan.