De Antonio de Andrada.
(" Cuadernos de Guarda") Abril, 2020.
"Sábado.
El sábado es el último día que podemos cruzar la frontera, pero aún no lo sabemos.
Desde Salamanca viajamos a Guarda. Es un viaje silencioso: ningún coche en la carretera, apenas un camión con el que nos cruzamos de vez en cuando. Ningún movimiento en los pueblos. En un cruce vemos a una mujer que recoge las sillas de una terraza, ya desmantelada.
En la frontera preguntamos a la dueña del estanco si hay alguna restricción para pasar la aduana. Nos mira con cara de extrañeza: ellos viven de la carretera. Nunca ha habido ningún problema, dice. Pero al día siguiente ya está cerrada.
De camino a Guarda, un silencio parecido. Cuando subimos a la ciudad vieja desde el valle el mercado está menos animado que otras veces, pero así y todo parece como un momento de vida en medio del silencio. Dentro, algunos puestos no han abierto. Una pareja de serranos mayores aguarda sentada en el café de la esquina. Los bebedores habituales también han acudido. Miran en silencio a la nave.
Unos andamios cubren el pasillo del fondo. Buscamos a los vendedores de Serra da Estrela, que han cambiado de puesto por las obras. Una chica joven, seguramente su nieta, ayuda a los dos viejos con los queijos, los embutidos de la sierra. Es muy morena, muy guapa. A diferencia de los ancianos se mueve con rapidez y no da apenas conversación. Él se obstina como siempre en explicarnos la elaboración de la mezcla de oveja y cabra, y luego la mujer se equivoca con las cuentas. Sin decir nada la nieta las apunta de nuevo, empaqueta las compras, busca un vino del Douro que alguien le ha pedido, lo envuelve al momento.
El abuelo sigue hablándonos, nos explica por qué un queso no lleva etiqueta, cuál es la raza de las cabras de Beira Alta, cuáles producen menos grasa...
Las mujeres en los puestos han comenzado a recoger, aunque es temprano. Nadie habla aquí de la peste, parece. Pero la gente debe de haber empezado a quedarse en los pueblos, porque los pasillos están mucho más tranquilos que otras veces, comienzan a vaciarse enseguida, todo el mundo desaparece al pronto.
Al regreso a la frontera, no encontramos ningún tráfico de nuevo. Un grupo de gente hace cola delante del supermercado de Vilar Formoso. Entramos a hacer las últimas compras. Fuera del aparcamiento ya no se ve a nadie.
Lunes
En el pueblo ya está todo cerrado. Joao, el de la farmacia, sigue abriendo. Alguna sombra en la calle que se dirige directamente a la botica. Luego, se pierde por la esquina de atrás.
Él está preocupado, muy nervioso.
- La gente me pide cosas que desde el primer día se han acabado. No hay alcohol, no tengo desinfectantes, no tengo guantes.
- No hay en ninguna parte, Joao.
- Sí. Pero luego vuelven a pedírmelos y no sé qué decirles.
- Que no es culpa tuya. Que no hay.
- Pero me lo siguen pidiendo...
Está a punto de sollozar. Él eligió abrir la farmacia en el pueblo - pudiendo haberla abierto en Viseu, dicen - y se siente responsable de todo lo que ocurra. La botica es el último lugar abierto, junto con el colmado de las afueras.
En la puerta del comercio, un camión descarga algo. Llega a diario, me dice Amelia, la dueña.
Los conocidos nos hablan de colas en los supermercados de la capital, de gritos, de nervios. Una amiga nos contó que había tenido un enfrentamiento con unos energúmenos que intentaban colarse en la caja. En la calle se oían insultos. Desde un balcón increpaban a alguien. Ella se marchó, sin mirar a los que gritaban.
- Aquí está todo tranquilo, de momento.
Luego, como una excepción, me cuenta que tuvo que echar el otro día a una cliente que venía de Lisboa. Pidió que la atendieran enseguida y ella le indicó que esperara en la puerta.
- No somos de aquí. Somos de fuera. Venimos de Lisboa.
- Razón de más. Ahora ni aunque espere...
A la salida del tienducho, que da al campo, me encuentro con Nuno. Va a atender los caballos, tiene la cuadra enfrente. Desde la puerta se ve en el cercado una yegua recién parida. Nuno apenas dice nada, se marcha deprisa. En el taller del herrero se oyen los golpes de un martillo y el zumbido de la soldadura. Deben de seguir trabajando adentro.
Miércoles.
Las noticias son cada vez más inquietantes. Llegan hasta aquí, incontenibles. De todas partes, pero en el pueblo cercano me cuentan que ha muerto la médico que atendía el consultorio. También uno de los viejos que vivía en la residencia. A éste lo recuerdo, estaba todas las mañanas en el café de la plaza. Leía la prensa, luego se volvía renqueando a la casa en las afueras. Luego me acuerdo de la doctora, que tomaba el café con una amiga por la mañana también.
De alguna forma la presunta inmunidad de esta zona ha quedado rota. Ahora la gente me habla de otros médicos infectados en la sierra, de una residencia en la frontera en donde se han dado no sé cuántos casos, de otros en una pedanía inmediata, a los que han tenido que llevar a la capital. Más tarde me escribe un amigo y me notifica la muerte de Alfredo, el párroco de El Maíllo. Lo lamento de verdad. Aún recuerdo un funeral reciente que ofició en la ermita de El Cristo, el sermón breve y de algún modo rural, la conversación afable que tuvimos a la salida sobre la historia de la ermita, que conocía perfectamente. Parecía un hombre bueno, escéptico, con la media sonrisa siempre a cuestas.
Cuando bajo al colmado de nuevo los pocos vecinos con los que me cruzo van tapados con mascarillas; de repente no conozco a ninguno de ellos bajo las máscaras.
Jueves
Un extraño silencio en el campo durante toda la jornada. Augusto, el vecino, viene a trabajar todos los días. Se le escucha ir y venir con el tractor de buena mañana. También pasa el furgón de Nuno, que va a atender al ganado en una finca inmediata. Se advierte un camión distante en la carretera. El ruido de una motosierra en alguna parte. Deben de estar haciendo leña, pero no sabemos dónde.
Luego, ya no se oye nada.
Esa mañana me había escrito B., desde Zúrich. Me había acordado de ella estos días. Nos hemos citado de nuevo en el café Sport de Faial, cuando todo acabe. Noticias de M., en Lisboa; de Joao, en la sierra; de R. desde Nueva York. Blanca, de quien no había vuelto a saber nada hacía tiempo, escribe desde Bruselas. Paolo está encerrado en un piso de Roma, me cuenta. Desde la ventana divisa el Trastevere. Por un momento tengo la sensación de que me he despedido de todo el mundo.
Al acercarme al pueblo, el humo de una hoguera en algún lugar de los alrededores. Por un instante tengo la sensación del escenario de la oscura Peste Negra, tal como lo imaginamos entonces: un mundo de calles en penumbra donde nadie se encuentra, los apestados pasan como sombras embozadas por las aldeas, alguien enciende hogueras a las afueras de la ciudad, donde se queman los muebles, las ropas, los enseres de las casas que ya han sido alcanzadas por la peste, y arden en el fuego.
Lunes
Cierta serenidad en los pueblos, la sensación acostumbrada de la tierra, las cosas que pasan, sin alardes. Cuando por la mañana nos acercamos de nuevo a la plaza a hacer unas gestiones, los vecinos nos saludan de lejos. Se preguntan unos por otros, desde los soportales y tengo la sensación por un instante de una cierta certeza del encuentro, la noción de la comunidad.
Joao se ha alegrado de vernos, nos dice desde la otra acera. También una mujer que saludamos, y cuyo nombre no conozco. Cuida de Santiago, el antiguo veterinario. Camina de prisa, sonríe siempre. Cruzan otros por la plaza y semeja que el solo hecho de verse les bastara.
En el estanco, Luisa está refugiada detrás de una mampara nueva que han instalado estos días.
- Estáis bien protegidos. Qué tal está tu madre.
- Bien, de momento. No estamos protegidos. Si está de venir...
Fatalidad serena de la sierra.
Al rato me escribe A. Se ha aislado en un pueblo de la Alcarria. Está encerrado escribiendo, dice. "No es lo malo lo que está ocurriendo, Antonio - me cuenta-. Sino la posibilidad de que no ocurra nada. Todo el mundo habla del retorno a la normalidad en un momento u otro. Yo siento, lo confieso, la absoluta desilusión de que sea así. Junto con la certeza de que así ocurrirá. Toda esta tragedia, toda esta obediencia, toda la pobreza, las mentiras, todas las muertes en silencio para que al final retorne la triste, la gris normalidad".
En algún lugar añade: "Tanta mentira es un escándalo. Supone la vuelta de la barbarie para la cultura en la que habíamos crecido, para nuestra cultura. Pero me temo que es la misma noción de la verdad, - y del escándalo por tanto - la que ha desaparecido".
No he sabido qué contestarle. Sabía de lo que estaba hablando, pero no tengo ninguna respuesta.
Martes
A la puerta de la gasolinera ha surgido una improvisada tertulia. Flores, que bajaba todas las mañanas al bar, se ha acercado a comprar algo. Supongo que a ver a cualquiera, aislado como está en su alquería de cuatro casas camino de la sierra. Ha venido Antonio el vecino, también, que llega a cargar gas-oil en unas garrafas. Miguel, el dependiente, tiene unas vacas en una finca al lado de la antigua ermita y sigue atendiendo los camiones que cruzan, camino de Aveiro; sale un momento a encender un cigarro.
Están todos preocupados. Ellos siguen atendiendo al ganado, están echando ahora el abono de primavera en las tierras, preparan la maquinaria para la cosecha. Pero los mercados se han hundido, no hay un comprador para los terneros, el trigo no se vende. José, que tenía los corderos cebados los ha tenido que enviar al matadero, sin precio. El portuense del bar inmediato se ha ido, me dicen. Su mujer también. También Lorena, la rumana que había arrendado un local en la plaza, y siempre estaba en el aire.
- Ha cerrado. No sé qué va a hacer - nos cuenta Flores, que era cliente asiduo del garito.
Desde Viseu, Joao me cuenta que ha tenido que parar la fábrica. Ha habido varios casos en el pueblo, me dice. No llegaban los suministros y no han podido evitar el cierre. Se ha encerrado en el picadero al lado de las naves y allí monta unos potros, atiende los caballos que ya tenía, arregla las guarniciones en el guadarnés. Ha perdido todos los contratos, mientras.
- No sé cuánto vamos a aguantar - me dice-. No sé si vamos a aguantar.
Entre todos comentan la indignación creciente por la bajeza de la izquierda en el poder. Es una indignación sin aspavientos, al modo de la comarca. Las noticias que llegan hasta aquí hablan de una clase de políticos que siguen cobrando los impuestos, las tasas agrícolas, los sueldos desorbitados mientras aquí en la sierra la gente se arruina. Con el dinero que aquellos recaudan siguen pagando la propaganda, las organizaciones a las que mantienen, a sus clientes. La imagen de los funcionarios con el puño en alto y mansiones en las afueras les es particularmente repulsiva. Les recuerda algo que no han vivido pero que oyeron en las casas, intuyo.
- No hemos cobrado un duro- se lamenta José.
- Ni lo cobrarás - responde al pronto Miguel.
Nos marchamos al pronto. Todo el mundo va a algún lugar. Menos Flores, al que el cierre del bar de Lorena ha dejado sin hogar, comenta alguno con cierta guasa.
Jueves
Una lluvia furiosa, una tormenta oscura y airada bate las ventanas de la casa, oculta el campo a lo lejos detrás de un manto de agua, de niebla, de un viento cruel.
Las tormentas se han sucedido estos días. Pero hoy arrecia de tal manera que es imposible salir a la calle. El otro día tuvieron que ir a rescatarnos de un valle enfangado, donde nos habíamos quedado atascados en el barro con el coche y con un tractor que intentó luego tirar de nosotros.
A través del aire, del agua, de la cellisca luego, no se ve nada más allá de la ventana.
Las noticias son cada vez más alarmantes. La gente alrededor comienza a comprender su ruina inmediata y mientras tanto los dirigentes del gobierno prosiguen su tarea, configurando un régimen sórdido que supondrá el final del mundo que conocíamos, - afirma A. - enfangado en la oscuridad y la ignorancia que llegan, fatalmente.
Hoy tengo por fin la noción de un mundo que se está acabando, en silencio. La barbarie llega, inminente.
Sábado
Prosigue el silencio en los pueblos. Me acerco a la panadería: nadie en la carretera, nadie en las calles. El silo a la entrada está cerrado y en las casas de alrededor las persianas están echadas, ninguna puerta se mueve para abrir o cerrarse detrás del que ha llegado.
En la gasolinera, luego, veo a Augusto que fuma un cigarro fuera. Está hablando con el encargado, que trajina en algún mostrador de adentro.
- No sabemos lo que se nos viene - me dice Augusto, a modo de saludo.
- No sabemos lo que se nos viene. - repite- Pero ya está empezando a cerrar todo el mundo. Y no sé de qué vamos a vivir aquí.
- Mi padre nos hablaba de las cartillas de racionamiento y de las hojas de los pinos que liaban para el tabaco, después de la guerra. No sé por qué me he acordado ahora - comenta Miguel, que se asoma sonriendo.
- Cualquiera sabe.
Al regreso a la aldea, una cierta paz en las huertas. Los tilos están brotando, está creciendo la hierba, los cerezos tienen una flor abundante este año. Como un raro momento de sosiego en los valles, ajeno a lo que sucede, la peste ahí afuera.
Domingo
Concierto para violín y orquesta en re mayor de Johannes Brahms, opus 77.
Concierto para el domingo de Pascua. No se oye nada en el campo. Esta música, este concierto inmenso, que hemos oído tantas veces. Por un momento, tengo la sensación de un solo instante que comparten todos los que lo han escuchado en algún momento: la misma melancolía, la misma certeza. En todas las salas de conciertos de una Europa que ahora queda muy lejos: en algún salón de qué palacio; en qué iglesia o auditorio de ciudad de provincias; en qué cuarto con ventanas o patio con unos muros que cubren el cielo; en qué aula de un ayuntamiento - los tejados inclinados al fondo, una ventana apuntalada, el ruido del café de la plaza a lo lejos.
Esta música, pienso hoy, es Europa. Un mundo un tanto nostálgico, refinado y escéptico. A cuyas puertas está llegando la peste; la mentira y los bárbaros con ella.