sábado, 9 de mayo de 2020

Una quinta en las afueras





 La guerra había terminado hacía algún tiempo: indefinido, del que los relatos de la época no dan fechas precisas. Sino que de algún modo existía como un suceso anterior.

Era curioso. La novela de los 50 no se constituye a veces como una narrativa de la historia sino, en ocasiones, como la novela de un tiempo en suspenso, lejos de cualquier lugar. 

En un relato como "Los bravos", de 1954, característico del quehacer de Jesús Fernández Santos - y con él de la narrativa de su generación - el pueblo que se nos describe, vagamente situado en la montaña leonesa, manifiesta su existencia después de un suceso, la guerra, que ha tenido lugar en algún momento, y cuyos episodios se recuerdan en sus calles de tanto en tanto. La guerra había terminado con la desazón del estado de cosas anterior a aquélla; y con el paisaje político y administrativo de aquellos años. La región tal como es ahora es la que pervivió después de la contienda.

Por qué entonces esta sensación de un territorio y un paraje sin historia, sin referencias al transcurso del tiempo y de unos acontecimientos - los de la propia guerra - que sucedieron en un momento impreciso... Y en su lugar la sensación de un tiempo y un lugar detenidos, inmóviles desde siempre: en suspenso, sin ningún acontecimiento.

"En el pueblo no pasa nada", dirá una crítica posterior de la novela. Y el propio escritor, refiriéndose a ella, comentará: 

" Dice Faulkner, hablando de novela, que la finalidad de todo artista es detener el movimiento de la vida y mantenerlo fijo, de suerte que, cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a ponerse en movimiento en virtud de que es vida precisamente". [ 1 ]

Es la misma sensación que acompaña tantos lugares de la posguerra: la del tiempo en suspenso, inmóvil, lejos de la historia. "Esta sociedad barcelonesa es un reflejo de las posibilidades de una España de posguerra, en la que no pasa nada y de la que no se lleva nada", dirá una reseña de "Nada", la primera novela de Carmen Laforet, que había irrumpido en la narrativa de la época con el Premio Nadal de 1945. 

Las ciudades en suspenso...Nada ocurre en Ávila, escenario de la primera novela de Miguel Delibes, "La sombra del ciprés es alargada" de 1948. ("Una Ávila no protegida por sus murallas, sino encerrada en ellas"). Es la sensación, entre otras, que acompaña a las calles de la ciudad provinciana y tediosa, sin acontecimientos, que recoge Juan Antonio Bardem en su película Calle Mayor, bajo los soportales de una avenida sin nombre (que eran en realidad las calles de Palencia o de Cuenca). Nunca pasa nada se titula una película posterior del director de cine, de 1963, rodada en la burgalesa Aranda de Duero. "La película se sitúa en un imaginario pueblo llamado Medina del Zarzal, que puede ser cualquier ciudad pequeña de la España de entonces", explicaba una reseña del estreno de la misma.

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Debían de existir todavía aquellos escenarios... Esa suerte de territorio urbano en los límites de la ciudad, de difícil denominación, sin mapas precisos, sin numeración en las calles o, en última instancia, sin calle siquiera. El poeta Jaime Gil de Biedma dedicaba un poema de su libro "Compañeros de viaje" de 1959 a la zona que en la noche acechaba a la ciudad, desde fuera, sin referencias. Lo tituló precisamente "Las afueras". (Las afueras se intitula asimismo, una de las mejores novelas de Luis Goytisolo, - ganadora en 1956 del premio Sésamo y en 1958 del Biblioteca Breve de novela - en realidad una serie de relatos cortos).  [2]

Las afueras son grandes,
abrigadas, profundas.
Lo sé pero, no hay quién
me sepa decir más?

Ciudad
ya tan lejana!

Una región sin términos precisos... “Más allá de la última parada" era el nombre de un cuento de Ignacio Aldecoa del año 1959, en el que el protagonista se dirigía a ese territorio sin marcas, en el límite, en el que la única denominación era que estaba "más allá": 

"El paisaje le era enteramente desconocido. A su derecha, una larga pared cortada de improviso deja ver un campo de trigo mísero, apenas crecido, surgiendo a continuación hasta parecerle interminable. A su izquierda, la acequia, la calzada de la carretera, la acequia del lado opuesto y una alambrada de espinos acotando tierra parda, sin labrar; diríase tierra sin dueño".   

La ciudad, que el hombre había dejado atrás, estaba muy lejos de pronto.

"A sus espaldas, la ciudad se difuminaba en la neblina azulenca, de la que surgían altos edificios, negros, con las ventanas reflejando en sus cristales una luz mineral (…)Vio la última fuente de la ciudad, vio el verdadero hito del final de la ciudad, aunque ésta quedaba muy atrás...".

Más allá de las calles hay un territorio sin marcas. No tiene nombres, que pertenecen a lo definido, a la urbe. En otro relato anterior de Ignacio Aldecoa - "Quería dormir en paz" del año 1953 - dos guardias tropezaban con un hombre indocumentado en un paseo. El hombre no sabía explicarles dónde vivía. Estaba al otro lado del río. No tenía nombre.

“- ¿Dónde vive?
- Al otro lado del río, cerca del Puente Grande.
- ¿En qué calle?
- No es una calle.
- ¡Cómo que no es una calle!
- No, es que vivimos allí algunas familias".   [ 3

(Juan García Hortelano, en sus "Nuevas amistades" en 1959 había recreado este lugar sin nombres ya, al que se accedía desde el centro de la ciudad y su paisaje con rótulos:

"Caminaron por calles desconocidas para Gregorio. Juan se detuvo al final de una de ellas, en un descampado.
- ¿Qué es esto?
- Allí - la mano indicó unos desmontes parduscos, más allá de unas casuchas y un edificio de ladrillos rojos - están las vías del ferrocarril").

Paradoja de la literatura de posguerra, la denominada a grandes rasgos novela del realismo, ésta, en sus mejores momentos, y a despecho de la imposición teórica de la época, que la obligaba "a dar cuenta de las circunstancias históricas de la época", nos describía un espacio al margen de la historia, al límite de la geografía, en un tiempo insólito. El del escenario de los límites de la ciudad, los barrios sin nombre, el tiempo sin acontecimientos de los solares extremos, las quintas aisladas, de las ventas suburbanas.

Quizás aún perduraran las colonias de hoteles, ensimismadas y al margen... Barcelona, sede urbana de la colonia de escritores de la editorial Seix Barral - la otra era el Hotel Formentor, en Mallorca, o el Hotel Suecia, cuando acudían a Madrid a seguir departiendo entre copas - era una ciudad ejemplar en ese sentido. Rodeada de colonias en dirección a la costa o al Tibidabo, nada más cruzar el Puente de Vallcarca la urbe se disolvía en un amable caos de hoteles en las colinas, de jardines encrespados y profusas verjas oxidadas, que no podían sino guardar quién sabe qué secretos al margen del tiempo. A despecho de la obligación del concurso del Premio Biblioteca Breve, al que los autores frecuentaban, de que "el Jurado tomará primordialmente en consideración aquellas obras que por su contenido, técnica y estilo respondan mejor a las exigencias de la literatura de nuestro tiempo”.

Las "exigencias de nuestro tiempo"... A los barceloneses el tiempo sin referencias se les escapaba, en medio de aquellos hoteles donde la ciudad se había clausurado en un momento incierto. 

En algún lugar de sus memorias, el poeta y editor Carlos Barral hablaba de su llegada, recién casado, al barrio de San Gervasi:

"Las calles y callejas estaban en su mayor parte formadas por humildes chaletitos de dos plantas, con ventanas orladas de adornos finiseculares al gusto del albañil y había corralones y vaquerías que olían a fuertemente a pelo de animal estabulado(…) y forjas artesanales y tiendecillas diminutas y raras".

En una visita al editor Jaime Salinas, que habita en ese momento en un chalet cercano al remoto Puente de Vallcarca - y a los jardines del Turó del Puxet - el poeta Gil de Biedma anota:

" Luego bajamos al jardín. Aprieta el calor, canta un pájaro, - hay una pajarera en el jardín de al lado-, huelen los árboles. Siente uno que aquel mundo lentísimo aún sigue ahí, tapado por el estruendo de la vida (...)".    [ 4]

La definición más precisa, - aparte de una referencia casi constante en todas las obras a cierta guerra civil ocurrida en el pasado - fuera quizá la del propio Gil de Biedma, cuando declaraba: " Yo nací en la edad de la pérgola y el tenis". Definición inolvidable que nos remitía de nuevo a tardes inacabables en jardines secretos, invisibles desde afuera.

Pero es que, a despecho de las imposiciones teóricas de un J. P. Sartre omnipresente en aquellos años - y de la expresión "nuestra época" referida al franquismo y al imperialismo yanqui a partes iguales - al propio Biedma se le escapaba en cuanto podía la noción de cierta intemporalidad latente en el fondo de una poética formada en noches inagotables, y en los barrios de imposible certeza de aquella Barcelona de fiestas y jardines privados.

Como cuando nombra en "Barcelona ja no es bona...":

Algo de ese momento queda en estos palacios
y en estas perspectivas desiertas bajo el sol,
cuyo destino ya nadie recuerda.

Quizá. O esas colonias de veraneo, en la costa o la montaña, donde todo acontecimiento carecía de referencias más allá, y era la repetición de un verano igual: absorto, mudo, sin marcas. (Juan García Hortelano, entre otros, lo dibujaba en su conocida novela "Tormenta de verano". O Ignacio Aldecoa en la melancólica "Los Pájaros de Baden-Baden"). Era curioso: en un lugar de veraneo, en el pueblo de San Rafael, había situado Jesús Fernández Santos un breve cuento, "El primo Rafael", donde se narraba como una historia lineal, con fechas y lugares concretos, el comienzo de la guerra que a él, estudiante de Bachillerato, le había sorprendido en la colonia de veraneantes. Era el mes de julio:

"Nunca había visto los chalets envueltos en aquella bruma cenicienta que ascendía prendida a los pinos hasta tornarse como un fuego dorado en el aire. Ni la explanada ante las casas, naciendo en sus infinitos detalles al primer sol del día, surcada hasta donde la colonia terminaba, por las sombrillas escuetas de los cardos".    (5)

Más tarde, una nueva urbanización iba a arrasar ese paisaje. Y el espectáculo global clausuraría la posibilidad de todos los territorios al margen.

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 En "Volverás a Región" la emblemática novela de 1967 en donde Juan Benet recreaba - una vez más- el mítico territorio de Región, la fantasiosa comarca situada vagamente en la montaña leonesa, el escenario poco a poco iba perdiendo su teórica localización para ir adentrándose, según se ascendía por el páramo y la montaña, hasta Mantua, la inalcanzable región del Numa, su no menos mítico guardián. Allá donde muy pocos accedían y, desde luego, ninguno regresaba.

Hasta un cierto lugar la comarca aún poseía nombres propios: el río Torce, Bocentellas, la Torre de don Salvador... Más allá los nombres se pierden, y aún las referencias. Y es en torno a este territorio, situado en el límite, más allá del mapa y la historia, al que la novela va a hacer constante mención, a su obsesiva y remota presencia.

Éste es, de nuevo, un lugar de momento impreciso, donde todos los sucesos son anteriores, sin historia.

“La gente de Región - nos dice Benet - ha optado por olvidar su propia historia: muy pocos deben conservar una idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos, de una edad dorada y adolescente que terminó de súbito en un momento de estupor y abandono".

Y en su estupor impreciso, en su paraje innombrable y suspenso, se establecerá de nuevo el relato. Sin acontecimientos, sin sucesos. Que no se refieran, una y otra vez, sino a una morosa, ausente repetición.

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El escultor Alberto habría hablado de sus primeros encuentros con Benjamín Palencia, el pintor de Barrax, alrededor de 1927. Frente a la noción de París en el horizonte - adonde en uno u otro momento tantos artistas plásticos iban a parar, entre otros el propio Palencia - ellos eligen un escenario más inmediato y cercano, teñido por la marca de lo suburbano, en los alrededores de un Madrid que aún conserva la memoria y los signos del origen rural de sus habitantes. Y de sus calles y sus casas, tan próximas aún a un extrarradio que no ha trazado todavía el corte, tajante, con el mundo rural que lo rodea. (Antes, hacia 1926, se había iniciado la amistad del toledano con el escultor canario Francisco Lasso, en el Café de Oriente. Según se nos relata en otro lugar "Ambos recorren los alrededores de Madrid, buscando motivos de inspiración en suburbios y campos”).    [6]

Alberto y Palencia inauguran, según las palabras del escultor, la costumbre de citarse todas las tardes, "hiciera el tiempo que hiciera", en un andén de la estación de Atocha. A partir de ahí, y siguiendo en cierto modo el itinerario paralelo a las vías del tren, su periplo cruzaba por los barrios del este de la capital hasta Villaverde Bajo, para alcanzar finalmente el pueblo de Vallecas, un villorrio manchego y campesino aún, en donde, sobre un austero cerro rebautizado como Cerro Testigo, divisaban la llanura, gris y de estériles barrancos, de los alrededores.

Con el tiempo, diversos personajes se irían incorporando al periplo vallecano de aquellos - como Moreno Villa, Maruja Mallo, Rodríguez Luna, Luis Castellanos, el poeta Alberti y aún el propio García Lorca, según testimoniara años más tarde el recuerdo del tabernero de Vallecas.

Clausurada la costumbre peripatética por la Guerra Civil - en donde el poblado de Vallecas fue frente militar durante algún tiempo - otra tradición nos habla de cómo el periplo y la estética de los campos desolados, se habrían reiniciado en cierto modo con el encuentro de un grupo de jóvenes pintores, aún en la Escuela de Bellas Artes, con la figura un tanto iniciática de Benjamín Palencia. Quien, poco a poco, iría descubriéndoles de nuevo los rituales de aquel itinerario suburbano y manchego que la contienda había clausurado. Flotaba, vago, el recuerdo de la estética del escultor Alberto y Álvaro Delgado, el mejor narrador del grupo, reconocería siempre que aquél había sido "el descubridor de aquel paisaje de greda y cal" que luego ellos reconocían en el pueblo madrileño, en las eras, los cerros y las ventas de aquel itinerario. En algún lugar, Maruja Mallo - en una conferencia ya en Buenos Aires en el año 39 - recordaba aquel escenario que, según ella, "se desborda hasta las ciudades":

"Las faenas, las noches y los días, compenetración de arados y lunas, soles y hoces, graneros y estrellas. Campos agostados y deshechos por las heladas donde el pan, el vino, el aceite, se desborda hasta las ciudades, se extiende hasta el mar". (7 )

Unas fotografías en el opúsculo de Raúl Chávarri sobre la denominada "Escuela de Vallecas" en 1975, nos lo describen, el escenario antiguo y reconocible. Los campos sin árboles, los cerros secos, las casas de labranza, un merendero en medio de un camino, la ciudad a lo lejos.

La ciudad en el horizonte... Mito o realidad, la denominación posterior de la llamada "Escuela de Vallecas" hacía alusión, de nuevo, a la presencia de este escenario de las afueras en la poética de la posguerra.

En un relato posterior, el pintor Álvaro Delgado narraba el itinerario del mismo:

“Quedamos citados en el malecón de la estación de Atocha e iniciamos la marcha hacia el pueblo de Vallecas (...) Recuerdo que era un día gris, hacía frío y los pocos árboles que flanqueaban el camino no tenían hojas. Hicimos parte de la ruta por la carretera general de Valencia y ya próximos nos metimos campo a través para ver la pequeña villa desde la vía del ferrocarril de Barcelona. La torre de la iglesia se alzaba sobre un paisaje de casas de labor, rastrojeras y tierras de barbecho. Al fondo, un cerro grande salpicado de manchas de tomillo”.

Y, más adelante:

“Algunos pares de mulas retornaban del trabajo a la cuadra cabalgados por hombres de campo, sin edad. Entramos en el pueblo, deambulamos por las calles y pasamos a un viejo café que había en la plaza, junto al Ayuntamiento y donde un grupo de campesinos se calentaba junto a la estufa”.


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Aisladas, en tierra de nadie, en un tiempo cuyos últimos acontecimientos se han clausurado en un momento anterior que casi nadie recuerda... La narrativa de la llamada "Generación del Medio Siglo" retorna una y otra vez a estas quintas, estos jardines arruinados, estos símbolos - gárgolas, fuentes, cariátides, verjas cerradas - de una remota celebración que ya a nada remiten.

“De entre todas las quintas de la vega del Torce, al norte de Región, la de mi abuelo, con ser de la más modestas, era una de las mejor emplazadas". Con esta alusión a una quinta apartada, se inicia Una meditación, una de las novelas más conocidas de Juan Benet.   [8 ]

Su escenario, inevitablemente, remite a un momento anterior del que los jardines, las verjas arruinadas, el aislamiento de las colonias, apenas guardan eco. 

"Rara vez se había abierto aquella puerta del jardín de atrás, que permanecía todo el año cerrada con un candado enmohecido y atrancada con una barra de fundición (…)

En otro tiempo la casa había tenido un cierto tono; una residencia de tres plantas, construida en un cuartel apartado con la honorable pretensión de figurar un día en el centro más estricto de un futuro barrio distinguido".

Comenzaba el relato "Después" del mismo Juan Benet. El cual, cuando alude más tarde al presente de la mansión, lo hace describiendo su abandono:

"(…) condenada para siempre, rodeada de huertos malsanos, pequeños y negros, y vertederos humeantes y pirámides de bidones vacíos, y chabolas de chapa, y lonas y charcas de agua parda...". Era un tiempo del después, como el título proclamaba - y de una presencia como la del sureño William Faulkner, que el escritor siempre reconoció, sobre la prosa del relato. Pero también sobre la noción, como en los legendarios condados del sur de aquél, de un pasado aristocrático ya desvanecido.

El relato de un tiempo ya detenido, que sucede después de unos acontecimientos que tuvieron lugar en el pasado, y en un lugar que se sitúa más allá de lo nombrable, un espacio en suspenso igualmente, se repite en los cuentos del autor situados vagamente, una y otra vez, en torno a ese lugar que es Región - al norte, en un territorio que recuerda también, imprecisas, las comarcas de la montaña de León. Una novela corta como Baalbec, una mancha - incluida en el libro Nunca llegarás a nada de 1958- recreaba de nuevo el retorno a un lugar donde todo había sucedido en otro momento. Pero cuya huella, silenciosa y ominosa, llegaba hasta el presente.

"Yo había vuelto a Baalbec para contemplar un jardín talado, una chimenea torcida, unos grifos secos, las manchas de humedad en las paredes de un salón reducido, un balcón de metal deployé con sus chapas levantadas, oxidadas y rotas; una fachada salpicada de agujeros, por donde se vaciaba el contenido de una fábrica de cascote suelto y madera podrida".

En "Las afueras" la novela con la que Luis Goytisolo ganaría el premio Biblioteca Breve en 1958 el primero de los relatos se iniciaba con la referencia a una finca de nuevo, a la que el protagonista regresa después de un tiempo que no alcanzamos a medir. Era una quinta, una villa en las afueras.

“Durante un cierto trecho no era posible ver de la casa más que aquella torre asomando sobre los árboles del jardín, envuelta en viña virgen ". Más adelante, se repite la configuración melancólica de aquella quinta entre lo rural y lo urbano. “Era una construcción ochocentista, mezcla de masía y villa de recreo".

La constitución nostálgica de estos lugares del relato se reitera en las condiciones de la propiedad. Ésta, La Mata, había conocido tiempos mejores.

“De las tierras en las que habían trabajado más de veinte jornaleros, ahora se ocupaba una sola familia, más en calidad de guarda que de otra cosa y el bosque y las zarzas fueron invadiendo los sembrados ".  [9]

En este escenario limítrofe ya, en donde todo suceso se remite a un tiempo anterior, clausurado en virtud de una antigua condena, cuya formulación nunca se enuncia, se desarrolla, a partir de su incierta geografía, el relato, todos los posteriores acontecimientos.

El novelista Juan Marsé había hecho alusión a este escenario marginal, desde luego, en su excelente recreación del barrio del Guinardó - hoy desaparecido - en su " Si te dicen que caí", o, más adelante, en "Ronda del Guinardó". Todo el hipotético acontecimiento de la novela "El Jarama", la tan citada creación del joven Sánchez Ferlosio, - si es que alguno hay - transcurría en un merendero banal del banal escenario de las afueras del río Jarama, en un periplo dominguero y sin sentido alrededor de la ciudad.


Juan Benet, desde luego, regresa una y otra vez a este tiempo de las quintas, de los hoteles en las afueras.

Como un ejercicio casi emblemático, el cuento "Duelo" -incluido en "Nunca llegarás a nada", su primer libro de relatos del año 1961, que pasó completamente inadvertido en su primera edición - incluye una descripción de la casa más allá de la villa. Y más allá, en cierto modo, del tiempo de ésta.

“La casa se hallaba en las afueras del pueblo, en un lugar a trasmano visitado algunos domingos templados por unas pocas parejas de excursionistas. Una quinta residencial desplazada de lugar y de estilo (...) rodeada de una pequeña huerta baja, que hoy es una selva de corpulentos matorrales; erigida sobre una terraza de años ha desaparecidos jardines italianos (...) Empero se conservaba todavía un antiguo cenador estilo floreal, un montón de herrumbre, junto a una fuente (...)".

Y, en otro lugar del libro, como un escenario que se reitera, los emblemas del mismo escenario: la verja que se oxida, la puerta clausurada, la maleza del jardín... En otro relato describirá a "la señorita Amelia, una de las más significativas reliquias de las grandes familias ".

Paisajes de después de la historia, escenarios clausurados, periplos sin destino...Olvidado el origen, pero en cierto modo condenados a su oscura presencia, Mantua, la finca inalcanzable, el Numa, su misterioso guardián, flotan sobre Región, la comarca emblemática sobre la que retorna a veces la narrativa del escritor. Pero "En Región apenas se habla de Mantua ni de su extraño guardián" nos recuerda éste.

Se reiteraba la advertencia barcelonesa de Gil de Biedma

estas perspectivas bajo el sol
cuyo destino ya nadie recuerda

El tiempo había quedado en suspenso, de nuevo. Estas quintas, estos lugares de los límites, estos emblemas ya sin sentido, lo nombraban. En paisajes sin historia, escenarios de las afueras.


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[ 1 ]  en www. jesusfernandezsantos.es

[2 Luis Goytisolo Gay     Las afueras     Barcelona, ed. Seix Barral,  1958.

[ 3]  En   Ignacio Aldecoa   Cuentos completos   ed. Alfaguara, 1995.

[ 4]  Jaime Gil de Biedma   Diario del artista seriamente enfermo    ed. Lumen, Barcelona, 1974.

[ 5]  Jesús Fernández Santos    Cabeza rapada   ed. Seix-Barral, Barcelona, 1958.

[6]  Vid.   Raúl Chávarri   Mito y realidad de la Escuela de Vallecas        Ibérico Europea de Ediciones,  Madrid,   1975.

[ 7 ]   Cit. en Patricia Molins    exp. Campo cerrado    CARS, Madrid,    2016.

[8]   Juan Benet     Una meditación    Barcelona, ed. Seix Barral,    1970.

[ 9]   Luis Goytisolo    Las afueras    ed. Seix Barral, 1958




sábado, 2 de mayo de 2020

Paisaje de las ciudades IV. Donde la ciudad acaba.



( Enrique Sáenz de San Pedro. 1975)


El horizonte se había reducido en la posguerra española. Era ésta una sensación vaga que acompañaba a la época. El mundo se había empequeñecido y todas las aspiraciones, y los paisajes, y el relato de los días, culminaban muy cerca.

José Manuel Caballero Bonald, entonces poeta provinciano en ciernes, acertaría a describir esta sensación difusa en el recuerdo de su llegada a la ciudad de Madrid:

"Recuerdo con cierta imprecisión mi llegada a la estación de Atocha, ese primer frío otoñal bajo la mugrienta bóveda ferroviaria. Apenas consigo verme en aquel escenario desapacible, medio perdido entre un nutrido grupo de viajeros presurosos y cariacontecidos. Y luego la imagen de una ciudad taciturna y casi desierta, como agazapada detrás de unas sombras que las restricciones eléctricas hacían más tupida. Todo parecía diferente a como yo lo había previsto, todo parecía discrepar de tantas imaginadas seducciones capitalinas. El mundo sórdido de las pensiones, de los restaurantes económicos, del clima de temores y recelos en que me vi instalado, acentuaban si cabe el contraste entre una población amedrentada y menesterosa, acogida todavía a la cartilla de racionamiento, y la jactancia y ostentación de los jerarcas falangistas, los jefes de los sindicatos y los estraperlistas de turno".  [ 1]

Existía, pese a todo, algo parecido a un centro de la ciudad, un escenario de la capital en el que una cierta actividad urbana aún se mantenía después de la guerra. Para un escritor joven, que aspiraba a serlo definitivamente, este escenario era el de la Bienal Hispanoamericana del Arte - desde la que había sido llamado para colaborar por el poeta Leopoldo Panero-, el Instituto de Cultura Hispánica, las publicaciones dirigidas por el jonsista Juan Aparicio, como El Español o La Estafeta Literaria; la editorial Adonais - que le había concedido un accésit a su libro Las adivinaciones en 1951- , el chalet de Vicente Aleixandre o el de Dámaso Alonso en Chamartín. O, desde luego los cafés Gijón, el Varela, el Teide o el Lyon de la calle Alcalá.

Más allá estaba la periferia, una ciudad al margen que de alguna forma escapaba a toda regulación, a toda representación de lo urbano. Aún existía la posibilidad de los márgenes, los lugares sin nombre más allá del callejero.

"Yo solía bajarme de ese vetusto tranvía a la altura de la Dehesa de la Villa (…) Me agradaba perderme por aquel paraje donde aún subsistían las trincheras y zanjas abiertas en la dura tierra caliza durante la defensa de Madrid. (…) Al cabo de los años, siempre pienso que esa zona suburbial - para mí especialmente literaria - simbolizaba la transformación operada en el urbanismo madrileño durante el último medio siglo, sobre todo por lo que tenía de usurpación por parte de la ciudad de los dominios del campo. Aún persevera en esos alrededores un cierto aire aldeano, de casitas bajas y calles recoletas, pero las nuevas urbanizaciones parecen ir devorando esos últimos vestigios de un mundo que tiene ya algo de anacrónico y evoca muy vivamente al Madrid de antaño", prosigue el poeta jerezano describiendo sus paseos por la capital.

( Lebbaus. ca. 1930. Archivo Ruiz Vernacci)

Una tradición de la novela de posguerra recogerá estos lugares. Habían aparecido antes, como en la novela de Ramón Gómez de la Serna, El Chalet de las rosas de 1923, en torno a los hoteles y las quintas de la entonces distante Ciudad Lineal de Arturo Soria.  Los había recogido ya, desde luego, en alguna de sus escuetas y certeras descripciones, el Pio Baroja novelista de principios de siglo. Del Madrid sórdido y precario de su trilogía La lucha por la vida, centrada en los alrededores del río Manzanares, poblado de personajes al margen, que sobrevivían en la miseria y la desesperanza de una ciudad de los arrabales.

"Las afueras me preocupaban entonces mucho. Había por allí gente rara, miserable, desharrapada: casucha de lata y chozas de tierra: merenderos, ventorros, casilla de consumos...". Pero también Baroja había recogido en otros lugares la vida modesta, anónima, de las barriadas de artesanos en los alrededores de la glorieta de Cuatro Caminos, - entonces en el límite de Madrid - o de las colonias de quintas que aún pervivían, lejos del centro, en las afueras de la ciudad.

"La casa estaba entre la glorieta de Quevedo y los jardines del depósito del canal de Lozoya, en la esquina de una calle recientemente abierta (…).

El hotelito alquilado se encontraba en el ángulo de una gran solar, ancho y largo cuadrilátero limitado en gran parte por estacas negras, que debía formar, cuando la ciudad se extendiese por allí, una manzana de casas (…) En los otros lados del cuadrilátero se levantaban chozas y en medio un caserón grande, amarillento, de tres pisos, arruinado y derruido, transformado en guarida de mendigos y de golfos. Este caserón era conocido en el barrio con el nombre de la casa de la Higuera".   [ 2]

La ciudad tradicional contaba con algo así como un centro y una periferia. La noción de un espacio sin centro, que acompaña por ejemplo las descripciones de la postmodernidad sin referentes de Jean Baudrillard en su viaje por las ciudades extensas de la costa Oeste americana, era ajena a la ciudad antigua.  [ 3 ("Los Ángeles- describía éste en algún momento - es un inmenso conglomerado de autopistas, carreteras, calles, avenidas y, en definitiva, asfalto". Para afirmar también, taxativamente: "Hollywood no  existe. Es un no lugar"). 

La ciudad tradicional europea era otra. "La ciudad no se diseminaba, como en nuestras ciudades, en arrabales descuidados de fábricas aisladas y de casitas de campo uniformes, sino que se erguía rotunda, cercada por sus muros, con sus agudas torres sin número (…) las iglesias dominaban con sus eminentes masas pétreas la silueta de la ciudad", describía la urbe medieval el Johan Huizinga de El otoño de la Edad Media. (" El mundo era la plaza", dirá el escritor Torres Villarroel de la Salamanca del siglo XVIII). Los edificios representativos, los templos, el zoco e incluso los monumentos conmemorativos, dan cuenta de una manera simbólica de la existencia de este centro. Y, desde luego, en la urbe de tradición medieval, la existencia de una plaza mayor, -o de la catedral - que definen en su centralidad la existencia, oscura y sin forma, de unas afueras a las que el discurso o la norma no alcanzan.

El propio Baroja, que había descrito su llegada temprana al Madrid de la Restauración, definía con su brevedad habitual los contrastes de la urbe:

"La corte es ciudad de contrastes; presenta luz fuerte al lado de sombra oscura; vida refinada, casi europea, en el centro, vida africana, de aduar, en los suburbios"  [ 4 ]

( Paco Gómez, 1961)

La literatura, la plástica de la época, iban a recoger con frecuencia esta noción de una vida en los márgenes. Y Madrid iba a ser, en tantas ocasiones, el escenario de la noción de la mediocridad, la triste sensación de ahogo que acompaña a los años de la posguerra, en general. Baste recordar la excelente descripción de los días inmediatos en una novela temprana como "La colmena" de Camilo José Cela, situada en torno a la navidad de 1942:

"Mi novela, La colmena, primer libro de la serie Caminos Inciertos, no es otra cosa que un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad".  [ 5 ]

O la sordidez de los escenarios madrileños de "Tiempo de silencio" de Luis Martín Santos - que daría lugar por extensión a la denominación de una época. [ 6]

"Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, (…) tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos...".

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( Carlos Cánovas. Camino Ansoain. 1988)


Imperativos de la posguerra. La realidad, maltrecha y precaria, flotará sobre el aire de la época. Imponiendo, como un imperativo necesario, la obligación de dar cuenta de ella.

Hay un peso de los días, un peso de las cosas, tan triviales a veces, que no se puede eludir. Son años de aislamiento en España, de días nublados, de la imperiosa necesidad por encima de todo.

Como una reproducción de las polémicas del siglo XIX, una suerte de obligación moral, frente a la denominada a grandes rasgos Academia, pasa por la necesidad del realismo.

La Academia, la reproducción de la fotografía oficial, pasaba por el mantenimiento del llamado salonismo en algunas críticas.

"En la mayoría de los casos, estamos hablando de concursos cuyos jurados eran prácticamente los mismos, edición tras edición, lo cual conllevaba la fijación de unos cánones y de que, a partir de ellos, se premiara siempre un similar tipo de obra", recordaba el fotógrafo Gerardo Vielba el mundo de las exposiciones de la posguerra. El cual añadía a continuación esa suerte de obligación moral - y estética- de la realidad.

"El autor insiste que con "actual" debe de establecerse una clara sintonía con la realidad emergente, pero ante todo, es importante que lleve a la práctica a través de una "forma" acorde con esa pretensión de "actualidad".  [ 8]

 Una fotografía en blanco y negro da cuenta, desde las primeras décadas del aislamiento, de este escenario gris de la posguerra. Aparece, temprana, en la Barcelona de Francesc Catalá Roca en los 50. En los reportajes sobre el Barrio Chino de Joan Colom en los 60. En la oscura región de Sanabria, fotografiada por Carlos Saura en 1955... (Carlos Saura ilustraría una magnífica reedición de la Guía del Rastro de Ramón Gómez de la Serna en 1961). Carlos Pérez Siquier, desde el año 1957, había estado fotografiando ese barrio que había quedado al margen de la historia, La Chanca, en las afueras de una ciudad que había quedado al margen también, como Almería. (Juan Goytisolo editaría en París en 1962 su libro La Chanca, una suerte de diario de viaje, que figuraría como uno de los clásicos del realismo de la época). El Viaje a la Alcarria de Cela - otro de los clásicos de la época - se había editado en 1948 con las fotografías de Karl Wlasak. ("Con Karl Wlasak hizo el cronista, en tiempos aún no lejanos un viaje a pie por los campos y los barbechos, los vallecillos y las parameras de la meseta", comentaría el escritor sus recuerdos del viaje). [ 7]   Más tarde, en 1963, publicaría su Toreo de salón con fotografías de Oriol Maspons, y en 1965 Nuevas escenas matritenses con imágenes a su vez de Enrique Palazuelo.

Los fotógrafos de la década se agrupan en torno a Barcelona, a Madrid más tarde. Algunos, como Catalá Roca o Nicolás Muller, recorren las provincias, incansablemente. Luego, en Almería, surge el grupo alrededor de Carlos Pérez Siquier. Los fotógrafos de AFAL, agrupación surgida en Almería en 1956 en torno a la revista, afirmaban que: 

“Rompemos una lanza en pro de la fotografía de nuestro tiempo (…) reflejo de nuestra vida actual, sin concesiones ni “escapismo”, con toda su cruda actualidad de documento humano, vital, cálido y tremendamente sincero (…) España, ferozmente introvertida, continúa aferrándose a la tradición”. [9]

En otro lugar se comenta que :"Afal es una de las primeras plataformas  en hacerse eco de las publicaciones fotográficas internacionales más avanzadas de su época: Un Paese de Paul Strand, Moments preserved de Irving Penn o New York de William Klein, que cambian la historia de los fotolibros".

Entre las fotografías de la época, en blanco y negro, algunas retratan un escenario de las afueras de la ciudad, que ha empezado a surgir como una tierra de nadie, entre los nuevos bloques verticales que se levantaban en los descampados con que la inmigración del campo había comenzado a poblar las ciudades. 

( Humberto Rivas. 1980)

Aparecen en la obra de Paco Gómez, fotógrafo del grupo La Palangana de Madrid. En aquella España de los 60 comienza a retratar el paisaje, desolado, que las nuevas construcciones de las ciudades dormitorio, en descampados yermos, la inmigración urbana está creando. Junto con Miguel Mihura había publicado en 1961 un Madrid que le había editado la Dirección General de Arquitectura, en cuyas revistas colaboraba habitualmente. Una crítica de su trabajo comentaría que:

"El intenso componente poético de su trabajo se localiza en la belleza de lo desordenado, de lo ruinoso o decadente: escombros, humedades, grafitis, inscripciones en la materia que, sutilmente, como también hace la fotografía, remiten a la necesidad humana de dejar huella y testimonio de vida"  . [ 10]


( Manuel Laguillo. 1977-...)

Se recogen también en la obra de Enrique Sáenz de san Pedro, a su regreso de una estancia de once años en Inglaterra, que describe este escenario del retorno - y titula una de sus exposiciones con el rótulo de "Donde la ciudad termina". En alguna imagen desolada de Gabriel Cualladó - como su conocida "Sala de espera en la estación de Atocha". En la mirada negra, con referencias sociales, de Francisco Ontañón - que publica su "Vivir en Madrid" en 1964; de Leopoldo Pomés, que edita un ancestral "Toros" con fotografías de las décadas anteriores en 1955; de Ramón Masats, que ilustra entre otros el relato de Ignacio Aldecoa Neutral Corner, sobre el modesto boxeador Young Sánchez. O, más tarde, publica una excelente versión de las Viejas Historias de Castilla la Vieja de Miguel Delibes. En las fotografías del pueblo de Sotillo de la Adrada de Leonardo Cantero. De la Galicia profunda del pontevedrés Virxilio Vieitez... 

En la edición del Una Tumba del novelista Juan Benet, con fotografías de Colita, publicada en la editorial Lumen, se recogía de nuevo este escenario de las quintas, los hoteles de las afueras:

"un sinfín de piedras leprosas en forma de balaustradas, esfinges, tritones y otras estatuas de jardín en villas otoñales de otros tiempos, muy, muy lejanos".  [ 11]


( Gabriel Cualladó. 1957)

O, después, recogiendo una estética de la melancolía del tiempo de la industria, la visión vacía de un escenario industrial y como abandonado, en las imágenes de Carlos Cánovas - cuyos títulos como "En el tiempo" o "Extramuros" recogían algo de esta desolación. Lugares y fachadas ciegas de la antigua ría industrial de Vizcaya, o la de las afueras de Pamplona, en 1988... O, más lejos, la de un patio desolado en Budapest. 

(Preguntado en algún lugar por "los paisajes urbanos periféricos" de su obra, éste comentaba:

"Desde una perspectiva biográfica he vivido siempre en distintos lugares de la periferia urbana, y he atravesado esos escenarios una y otra vez, desde niño, para ir y volver a la ciudad").  [ 12

El lugar, tangible y ausente al mismo tiempo, de la periferia, como se definía en alguna parte... Era el paisaje industrial, ya casi en ruinas de los alrededores de Barcelona, que recrearía también el madrileño Manolo Laguillo, a partir de sus excursiones con el argentino Humberto Rivas - que había comenzado a publicar su Barcelona a partir de 1976. Vagaban por el centro de la ciudad a veces donde pervivían barrios como la Ribera, el Borne, Gracia y Horta. Pero también por unos alrededores de la decadencia industrial como el Poble Nou, el Carmelo, Sants, el Poble Sec o la Zona Franca...

Era un paisaje sin centro, que había quedado al margen. El centro de la ciudad estaba en otra parte. En su lugar, estos escenarios del después, que se sitúan al margen, en unas afueras que alguien recreó también con la denominación de la tierra de nadie: un lugar alrededor de la ciudad sin forma precisa, sin historia, sin proyecto, ni acontecimiento alguno. Excepto el de la sensación de que éste, que quizás nunca ocurrió, había sucedido ya antes.


( Carlos Cánovas. Budapest)


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[1]  J. M. Caballero Bonald/ Navia    Un Madrid literario  ed.  Lunwerg, Barcelona. 2009.
 [ 2]  Pio  Baroja     Las noches del Buen Retiro    ed. Caro Raggio,   Madrid, 1997.
[ 3]   Jean Baudrillard    América    ed. Anagrama, 1988.
[  4 ]  Pio Baroja       Vitrina pintoresca ( 1935)      eds. 98, Madrid, 2010.
[ 5]   Camilo José Cela    La colmena   (1ª edición)   Buenos Aires, Emecé, 1951.
[ 6 ]  Luis Martín Santos      Tiempo de silencio       Ed. Seix Barral, 1962
[7]  cit.. en Francisco Javier Lázaro Sebastian  "Fotografía española de los sesenta"   en Artigrama nº 35, 2020. 
[ 8]   cit. en exp.  Fotos & libros  España 1905-1977 ( ed. de Horacio Fernández)    MNCARS, Madrid, 2014-2015.
[9] Cit. en   "La fotografía en España"    Summa Artis, vol. XLVII     Espasa Calpe, Madrid, 2001.
[ 10]   en cat.  Fotografía documental en España     CARS, Madrid.
[ 11 ]    Juan Benet   Una tumba      ( fots. de Colita)    ed. Lumen, Barcelona, 1971.
[ 12]   Exp.  Carlos Cánovas       En el Tiempo        Museo ICO, Madrid,  2018.



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