La guerra había terminado hacía algún tiempo: indefinido, del que los relatos de la época no dan fechas precisas. Sino que de algún modo existía como un suceso anterior.
Era curioso. La novela de los 50 no se constituye a veces como una narrativa de la historia sino, en ocasiones, como la novela de un tiempo en suspenso, lejos de cualquier lugar.
En un relato como "Los bravos", de 1954, característico del quehacer de Jesús Fernández Santos - y con él de la narrativa de su generación - el pueblo que se nos describe, vagamente situado en la montaña leonesa, manifiesta su existencia después de un suceso, la guerra, que ha tenido lugar en algún momento, y cuyos episodios se recuerdan en sus calles de tanto en tanto. La guerra había terminado con la desazón del estado de cosas anterior a aquélla; y con el paisaje político y administrativo de aquellos años. La región tal como es ahora es la que pervivió después de la contienda.
Por qué entonces esta sensación de un territorio y un paraje sin historia, sin referencias al transcurso del tiempo y de unos acontecimientos - los de la propia guerra - que sucedieron en un momento impreciso... Y en su lugar la sensación de un tiempo y un lugar detenidos, inmóviles desde siempre: en suspenso, sin ningún acontecimiento.
"En el pueblo no pasa nada", dirá una crítica posterior de la novela. Y el propio escritor, refiriéndose a ella, comentará:
" Dice Faulkner, hablando de novela, que la finalidad de todo artista es detener el movimiento de la vida y mantenerlo fijo, de suerte que, cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a ponerse en movimiento en virtud de que es vida precisamente". [ 1 ]
Es la misma sensación que acompaña tantos lugares de la posguerra: la del tiempo en suspenso, inmóvil, lejos de la historia. "Esta sociedad barcelonesa es un reflejo de las posibilidades de una España de posguerra, en la que no pasa nada y de la que no se lleva nada", dirá una reseña de "Nada", la primera novela de Carmen Laforet, que había irrumpido en la narrativa de la época con el Premio Nadal de 1945.
Las ciudades en suspenso...Nada ocurre en Ávila, escenario de la primera novela de Miguel Delibes, "La sombra del ciprés es alargada" de 1948. ("Una Ávila no protegida por sus murallas, sino encerrada en ellas"). Es la sensación, entre otras, que acompaña a las calles de la ciudad provinciana y tediosa, sin acontecimientos, que recoge Juan Antonio Bardem en su película Calle Mayor, bajo los soportales de una avenida sin nombre (que eran en realidad las calles de Palencia o de Cuenca). Nunca pasa nada se titula una película posterior del director de cine, de 1963, rodada en la burgalesa Aranda de Duero. "La película se sitúa en un imaginario pueblo llamado Medina del Zarzal, que puede ser cualquier ciudad pequeña de la España de entonces", explicaba una reseña del estreno de la misma.
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Debían de existir todavía aquellos escenarios... Esa suerte de territorio urbano en los límites de la ciudad, de difícil denominación, sin mapas precisos, sin numeración en las calles o, en última instancia, sin calle siquiera. El poeta Jaime Gil de Biedma dedicaba un poema de su libro "Compañeros de viaje" de 1959 a la zona que en la noche acechaba a la ciudad, desde fuera, sin referencias. Lo tituló precisamente "Las afueras". (Las afueras se intitula asimismo, una de las mejores novelas de Luis Goytisolo, - ganadora en 1956 del premio Sésamo y en 1958 del Biblioteca Breve de novela - en realidad una serie de relatos cortos). [2]
Las afueras son grandes,
abrigadas, profundas.Lo sé pero, no hay quién
me sepa decir más?
Ciudad
ya tan lejana!
Una región sin términos precisos... “Más allá de la última parada" era el nombre de un cuento de Ignacio Aldecoa del año 1959, en el que el protagonista se dirigía a ese territorio sin marcas, en el límite, en el que la única denominación era que estaba "más allá":
"El paisaje le era enteramente desconocido. A su derecha, una larga pared cortada de improviso deja ver un campo de trigo mísero, apenas crecido, surgiendo a continuación hasta parecerle interminable. A su izquierda, la acequia, la calzada de la carretera, la acequia del lado opuesto y una alambrada de espinos acotando tierra parda, sin labrar; diríase tierra sin dueño".
La ciudad, que el hombre había dejado atrás, estaba muy lejos de pronto.
"A sus espaldas, la ciudad se difuminaba en la neblina azulenca, de la que surgían altos edificios, negros, con las ventanas reflejando en sus cristales una luz mineral (…)Vio la última fuente de la ciudad, vio el verdadero hito del final de la ciudad, aunque ésta quedaba muy atrás...".
Más allá de las calles hay un territorio sin marcas. No tiene nombres, que pertenecen a lo definido, a la urbe. En otro relato anterior de Ignacio Aldecoa - "Quería dormir en paz" del año 1953 - dos guardias tropezaban con un hombre indocumentado en un paseo. El hombre no sabía explicarles dónde vivía. Estaba al otro lado del río. No tenía nombre.
“- ¿Dónde vive?
- Al otro lado del río, cerca del Puente Grande.
- ¿En qué calle?
- No es una calle.
- ¡Cómo que no es una calle!
- No, es que vivimos allí algunas familias". [ 3]
(Juan García Hortelano, en sus "Nuevas amistades" en 1959 había recreado este lugar sin nombres ya, al que se accedía desde el centro de la ciudad y su paisaje con rótulos:
"Caminaron por calles desconocidas para Gregorio. Juan se detuvo al final de una de ellas, en un descampado.
- ¿Qué es esto?
- Allí - la mano indicó unos desmontes parduscos, más allá de unas casuchas y un edificio de ladrillos rojos - están las vías del ferrocarril").
Paradoja de la literatura de posguerra, la denominada a grandes rasgos novela del realismo, ésta, en sus mejores momentos, y a despecho de la imposición teórica de la época, que la obligaba "a dar cuenta de las circunstancias históricas de la época", nos describía un espacio al margen de la historia, al límite de la geografía, en un tiempo insólito. El del escenario de los límites de la ciudad, los barrios sin nombre, el tiempo sin acontecimientos de los solares extremos, las quintas aisladas, de las ventas suburbanas.
Quizás aún perduraran las colonias de hoteles, ensimismadas y al margen... Barcelona, sede urbana de la colonia de escritores de la editorial Seix Barral - la otra era el Hotel Formentor, en Mallorca, o el Hotel Suecia, cuando acudían a Madrid a seguir departiendo entre copas - era una ciudad ejemplar en ese sentido. Rodeada de colonias en dirección a la costa o al Tibidabo, nada más cruzar el Puente de Vallcarca la urbe se disolvía en un amable caos de hoteles en las colinas, de jardines encrespados y profusas verjas oxidadas, que no podían sino guardar quién sabe qué secretos al margen del tiempo. A despecho de la obligación del concurso del Premio Biblioteca Breve, al que los autores frecuentaban, de que "el Jurado tomará primordialmente en consideración aquellas obras que por su contenido, técnica y estilo respondan mejor a las exigencias de la literatura de nuestro tiempo”.
Las "exigencias de nuestro tiempo"... A los barceloneses el tiempo sin referencias se les escapaba, en medio de aquellos hoteles donde la ciudad se había clausurado en un momento incierto.
En algún lugar de sus memorias, el poeta y editor Carlos Barral hablaba de su llegada, recién casado, al barrio de San Gervasi:
"Las calles y callejas estaban en su mayor parte formadas por humildes chaletitos de dos plantas, con ventanas orladas de adornos finiseculares al gusto del albañil y había corralones y vaquerías que olían a fuertemente a pelo de animal estabulado(…) y forjas artesanales y tiendecillas diminutas y raras".
En algún lugar de sus memorias, el poeta y editor Carlos Barral hablaba de su llegada, recién casado, al barrio de San Gervasi:
"Las calles y callejas estaban en su mayor parte formadas por humildes chaletitos de dos plantas, con ventanas orladas de adornos finiseculares al gusto del albañil y había corralones y vaquerías que olían a fuertemente a pelo de animal estabulado(…) y forjas artesanales y tiendecillas diminutas y raras".
En una visita al editor Jaime Salinas, que habita en ese momento en un chalet cercano al remoto Puente de Vallcarca - y a los jardines del Turó del Puxet - el poeta Gil de Biedma anota:
" Luego bajamos al jardín. Aprieta el calor, canta un pájaro, - hay una pajarera en el jardín de al lado-, huelen los árboles. Siente uno que aquel mundo lentísimo aún sigue ahí, tapado por el estruendo de la vida (...)". [ 4]
La definición más precisa, - aparte de una referencia casi constante en todas las obras a cierta guerra civil ocurrida en el pasado - fuera quizá la del propio Gil de Biedma, cuando declaraba: " Yo nací en la edad de la pérgola y el tenis". Definición inolvidable que nos remitía de nuevo a tardes inacabables en jardines secretos, invisibles desde afuera.
Pero es que, a despecho de las imposiciones teóricas de un J. P. Sartre omnipresente en aquellos años - y de la expresión "nuestra época" referida al franquismo y al imperialismo yanqui a partes iguales - al propio Biedma se le escapaba en cuanto podía la noción de cierta intemporalidad latente en el fondo de una poética formada en noches inagotables, y en los barrios de imposible certeza de aquella Barcelona de fiestas y jardines privados.
Como cuando nombra en "Barcelona ja no es bona...":
Algo de ese momento queda en estos palacios
y en estas perspectivas desiertas bajo el sol,cuyo destino ya nadie recuerda.
Quizá. O esas colonias de veraneo, en la costa o la montaña, donde todo acontecimiento carecía de referencias más allá, y era la repetición de un verano igual: absorto, mudo, sin marcas. (Juan García Hortelano, entre otros, lo dibujaba en su conocida novela "Tormenta de verano". O Ignacio Aldecoa en la melancólica "Los Pájaros de Baden-Baden"). Era curioso: en un lugar de veraneo, en el pueblo de San Rafael, había situado Jesús Fernández Santos un breve cuento, "El primo Rafael", donde se narraba como una historia lineal, con fechas y lugares concretos, el comienzo de la guerra que a él, estudiante de Bachillerato, le había sorprendido en la colonia de veraneantes. Era el mes de julio:
"Nunca había visto los chalets envueltos en aquella bruma cenicienta que ascendía prendida a los pinos hasta tornarse como un fuego dorado en el aire. Ni la explanada ante las casas, naciendo en sus infinitos detalles al primer sol del día, surcada hasta donde la colonia terminaba, por las sombrillas escuetas de los cardos". (5)
"Nunca había visto los chalets envueltos en aquella bruma cenicienta que ascendía prendida a los pinos hasta tornarse como un fuego dorado en el aire. Ni la explanada ante las casas, naciendo en sus infinitos detalles al primer sol del día, surcada hasta donde la colonia terminaba, por las sombrillas escuetas de los cardos". (5)
Más tarde, una nueva urbanización iba a arrasar ese paisaje. Y el espectáculo global clausuraría la posibilidad de todos los territorios al margen.
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En "Volverás a Región" la emblemática novela de 1967 en donde Juan Benet recreaba - una vez más- el mítico territorio de Región, la fantasiosa comarca situada vagamente en la montaña leonesa, el escenario poco a poco iba perdiendo su teórica localización para ir adentrándose, según se ascendía por el páramo y la montaña, hasta Mantua, la inalcanzable región del Numa, su no menos mítico guardián. Allá donde muy pocos accedían y, desde luego, ninguno regresaba.
Hasta un cierto lugar la comarca aún poseía nombres propios: el río Torce, Bocentellas, la Torre de don Salvador... Más allá los nombres se pierden, y aún las referencias. Y es en torno a este territorio, situado en el límite, más allá del mapa y la historia, al que la novela va a hacer constante mención, a su obsesiva y remota presencia.
Éste es, de nuevo, un lugar de momento impreciso, donde todos los sucesos son anteriores, sin historia.
“La gente de Región - nos dice Benet - ha optado por olvidar su propia historia: muy pocos deben conservar una idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos, de una edad dorada y adolescente que terminó de súbito en un momento de estupor y abandono".
Y en su estupor impreciso, en su paraje innombrable y suspenso, se establecerá de nuevo el relato. Sin acontecimientos, sin sucesos. Que no se refieran, una y otra vez, sino a una morosa, ausente repetición.
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El escultor Alberto habría hablado de sus primeros encuentros con Benjamín Palencia, el pintor de Barrax, alrededor de 1927. Frente a la noción de París en el horizonte - adonde en uno u otro momento tantos artistas plásticos iban a parar, entre otros el propio Palencia - ellos eligen un escenario más inmediato y cercano, teñido por la marca de lo suburbano, en los alrededores de un Madrid que aún conserva la memoria y los signos del origen rural de sus habitantes. Y de sus calles y sus casas, tan próximas aún a un extrarradio que no ha trazado todavía el corte, tajante, con el mundo rural que lo rodea. (Antes, hacia 1926, se había iniciado la amistad del toledano con el escultor canario Francisco Lasso, en el Café de Oriente. Según se nos relata en otro lugar "Ambos recorren los alrededores de Madrid, buscando motivos de inspiración en suburbios y campos”). [6]
Alberto y Palencia inauguran, según las palabras del escultor, la costumbre de citarse todas las tardes, "hiciera el tiempo que hiciera", en un andén de la estación de Atocha. A partir de ahí, y siguiendo en cierto modo el itinerario paralelo a las vías del tren, su periplo cruzaba por los barrios del este de la capital hasta Villaverde Bajo, para alcanzar finalmente el pueblo de Vallecas, un villorrio manchego y campesino aún, en donde, sobre un austero cerro rebautizado como Cerro Testigo, divisaban la llanura, gris y de estériles barrancos, de los alrededores.
Con el tiempo, diversos personajes se irían incorporando al periplo vallecano de aquellos - como Moreno Villa, Maruja Mallo, Rodríguez Luna, Luis Castellanos, el poeta Alberti y aún el propio García Lorca, según testimoniara años más tarde el recuerdo del tabernero de Vallecas.
Clausurada la costumbre peripatética por la Guerra Civil - en donde el poblado de Vallecas fue frente militar durante algún tiempo - otra tradición nos habla de cómo el periplo y la estética de los campos desolados, se habrían reiniciado en cierto modo con el encuentro de un grupo de jóvenes pintores, aún en la Escuela de Bellas Artes, con la figura un tanto iniciática de Benjamín Palencia. Quien, poco a poco, iría descubriéndoles de nuevo los rituales de aquel itinerario suburbano y manchego que la contienda había clausurado. Flotaba, vago, el recuerdo de la estética del escultor Alberto y Álvaro Delgado, el mejor narrador del grupo, reconocería siempre que aquél había sido "el descubridor de aquel paisaje de greda y cal" que luego ellos reconocían en el pueblo madrileño, en las eras, los cerros y las ventas de aquel itinerario. En algún lugar, Maruja Mallo - en una conferencia ya en Buenos Aires en el año 39 - recordaba aquel escenario que, según ella, "se desborda hasta las ciudades":
"Las faenas, las noches y los días, compenetración de arados y lunas, soles y hoces, graneros y estrellas. Campos agostados y deshechos por las heladas donde el pan, el vino, el aceite, se desborda hasta las ciudades, se extiende hasta el mar". (7 )
"Las faenas, las noches y los días, compenetración de arados y lunas, soles y hoces, graneros y estrellas. Campos agostados y deshechos por las heladas donde el pan, el vino, el aceite, se desborda hasta las ciudades, se extiende hasta el mar". (7 )
Unas fotografías en el opúsculo de Raúl Chávarri sobre la denominada "Escuela de Vallecas" en 1975, nos lo describen, el escenario antiguo y reconocible. Los campos sin árboles, los cerros secos, las casas de labranza, un merendero en medio de un camino, la ciudad a lo lejos.
La ciudad en el horizonte... Mito o realidad, la denominación posterior de la llamada "Escuela de Vallecas" hacía alusión, de nuevo, a la presencia de este escenario de las afueras en la poética de la posguerra.
En un relato posterior, el pintor Álvaro Delgado narraba el itinerario del mismo:
“Quedamos citados en el malecón de la estación de Atocha e iniciamos la marcha hacia el pueblo de Vallecas (...) Recuerdo que era un día gris, hacía frío y los pocos árboles que flanqueaban el camino no tenían hojas. Hicimos parte de la ruta por la carretera general de Valencia y ya próximos nos metimos campo a través para ver la pequeña villa desde la vía del ferrocarril de Barcelona. La torre de la iglesia se alzaba sobre un paisaje de casas de labor, rastrojeras y tierras de barbecho. Al fondo, un cerro grande salpicado de manchas de tomillo”.
Y, más adelante:
“Algunos pares de mulas retornaban del trabajo a la cuadra cabalgados por hombres de campo, sin edad. Entramos en el pueblo, deambulamos por las calles y pasamos a un viejo café que había en la plaza, junto al Ayuntamiento y donde un grupo de campesinos se calentaba junto a la estufa”.
Aisladas, en tierra de nadie, en un tiempo cuyos últimos acontecimientos se han clausurado en un momento anterior que casi nadie recuerda... La narrativa de la llamada "Generación del Medio Siglo" retorna una y otra vez a estas quintas, estos jardines arruinados, estos símbolos - gárgolas, fuentes, cariátides, verjas cerradas - de una remota celebración que ya a nada remiten.
“De entre todas las quintas de la vega del Torce, al norte de Región, la de mi abuelo, con ser de la más modestas, era una de las mejor emplazadas". Con esta alusión a una quinta apartada, se inicia Una meditación, una de las novelas más conocidas de Juan Benet. [8 ]
Su escenario, inevitablemente, remite a un momento anterior del que los jardines, las verjas arruinadas, el aislamiento de las colonias, apenas guardan eco.
"Rara vez se había abierto aquella puerta del jardín de atrás, que permanecía todo el año cerrada con un candado enmohecido y atrancada con una barra de fundición (…)
En otro tiempo la casa había tenido un cierto tono; una residencia de tres plantas, construida en un cuartel apartado con la honorable pretensión de figurar un día en el centro más estricto de un futuro barrio distinguido".
Comenzaba el relato "Después" del mismo Juan Benet. El cual, cuando alude más tarde al presente de la mansión, lo hace describiendo su abandono:
"(…) condenada para siempre, rodeada de huertos malsanos, pequeños y negros, y vertederos humeantes y pirámides de bidones vacíos, y chabolas de chapa, y lonas y charcas de agua parda...". Era un tiempo del después, como el título proclamaba - y de una presencia como la del sureño William Faulkner, que el escritor siempre reconoció, sobre la prosa del relato. Pero también sobre la noción, como en los legendarios condados del sur de aquél, de un pasado aristocrático ya desvanecido.
El relato de un tiempo ya detenido, que sucede después de unos acontecimientos que tuvieron lugar en el pasado, y en un lugar que se sitúa más allá de lo nombrable, un espacio en suspenso igualmente, se repite en los cuentos del autor situados vagamente, una y otra vez, en torno a ese lugar que es Región - al norte, en un territorio que recuerda también, imprecisas, las comarcas de la montaña de León. Una novela corta como Baalbec, una mancha - incluida en el libro Nunca llegarás a nada de 1958- recreaba de nuevo el retorno a un lugar donde todo había sucedido en otro momento. Pero cuya huella, silenciosa y ominosa, llegaba hasta el presente.
"Yo había vuelto a Baalbec para contemplar un jardín talado, una chimenea torcida, unos grifos secos, las manchas de humedad en las paredes de un salón reducido, un balcón de metal deployé con sus chapas levantadas, oxidadas y rotas; una fachada salpicada de agujeros, por donde se vaciaba el contenido de una fábrica de cascote suelto y madera podrida".
En "Las afueras" la novela con la que Luis Goytisolo ganaría el premio Biblioteca Breve en 1958 el primero de los relatos se iniciaba con la referencia a una finca de nuevo, a la que el protagonista regresa después de un tiempo que no alcanzamos a medir. Era una quinta, una villa en las afueras.
“Durante un cierto trecho no era posible ver de la casa más que aquella torre asomando sobre los árboles del jardín, envuelta en viña virgen ". Más adelante, se repite la configuración melancólica de aquella quinta entre lo rural y lo urbano. “Era una construcción ochocentista, mezcla de masía y villa de recreo".
La constitución nostálgica de estos lugares del relato se reitera en las condiciones de la propiedad. Ésta, La Mata, había conocido tiempos mejores.
“De las tierras en las que habían trabajado más de veinte jornaleros, ahora se ocupaba una sola familia, más en calidad de guarda que de otra cosa y el bosque y las zarzas fueron invadiendo los sembrados ". [9]
En este escenario limítrofe ya, en donde todo suceso se remite a un tiempo anterior, clausurado en virtud de una antigua condena, cuya formulación nunca se enuncia, se desarrolla, a partir de su incierta geografía, el relato, todos los posteriores acontecimientos.
El novelista Juan Marsé había hecho alusión a este escenario marginal, desde luego, en su excelente recreación del barrio del Guinardó - hoy desaparecido - en su " Si te dicen que caí", o, más adelante, en "Ronda del Guinardó". Todo el hipotético acontecimiento de la novela "El Jarama", la tan citada creación del joven Sánchez Ferlosio, - si es que alguno hay - transcurría en un merendero banal del banal escenario de las afueras del río Jarama, en un periplo dominguero y sin sentido alrededor de la ciudad.
Juan Benet, desde luego, regresa una y otra vez a este tiempo de las quintas, de los hoteles en las afueras.
Como un ejercicio casi emblemático, el cuento "Duelo" -incluido en "Nunca llegarás a nada", su primer libro de relatos del año 1961, que pasó completamente inadvertido en su primera edición - incluye una descripción de la casa más allá de la villa. Y más allá, en cierto modo, del tiempo de ésta.
“La casa se hallaba en las afueras del pueblo, en un lugar a trasmano visitado algunos domingos templados por unas pocas parejas de excursionistas. Una quinta residencial desplazada de lugar y de estilo (...) rodeada de una pequeña huerta baja, que hoy es una selva de corpulentos matorrales; erigida sobre una terraza de años ha desaparecidos jardines italianos (...) Empero se conservaba todavía un antiguo cenador estilo floreal, un montón de herrumbre, junto a una fuente (...)".
Y, en otro lugar del libro, como un escenario que se reitera, los emblemas del mismo escenario: la verja que se oxida, la puerta clausurada, la maleza del jardín... En otro relato describirá a "la señorita Amelia, una de las más significativas reliquias de las grandes familias ".
Paisajes de después de la historia, escenarios clausurados, periplos sin destino...Olvidado el origen, pero en cierto modo condenados a su oscura presencia, Mantua, la finca inalcanzable, el Numa, su misterioso guardián, flotan sobre Región, la comarca emblemática sobre la que retorna a veces la narrativa del escritor. Pero "En Región apenas se habla de Mantua ni de su extraño guardián" nos recuerda éste.
Se reiteraba la advertencia barcelonesa de Gil de Biedma
estas perspectivas bajo el sol
cuyo destino ya nadie recuerda
El tiempo había quedado en suspenso, de nuevo. Estas quintas, estos lugares de los límites, estos emblemas ya sin sentido, lo nombraban. En paisajes sin historia, escenarios de las afueras.
[ 1 ] en www. jesusfernandezsantos.es
[ 3] En Ignacio Aldecoa Cuentos completos ed. Alfaguara, 1995.
[ 4] Jaime Gil de Biedma Diario del artista seriamente enfermo ed. Lumen, Barcelona, 1974.
[ 5] Jesús Fernández Santos Cabeza rapada ed. Seix-Barral, Barcelona, 1958.
[ 5] Jesús Fernández Santos Cabeza rapada ed. Seix-Barral, Barcelona, 1958.
[6] Vid. Raúl Chávarri Mito y realidad de la Escuela de Vallecas Ibérico Europea de Ediciones, Madrid, 1975.
[ 7 ] Cit. en Patricia Molins exp. Campo cerrado CARS, Madrid, 2016.
[8] Juan Benet Una meditación Barcelona, ed. Seix Barral, 1970.
[ 7 ] Cit. en Patricia Molins exp. Campo cerrado CARS, Madrid, 2016.
[8] Juan Benet Una meditación Barcelona, ed. Seix Barral, 1970.
[ 9] Luis Goytisolo Las afueras ed. Seix Barral, 1958