James Joyce, con Nora Barnacle y sus hijos Giorgio y Lucía, llegarían por fin a Zurich el 21 de junio de 1915 - día de San Luis Gonzaga, apunta una biografía - e inmediatamente alquilaron unas habitaciones en el mismo hotel Gasthaus donde habían pasado una breve estancia en su primera salida de Irlanda, unos años antes. No tenían una intención definida, más allá de la necesidad del exilio de Trieste. "Me detuve en Zurich - escribía a su amiga Miss Weaver- como la primera gran ciudad más allá de la frontera".
Era un viaje forzado desde Trieste, las calles sobre el Adriático en donde habían transcurrido las últimas temporadas, y en donde la condición de ciudadanos británicos les había llevado a una situación insostenible. La ciudad aún pertenecía al Imperio Austro-Húngaro y el escritor acudió al consulado para solicitar el viaje a la neutral Suiza, en medio de la contienda. (Varios años más tarde, y ya en París, el irlandés Joyce le comentaría a Ramón Masoliver su grato recuerdo de Trieste: "Con el paralelismo entre Génova y su Trieste, dos anfiteatros resguardados en la montaña para mejor dominar el mar y hacer propias todas las experiencias de la vastedad del mundo").
Zurich ya estaba repleta de refugiados de los más diversos lugares de Europa, que acudían a su neutralidad en la guerra. Su propio escenario, aislada entre las colinas cercanas sobre el lago y el río Limmat, bajo el castillo de Lidenhof y los Alpes al fondo - a menos de 30 kilómetros - debía de favorecer esta sensación de aislamiento, sosegado y un tanto melancólico, mientras, más allá de las montañas, la guerra continuaba su feroz transcurso.
Joyce, que venía de la irreal Trieste - en la inquietante definición repetida por Claudio Magris y la literatura triestina- debió de expresar al principio un cierto rechazo a su provinciano paisaje:
"Las montañas circundantes -"estos grandes terrones de azúcar" como las denominaba- le aburrían cuando no le producían una cierta sensación de claustrofobia", nos describe una biografía del escritor. Acuciados, como de costumbre, por los problemas económicos, la familia del irlandés recibiría sin embargo la inesperada ayuda de un organismo del Reino Unido, la Royal Literary Fund, promovida entre otros por la iniciativa de W. B. Yeats; de la llamada Lista Civil; alguna otra subvención particular... Y desde luego de las clases de inglés que el autor anuncia inmediatamente en la ciudad, siguiendo la actividad de la escuela Berlitz a la que se había dedicado en el antiguo puerto franco.
No habían pensado en ningún momento en regresar a Irlanda.
A pesar de la distancia eran sin embargo tiempos favorables a la difusión de la obra del escritor, largamente detenida. En la estancia en la ciudad adriática había editado su Chamber Music, el libro de poemas que había conocido una efusiva crítica por parte de Pound. El año anterior se había publicado igualmente su libro de relatos Dubliners y Joyce podía dedicarse en Zurich a revisar el Stephen Hero - de su Portrait of the Artist as a Young Man-, y sobre todo a proseguir los capítulos de la nueva novela, Ulysses. En Locarno, donde pasan tres meses del invierno de 1917 en la pensión Villa Rossa, culminaría, se nos dice, los tres capítulos de Proteus, dentro de la novela.
"Aunque Joyce y Nora se disgustaron con el bochornoso clima de Zurich, pudieron al poco encontrar la ciudad interesante. Estaba atestada de refugiados, algunos de ellos especuladores de moneda o bienes, otros exiliados políticos, otros artistas..." - nos cuenta otra crónica de aquellos días.
Desde luego, al poco, Joyce - que se había quejado en una estancia anterior en Roma de "no encontrar un solo café parecido a sus refugios habituales en Trieste"- ya había conocido una serie de lugares cotidianos en la ciudad, en donde se encuentra con otros exiliados de la misma. Principalmente judíos ("había judíos de Polonia, de Rusia, de Rumania, de Austria, de Holanda, de España o de Italia..."), pero también de la populosa y animada colonia griega. Con alguno de estos últimos pudo embarcarse en una larga discusión sobre los lugares de la Odisea, que estaba recreando en su homérica narración dublinesa. El café Terrasse -un clásico-, el "Restaurant zum weisses kreuz" o el "Club des Étrangers" aparecen ya en sus periplos cotidianos por las calles. En donde, se cuenta en algún otro lugar, disfrutaba sobre todo de un itinerario habitual por las riberas del río Limnat, que dividía la ciudad baja. Con su amigo Weiss inicia de nuevo los largos paseos por una Zurich apacible a lo largo del lago, los puentes, las calles en cuesta del casco medieval y las silenciosas villas de la ribera.
La ciudad permanecía al margen de la guerra. El médico y activista alemán Richard Huelsenbeck, que viajaría a la misma unos meses más tarde, la describía como:
"Quien llegaba a Zurich se había salvado del océano de sangre, aunque fuese por poco tiempo. Aquí había un ambiente de vacaciones alejadas-de-la-muerte, un desenfado que se mezclaba con la melancolía".
Una anotación posterior, esta vez del novelista Stefan Zweig, nos describe la sensación de haber llegado a un país neutral, tras haber residido en su Austria natal en guerra los meses anteriores:
"Al día siguiente proseguí mi viaje y llegué a la frontera suiza. Es difícil describir lo que entonces significaba el paso de un país beligerante, encerrado, hambriento a otro neutral. Había sólo unos minutos de una estación a otra, pero desde el primer segundo se tenía la sensación de salir de un ambiente cerrado, asfixiante, al aire fresco, impregnado de emanaciones de nieve".
Y, más adelante: "Por las noches me sentía impulsado a pasear durante horas y horas por las calles de Zurich y a lo largo de las riberas del lago. Las luces irradiaban paz; los hombres conservaban la serenidad de la vida".
Exiliados como el alsaciano Hans Arp y su mujer Sophie Taeuber, o los rumanos hermanos Janco y el poeta Tristan Tzara ya estaban allí. También el pacifista francés Romain Rolland, Franz Masserel, la escritora Else Lasker-Schüller o Marcel Slodski. Herman Hesse, el sueco Viking Eggeling o el holandés Otto van Rees. Hans Richter, Christian Schad, Alexei Jawlensky o Franz Wedekind. O los bolcheviques exiliados Lenin, Zadel y Zinoviev, que preparaban la revolución soviética jugando al ajedrez en el café Terrasse - o visitando a diario la biblioteca municipal de la ciudad.
Algunas noticias recordarán también la asistencia de los exiliados en ese tiempo al apartado lugar de Ascona - a cuyo célebre Hotel Monte Veritá habían acudido ya años antes viajeros como Herman Hesse, Stefan George o el novelista D.H. Lawrence. En el verano de 1916 cuenta la misma noticia "la escuela de danza de Rudolf von Labau - que participa en las primera manifestaciones del cabaret Voltaire - se traslada desde Zurich al Monte Veritá. Sophie Taeuber va allí a bailar y Hans Arp a trabajar. Richard Huelsenbeck, Hugo Ball y Emmy Hennings, Hans Richter (todos, salvo Tzara, que detesta la naturaleza) viajan a Ascona".
El escritor y director teatral alemán Hugo Ball había llegado a Zurich a primeros de mayo de 1915, junto a su compañera, la también escritora y artista de cabaret, Emmy Hennings. Requerido por su amigo Walter Serner para colaborar en la revista Der Mistral, y habiendo sido declarado inútil para la guerra, aceptarían la invitación inmediatamente. Ball, que había participado como soldado en los primeros meses de la guerra, abandonaba Alemania después de haber visitado el frente belga, y haber rechazado participar en el escenario de la contienda desde entonces.
En algún lugar de su "Huida del tiempo", el libro de notas de Ball de esos años, había escrito al regreso de su estancia en Bélgica:
"He pasado catorce días en la frontera. En Dieuze vi las primeras tumbas de soldados. En la fortaleza de Manonvillers, que acababa de ser atacada, encontré entre los escombros un Rabelais hecho trizas. Luego vine aquí, a Berlín. A uno le gustaría entender, comprender. Lo que se ha desatado ahora es la maquinaria global al completo y el diablo mismo. Los ideales son sólo etiquetas postizas. Todo se ha desmoronado, hasta los últimos fundamentos".
No debieron de ser tiempos fáciles para el antiguo director teatral y su compañera, la artista del cabaret de Munich Simplicissimus, al principio. Con documentación falsa, sin ingresos, habiendo cortado con sus relaciones con su país, de hecho hubieron de sufrir una detención por parte de la policía suiza, que desconfiaba sobre todo de las equívocas actividades de Emmy Hennings - que ya había sufrido un encarcelamiento en Alemania por diversas acusaciones, a raíz del cual escribiría su relato Cárcel.
Alternarían diversos oficios y Ball ejercería de pianista en varios garitos de la ciudad baja, hasta que al poco tiempo son contratados por la "muy nombrada compañía Flametti" de variedades. "Allí trabajaron varios meses compartiendo escenario con tragafuegos, contorsionistas, magos y bailarinas". El pintor Christian Schad recordaría alguna de aquellas veladas en donde aparecía la Hennings "ligeramente vestida" acompañada de varias intérpretes cantando "los trillados éxitos de la Belle Époque junto a un desafinado piano tocado por Hugo Ball arrinconado en el escenario, que tenía el mismo sonido de un acordeón asmático".
A raíz de aquella temporada con la compañía y los viajes por los ínfimos teatros suizos Hugo Ball escribiría una novela, traducida como "Flametti o el dandismo de los pobres", en donde relataba la azarosa experiencia. En carta a su amigo August Hoffmann comentaba:
"He escrito una novelita cuyo concepto terminé ayer... El argumento lo da un barrio de apaches. El héroe lo representa un director de variedades... No hay dentro ni una sola frase que no haya vivido yo personalmente. Debes de saber que durante seis meses he dormido y comido con esa gente ya que era pianista con ellos... He pasado tiempos penosos, peores de lo que nadie puede imaginarse, pero he aprendido mucho sobre la sociedad burguesa".
Desmantelada la compañía "Flametti" que "ofrecía su espectáculo en la planta baja del hotel Hirschen situado en una pequeña plaza en Niederdorf, el barrio de la diversión en Zurich", durante algún tiempo debieron de crear su propia compañía, la Arabella Ensemble, con la cual "ofrecieron unas cuantas actuaciones fuera de Zurich". Ciertamente efímera, la compañía se disuelve enseguida.
Al poco tiempo entraron en contacto con el holandés Jan Ephraim, dueño de una taberna, La Lechería, situada en el equívoco barrio, al que convencieron de que un cabaret literario como el que ellos proponían en su local "ayudaría en gran medida a la venta de cervezas". Jan Ephraim, antiguo marinero, que había viajado por todos los mares conocidos del mundo y había recalado al fin en la apacible Zurich, aceptó al poco. En el salón de la taberna había tenido lugar con anterioridad alguna representación de "espectáculos de variedades con bailarinas ligeras de ropa, pianistas dipsómanos, harapientos, hombres fuertes y magos" y el marino holandés pensó que el público de artistas que aquellos le prometían constituiría un nuevo aliciente para el local.
El cabaret - una pequeña sala al fondo de la taberna - se inauguró el 5 de febrero de 1916. (Años después el poeta Tristan Tzara recordaba la calle como "el más oscuro de los callejones a la sombra de unos esqueletos arquitectónicos, donde encontrabas discretos detectives entre las lámparas rojas de la calle"). Para la apertura el artista alsaciano Hans Arp había pintado de azul y negro las paredes y el fondo del escenario, el rumano Marcel Janco aportaba alguna máscara y un cuadro - hoy desaparecido- del recinto y el polaco Marcel Slodski había grabado el cartel anunciando la presentación de la velada. Ball se había encargado de anunciarla a la prensa local. Hans Arp había llevado a su vez varios cuadros para la decoración, suyos o de Alberto Giacometti, Otto van Rees o A. Segall entre otros, junto a una serie de aguafuertes de Picasso.
Hugo Ball recuerda la inauguración del cabaret:
"El local estaba lleno a rebosar: muchos ya no podían encontrar sitio. Hacia las seis de la tarde cuando todavía se martilleaba activamente y se colgaban carteles futuristas, apareció una delegación de aspecto oriental integrada por cuatro hombrecitos con carpetas y cuadros bajo el brazo, que se inclinaban una y otra vez cortésmente. Se presentaron: el pintor Marcel Janco, Tristan Tzara, Georges Janco y un cuarto señor cuyo nombre se me ha ido (...) Tzara leyó esa misma tarde versos de estilo antiguo, que rebuscaba en los bolsillos de una manera bastante simpática".
Los primeros tiempos del cabaret celebraron unas representaciones ciertamente eclécticas. No había nada parecido a un programa en ellas, más allá de un cierto gusto literario por lo "moderno" y el recuerdo de la tradición del cabaret alemán. Las lieder de Emmy Hennings se intercalaban con lecturas de poetas expresionistas y la intervención entusiasta y espontánea de una orquesta de balalaicas rusas, que recreaban un amplio repertorio folklórico. ("Los rusos habían prometido acudir todas las noches"). Alguien cantaba composiciones populares danesas, mientras Tzara leía poemas de Max Jacob. Ball interpretaba a veces alguna pieza musical del impresionismo musical francés; las canciones de Franz Wedekind eran habituales entre ellas.
La improvisación era usual, asimismo, en aquellas noches. "Un señor pequeño, bonachón, a quien ya se aplaudía antes de que se subiera a la tarima, el señor Dolgaleff, presentó dos piezas humorísticas de Chéjov, luego cantó canciones populares (...) Una señora desconocida lee Yegorovska de Turguéniev y versos de Nekrásov.
Un serbio (Pavlovac) canta apasionadas canciones militares entre estrepitosos aplausos. Ha participado en la retirada hacia Salónica.
Música de Scriabin y Rachmaninoff al piano".
Poco a poco sin embargo el cabaret comienza a adquirir un cierto carácter reivindicativo y el poema de Ball "Danza de la muerte" contra el militarismo alemán, empieza a ser recitado todas las noches, con la participación del público. Con la melodía del So leben wir repetían un estribillo donde el poeta había escrito: "Te estamos agradecidos, te estamos agradecidos/ amado káiser, por tu misericordia, / por habernos elegido para la muerte".
Alguien describe: "Ella [Emmy Hennings] canta una canción de soldados de su amigo Hugo Ball en esa guerra, mientras su blanca, delgada cabeza semeja una calavera.
Canta con una melodía sencilla, casi alegre y en cada verso se oye el sarcasmo y el odio al señor emperador, la desesperación de los hombres perseguidos por la guerra".
Alentadas a su vez por Ball, se extendió el uso de las máscaras en todas las actuaciones. (De Ball, como antiguo director teatral se recordaba su "llamado teatro expresionista, un teatro que recurre a la utilización de máscaras y de imágenes primitivas"). En otro lugar se nos indica que "fue Janco quien introdujo la danza a través de las máscaras". En las escasas fotografías que conservamos de las noches de Zurich las máscaras acompañan ya siempre todas las veladas.
Las máscaras suponían una ruptura decidida del tiempo de la historia. Su utilización, la creación de aquellas caretas mecánicas e inquietantes - sobre todo por parte de Sophie Taeuber y Hans Arp, pero también por Marcel Janco - aludían a una suerte de momento primitivo, una repetición del arquetipo y el personaje primordial que hubieran tenido lugar en otro momento, fuera de la historia. Habían aparecido ya en la fascinación de artistas como Kirchner o Barlach, quienes después de haberlas contemplado en el Museo Etnográfico de Dresde las habían incorporado a su obra. ("Por lo que atañe a su orientación pictórica - El Puente- cobró impulso cuando Kirchner descubrió unas estatuas negras en el Museo Etnográfico de Dresde", comentaba el Lionel Richard del Expresionismo...). Pero también, se nos cuenta en la clásica historia de Mario de Michelis, Vlaminck, Derain, Picasso, Matisse o el propio Apollinaire habían sucumbido a esta fascinación "primitiva".
Del grupo "El Puente" de Dresde ya se había comentado cómo: "Todos ellos sienten fascinación por la obra de Van Gogh y, todavía más, por la de Munch, pero también por las culturas bárbaras y anticlásicas, en particular la escultura oceánica y africana".
Una especie de catarsis, de frenesí aún más incontrolable del habitual en las noches del cabaret acompañaba la actuación de las máscaras:
"No sólo efectuaba la máscara una llamada inmediata al disfraz; también demandaba una definida gesticulación, rayando en la locura"- comentaba Hugo Ball la aparición de los enmascarados en el escenario. "Esas máscaras exigían simplemente a quien las usara, que comenzara una danza a un tiempo trágica y absurda".
Las representaciones del cabaret debieron de proseguir entonces todas las noches, con esa mezcla indefinida de improvisación y de un vago programa. Y desde luego la ausencia de separación entre público y actuantes que obedecía a la tradición de los espectáculos de variedades. Los artistas del cabaret comenzaron a recitar unos poemas simultáneos, caóticos y acompañados de ruidos, en los que al fin el lenguaje había perdido todo significado. Que no fuera su propio sonido - ininteligible, por lo demás. (De glosolalia habló alguien, el lenguaje insensato de los alienados. Pero también de la glosolalia de los místicos, un lenguaje original, fuera de la historia, que es el único que el que accedía al origen podía pronunciar ya). La descripción de esta pronunciación sin sentido, de la poesía abstracta, según el ensayo que el cineasta Hans Richter publicara sobre aquellos días unos años más tarde, era definida ni más ni menos como la búsqueda de la "lengua del Paraíso". En una alusión, una vez más, a la vocación terminal de la vanguardia.
Una descripción del escultor Hans Arp relata el ambiente cotidiano de aquellos primeros meses:
"En un local hasta los topes de gente y abigarrado, hay sobre un escenario algunos personajes fantásticos que se supone representan Tzara, Janco, Ball, Huelsenbeck, Madame Hennings y vuestro humilde servidor. Estamos llevando a cabo un gran Sabbat. La gente alrededor nos grita, ríe y gesticula. Nosotros respondemos con suspiros de amor, salvas de hipos, poesías, "oua, oua" y "miau" de los ruidosos medievales. Tzara hace saltar su culo como el vientre de una bailarina oriental. Janco toca el violín invisible y saluda hasta el suelo. Madame Hennings, con una figura de madonna, intenta "le gran écart" en la danza. Huelsenbeck no para de golpear sobre un gran tambor, mientras Ball, pálido como un maniquí de creta, la acompaña al piano".
Y, más adelante escribe, en torno a los días finales del cabaret:
"Pandemonium total. La gente alrededor nuestro está gritando, riendo, gesticulando...".
Algo como una aceleración de la representación, la creciente ruptura de la inteligibilidad y el recurso a un cierto paroxismo acompaña las jornadas últimas del cabaret. Mientras, la guerra continuaba en algún lugar ajeno a la ciudad. "Un frenesí indefinible se ha apoderado de todos. El pequeño cabaret amenaza con salirse de quicio y se convierte en un hervidero de emociones locas", apuntaba Ball en los días finales de aquellas veladas.
La historia se había quebrado en mil pedazos, parecía, y los exiliados de Zurich recogían esta sensación de un tiempo terminal y sin futuro, que por lo demás había acompañado al expresionismo, a la literatura alemana de fin de siglo en general.
(En torno a la difícil definición del expresionismo - un movimiento sin una característica formal precisa- el crítico Hermann Bahr había escrito:
"Nosotros ya no vivimos; hemos vivido. Ya no tenemos libertad, ya no sabemos decidirnos (...) Nunca hubo una época más turbada por la desesperación y por el horror de la muerte. Nunca tan sepulcral silencio ha reinado en el mundo (...)".
La sensación del final de la historia acompañaba los años anteriores a la contienda - y la guerra era su evidencia.
"Dios ha muerto - escribía en Berlín Hugo Ball- Se desmoronó un mundo... Se desmoronó una época. Se desmorona una cultura milenaria (...) Las iglesias se han vuelto castillos de arena (...) Arriba es abajo, abajo es arriba... Desapareció la finalidad del mundo a un ser supremo que la mantenga unido. Emergió el caos. Emergió el tumulto".
La ciudad por otra parte, nos cuentan los relatos de la guerra, permaneció en general ajena a las actividades del cabaret, celebradas entre exiliados en un barrio marginal de la misma. Una crónica del escritor Kurt Guggenheim, uno de los pocos suizos que dieron cuenta de aquéllas, nos describe sin embargo una velada habitual en el local:
"Aún con la iluminación total comenzó sobre la escena un gruñir y berrear, un silbar y parlotear, mezclado con el furioso golpear de un martillo que caía sobre un barril hueco.
Cuatro pequeños personajes enmascarados sobre altos coturnos, máscaras de medio metro ante las caras, se movían en círculos con torpes gestos rítmicos. Las máscaras se veían inquietantes, de palidez cadavérica, con agujeros circulares en lugar de ojos, bocas sin labios, serpientes encrespadas como rizos sobre las frentes altas (...) Cada uno de los cuatro emitía un ruido, sólo uno, pero cada vez repetido con más fuerte implicación en la voz. Uno pitaba como una máquina de vapor un sssss interminable. El segundo gruñía un ininterrumpido prrr. El tercero aullaba un muuuh que subía por la médula y el cuarto cantaba en alto falsete ayayay... (...)
Entre la risa y un sentimiento de miedo desgarrado los espectadores cayeron en una especie de ira que se expresó en gritos, pataleo y golpeteo".
Más tarde: "La representación concluyó cuando Tzara puso debajo de su barbilla un rollo de papel que había sacado de un bolsillo en su pecho. En el papel se podía leer "una palabra indecente". Dada la luz comenzó el aplauso".
El cabaret cerró sus puertas a los pocos meses, en mayo de 1916. El dueño, Jan Ephraim, había expresado su malestar y el deseo de un mayor público para la misma. (Por otra parte, Hugo Ball iniciaría la primera de sus escapadas al valle del Testino, abandonando la ciudad). Durante su breve existencia alguien - Tzara probablemente, Ball según otros- había encontrado la palabra "Dadá", un torpe vocablo infantil, como referencia a las actuaciones, el estado de ánimo que había presidido aquella primavera.
Se trataba de darle entonces la forma de un cierto movimiento artístico, nuevo, a partir del cabaret. Richard Huelsenbeck se opuso, decididamente a toda forma de organización. Para comentar, ya en el regreso a Alemania: "Dadá hace tiempo que ha cesado de ser un movimiento en el arte". "No se puede crear un movimiento de un estado de ánimo", afirmó al mismo tiempo Ball, que culminadas la representación y el paroxismo, se apartaba de la ciudad. Frente a los proyectos de difusión pública de Tzara se comentó que: "Ball lamenta la pérdida de la intimidad -el modelo de una relación directa entre los actuantes y una audiencia físicamente presente frente a él".
Cerrado el cabaret, había escrito en su diario: "Salir a escena con esta tensión no sólo agota, desmoraliza. En medio del trajín me invade un temblor por todo el cuerpo. Entonces, no puedo soportar más, lo dejo todo tirado, abandonado y salgo huyendo".
Más tarde, surgirían la historia y los avatares del dadaísmo, el movimiento vanguardista cuyas ramificaciones, acabada la guerra, se extenderían a Munich, Berlín, Hannover, Barcelona, París o New York.
A su regreso a Zurich, Ball leería en el Zunfhaus zur waag, el primer "Manifiesto dadaísta", que "podemos interpretar como un anti-manifiesto, porque no se proponía crear algo y no tenía ningún programa a seguir: el programa de Dadá consistía precisamente en no tener ninguno". Se editó el cuaderno Cabaret Voltaire y comenzó más tarde la extensa serie de manifiestos y publicaciones del Dadaísmo.
En 1917 Ball había vuelto a Zurich y junto a Tristan Tzara habían reabierto el cabaret en una gran sala de exposiciones, en la Bamhofstrasse. Allí expusieron a los artistas más conocidos de la vanguardia de la época. (Kandinsky, Klee, Giacometti, de Chirico, el grupo de Zurich,...). Una descripción de Huelsenbeck comentaría, con cierta amargura, que: "Tzara y Ball inauguraron una "galería" en la que exhibían arte dadaísta, i. e., arte moderno".
Hacia finales de 1920 Huelsenbeck había regresado a Berlín. Kirchner se refugia en los Alpes. Tzara marchaba a París, Hans Richter a Klein-Kölzig, con el cineasta Eggeling. Más tarde a Nueva York. Theo van Doesburg partiría hacia Weimar. Francis Picabia había regresado ya a Nueva York. Marcel Janco iniciaría una exitosa actividad arquitectónica y pictórica en Bucarest, para terminar viviendo en el estado nuevo de Israel. Hans Arp, junto con Sophie Taeuber, se trasladaría al poco a Meudon, cerca de París. Raoul Hausmann, desde Berlín, recalaría en la posguerra en Ibiza. Segall, "siguiendo el ejemplo de Nolde y Pechstein en busca de tierras vírgenes" se embarca hacia Brasil. Marcel Slodski, que había regresado a Polonia, terminaría sus días en el campo de concentración de Auschwitz...
Hugo Ball, junto con Emmy Hennings, se habían apartado del mundo en un pequeño paraje del cantón suizo del Ticino, de donde aquél, enfrascado en el estudio posterior de la mística bizantina, ya no saldría y muere al poco tiempo.
En algún lugar de sus diarios, Emmy Hennings había escrito:
"Me voy a casa pronto por la mañana. El reloj marca las cinco, ya se hace de día, pero aún está encendida la luz en el hotel. El cabaret por fin ha cerrado".