jueves, 30 de septiembre de 2021

la Tour Saint Jacques. Brassaï.

 


Según cuenta André Breton en alguna parte, le había encargado al fotógrafo Brassaï unas fotografías para ilustrar la edición del poema La nuit de Tournesol que iba a ser publicado en la revista Minotaure. La imagen que escogió en concreto era la fotografía nocturna de un lugar emblemático de París, la Tour Saint Jacques, envuelta esa noche en un halo de niebla, un andamiaje misterioso y una ominosa oscuridad, tal como la había recogido en su momento el artista húngaro.

El escritor escogería alguna otra imagen de Brassaï  para la edición de la revista, entre ellas una inquietante fotografía desde los tejados de Notre-Dame, en la que un diablo medieval se asomaba a la noche, amenazadora, y se veían las luces de los bulevares a lo lejos. 

No era la primera vez que Breton inquiría por imágenes de los lugares de París que iban a ser recurrentes en su literatura. Las fotografías, en su intención, reforzaban el prestigio de unos pasajes a los que el poeta aludía constantemente, todos parisinos. Y habituales para los minuciosos paseantes de la ciudad que eran el grupo surrealista.

En el poema "La Nuit de Tournesol", que Breton había publicado unos años antes dentro de su libro Clair de terre de 1923, el poeta aludiría al encuentro con una mujer enigmática en la Place Blanche. Con la que deambula a continuación toda la noche: por la rue Git-le-Coeur en principio, la Plaza de los Inocentes y, en algún momento, por la Tour Saint Jacques. Breton insistiría más tarde en lo que de premonitorio había sido el poema, pues, según él, anunciaba el acercamiento que iba a tener lugar, tiempo después, con Jacqueline Lamba en el café Cyrano de la misma plaza, en una época en la que ella actuaba como nadadora en un espectáculo en el Colliseum de la rue Rochechouart. El encuentro sería el inicio de una apasionada relación, que culminaría con el matrimonio de ambos tres meses más tarde, celebrado junto con Nusch y Paul Eluard.

En algún momento del poema Breton había nombrado:

La viajera que cruzó Les Halles 

en el otoño del verano caminó de puntillas.

Desesperación rodó en el cielo

Para citar más adelante a: 

La dama sin sombras que se arrodilló en el Pont au Change

o la rue Git-le-Coeur.

El poema culminaba:

Una noche cerca de la estatua de Etienne Marcel me dio

una mirada de inteligencia André Breton dijo: pase. 

Documentación de los lugares del texto, reconstrucción de un paisaje que los surrealistas ya habían descrito antes, - desde el Le Paysan de Paris de Louis Aragon- Breton habría insistido en la inclusión de fotografías que recrearan los lugares que nombraba en la página. Había ocurrido fundamentalmente para la edición de su novela Nadja. En la que incluyó "Unas cincuenta fotografías relativas a todos los elementos que ella pone en juego: el Hotel des Grands Hommes, la estatua de Etienne Dolet y la de Becque, un anuncio Bois Chardons, un retrato de Paul Eluard, de Desnos dormido, la puerta de Saint-Denis, una escena de las Detraquées, el retrato de Blanche Derval, de Mme. Saccó, un rincón del marché aux puces (...). Tengo también que ir a fotografiar el anuncio Maison Rouge en Pourville, el manoir d´Ango…". Las imágenes, realizadas fundamentalmente por el fotógrafo Boiffard, nombraban los lugares del encuentro según el poeta. “Comencé por volver a visitar algunos de los lugares por los que conduce este relato; en efecto, quería proporcionar, al igual que algunas personas y de algunos objetos, una imagen fotográfica suya tomada bajo el mismo ángulo especial bajo el que yo los había considerado”, comentaba Breton sus intenciones en algún lugar de la novela. Que la simple reproducción del lugar descrito en la novela contuviera "el mismo ángulo especial bajo el que yo los había considerado" se reveló, desde la edición de las imágenes - ciertamente banales, con algo de la simplicidad de las postales urbanas - una pretensión fallida, como habría de reconocer el propio Breton más tarde. 

 Las fotografías que había solicitado a Brassaï para la edición del número 7 de Minotaure deseaba incluirlas igualmente en la inmediata edición de su L´Amour Fou. Relato de los encuentros azarosos - a los que el escritor dotaba de un especial significado- insistiría también que el poema La nuit... había sido una premonición del libro: del encuentro con Jacqueline de nuevo. Y de las iluminaciones del libro en general. Lo cierto es que las instantáneas eran imágenes anteriores de Brassaï, el cual las había tomado sin más intenciones literarias ni de edición posterior.

En sus "Conversaciones con Picasso" el fotógrafo comentó cómo:

"Breton me pidió unas fotografías de los mercados de París por la noche, del Mercado de las Flores y de la Tour Saint Jacques para ilustrar su poema La nuit de Tournesol. (...) Contra lo que suponía el autor de Nadja, mis fotografías no fueron tomadas especialmente para él. Las tenía desde hacía algún tiempo, incluida la de la Tour Saint Jacques tal como él la presenta bajo su pálido velo de andamios". El número especial de la revista estaba dedicado a "La noche". Dentro de su inclasificable composición - tal como había sido el programa inicial de sus editores, Albert Skira y E. Tériade- las fotografías nocturnas de Brassaï figuraban en el lugar central de la monografía. Ilustradas a su vez con poemas de "Las noches" de Edward Young, "ocupaban sin duda el corazón del fascículo". Unas imágenes de Man Ray, Portraits de femmes, destinadas al tema mujer-noche, aparecían al principio. Un raro artículo de Georges Dudelko sobre "Paolo Uccello peintre lunaire", unas imágenes de aves nocturnas sobre el texto de Jacques Delamain "Oiseaux de nuit". O las enigmáticas ilustraciones de un joven Balthus obsesionado ya con los escenarios crepusculares de su Wuthering heights, sobre los que volvería más tarde.



Breton había sido incapaz de ofrecer un programa definido sobre la imagen surrealista. Si algo atractivo surgía de la edición gráfica de las revistas - La Révolution Surréaliste, Littérature o la propia Minotaure- era la presencia incontrolada de un contenido heterogéneo en la que las propias imágenes estaban dictando su interés inclasificable, más allá de ninguna teoría. El modelo para La Révolution, el órgano oficial del surrealismo durante algún tiempo, había sido una revista científica contemporánea, La Nature de ëditions Masson, con lo que se rechazaba tanto la tipografía dadaísta como el formato "revista de arte". Corriente era en sus páginas la presencia de imágenes de maniquíes y autómatas. Y de textos de los artistas, acompañados "con toda clase de imágenes y de toda procedencia: fotográficas, científicas, de prensa, curiosa, anónimas, etc.". Las ilustraciones científicas de la expedición Dakar- Djibouti, dirigida por Michel Leiris, figuraron en el especial monográfico que Minotaure dedicó a la misión etnográfica. También en otro número la colección de postales - Les plus belles cartes postales- coleccionadas por Paul Eluard. O una serie de fotografías de los cementerios sicilianos - Au cimetiere des anciennes galeres- del amigo íntimo de Brassaï, Bill Brandt. Antes, en Le Surréalisme... el grupo de Breton se había recreado en la publicación de retratos de criminales de los casos policiales más recientes. Junto con la profusión de imágenes de los propios surrealistas en diferentes poses de grupo. Dalí recogería directamente imágenes del repertorio pornográfico - y de la fisiognómica- para su "El fenómeno del éxtasis".

En las mismas "Conversaciones con Picasso" Brassaï reafirmaría - refiriéndose a Breton:

"En realidad se trataba de un malentendido. Él consideraba mis fotografías "surrealistas" porque mostraba un París fantasmagórico, irreal, ahogado en la noche y en la bruma.(...) Mientras que el "surrealismo" de mis imágenes no era otra cosa que lo real vuelto fantástico por la visión. Yo no buscaba otra cosa que expresar la realidad, ya que nada es más surreal".

Aislada en la plaza y en la noche, la torre se erigía no obstante, enigmática, como único resto de la antigua iglesia de Saint Jacques. Su presencia como ruina, y en la sombra, aludía a todo lo que los restos aluden: una presencia diferida en el tiempo, el relato de la otra parte - otros rostros, otros días, otros ritos- al que inevitablemente las ruinas se refieren, aún en medio de la ciudad. Alguien nombró a Pascal, del que se dice realizaba experimentos al pie de la torre. Otros al gremio de los carniceros, que habían erigido en su momento la iglesia - Saint Jacques de la Boucherie. Varios al recuerdo de Nicolás Flamel, el rico alquimista que había conservado el monumento mellado y enterrado la piedra de la inmortalidad en sus cimientos... Todos aludían a la noche de París, escenario en la fotografía de Brassaï de un acontecimiento innombrable.



(Imagen de un texto indescifrable, una tradición hermética guardaba la figura del editor Nicolás Flamel como aquél que un día, por azar, había encontrado un libro dorado "muy antiguo y extenso", escrito en caracteres que no sabía leer y cuyas imágenes, sobre todo, no podía interpretar.

Una laboriosa búsqueda de la posible lectura de aquéllas le habría llevado finalmente en peregrinación a Santiago de Compostela y, al regreso, al encuentro en la ciudad de León con un judío converso, el maestro Canches, quien le indica que el libro, del cual había oído hablar pero pensaba había desaparecido, se trataba del Aesch Mezareth del rabino Abraham, y le señala la interpretación correcta - símbolos de la alquimia y de la tradición hermética- de las figuras, y del texto del libro. La leyenda sería cara a algunos surrealistas, inmersos en la elaboración de un texto arcano, cuyas figuras a primera vista son indescifrables y en las que late la sombra de un sentido otro, oculto. 

El propio Breton citaría a Flamel en numerosas ocasiones y apuntaría en sus paseos por París al "Auberge Nicolas Flamel", en la rue Montmorency, la planta baja de la que había sido la casa del librero y su mujer, Perenelle, en el siglo XV. En la Exposition Internationale du Surréalisme de 1938 la calle Nicolás Flamel figuraba como una de "más bellas calles de París". Junto a la rue Vivienne Ducasse o el Passage des Panorames, y en medio de un largo pasillo adornado con maniquíes femeninos de cera).






martes, 10 de agosto de 2021

In Search of Hamaya

 

En su discurso de recepción del Premio Nobel en 1968, Yasunari Kawabata había elegido como introducción unos versos del monje Myoe, del siglo XIII:

Luna de invierno, que vienes de las nubes

a hacerme compañía:

el viento es penetrante, la nieve, fría.

En algún momento de su discurso- publicado como "Japan, the Beatiful and Myself "- hacía referencia asimismo al poeta Ryokan, el célebre calígrafo zen que habitó veinte años en una ermita en las montañas de Echigo, a principios del siglo XIX:

"Ryokan murió a los setenta y cuatro años. Había nacido en la prefectura de Echigo (...) escenario de mi novela País de nieve en la región septentrional (...) donde los vientos helados bajan de la Siberia a través del mar del Japón". 

Un relato anterior del novelista japonés, "Primera nieve en el monte Fuji", se iniciaba con una mención a la nieve, entrevista entre la bruma que envuelve la montaña:

"- Ya hay nieve en el monte Fuji (...)

El Fuji estaba envuelto en nubes. La nieve de la cumbre tenía en el cielo encapotado un color semejante al de una nube blanca".

En la novela la nieve, distante e inmóvil, había aparecido como una referencia, intuíamos, a lo permanente: un silencio cargado de sentido frente a la caducidad de los días, la fugacidad de los personajes y sus sentimientos, que se estaban desvaneciendo continuamente.

Nada de esta permanencia ocurre, al final, en la historia amorosa que el relato cuenta. La referencia a lo que permanece, con la nieve al fondo, no tendrá ningún papel en el viaje efímero de los dos personajes que el novelista describe. Al final de éste, el protagonista seguirá divisándola en el horizonte:

"Jiro siguió mirando la primera nieve del monte Fuji".


El escritor Kawabata había prologado en su primera edición de 1957 el libro del fotógrafo Hiroshi Hamaya, Ura Nihon. Al igual que en su primera novela, la obra de Hamaya tenía su escenario en la prefectura de Niigata, la "región de atrás" del Japón. Era curioso: el fotógrafo, que hasta entonces había trabajado en la capital, Tokyo, en sus memorias había escrito un pasaje en donde describía el cruce del túnel que le llevaba a la región del norte, en el que anotaba una sensación casi idéntica a la de Shimamura, el viajero de Tokyo, protagonista de la novela de Kawabata con el mismo título, "País de nieve".

En su descubrimiento de la "espalda del Japón" desde los suburbios de Tokyo, Hamaya había escrito:

“Desde la ciudad de Tokio se puede viajar a Ura Nihon en tren nocturno. Tan pronto como amanece la maravilla del siglo XX cambia por la maravilla del siglo XVIII. Se asombrará de que un pueblo que ya existía hace 200 años siga vivo. Si se aleja de las vías del tren un poco podrá ver la vida de la edad media. Y si camina más allá, es posible ver un estilo de vida que podríamos describir como primario. La diferencia de clima es una diferencia de eras”.  


(Anon,)

Inspirado, se dice, por la geisha Matsuei, a la que había conocido en algún momento previo, el novelista había recreado a su vez el personaje de Tomoko, la sensible y enigmática geisha de la región de nieve, habitante de un balneario en la montaña adonde su desdibujado protagonista urbano acude durante tres temporadas seguidas, sin que nunca acabe de definir sus razones.

 En su novela Yukiguni Yasunari Kawabata había descrito también el cruce del túnel que separaba ambas regiones:

“Al final del largo túnel entre las dos regiones se entraba en el país de nieve. El fondo de la noche era blanco. El tren se detuvo en un semáforo”. [1]  Era un escenario extremo y, de pronto, real, opuesto a la vida del protagonista.

Nada toma cuerpo en el relato, finalmente. Sus personajes se difuminan en una suerte de permanente indecisión, mientras la nieve sigue cayendo sobre el hotel, los caminos de la montaña. Cuando al final de la novela relate el regreso del viajero a la ciudad, escribirá:

 “Y cuando el tren emprendió la marcha, por un brevísimo instante, un reflejo dio en la ventana de la sala de espera (…) había tenido el mismo brillo que el que se había reflejado en el corazón de la nieve cegadora, en el espejo, aquella misma mañana. De nuevo, para Shimamura, fue el color que anunciaba un adiós al mundo real.

 El tren se encaramó por la ladera norte de la cordillera y se hundió en el largo túnel”. 

 


[1] Yasunari Kawabata     País de nieve     Barcelona, Emecé editores, 2013

    vid. también   Hiroshi Hamaya      Yukiguni      Camera Mainichi, Tokyo, 1956.

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Muchos años después el escritor bonaerense Matías Serra Bradford, fascinado con la imagen de la nieve en la obra del fotógrafo Hamaya, emprendería un viaje un tanto distraído al Japón, en el que el objeto de sus pesquisas parece evadirse continuamente ante sus ojos. Hiroshi Hamaya se había retirado a principios de los 50 a vivir a la ciudad costera de Oiso, cercana a Tokyo, de donde ya apenas saldría, entregado a la edición de las publicaciones de su obra anterior. Al ensayista argentino, admirador de las imágenes de aquél, le comunicaron que ya no recibía visitas de nadie, por lo que en un ejercicio de sustitución optó por intentar visitar al también fotógrafo Shoji Ueda:

 “Casi no me atrevo a confesármelo, que Ueda apareció como reemplazo, una segunda opción, después de enterarme de que el admirable fotógrafo Hiroshi Hamaya ya no recibe gente en su casa de Oiso, contra el mar, no muy lejos de Tokio. Difícil explicarme o justificarme la elección de Ueda – especie de Magritte más teatral y en blanco y negro; y debe de ser entonces que Magritte me interesa más de lo que logro admitírmelo (…)”   [1]

 Pero la búsqueda del sustituto, Shoji Ueda, se revelará más tarde también esquiva: dilaciones en las citas, demoras posteriores, encuentros aplazados… El escritor vaga por Tokio y el parque Korakuen sin poder entrevistar al fotógrafo. Mientras, en la espera, entra en conocimiento de la obra de los hermanos Hotaru, “de los que casi no quedaron huellas”, que de algún modo, le comentan, precede y anuncia la fotografía de Ueda. Un funcionario, el ambiguo señor Yoyogi, sirve de intermediario a su vez del difícil encuentro. 

"Vuelve a hablarme de los hermanos Hotaru, poco de Ueda. Cuenta que los Hotaru llamaban a las inmobiliarias y se hacían pasar por interesados para poder sacar fotos de casas y departamentos vacíos (...) Promete que la entrevista tendrá lugar".

El esquivo objeto de su búsqueda se va demorando y el encuentro no se realizará, finalmente, mientras el invierno prosigue.

 En un momento de la espera apunta: “Primera misa laica de la mañana: ver nevar desde un cuarto de hotel”. Pero la revelación que se anuncia también le rehuirá: “Pero en general a la nieve se llega tarde, cuando ya terminó de caer”. El escritor abandonará Japón, a lo último, sin haber visitado a Hamaya - que muere al poco tiempo-; ni a Ueda, su sustituto - que también fallece al poco. Ni por otra parte haber conocido la obra de los hermanos Hotaru, origen de la fotografía de este último según el señor Yoyogi.

 En la quete del escritor surge un raro momento de sosiego, una certeza única: “Nieva y el tiempo vuelve a su lugar”.

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 [1] Matías Serra Bradford   Diario de un invierno en Tokio     eds. Minúscula, Barcelona, 2020.

           ( Fotografías Hiroshi Hamaya. 1957-ss.)

domingo, 1 de agosto de 2021

Cabo Sunion

 


En el Museo Bizantino un icono muestra una imagen sin fisuras: es una imagen sagrada, absolutamente, tal como en ningún momento de la historia quizá se ha vuelto a repetir. El icono portátil, cuya función era ser alzado en las procesiones, ofrece por un lado la figura de la Virgen Hodegetria, "la que enseña el camino". Por el otro, una rara santidad de la ciudad de Veira, Agya Jerusalem con sus hijos Secundus, Secendinos y Kegoros, que desde un lugar inmóvil, detenido para siempre, miran hacia esta otra parte. Todo se ha cumplido ya en la representación, los acontecimientos sagrados han tenido lugar y desde el cumplimiento de éstos las figuras miran, inmovilizadas, hacia los que las contemplan.

La escena única, los colores vivos, el espacio sin referencias del que surgen las figuras de la veneración, carecen de cualquier relieve aquí - a despecho de su eficacia. Recuerdo un momento, no sé por qué, otra representación muy distinta como era la de Los Desposorios de la Virgen de Rafael Sanzio, que pudimos contemplar en la Pinacoteca de Brera en Milán, escena ritual sobre la que sin embargo pesaba la figuración de lo otro: el edificio cerrado al fondo, la noción de la ciudad ideal, tal como el Renacimiento había establecido. Las referencias a un espacio naturalista, aludido en la perspectiva lineal de la tela. Y el establecimiento de un escenario idealizado, tal como la nostalgia de una antigüedad que ya se sabía distante, flotaba sobre la escena bíblica y urbana.

Nada de esto hay aquí, en este icono obsesivo, que no sea una representación sacra, una absoluta adecuación a la función sagrada de la imagen... En otra sala del Museo aparecían las primeras representaciones cristianas del Árbol de la Vida - ambiguo paraje edénico que recoge igualmente la vida y el pecado- en unos bajorrelieves de la Atenas paleocristiana, figura de una mitología mucho más antigua, que ya aparecía en la literatura sumeria o de los persas. En una sala posterior las antiguas representaciones de los santos y mártires de las persecuciones de Diocleciano, en donde los personajes abren los ojos, fijan la mirada para siempre y el resto del cuerpo casi desaparece en un progresivo olvido de la tradición clásica, para contemplarnos desde el lugar de lo ya sucedido. Un orante abre las manos de la plegaria en una tabla ática; un San Jorge espléndido, triunfante y absorto, de los últimos días del Imperio; una viña que trepa en un sarcófago de Studios, que ha adoptado ya la forma alegórica de la mirada medieval...

El Museo Bizantino de Atenas, en la trasera del Parque Nacional, es una joya apenas visitada en estos días de prohibiciones, donde los raros viajeros a la ciudad se agolpan en el bulevar que ronda el Ágora antiguo, en las calles que se dirigen a la Plaza Monastiraki, en las terrazas de la calle Dioskouroi... La planta aneja del museo estaba cerrada por reformas y desde la entrada apenas se podían ver los numerosos cuadros de los héroes de la Independencia del siglo XIX, unas telas coloristas sobre una escena sin profundidad. En donde unos feroces guerreros helenos se enfrentan en solitario a unos no menos feroces soldados del Sultán, junto con algunos retratos de decimonónica factura que recogen a los personajes históricos de la sublevación. En la planta de abajo, en un sótano, se divisaban vitrinas con los volúmenes de la época, grabados y litografías y vastas biografías del siglo que por más que suplicamos a la austera celadora de la planta no pudimos bajar a ver. 

Al salir del caluroso patio del recinto ondeaban las banderas de Grecia sobre los edificios consulares, unos soldados inmaculados efectuaban el cambio de guardia junto al parque y lamentamos por un momento no haber podido participar junto a Byron en las jornadas de Missolonghi, jurándonos que la próxima vez que se produzcan allí estaremos.


A Byron lo volvimos a encontrar - de aquel modo- en una visita una tarde agobiante al promontorio del cabo Sunion, en el extremo del Ática, en donde como es sabido se conservan los restos del antiguo templo de Poseidón sobre una colina desde la que se divisa la isla de Eubea, origen de todos los viajes - que nunca pensé fuera real- y los no menos legendarios islotes de las Cícladas entre la bruma, al final del horizonte.

Eubea es un nombre mítico que se repite en los relatos sobre las primeras colonias jónicas a lo largo del Mediterráneo. Nunca esperé que fuera tangible, que las colinas y el polvo que se adivinan en la lejanía pudieran verse: más allá del golfo, de la isla de Makronisos en primer plano, tan cerca.

C., que viene con nosotros, nos comenta que el cabo, límite del Ática, es el lugar desde donde el rey Egeo aguardaba la llegada de las naves que volvían de Creta con el tributo al rey Minos. Y a las que, según el mito, el príncipe Teseo tras haber vencido al Minotauro, olvidó cambiar las velas negras de los barcos por aquellas otras blancas que anunciaran su regreso. Es pues bajo el templo de Poseidón de donde el rey se arroja al mar, desconsolado por la supuesta muerte del elegido por Ariadna.

Si Eubea es real a la distancia, no menos real es este lugar, sus ruinas y la muerte del rey. Puestos a alcanzar las cosas con la mano, le pregunto a C., que lleva años viajando por las islas, si también existe Nassos, si hay algún recuerdo de la princesa Ariadna en la costa y si es cierto que Dionisos finalmente accede a recogerla, tras su abandono por el príncipe ingrato. No todo es tan cercano, me viene a decir, y ante la amenaza de unos viajeros que suben al templo ataviados con guirnaldas de flores y flautas discordes - "Vienen a ver la puesta de sol y no sé qué vibraciones póstumas" nos comenta C. - me instan a bajar corriendo de la montaña y a dirigirnos a una taberna en el puerto, en donde los salmonetes y el queso Feta siempre se hacen corpóreos, aseguran.

En una pilastra del pórtico, nos había asegurado un guardián somnoliento, se hallaba entre otras muchas la firma del mismísimo Lord Byron. Pero entre los numerosos escritos sobre la piedra, la tarde a contraluz, y la procesión que asciende imparable por la cuesta somos incapaces de encontrarla. El fantasma del terrible lord inglés, exiliado para siempre de su Inglaterra, es el único que no aparece en el crepúsculo del cabo, origen de todos los viajes, de los regresos a la patria.


En el Museo de la Acrópolis una mañana, entre varios relieves, las figuras tardo-clásicas de dos danzantes dedicadas a Dionisio, que se agitan en una contorsión en curva tan elegante, en el no menos elegante dibujo de las telas, el drapeado que una tradición clásica había diseñado desde su origen arcaico. El frenesí de las Ménades, el exceso dionisíaco, se hallan aquí recogidos en una figura contenida, heredera de siglos de luz, tan lejos de pronto de la sombra y de lo inexpresable, que vienen de más allá, del oriente.

La cercanía de lo tangible, del cuerpo, de lo visible en plenitud. En su simple presencia se anuncia un mundo que se toca, inmediato y con peso, que inauguran los griegos para siempre. Esa mañana subimos a la Acrópolis. La simple evidencia de los templos en ruinas nombra el origen de lo cercano, de Europa a lo lejos.


Rincones de Atenas. En la ciudad aún es posible encontrar lugares que han escapado a la ordenación. Y casi a las miradas de afuera. En un paseo por el barrio de Koykaki encontramos unas villas a la sombra de la colina con jardines cerrados, calles en cuesta, portones oxidados y parras vírgenes que trepan por la fachada de unas casas que conocieron tiempos mejores. Sobre las ruinas del Ágora, una villa modernista, antaño lujosa, poblada ahora de gatos sobre el jardín reseco nos hace pensar en el fantasma de sus antiguos habitantes, que todavía vagarán por la calle, desdeñando desde su indigencia a los nuevos visitantes. Hay en Anafiotika una acera en cuesta sobre la ermita bizantina de la Metamorphosis, cuyas pequeñas viviendas hacen pensar en un antiguo barrio de  pescadores. Hay una escalera entre ellas que no lleva a ninguna parte, y una cancela cerrada que no podemos abrir. Una vieja nos contempla desde la balaustrada de su casa, en silencio. No sabemos desde cuando está allí. 

Abajo, en el tranquilo cruce de Kavalloti, que se pierde hacia la colina del Observatorio, y Mitseon, que baja desde el Teatro de Dionisos, la librería Little Tree Books tiene unas mesas en la terraza bajo los árboles. Hay un café excelente y los parroquianos hablan en voz baja sobre las sillas de tijera. En alemán, en inglés, en griego... Una mujer pelirroja que lee unos cuadernos de tapas negras pide algo en italiano a la dueña griega. Después, sigue leyendo.

En el Parque Nacional, otra mañana sofocante, surge de repente otra taberna bajo un emparrado oscuro. Cerca de la terraza corre un canal de agua, que no sabemos de dónde viene. El té es excelente, y la cerveza fría, y las galletas con miel que sirve la silenciosa camarera como acompañamiento de cualquier cosa que se le pida. El rumor de la ciudad queda a lo lejos, el tráfago de los turistas también, un atasco permanente que cubre la plaza de Sintagma en todas las estaciones. Decidimos quedarnos allí para siempre. 


En el gran Teatro de Epidauro, una noche, asistimos a la representación que una compañía local va a efectuar sobre un texto incompleto de Sófocles. Alguien nos ha comentado que la obra versa sobre el origen de la música, a partir del célebre episodio del robo de los bueyes de Apolo por parte del astuto Hermes - y la invención de la lira y el plectro que ingenia el dios viajero en la cueva de Pilos.

Diversos fantasmas podrían haberse convocado en la noche dentro del solemne anfiteatro. Pero es una interpretación de autor moderno- de director de escena- sobre los versos fragmentados. Y lo único que se repite desde el inicio son las contorsiones y los gritos estridentes de los supuestos sátiros sobre un escenario de lona con papeles que vuelan por todas partes, bajo la escéptica mirada de un Sileno gordo y pasivo, que tiene aspecto de actor cansado. Apolo, que ha abierto la obra en tono igualmente cansino, semeja un rufián impotente. Se ha sentado en una esquina del anfiteatro y no ha vuelto a decir nada en toda la representación. Los sátiros corren alocadamente, se ocultan entre los pinos del fondo y luego vuelven a trotar hacia las primeras filas. 

No acude ningún fantasma a la obra estridente. Sólo un instante ha comenzado a soplar el viento de la tarde sobre la colina y su rumor ha convocado unos días antiguos, otras representaciones, a los habitantes del bosque. Pero éste cesa enseguida y en su lugar los actores prosiguen su contoneo inclemente, los gritos que no cesan.

Con J., una amiga cubana, nos hemos retirado a tomar algo a la fresca terraza de al lado del museo. J., cuyo periplo hasta Grecia viene desde una tormentosa salida de la isla caribeña, para recalar en Italia primero, en la costa malagueña más tarde y por último en una remota universidad griega, se pone a hablarnos de repente de la llanura cubana de donde ha surgido. Un pueblo, dice, donde sólo había polvo y una tierra roja que cubría todas las cosas, de una pobreza extrema. Me está hablando del otro extremo del Océano. Los dioses, pienso, nunca llegaron hasta allí. O eran unos dioses torpes, casi mudos, con cierto olor a sangre, que desde aquí desconocemos.

Rudyard Kipling, sabiendo lo que decía, afirmaba que los dioses ingleses nunca cruzaron más allá del Golfo de Adén. También el geógrafo Avieno, que describía el Océano Exterior como un lugar oscuro y sin leyes y, aseveraba, "plagado de monstruos". Ellos nunca salieron de aquí, hasta su marcha, de estas colinas del Peloponeso, repletas de voces, de fantasmas, de ruinas que a veces se desperezan, acceden a cubrir, con una brisa fresca, el calor agobiante de los días.



En la deliciosa ciudad de Nauplia, entre edificios venecianos, cafés bajo arcadas de piedra y un castillo bizantino inalcanzable en lo alto, en el museo provinciano, unas figuras de diosas de terracota, los brazos alzados, la mirada arcaica, encontradas en las tumbas primitivas, los tholoi de la cultura micénica.

Su figura rígida, frontal, se encuentra en un lugar indefinido entre los dos mundos: ni el de aquí, lugar del cuerpo y la piel, ni el de allí, escenario de lo abstracto y las sombras. Hemos visto repetida esta figura de la diosa antigua en tantos lugares: en el Museo Cicládico de Atenas; en el de la Akrópolis; en este pequeño palacio de Nauplia... La diosa arcaica nombra la fertilidad, la generación y las mieses, que se renuevan cada año. Pero también una difusa devastación, la implacable destrucción que surge de la renovación de la cosecha, de la generación siempre.

Al regreso a Atenas, volvemos al caos alegre de la muchedumbre de los motoristas sin casco, las gentes sin mascarilla, los tenderetes en las plazas, los fumadores impenitentes, las voces de unas calles que nunca se cierran - como un recuerdo vago de un país nuestro que vivía sin normas en un otro tiempo. La tarde del domingo, entre el calor de julio y una polvareda que baja de las colinas arrasadas, tiene algo de hastío y paseo dominical, entre los puestos de comida y los bancos de la calle.

En una pequeña ermita, bajo los templos en ruinas, la misa ortodoxa, cantada y lenta, que llega hasta la calle. Los fieles se agolpan sobre la calzada, que interrumpen, mientras el recitado litúrgico surge de la oscura nave. Se santiguan al modo griego con unción, besan una imagen, se han olvidado del tráfago del paseo, de las multitudes que bajaban hacia la plaza, las calles de Plaka. Al finalizar el sacerdote realiza la bendición de los panes ácimos, a la puerta de la ermita. Los reparten luego entre los asistentes, que permanecen un largo rato en el mismo sitio, hablando en voz baja, sin dirigirse hacia ninguna otra parte.


Paseo con A., que se encuentra en la ciudad, una mañana sofocante para visitar el templo de Hefesto sobre el ágora, uno de los edificios dóricos mejor conservados de Atenas. A. siempre está de paso, desde su Lisboa natal, y no me entero muy bien de adónde se dirige luego.

Comemos después con los amigos en un local italiano inmediato a la avenida Siggrou, escondido en la sombra de una plaza y bajo la bóveda de una ermita bizantina cuyo nombre nadie conoce. 

A. en su trabajo de traductora y profesora de clásicas - tampoco recuerdo la universidad - había escrito, me contó, unos artículos sobre un viaje anterior a Sicilia. Me envía una carta días después, tras la visita al Hefestion. De ella, recuerdo unas notas sobre Agrigento que de algún modo tienen que ver con el paseo por la mañana a la colina de Colonos Agoreo:

"Un tiempo airado, sin lluvia, en Lisboa. Recuerdo ahora una tarde frente a los restos del templo de la Concordia en Agrigento. Había sido un día especialmente caluroso y hasta esa hora no nos atrevimos a subir hasta las ruinas.

 Restaba aún el bochorno del día. El campo alrededor prolongaba ese sonido que es el fondo de la isla: un estridente canto de cigarras y arbustos que no cesa nunca y permanece hasta la noche, igualmente calurosa.

En el templo el espacio entre las columnas estaba vacío. No había nada en el interior y a través del peristilo, hasta el arquitrabe que aún se sostiene, se divisaba un campo amarillo y el cielo azul detrás.

Entonces tuve una vaga sensación y pensé que aquel espacio sin nada en el santuario en ruinas era en realidad un vacío definido. El de los dioses que antaño bajaban a estos yermos. Y hacía tiempo ya que se habían marchado, dejando en su lugar un hueco, un aire desolado, una transparencia que no se podría ya colmar, y a través de la cual se divisaban el aire, la tarde, y un cielo sin señales.

No se lo comenté a mis acompañantes. Mencía en su erudición le comentaba a Teresa del antiguo orden dórico de la columnata y ésta asentía, atenta como siempre al relato minucioso de la profesora.

Más tarde bajamos al puerto de nuevo. Una brisa leve movía los barcos y había un sabor antiguo, áspero, de resina y matojos en los vinos que se prolongaron hasta tarde".




 

  


sábado, 6 de marzo de 2021

El mapa. II. Lugares de paso.


Lugares de paso.

1.

Una puerta falsa. En las mastabas egipcias, a partir de la III dinastía, comienza a extenderse la práctica de una puerta cerrada, tallada en piedra o madera, que figura en la pared oeste de la llamada Cámara de las Ofrendas. Es una puerta sellada, pero se supone que el alma del difunto puede atravesarla, accediendo así al otro lado, al de la muerte. "Los egipcios creían que la falsa puerta era un umbral entre el mundo de los vivos y el de los muertos, y que, a través de ella, el espíritu del fallecido podía entrar y salir".

Solía estar tallada en un solo bloque. "Situado en el centro de la puerta hay un panel plano o nicho, en torno al cual varios pares de jambas transmiten la ilusión de profundidad y una serie de marcos la entrada a un pasillo". Se extenderían ampliamente entre la IV y la VI dinastía para ser sustituidas por estelas más tarde. En las estelas se pintaba la figura del acceso a la otra parte, escribiéndose a veces una serie de instrucciones para el tránsito. En el Imperio Medio comienzan a dibujarse también en el interior de los sarcófagos. Las puertas, pintadas o esculpidas, carecían de ninguna abertura, desde luego. Pero a través de su presencia sellada se dibujaba el lugar de paso al otro lado de una manera obsesiva. Y silenciosa también.

En su "Cazador Celeste" el italiano Roberto Calasso las describe:

"Los antiguos egipcios sabían muy bien cómo se entra en lo invisible: a través de la puerta aparente. Construyeron muchas, en ocasiones de caliza rosa, en sus monumentos y en sus tumbas, hace unos cinco mil años (...) Dejan cada vez menos espacio a la puerta, que puede llegar a ser estrecha, minúscula, pero siempre de piedra, como sus estípites. No es seguro que se pueda atravesar esa puerta. Sin embargo, es el único acceso a lo invisible".

Estas puertas falsas aparecen en otras culturas funerarias. Como en la región de Lidia en Anatolia, donde están esculpidas en la roca en el siglo VI a. C., en torno a los túmulos de la cultura licia. O en las necrópolis etruscas de Castell d´Asso o Nordis, por ejemplo. Otras puertas enmarcadas figuraban ya dibujadas en los sellos sumerios del tercer milenio; en los restos de la ciudad hebrea de She´Aragim, del siglo X a.C.; en las tumbas reales de Tamassos en Chipre... O, más tarde, en las estelas, ruinosas la mayoría, del Imperio aksumita, en Etiopía, hasta el siglo VII. Una supuesta representación del destruido Templo de Salomón, del siglo I, muestra en algún lugar esta puerta multienmarcada o "telescópica" de las antiguas culturas del Eúfrates. ("teléskopos" se nos recuerda en otro lugar: que mira más allá).

Hay una gradación del itinerario en los templos, señalada a veces por la presencia de umbrales que van conduciendo paulatinamente desde el exterior hasta el recinto más sagrado, la cámara, a la que se supone acceden los dioses. Una puerta falsa célebre, la del Templo de Luxor, sirvió en algún momento - como describe un conocido ensayo de Lionello Venturi - como modelo de estos umbrales cerrados. La gradación de las jambas señala un camino que va desde el exterior a lo más profundo del templo. En algún manual se señala esta misma característica en las archivoltas de las portadas del románico, principalmente en torno al Camino de Santiago. 

"El mundo de los muertos, el mundo de los "más numerosos" no estaba separado de los vivos. Para los etruscos, como para todos los de la Antigüedad, no se suspendía la continuidad de la vida y la muerte", nos cuenta un manual de historia antigua, publicado por Alain Hus.


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2.

Relativamente conocido, aunque incompleto, es el programa iconográfico de la monumental Capilla Medicea que hubo de erigir el escultor Miguel Ángel en la iglesia florentina de San Lorenzo a partir del 1520. Construida como una prolongación, en la figura de los nuevos Médicis, de la antigua sacristía, -la Sagrestia Vecchia diseñada por Brunelleschi- iba a quedar definitivamente inconclusa tras la marcha de Miguel Ángel a Roma, en 1534 .

Del proyecto inicial en la capilla sólo se realizaron dos tumbas, las de los Médicis "menores": Giuliano, duque de Nemours, y la del duque de Urbino, Lorenzo, quedando así mismo sin terminar alguna de las esculturas que acompañaban los monumentos. Un complejo programa iconográfico rodeaba las imágenes, que los distintos autores que las han estudiado relacionan con el ambiente neoplatónico de Florencia, en el que el escultor había estado inmerso en su momento. 

Una descripción del proyecto del florentino en un manual de arquitectura indica que en éste habrían aparecido dos zonas diferenciadas, con los cuatro dioses-ríos (los ríos del Hades) que, en la zona inferior, nombrarían el mundo de la naturaleza. Y la Aurora, el Día, la Noche, la Tarde, en la zona superior, como los cuatro humores, o los "cuatro modos de vida sobre la tierra".

En la minuciosa descripción de Erwin Panofsky sobre el programa definitivo de San Lorenzo éste debería haber mostrado:

"a) Los Dioses-Ríos, reclinados en la base de cada tumba.

b) Estatuas de la Tierra afligida y el cielo sonriente en los nichos a los lados de la estatua de Giuliano, la figura de la Tierra (...) sobre la Noche, y la del Cielo sobre el Día (...)

c) Una complicada decoración plástica del entablamento (...) consistía en tronos vacíos en la parte superior de las pilastras (...) trofeos en el centro y dos pares de niños agachados.

Además se había planeado decorar con frescos los grandes lunetos que decoran las tumbas (...) La Resurrección de Cristo (...) la serpiente de bronce y, posiblemente, la historia de Judit". 

Este proyecto, deducido a partir de los numerosos dibujos previos de Miguel Ángel, así como de algunas cartas sobre el mismo, se abandona definitivamente a raíz de su último viaje a Roma. En el programa inicial, en palabras del historiador alemán de nuevo: "De la inerte región de la materia y de la torturada región de la naturaleza, regida por el tiempo, emergen las imágenes de Giuliano y Lorenzo, este último conocido como el Pensieroso o Pensoso desde el siglo XVI".

Se iniciaba la última etapa de la obra del artista florentino. En ella, prosiguen los mismos estudios, el programa de conciliación de la filosofía neoplatónica con la teología cristiana, que en algún momento con la publicación de la Theologia Platonica de Marsilio Ficino pudo soñarse, era definitivamente postergado en la obra última del artista; y el ideal de conciliación, abandonado.

En la capilla, a despecho del complejo programa iconográfico en torno a la figura de los Médici y la muerte, figuraban unos lunetos vacíos, rodeados por una clásica composición alrededor de los mismos, que en realidad no enmarcaban nada. Sino un espacio vacío, mudo, obsesivo.


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3.

Cuando Hermes, enviado por los dioses, accede por fin a la remota isla Ogigia, con el fin de solicitar a la diosa Calipso que permita la marcha de Odiseo, la descripción en los versos de La Odisea nos indica que nos hallamos de nuevo ante el escenario - una isla inalcanzable- de la suspensión del tiempo y la premura cotidianas:

"A la isla remota llegó finalmente y en ella

tomó tierra dejando las aguas violáceas (...)

En torno a la cóncava gruta

extendíase una viña lozana, florida de gajos.

delicado jardín de violetas y apios brotaba 

en su torno. Hasta un dios que se hubiera acercado a aquel sitio

quedaríase suspenso a su vista gozando en su pecho" (V, 55-70)

El jardín es un recinto cerrado. Dentro de él, el tiempo se suspende y todo remite al origen. Se repite el lugar en los "testimonios indoiranios, griegos, hititas y celtas de los que se deduce la existencia de un prado verde en la escatología indoeuropea del más allá".

La tradición medioriental de la figura de un jardín original la recoge más tarde el Antiguo Testamento. "Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa, jardín cerrado, fuente escondida...", rezaba el conocido pasaje (IV,12) del Cantar de los Cantares, que dará lugar a la vasta tradición del hortus conclusus.

En el jardín, delimitado por los muros, de alguna manera se han quedado fuera la sucesión, y la mella del tiempo alrededor.

El jardín persa, nos recuerda Mircea Eliade, estaba cercado, tenía forma cuadrangular y cuatro corrientes de agua remedaban los cuatro ríos originales del trazado del Mundo: el Tigris, el Éufrates, el  Pisón y el Gión. Según una descripción usual del lugar del Paraíso en la que prado, agua, árboles y canto de los pájaros, se iba a repetir por ejemplo en el Génesis hebreo:

"Y de la tierra hizo que el señor Dios hiciera crecer cada árbol que sea agradable a la vista y bueno para comer; el árbol de la vida también en medio del jardín y el árbol del conocimiento del bien y del mal".

Esta imagen acotada había surgido, siglos antes, en el relato sumerio sobre Enki, el héroe, y el llamado "jardín de Enki": 

"Enki y Nisurhag vivían en Dilmun, la tierra pura, limpia y brillante de la vida, jardín de los Grandes Dioses y paraíso terrenal" - anunciaba una introducción al extenso relato. Aparecía en otros mitos, como en el de Acapa, dios babilónico de la sabiduría - el cual se enfrenta de nuevo al dilema del árbol en el vergel- o en la epopeya babilónica de Gilgamesh, el dios sumerio - según un texto del siglo XII a.C. "El jardín paradisíaco al que entra Gilgamesh tras conquistar el pueblo del escorpión, donde los árboles, arbustos y viñedos son de piedras preciosas". En éste figuraba así mismo el "árbol del mundo" o "árbol de la vida", que contiene el don de la inmortalidad. En el Enuma Elish, o poema babilónico sobre la creación, se menciona que el mundo fue creado en siete días y que "comenzó en un jardín, creado por Tamat (la diosa babilónica con forma de serpiente)".

La característica principal del jardín es su ubicación acotada. Los muros separan el espacio de la permanencia y el mundo del origen, dentro, del exterior, necesariamente caótico y oscuro. El Edén era un jardín en el comienzo de la creación. La separación se haría, un día aciago, por medio de la expulsión del mismo de sus primeros habitantes. Y de la prohibición que señalaban los muros a partir de ese momento, guardados por un ángel - por los demonios en otros lugares- que impedirán, ya para siempre, el regreso. "...y habiendo expulsado al hombre, puso delante del jardín del Edén querubines, y la llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida".

Un jardín delimita asimismo en los templos del Japón el lugar adonde, probablemente, descienden los dioses. El vocablo "niwa" aparece ya en las crónicas Shindaiki del Nihongi y en los Kojiki (...) "Expresaba un espacio amplio delante del palacio adonde descendía la divinidad y se recitaban conjuros y oraciones". En la secta budista Joko-Kyo o de la "Tierra Pura": "Los jardines mostraban un terreno llano, alrededor de los edificios y viviendas, el mundo de la Tierra Pura o Paraíso".

O, en tierra firme, en el Imperio de los Jin, el jardín es el lugar de reunión de los sabios de la dinastía, alejados de las incertidumbres de la corte. Tal como aparecen por ejemplo en la "Reunión en el Pabellón de las Orquídeas" del poeta chino Wang Xichi, en torno al año 353:

"Todos los hombres de talento están presentes, tanto jóvenes como ancianos. Nos rodean altas montañas y escarpados picachos. Bosques umbríos y gráciles bambúes. Arroyos límpidos y borboteantes cascadas relumbran por doquier. Traemos a nosotros el agua clara por la ondulante acequia y dejamos flotar nuestros vasos". Pintores como Weng Zhengming o Li Gonglin en el siglo XI, el japonés Yamamoto Jakurin o la caligrafía del propio Wang Xichi recogerían posteriormente el encuentro, que dio lugar a 37 poemas y un prefacio a los mismos, escrito por Wang Xizhi "sobre papel con un pincel hecho con pelos de bigote de comadreja".

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4.

El jardín es el lugar de los sucesos, los encuentros inesperados. 

En el inicio del Roman de la Rose, el conocido relato alegórico de Guillaume de Lorris - ampliamente difundido en el escenario cortés del siglo XIII - el protagonista, tras haber salido de la ciudad

Me pareció que era mayo, hace por lo menos cinco años

llega a un paraje desconocido, típico de la estación renovada, una amplia pradera por donde discurre un río, lejos ya del alcance de las murallas. Allí

Después de haber avanzado un poco, me encontré con un jardín alegre y grande que estaba rodeado por un alto muro. La parte exterior de la pared tenía dibujos, esculturas y rótulos, pintados con gran riqueza. Con gusto me detuve a contemplarlos: os voy a contar y a describir esas imágenes, según las recuerdo

El encuentro con el recinto cerrado, ya lejos de la ciudad; el jardín secreto y su enigma: todo anuncia, indefectiblemente, que el protagonista ha accedido a la aventura - cortés en este caso-; al lugar donde el descubrimiento de los símbolos, hasta entonces vedado, es posible.

A partir del hallazgo, y el acceso dentro de los muros del recinto alegórico, sabemos que tendrá lugar la revelación. En el esquema del roman estudiado por Rita Lejeune "Se puede considerar que la obra de Guillaume de Lorris se articula en torno a siete núcleos fundamentales (...) Estos siete núcleos son:

1. El descubrimiento del jardín rodeado de muros, y la descripción del recinto exterior.

2. Entrada y descripción del jardín de Solaz.

3. Episodio de la fuente de Narciso.

4. Hallazgo de la rosa y del mundo que ésta le revela. (...)".

Etcétera.

A un jardín, enigmático y vedado, arriba el caballero Erec en el conocido relato artúrico Erec y Enid. Éste, el "Jardín de la Alegría", está defendido por el fuerte guerrero Mabonagrain, el cual "defendía la entrada de un vergel encantado a requerimientos de su amiga". Sobre la imagen del Edén de la tradición hebrea, algunos estudiosos han definido la presencia de este lugar encantado como "trasunto del otro mundo céltico". ("La aventura del Grial ofrece claras semejanzas con los relatos celtas en que los héroes visitan el otro mundo: viajes chamánicos, como el de Conn, en que se adquiere conocimiento", comentará Victoria Cirlot en algún lugar de su "Figuras del destino"). Erec, que había emprendido el obligado viaje al que le ordenaban las normas de la caballería - y del amor cortés - "al atardecer, se encuentra con un poderoso castillo rodeado de una muralla y abrazado por un río tempestuoso". Es un lugar maldito y edénico a la vez. 

"El rey lo lleva a un vergel. Es un lugar mágico en el que no se puede entrar aunque no se perciba muro alguno (...) Perennemente, abundan las flores y las frutas aunque no puedan sacarse del lugar. Todos los pájaros con todas las variedades de su canto están allí representados; de la misma manera que no falta especia ni planta medicinal". El relato nos revelará más tarde la maldición que pesa sobre el castillo - y su fatigosa superación por parte de Erec.

O el bosque, el lugar sin referencias, donde los senderos se pierden. (La "gaste forest soutainne" - yerma floresta solitaria - de Chrétien de Troyes). En "El caballero de la espada" Gauvain, hijo de Morgause y del rey de Lothian:

"Siguiendo el camino directo

entró en un bosque.

Oyó el dulce canto de los pájaros (...)

y tanto se demoró allí oyéndolo

que se perdió en un pensamiento".

Y el prado y jardín del castillo de "La Peor Aventura", a la que llega Yvain, acompañado del león y la doncella del relato. O el jardín de la corte de Gorre, donde encuentra Lanzarote a la reina Ginebra, que se halla presa en él - y que en un primer momento, a despecho de haber puesto aquél la vida a su servicio, recibe con desdén al caballero. Los encantamientos persiguen a éste. En el Bosque perdido Lanzarote "queda atrapado en una danza", de la que no podrá escapar sino con la aparición de una doncella enigmática. La pradera más tarde rodea a la doncella sin nombre del "Cuento del Grial". El difícil paso a la "isla de oro" en Renaut de Beaujeu, que "Estaba guardado por un caballero llamado Malgier el Gris, que debía defender el paso durante siete años para conseguir la mano de la Doncella de las Blancas Manos, la dueña del castillo".

 El mismo castillo entre la floresta, apenas entrevisto, del Grial, es al fin inaccesible a casi todos:

"Sólo un castillo se levanta allí solitario: / es más hermoso que cualquiera que pueda desearse/ (...) La visión del castillo sólo puede / acontecerle a un ignorante,/ pues no basta sólo con mirarlo." La arriesgada intervención de Yvain, el Caballero del León, de nuevo, esta vez en el bosque oscuro - y encantado a su vez... 

Mi señor Yvain camina pensativo

por un espeso bosque;

de repente oyó entre la maleza

un grito muy doloroso y agudo.

En el bosque de Pampoint Yvain "sufre un ataque de locura, por haber incumplido la palabra dada a su dama", y un ermitaño le ayudará a recuperarse. 

El bosque de Broceliande, -"lleno de arbustos y espinas"-  es el lugar de retiro de un Merlín melancólico que no desea regresar al mundo. Un relato afirma que es el recinto donde Viviana mantiene al mago preso en un encantamiento. "Se trata de un bosque caótico, hermético y sobrenatural, sacralizado, en el que reina la oscuridad al anochecer. En el que la magia, los prodigios y el diablo tienen su lugar, lejos del mundo cristianizado, y los caballeros vagan y enloquecen". (Y el poeta Wace, autor del Roman de Brut que dedica a la reina Leonor de Aquitania, desencantado a su vez, exclamará: "Fui allí a ver maravillas. Vi el bosque, vi la región. Busqué las maravillas, pero no las encontré"). En medio del bosque oscuro el caballero Plácidas divisa la señal de la cruz entre las astas del ciervo al que persigue. Iluminado por la revelación, a su regreso se convierte en el santo Eustaquio, de vida ejemplar... El veronés Pisanello lo retrata, aún en el estilo del gótico internacional, rodeado de un escenario mágico. Otra iluminación en la floresta le ocurrirá a San Julián, a la santa Osyth. O a la abadesa Caterina de Suecia.

O el bosque de Morois, aislado e impenetrable, en el que se encuentra el Lecho Mágico, y donde la dulce Iseo interpelará a Tristán:

"Hemos perdido el mundo y el mundo a nosotros; ¿qué os parece, Tristán?".

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5.

En el enigmático relato "They", publicado por primera vez por Rudyard Kipling en 1904 - y recogido entre otros en la antología de cuentos del británico elaborada por Jorge Luis Borges - hay una suerte de viaje iniciático, desde lo conocido - el condado de Sussex a principios del siglo XX - a lo remoto. El viajero se pierde: "Juzgué por la configuración del paisaje que acabaría dando con alguna carretera que me llevara rumbo al este, hasta sus pies, pero no había contado con el velo perturbador de los bosques". A través de un escenario sin marcas, en este caso las colinas sin senderos, irá perdiendo las nociones de lo sabido y de la orientación, hasta penetrar en un paisaje en el cual todo manifiesta su perenne distancia, y la extrañeza del paraje al cual el perplejo viajero ha arribado.

El bosque es el lugar de la extrañeza:

"Cerraron el camino a través del bosque

hace setenta años (...)

la vieja carretera que cruza la floresta.

Pero no hay camino a través del bosque".

había escrito Kipling en otro lugar, el poema "The way through the Woods", en la misma época aproximadamente.

En su camino azaroso el viajero reconocerá en un primer momento que "cuando por último torcí tierra adentro por un cúmulo de bosques y colinas redondeadas, se hizo evidente que me había salido de los límites que conocía". En otro momento, en medio del paisaje sin señales cotidianas, surgirá - como en los antiguos relatos artúricos- el jardín minucioso y el recinto alrededor de la casa, este sí ordenado; el lugar donde se anuncia la revelación, inaccesible desde fuera, en su interior.

"Al otro extremo de la pradera -los bosques, bien formados, la sitiaban por tres lados- se levantaba una antigua casa de piedra, envejecida y cubierta de liquen, con ventanas con parteluz y un tejado entre rojo y rosa". En la antigua mansión, a la que el viajero regresa aún dos veces más, tendrá acceso, paulatinamente, al saber del otro lado que, sutil y esquivo, poseen sus habitantes: los guardianes, los niños apenas entrevistos y la enigmática dueña de la mansión, ciega y remota.

Los lugares más allá de las comarcas conocidas guardan su propio tiempo: "La casa, aceptando el final de otro día, como había aceptado cientos de miles antes, parecía arraigar más profundamente en su descanso umbrío".

Cuando el viajero - trasunto por lo que sabemos del propio Kipling- acceda por fin al reconocimiento del tiempo del otro lado, nunca volverá a la casa, ni al jardín remoto.

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6.

Al recuerdo del lugar del paraíso en la tradición medieval, normalmente se añadirá la noción de la distancia insalvable de éste y su imposible acceso, después de los primeros acontecimientos narrados por el Génesis

Un suceso inicial, el relato de la expulsión, que supone la permanencia en la tradición cristiana - pero también en tantas otras- de una pérdida inicial, en cuya nostalgia se configura el mapa del mundo conocido - la oukomeinos. ( En una tablilla cuneiforme de las ruinas sumerias de Nippur, al final del tercer milenio a.C., se citaba ya "Una tierra pura y brillante que no conocía la enfermedad ni la muerte").

El paraíso se encuentra habitualmente hacia el oriente. En el poema de Lactancio "Carmen de ave phoenice"- sobre la figura alegórica del Ave Fénix - éste afirmará: "Est in locus in primo felix oriente remotus".

"He oído que lejos de aquí, en los confines del este, está la más noble de las regiones, famosa entre los hombres. Esa parte de la tierra no es accesible para muchos de los gobernantes de la gente (...) Toda esta llanura es hermosa, bendecida con todo tipo de delicias, con las fragancias más agradables de la tierra; esta isla es inigualable (...) Allí la puerta del reino de los cielos está a menudo abierta a la vista de los bienaventurados; y el gozo de su música se les revela (...) Hay verdes y espaciosos bosques bajo el cielo". Y, de vuelta a Egipto, cerca del templo de Medinet Habu, comentará el florentino Calasso: "Hay un jardín cercado por veinte árboles y, en el centro, un estanque con peces, Un muro alto en torno al templo y el jardín. Sería difícil encontrar una aproximación mayor al jardín primordial, o bien al hortus conclusus o bien incluso al paraíso, en sentido iranio". Luego añade: "El jardín se abría junto al sepulcro; había que cruzarlo para llegar a él".

Los relatos sobre el Edén aparecen marcados por la noción de lo inalcanzable. Sólo en algún raro momento el viajero o peregrino lograrán acceder al umbral de la otra parte - que nunca se abre.

Como en el Iter paradisum en el que un legendario "Alejandro Magno remontó el río Ganges - tantas veces identificado con el Fisón bíblico- y llegó hasta una ciudad amurallada que era el reino de los muertos".

Otras veces apenas es escuchado su rumor. Situada al oeste, en las islas inalcanzables más allá de Irlanda, la tierra del otro lado, San Patricio a menudo "Oía las voces de los que moran más allá del bosque Foclut, más allá del mar del oeste". ("Algunos dioses - afirma el Leabhar Ghabála Erinn, relato de las antiguas invasiones - abandonaron el suelo de la isla y se retiraron a un país llamado Mag Meld, más allá de los mares de occidente").

Es el rumor que percibe - o recoge en sus escritos- el obispo de Bisignano, Giovanni de Marignoli, que en algún momento en sus viajes alcanza la India, e incluso, más allá, la isla de Ceilán. 

En Ceilán escucha que el Paraíso - en "algún lugar más allá de la India" - se encuentra cercano: 

"Y desde Ceylan al Paraíso, de acuerdo con lo que los nativos dicen de la tradición de sus padres, hay una distancia de cuarenta millas italianas; una vez dicho esto, el sonido de las aguas que caen desde la fuente del Paraíso se escucha desde aquí".

Pero la distancia, la lejanía histórica, son raramente superadas. Deseosos de alcanzar el lugar "donde la tierra y el cielo se juntan" los monjes sirios Teófilo, Sergio e Higinio -según la leyenda de san Macario-  emprenden un largo periplo que los llevará hasta las puertas del paraíso. Una cierta ambigüedad en los textos da cuenta del final del peregrinaje. En algún lugar se describe éste cómo uno de los pocos momentos en la edad media en que el lugar es alcanzado. Pero otro relato comentará el fracaso final del viaje, y se lamenta de que "su afanoso bregar sólo los condujera a veinte millas del paraíso".

En el caso de san Amaro, abad del monasterio de Valdeflores, el relato de su milagrosa peregrinación se detendrá de algún modo también en los umbrales del jardín- detenida a su vez la experiencia del tiempo del viaje en la quietud de la contemplación del lugar inmóvil.

El noble Amaro obsesionado por acceder al paraíso recibirá el consejo de "navegar hasta el sol por el océano". En su itinerario prodigioso se encontrará con lugares como La Tierra Desierta, la Fuente Clara o la Isla Desierta- siempre navegando hacia el oriente. Llegará hasta las puertas del Paraíso.

"Ante él se elevaba un enorme castillo construido con piedras y metales preciosos (...) Vio el árbol del que comió Adán así como verdes praderas donde imperaba una primavera eterna y de las que emanaba un olor delicioso. Vio asimismo árboles enormes cuyas copas no podían verse y en las que se posaban pájaros cuyo cantar era tan sugestivo que si se les escuchara durante mil años parecería un día. Por todos sitios deambulaban muchachos con instrumentos cuya música era indescriptible, así como bellas doncellas ataviadas con guirnaldas y vestidos blancos que andaban en torno a la más bella de ellas, la Virgen María".

El portero le niega el acceso y ante sus súplicas sólo le permite atisbar por una puerta. A su regreso - donde vivirá para siempre en el monasterio- descubre que la visión había durado trescientos años.

En la versión navarra de la leyenda - relata Sánchez Dragó en alguna parte- "el abad Virila sale una tarde del convento con el propósito de pasear  hasta una fuente cercana y, ya en ella, el trino de un pajarillo distrae su atención. Lo contempla un instante, arrobado, y luego se encamina al monasterio. En la puerta de éste le cierra el paso un desconocido y se entera con espanto de que ha estado tres siglos en éxtasis escuchando al pajarillo". El escritor comenta luego "La fuente existe todavía. Yo la he visto".


Atisbos, visiones que se desvanecen, umbrales que no se cruzan, lugares que delimitan el acceso... Abundan en Irlanda, tierra extrema, más allá de la cual se abre el insondable océano. ("Una tierra de niebla y penumbra (...) más allá de la cual se encuentra el mar de la muerte" en la descripción homérica).

Uno de ellos es el pozo de san Patricio, "purgatorio al que podía accederse a través de un pozo, de una grieta que Dios mostró al monje". Había figurado en el poema Preideu Annwfn - el ¨Botín del otro mundo" - del galés Book of Taliesin el cual relataba el prodigioso viaje del rey Arturo y sus compañeros en el barco Prwyden al otro mundo para robar el caldero mágico. "Caer Siddi, la ciudad de los muertos, es la meta de la expedición fabulosa".

Según los obispos locales el lago del Ulster se dividía en dos partes: la oriental, de la Iglesia, y la occidental, donde habitaban los demonios. "Et ellos dixieron assy: Aquella es la puerta del parayso celestial, por do entran los que de nos suben al cielo". Otro relato hace mención de Station Island como el lugar de paso. O, más vagamente, "una isla en Lough Derg", ambas alcanzadas por el santo. O el santuario en la isla de Lein - Enez Sisun - "en el límite occidental de la tierra de los vivos".

La visión de la otra parte había figurado también en el relato de "La visión de Drytheim" recogida por Beda el Venerable. O, dentro de la tradición de los imrammas - o relatos de viaje - en "El Viaje de Smegus", en el que éste arriba al Árbol de los Pájaros, otro de los motivos, árbol y pájaros, comunes en la tradición edénica. Al mismo lugar había llegado el héroe "Teique, hijo de Cian" en su Aventura, igualmente.


Según los mismos relatos, el monje Barinto, incansable viajero, llega en sus navegaciones hasta las puertas del otro lado. A su regreso de un viaje oceánico visita a Brandán, abad de Clonfairt, a quien "relata la existencia de una serie de islas maravillosas en el océano occidental, más allá del mundo conocido". Será el origen de la famosa Navigatio Sancti Brandani, o "Viaje de san Brandán", difundida desde el siglo X por todo el occidente medieval.

"Ningún hombre, creo yo, antes de Brandán se aventuró más allá de aquel acantilado", se inicia el relato. En su azaroso viaje por el mar del oeste, el santo y sus compañeros conocerán la existencia de las islas más allá de Irlanda, lugares detenidos en el tiempo a las que no alcanza la ley de la necesidad de este lado. El viaje durará siete años y en él, entre incontables riesgos, llegarán a la Isla del Castillo Deshabitado; la de Las Ovejas; la famosa isla-pez (o Isla de san Brandán); al Paradisium Avium, o Isla de los Pájaros, "donde el viajero se adormece y escucha cantar a las aves durante años que parecen instantes"; a la isla de Alibe, donde los monjes han establecido un voto de silencio que perdura desde tiempo incontable; pasan el infierno marino de los monstruos y el aliento de fuego; el Mar de Niebla... Finalmente, se nos dice en el relato, "encuentran la Isla del Paraíso". 

Curiosamente la narración, que se ha demorado en la descripción de todos los lugares fabulosos que el santo y sus monjes habían ido encontrando antes del acceso final al paraíso, apenas dirá nada de éste. Como si alcanzado el lugar del origen de él no hubiera nada que decir. Y la narración regresa a lo azaroso y el paso del tiempo y sus avatares, relatando por fin el regreso a Irlanda del abad de Clonfairt y sus compañeros.

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7.

En algún lugar de sus Mitologías el poeta W.B. Yeats acude una noche a escuchar "algunas canciones irlandesas a un paraje donde la carretera de Kilkartan se ensancha". Entre las canciones que un viejo músico y otros aldeanos desgranan figuran las tradicionales de "Sa Muirnin Díles" o "Jimmy Mo Mílestor", "tristes canciones de separación, de muerte y de exilio".

El canto, el baile en la noche, remiten a un momento más allá de la noche, y de cualquier canción en particular. Detrás del espejismo de la individualidad y el arte de lo concreto le remiten, de nuevo - como en tantos lugares de la obra del escritor irlandés - a una imaginación previa, cuya marca es lo universal.

"Las voces se confundían con el crepúsculo, y se mezclaban con los árboles (...) y se mezclaban con las generaciones de los hombres. Ahora era una frase, ahora una actitud mental (...) las que iban llevando mi memoria a versos más antiguos, o incluso a olvidadas mitologías. Tan lejos fui llevado que era como si llegara a uno de los cuatro ríos, y lo siguiera bajo la muralla del Paraíso hasta las raíces de los Árboles de la Ciencia y de la Vida".

Para añadir, a continuación: "No hay canción ni historia transmitida entre las cabañas que no tenga palabras y pensamientos que lo lleven a uno igual de lejos, pues aunque poco pueda saber de la ascendencia de aquéllas, unos sabe que se remontan, como genealogías medievales a través de dignidades ininterrumpidas, al principio del mundo".

El inminente amanecer interrumpirá la música "al borde de la carretera". La "voz única" de la que el poeta ha hablado cesa. Y en su lugar resurgen las voces diferentes, interrumpidas. Vuelve el día y su tiempo sucesivo, precario, de nuevo.



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Leopoldo Panero en otoño

En la Plaza Mayor de Salamanca, con la llegada de noviembre, instalan las casetas de la feria del libro en el centro de la explanada. Noviem...

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