En el Museo Bizantino un icono muestra una imagen sin fisuras: es una imagen sagrada, absolutamente, tal como en ningún momento de la historia quizá se ha vuelto a repetir. El icono portátil, cuya función era ser alzado en las procesiones, ofrece por un lado la figura de la Virgen Hodegetria, "la que enseña el camino". Por el otro, una rara santidad de la ciudad de Veira, Agya Jerusalem con sus hijos Secundus, Secendinos y Kegoros, que desde un lugar inmóvil, detenido para siempre, miran hacia esta otra parte. Todo se ha cumplido ya en la representación, los acontecimientos sagrados han tenido lugar y desde el cumplimiento de éstos las figuras miran, inmovilizadas, hacia los que las contemplan.
La escena única, los colores vivos, el espacio sin referencias del que surgen las figuras de la veneración, carecen de cualquier relieve aquí - a despecho de su eficacia. Recuerdo un momento, no sé por qué, otra representación muy distinta como era la de Los Desposorios de la Virgen de Rafael Sanzio, que pudimos contemplar en la Pinacoteca de Brera en Milán, escena ritual sobre la que sin embargo pesaba la figuración de lo otro: el edificio cerrado al fondo, la noción de la ciudad ideal, tal como el Renacimiento había establecido. Las referencias a un espacio naturalista, aludido en la perspectiva lineal de la tela. Y el establecimiento de un escenario idealizado, tal como la nostalgia de una antigüedad que ya se sabía distante, flotaba sobre la escena bíblica y urbana.
Nada de esto hay aquí, en este icono obsesivo, que no sea una representación sacra, una absoluta adecuación a la función sagrada de la imagen... En otra sala del Museo aparecían las primeras representaciones cristianas del Árbol de la Vida - ambiguo paraje edénico que recoge igualmente la vida y el pecado- en unos bajorrelieves de la Atenas paleocristiana, figura de una mitología mucho más antigua, que ya aparecía en la literatura sumeria o de los persas. En una sala posterior las antiguas representaciones de los santos y mártires de las persecuciones de Diocleciano, en donde los personajes abren los ojos, fijan la mirada para siempre y el resto del cuerpo casi desaparece en un progresivo olvido de la tradición clásica, para contemplarnos desde el lugar de lo ya sucedido. Un orante abre las manos de la plegaria en una tabla ática; un San Jorge espléndido, triunfante y absorto, de los últimos días del Imperio; una viña que trepa en un sarcófago de Studios, que ha adoptado ya la forma alegórica de la mirada medieval...
El Museo Bizantino de Atenas, en la trasera del Parque Nacional, es una joya apenas visitada en estos días de prohibiciones, donde los raros viajeros a la ciudad se agolpan en el bulevar que ronda el Ágora antiguo, en las calles que se dirigen a la Plaza Monastiraki, en las terrazas de la calle Dioskouroi... La planta aneja del museo estaba cerrada por reformas y desde la entrada apenas se podían ver los numerosos cuadros de los héroes de la Independencia del siglo XIX, unas telas coloristas sobre una escena sin profundidad. En donde unos feroces guerreros helenos se enfrentan en solitario a unos no menos feroces soldados del Sultán, junto con algunos retratos de decimonónica factura que recogen a los personajes históricos de la sublevación. En la planta de abajo, en un sótano, se divisaban vitrinas con los volúmenes de la época, grabados y litografías y vastas biografías del siglo que por más que suplicamos a la austera celadora de la planta no pudimos bajar a ver.
Al salir del caluroso patio del recinto ondeaban las banderas de Grecia sobre los edificios consulares, unos soldados inmaculados efectuaban el cambio de guardia junto al parque y lamentamos por un momento no haber podido participar junto a Byron en las jornadas de Missolonghi, jurándonos que la próxima vez que se produzcan allí estaremos.
A Byron lo volvimos a encontrar - de aquel modo- en una visita una tarde agobiante al promontorio del cabo Sunion, en el extremo del Ática, en donde como es sabido se conservan los restos del antiguo templo de Poseidón sobre una colina desde la que se divisa la isla de Eubea, origen de todos los viajes - que nunca pensé fuera real- y los no menos legendarios islotes de las Cícladas entre la bruma, al final del horizonte.
Eubea es un nombre mítico que se repite en los relatos sobre las primeras colonias jónicas a lo largo del Mediterráneo. Nunca esperé que fuera tangible, que las colinas y el polvo que se adivinan en la lejanía pudieran verse: más allá del golfo, de la isla de Makronisos en primer plano, tan cerca.
C., que viene con nosotros, nos comenta que el cabo, límite del Ática, es el lugar desde donde el rey Egeo aguardaba la llegada de las naves que volvían de Creta con el tributo al rey Minos. Y a las que, según el mito, el príncipe Teseo tras haber vencido al Minotauro, olvidó cambiar las velas negras de los barcos por aquellas otras blancas que anunciaran su regreso. Es pues bajo el templo de Poseidón de donde el rey se arroja al mar, desconsolado por la supuesta muerte del elegido por Ariadna.
Si Eubea es real a la distancia, no menos real es este lugar, sus ruinas y la muerte del rey. Puestos a alcanzar las cosas con la mano, le pregunto a C., que lleva años viajando por las islas, si también existe Nassos, si hay algún recuerdo de la princesa Ariadna en la costa y si es cierto que Dionisos finalmente accede a recogerla, tras su abandono por el príncipe ingrato. No todo es tan cercano, me viene a decir, y ante la amenaza de unos viajeros que suben al templo ataviados con guirnaldas de flores y flautas discordes - "Vienen a ver la puesta de sol y no sé qué vibraciones póstumas" nos comenta C. - me instan a bajar corriendo de la montaña y a dirigirnos a una taberna en el puerto, en donde los salmonetes y el queso Feta siempre se hacen corpóreos, aseguran.
En una pilastra del pórtico, nos había asegurado un guardián somnoliento, se hallaba entre otras muchas la firma del mismísimo Lord Byron. Pero entre los numerosos escritos sobre la piedra, la tarde a contraluz, y la procesión que asciende imparable por la cuesta somos incapaces de encontrarla. El fantasma del terrible lord inglés, exiliado para siempre de su Inglaterra, es el único que no aparece en el crepúsculo del cabo, origen de todos los viajes, de los regresos a la patria.
En el Museo de la Acrópolis una mañana, entre varios relieves, las figuras tardo-clásicas de dos danzantes dedicadas a Dionisio, que se agitan en una contorsión en curva tan elegante, en el no menos elegante dibujo de las telas, el drapeado que una tradición clásica había diseñado desde su origen arcaico. El frenesí de las Ménades, el exceso dionisíaco, se hallan aquí recogidos en una figura contenida, heredera de siglos de luz, tan lejos de pronto de la sombra y de lo inexpresable, que vienen de más allá, del oriente.
La cercanía de lo tangible, del cuerpo, de lo visible en plenitud. En su simple presencia se anuncia un mundo que se toca, inmediato y con peso, que inauguran los griegos para siempre. Esa mañana subimos a la Acrópolis. La simple evidencia de los templos en ruinas nombra el origen de lo cercano, de Europa a lo lejos.
Rincones de Atenas. En la ciudad aún es posible encontrar lugares que han escapado a la ordenación. Y casi a las miradas de afuera. En un paseo por el barrio de Koykaki encontramos unas villas a la sombra de la colina con jardines cerrados, calles en cuesta, portones oxidados y parras vírgenes que trepan por la fachada de unas casas que conocieron tiempos mejores. Sobre las ruinas del Ágora, una villa modernista, antaño lujosa, poblada ahora de gatos sobre el jardín reseco nos hace pensar en el fantasma de sus antiguos habitantes, que todavía vagarán por la calle, desdeñando desde su indigencia a los nuevos visitantes. Hay en Anafiotika una acera en cuesta sobre la ermita bizantina de la Metamorphosis, cuyas pequeñas viviendas hacen pensar en un antiguo barrio de pescadores. Hay una escalera entre ellas que no lleva a ninguna parte, y una cancela cerrada que no podemos abrir. Una vieja nos contempla desde la balaustrada de su casa, en silencio. No sabemos desde cuando está allí.
Abajo, en el tranquilo cruce de Kavalloti, que se pierde hacia la colina del Observatorio, y Mitseon, que baja desde el Teatro de Dionisos, la librería Little Tree Books tiene unas mesas en la terraza bajo los árboles. Hay un café excelente y los parroquianos hablan en voz baja sobre las sillas de tijera. En alemán, en inglés, en griego... Una mujer pelirroja que lee unos cuadernos de tapas negras pide algo en italiano a la dueña griega. Después, sigue leyendo.
En el Parque Nacional, otra mañana sofocante, surge de repente otra taberna bajo un emparrado oscuro. Cerca de la terraza corre un canal de agua, que no sabemos de dónde viene. El té es excelente, y la cerveza fría, y las galletas con miel que sirve la silenciosa camarera como acompañamiento de cualquier cosa que se le pida. El rumor de la ciudad queda a lo lejos, el tráfago de los turistas también, un atasco permanente que cubre la plaza de Sintagma en todas las estaciones. Decidimos quedarnos allí para siempre.
En el gran Teatro de Epidauro, una noche, asistimos a la representación que una compañía local va a efectuar sobre un texto incompleto de Sófocles. Alguien nos ha comentado que la obra versa sobre el origen de la música, a partir del célebre episodio del robo de los bueyes de Apolo por parte del astuto Hermes - y la invención de la lira y el plectro que ingenia el dios viajero en la cueva de Pilos.
Diversos fantasmas podrían haberse convocado en la noche dentro del solemne anfiteatro. Pero es una interpretación de autor moderno- de director de escena- sobre los versos fragmentados. Y lo único que se repite desde el inicio son las contorsiones y los gritos estridentes de los supuestos sátiros sobre un escenario de lona con papeles que vuelan por todas partes, bajo la escéptica mirada de un Sileno gordo y pasivo, que tiene aspecto de actor cansado. Apolo, que ha abierto la obra en tono igualmente cansino, semeja un rufián impotente. Se ha sentado en una esquina del anfiteatro y no ha vuelto a decir nada en toda la representación. Los sátiros corren alocadamente, se ocultan entre los pinos del fondo y luego vuelven a trotar hacia las primeras filas.
No acude ningún fantasma a la obra estridente. Sólo un instante ha comenzado a soplar el viento de la tarde sobre la colina y su rumor ha convocado unos días antiguos, otras representaciones, a los habitantes del bosque. Pero éste cesa enseguida y en su lugar los actores prosiguen su contoneo inclemente, los gritos que no cesan.
Con J., una amiga cubana, nos hemos retirado a tomar algo a la fresca terraza de al lado del museo. J., cuyo periplo hasta Grecia viene desde una tormentosa salida de la isla caribeña, para recalar en Italia primero, en la costa malagueña más tarde y por último en una remota universidad griega, se pone a hablarnos de repente de la llanura cubana de donde ha surgido. Un pueblo, dice, donde sólo había polvo y una tierra roja que cubría todas las cosas, de una pobreza extrema. Me está hablando del otro extremo del Océano. Los dioses, pienso, nunca llegaron hasta allí. O eran unos dioses torpes, casi mudos, con cierto olor a sangre, que desde aquí desconocemos.
Rudyard Kipling, sabiendo lo que decía, afirmaba que los dioses ingleses nunca cruzaron más allá del Golfo de Adén. También el geógrafo Avieno, que describía el Océano Exterior como un lugar oscuro y sin leyes y, aseveraba, "plagado de monstruos". Ellos nunca salieron de aquí, hasta su marcha, de estas colinas del Peloponeso, repletas de voces, de fantasmas, de ruinas que a veces se desperezan, acceden a cubrir, con una brisa fresca, el calor agobiante de los días.
En la deliciosa ciudad de Nauplia, entre edificios venecianos, cafés bajo arcadas de piedra y un castillo bizantino inalcanzable en lo alto, en el museo provinciano, unas figuras de diosas de terracota, los brazos alzados, la mirada arcaica, encontradas en las tumbas primitivas, los tholoi de la cultura micénica.
Su figura rígida, frontal, se encuentra en un lugar indefinido entre los dos mundos: ni el de aquí, lugar del cuerpo y la piel, ni el de allí, escenario de lo abstracto y las sombras. Hemos visto repetida esta figura de la diosa antigua en tantos lugares: en el Museo Cicládico de Atenas; en el de la Akrópolis; en este pequeño palacio de Nauplia... La diosa arcaica nombra la fertilidad, la generación y las mieses, que se renuevan cada año. Pero también una difusa devastación, la implacable destrucción que surge de la renovación de la cosecha, de la generación siempre.
Al regreso a Atenas, volvemos al caos alegre de la muchedumbre de los motoristas sin casco, las gentes sin mascarilla, los tenderetes en las plazas, los fumadores impenitentes, las voces de unas calles que nunca se cierran - como un recuerdo vago de un país nuestro que vivía sin normas en un otro tiempo. La tarde del domingo, entre el calor de julio y una polvareda que baja de las colinas arrasadas, tiene algo de hastío y paseo dominical, entre los puestos de comida y los bancos de la calle.
En una pequeña ermita, bajo los templos en ruinas, la misa ortodoxa, cantada y lenta, que llega hasta la calle. Los fieles se agolpan sobre la calzada, que interrumpen, mientras el recitado litúrgico surge de la oscura nave. Se santiguan al modo griego con unción, besan una imagen, se han olvidado del tráfago del paseo, de las multitudes que bajaban hacia la plaza, las calles de Plaka. Al finalizar el sacerdote realiza la bendición de los panes ácimos, a la puerta de la ermita. Los reparten luego entre los asistentes, que permanecen un largo rato en el mismo sitio, hablando en voz baja, sin dirigirse hacia ninguna otra parte.
Paseo con A., que se encuentra en la ciudad, una mañana sofocante para visitar el templo de Hefesto sobre el ágora, uno de los edificios dóricos mejor conservados de Atenas. A. siempre está de paso, desde su Lisboa natal, y no me entero muy bien de adónde se dirige luego.
Comemos después con los amigos en un local italiano inmediato a la avenida Siggrou, escondido en la sombra de una plaza y bajo la bóveda de una ermita bizantina cuyo nombre nadie conoce.
A. en su trabajo de traductora y profesora de clásicas - tampoco recuerdo la universidad - había escrito, me contó, unos artículos sobre un viaje anterior a Sicilia. Me envía una carta días después, tras la visita al Hefestion. De ella, recuerdo unas notas sobre Agrigento que de algún modo tienen que ver con el paseo por la mañana a la colina de Colonos Agoreo:
"Un tiempo airado,
sin lluvia, en Lisboa. Recuerdo ahora una tarde frente a los restos del
templo de la Concordia en Agrigento. Había sido un día especialmente caluroso y
hasta esa hora no nos atrevimos a subir hasta las ruinas.
Restaba aún el bochorno
del día. El campo alrededor prolongaba ese sonido que es el fondo de la
isla: un estridente canto de cigarras y arbustos que no cesa nunca y permanece
hasta la noche, igualmente calurosa.
En el templo el espacio
entre las columnas estaba vacío. No había nada en el interior y a través del
peristilo, hasta el arquitrabe que aún se sostiene, se divisaba un campo amarillo y el cielo azul detrás.
Entonces tuve una vaga sensación y pensé que aquel espacio sin nada en el santuario en
ruinas era en realidad un vacío definido. El de los dioses que antaño bajaban a
estos yermos. Y hacía tiempo ya que se habían marchado, dejando en su lugar un
hueco, un aire desolado, una transparencia que no se podría ya colmar, y a
través de la cual se divisaban el aire, la tarde, y un cielo sin señales.
No se lo comenté a mis
acompañantes. Mencía en su erudición le comentaba a Teresa del antiguo orden dórico
de la columnata y ésta asentía, atenta como siempre al relato minucioso de la
profesora.
Más tarde bajamos al
puerto de nuevo. Una brisa leve movía los barcos y había un sabor antiguo,
áspero, de resina y matojos en los vinos que se prolongaron hasta tarde".