(Germaine Krull. Metal, 1927)
Cuando Germaine Krull, en su libro Metal de 1927, reproduzca las imágenes de un Paris insólito construido en hierro, y de un nuevo repertorio industrial, su visión urbana ya contaba con un antecedente previo: se había formado en un Berlín del que había recogido también el escenario de las fábricas, - y más tarde en Marsella, y en los astilleros de Rotterdam- la planificación industrial que estaba transformando la vieja capital del Reich en uno de los modelos de la metrópolis del nuevo siglo. "Ninguna ciudad europea - afirma el Peter Fritszche de Berlin 1900 - sufrió una transformación tan drástica como la que sufrió Berlín. La capital provinciana del reino de Prusia se reinventó a sí misma como gran metrópoli en el transcurso de unas pocas décadas".
La publicación de Metal era en su momento una visión diferente de la urbe francesa, desde luego. Ésta, a pesar de ser nombrada como "La capital del siglo XX", aún mostraba en las fotografías habituales un paisaje que podía reconocerse como el de la ciudad cargada de historia, heredera de la imagen tradicional que el siglo pasado - a despecho de las reformas de Haussmann- iba a mantener. El libro fue ampliamente comentado, reconocida su novedad desde el principio. Sobre él escribieron, entre otros, Pierre Mac Orlan, Daniel Rops, o Florent Fels, que había redactado una introducción al mismo. En ella afirmaba que: "El lirismo de nuestro tiempo se inscribe en catedrales de acero. Los bosques de pilones reemplazan a los árboles seculares. Los altos hornos reemplazan a las colinas. Germaine Krull es la Desbordes-Valmore de este lirismo". El ángulo inédito de las fotografías, las tomas en picado o desde una diagonal insólita, la superposición de imágenes, contribuían a esta sensación de extrañeza, un tanto deshumanizada, de una mirada que evitaba la visión del paseante a ras de suelo. Y del espectáculo habitual de las calles. Un escenario de hierro - comentaba la propia autora- se había incorporado a las ciudades.
En la biografía de la fotógrafa alemana, que había llegado a París en 1926, se nombran los lugares de aquel inicio del siglo XX en el que el antiguo mundo europeo se había ido al garete. Como la infancia en la región prusiana de Poznan -que más tarde sería polaca-; el primer estudio en Munich; un viaje temprano a la URSS en 1920, en medio de la revolución soviética; su expulsión por las autoridades bolcheviques al poco; un estudio en el Berlín de la República de Weimar; otro en Amsterdam; su posterior conexión con la vanguardia parisina... "El portafolio Metal - según un descripción tardía- ilustraba motivos como puentes, edificios (p.ej. la Torre Eiffel), barcos o ruedas de bicicleta. Podía ser leído tanto como una celebración de las máquinas como una crítica a éstas". Los viajes posteriores de la Krull, después de su conocida época parisina, podían ser leídos también como un relato ejemplar del siglo: la estancia en Monte Carlo, huyendo de la nazificación; la incorporación a las fuerzas de la Francia Libre en África; la huida a Brazzaville, a Brasil o a Argelia. O los años finales en el sudeste asiático, primero como corresponsal de guerra; más tarde como propietaria del Oriental Hotel en Bangkok. La venta del hotel, el regreso a París después; la década última en el norte de la India como seguidora de la corriente Sakya del budismo tibetano. O el retorno final a Alemania, a Wetzlar, la histórica ciudad de la región de Hesse, donde muere.
(Berlin, s.f.)
París, Berlín o Moscú son los nombres urbanos de la segunda década del siglo. Cuando Germaine Krull publique su mirada metálica sobre las ciudades europeas, la Gran Guerra había terminado hacía poco. La noción del
fin de la historia, una suerte de tiempo terminal, iba a acompañar al
discurso, en ocasiones apologético, de la nueva metrópolis. En relación con la
representación de ésta - localizada en el Milán futurista o el Nueva York del skyline, pero también en el Berlín posterior
a la contienda - un crítico como Jakob Steinhardt iba a comentar que: "Los temas eran: la
gran ciudad, el Diluvio Universal (…) el Apocalipsis, la Peste (…)". El
grupo de pintores "patéticos" alemanes- Meidner, Janthur y Steinhardt - iba a
recoger esta imagen estridente de la ciudad. (Una lectura posterior comentaría
que "convirtieron a su adorada Berlín en el símbolo del apocalipsis
universal"). La ciudad sombría, trágica, había surgido ya en los oscuros grabados
del austríaco Alfred Kubin en la primera década del siglo, que había expuesto
junto con obras de Paul Klee y Franz Marc en Der Blaue Reitter. Una
crítica de su obra, ampliamente difundida en su momento comentaba que:
“De una parte
aparece elaborado el momento creativo, la utopía de la ciudad nueva que surge
de las visiones y los proyectos de los artistas; de la otra viene preconizado
lo destructivo, el apocalipsis, el infierno metropolitano que será la nota
dominante de artistas como Grosz, Meidner, Beckmann…". El escritor Curth Corinth publicaba por
los mismos años, y en torno al mismo escenario berlinés, su novela “Postdamer
Platz o las noches del nuevo Mesías”, que acompañó con ilustraciones de Paul
Klee. (Éste había escrito en sus Diarios: “Cuando se abre una ventana
entra en la habitación todo el ruido de la calle, el movimiento y la
objetividad de las cosas de fuera”). Postdamer Platz había sido a su vez en
1914 el título de uno de los numerosos grabados de E. L. Kirchner, llegado a
Berlín desde el final del grupo Die Brucke en Dresde.
Infatigable paseante, recorrería los lugares de la nueva metrópoli, siempre abarrotados: de gente, de rótulos, de esquinas, de avenidas que se pierden. Alejándose
un tanto de su anterior mirada colorista sobre la calle y los paseantes, esta
vez la imagen de la antigua puerta de Potsdam iba a recoger la sensación de la
inmovilidad de aquéllos, aislados en un escenario que les era, al fin, ajeno. “El
ambiente alrededor no era el de una pequeña villa en la cual se podía encontrar
protección. Sino que inspiraba más bien extrañeza y desconsuelo”. En la capital alemana alguien añoró la conversión de "Una ciudad que se abarcaba con la vista - en la que destacaban el gran palacio barroco y los edificios de Karl Friedrich Schinkel- en la mayor ciudad del mundo de grandes casas de alquiler".
De Kirchner, reconocido en algún momento como imagen emblemática del expresionismo, se apuntaba igualmente al dibujo siempre esquinado, anguloso de sus figuras, en las que no cabía reconocer ninguna estabilidad. Igualmente se apuntó- pero también de los demás pintores de la época- el carácter anónimo, caricaturesco de sus figuras, en cuadros en los que no aparecía ningún sujeto concreto, ninguna representación de un héroe - trágico quizás- individual. "Sobre la relación de las personas como si fueran cosas, como en el cuadro Pareja en una habitación de 1912, no cabe ninguna duda".
(E.L. Kirchner. Strassenszene. 1914)
Los títulos de los poemas de la época nombran a veces esta sensación terminal. La antología
poética elaborada por el editor K. Pinthus en 1919, “El crepúsculo de la
Humanidad”, iba a convertirse en uno de los textos emblemáticos del
expresionismo, citado en numerosas ocasiones. (Vendería más de 20000 ejemplares, entre 1919 y 1922).
El poema de Jakob van
Hoddis, Fin del mundo, - que había sido por primera vez "leído en un oscuro cabaret de Berlín"- aparecería desde un primer momento incluido en
todas las antologías de los expresionistas de la época:
Llega la tormenta, los mares salvajes brincan
A la tierra para aplastar los gruesos diques,
Los hombres casi todos resfriados.
Los trenes caen de los puentes (...)
Desde el título
el libro anunciaba el tono terminal, la noción angustiada de una época que había contemplado el final de los Imperios centrales sin
ningún horizonte posterior. Los títulos de algunos poemas situaban a la ciudad como el
marco de este clima terminal. Poemas como “El dios de la ciudad”, de Georg
Heym, “La ciudad” de Van Hoddis o “El crepúsculo” de Alfred Lichtenstein
recogían esa noción de la urbe como un escenario del límite. El propio Meidner en un óleo anterior de 1916, “El día del Juicio Final”, había
representado la oscuridad, irremisible y crepuscular, que se abatía sobre el
horizonte, las calles de la metrópoli. Sobre el fondo de los edificios y los grupos de gente se acercaba una tétrica tormenta, que de algún modo suponía el final de los días luminosos en la ciudad.
Entre 1912 y 1920 pintaría una serie de escenas urbanas, a las que bautizaría como "Paisajes apocalípticos". En ellas, "el tratamiento pictórico de la gran ciudad se balancea entre la seducción y las pesadillas angustiosas".
(George Grosz. Berlin Street. 1931)
El pintor George Grosz había sido licenciado en medio de la guerra, declarado inútil después de haber participado en el primer año de ella. (En principio voluntario, había servido en un Regimiento de Granaderos). En la conocida tela Metropolis, que pinta al regreso a Berlín - en 1916, en plena guerra- sobre un marco arquitectónico que se dispone aún con un eje axial sobre un fondo de color sangre, la multitud, sin orden ni concierto, se agitaba en una forzada diagonal, en la que parecían estar a punto de despeñarse hacia no sabemos dónde. Unos rótulos sobre la calle nombraban la ciudad en concreto: Hotel Atlantic, Grand Mercier, Magazine, Benz o, en una esquina, CAFE. (De la irritante en su momento novela de Alfred Döblin, su Berlin Alexanderplatz, también se dijo que: "Ensambla distintos tipos textuales en las páginas de la novela: titulares, anuncios publicitarios, rótulos y avisos se empujan unos a otros y se entreveran con el habla de los protagonistas").
La guerra y sus
consecuencias, los largos inviernos de ésta, la revolución espartaquista después, habían desolado la ciudad, decía alguno de los que regresaban a Berlín. De la guerra, el pintor Max Beckman había declarado en alguna ocasión: "Querría poder pintar ese ruido". Lo consideraba el signo, en el fondo irreproducible, de una época. El también pintor Otto Dix, en cambio, encontraba éste en la efigie de una mujer sentada en el café Romanisches, en la Kurfürsterdamm:
"En ese instante, de otra de las mesas se levanta un hombre de rasgos finos y duros, traje elegante y pelo engominado hacia atrás. Con paso rápido se acerca a la mujer y, sin mediar saludo, le espeta, le implora:
- ¡La tengo que pintar!¡La tengo que pintar!¡Usted representa toda una época!".
Una crónica de los cafés de Berlín de entreguerras nos recuerda luego que: "El episodio, que tiene lugar un día de primavera de 1925, lo conocemos gracias a la propia protagonista femenina: Silvia von Harden. Lo contó casi cuarenta años después en un artículo titulado "Recuerdos de Otto Dix". El pintor había retratado tiempo antes a otro de los personajes de la década, la bailarina Anita Berber, asidua también del local. "Embutida en un ajustadísimo traje rojo chillón, teñida de pelirroja, los labios entreabiertos pintados de rojo, la mirada mortecina y el rostro maquillado con polvo de arroz para hacer resaltar aún más la seda roja de su vestido".
El color rojo surgía continuamente. Por ejemplo en el fondo de las telas del Grosz de la guerra: de las ventanas del cuadro "El funeral", una escena de duelo macabra en el Berlín de 1918. Sobre el frente y la silueta de unos edificios en la citada Metropolis. O como el horizonte en llamas de "La calle" - de 1915- en donde sin embargo aún planeaba sobre la noche una luna inerme...Amenazaba con consumirlo todo: el vértigo de las calles incluido.
(Otto Dix. Silvia von Harden. 1926)
Amenaza de consunción por las llamas que surgen de la noche o del fondo de las habitaciones, ésta debía incluir también el ajustado traje de Anita Berber como un presagio. (La bailarina aparecía ensangrentada en la versión de 1922 de la Salomé de Strauss, con la cabeza del Bautista entre las manos - y una tela ínfima sobre el cuerpo, que se manchaba también de sangre). Después de los presagios berlineses, ella se consume de verdad una noche de julio de 1928 en la actuación en un local de variedades de la distante ciudad de Beirut.
Pese a la amenaza en llamas, el errante Joseph Roth lamentaría en algún momento la pérdida del color en los locales, que tendían a lo aséptico, decía - antes de abandonar él definitivamente Alemania frente al ascenso del Partido Nacional Socialista, rumbo a París:
"Han remodelado el café. La entrada no tiene ya cortina. Para mantener despejadas las columnas, se ha instalado un guardarropa a la derecha de la entrada (...) Los finos marcos de las amplias ventanas se han pintado de verde, las columnas, de blanco, igual que el techo. "¡Fuera la pintura mural!- dice el espíritu de la época-. El color de nuestro tiempo es el blanco de los laboratorios, de las cocinas o los cuartos de baño".
(Sasha Stone. Berlin Alexandrestrasse. 1929)
El poeta Boris Pasternak, que había regresado a Alemania desde el
Moscú de la revolución, apuntaba en la inmediata posguerra cómo:
“Había visto
Alemania antes de la guerra y ahora la veía después de ella (…) Todo lo
ocurrido en el mundo se me apareció en el más terrible escorzo. Era el periodo
de la ocupación del Ruhr. Alemania tenía hambre y frío, no se engañaba con nada
ni engañaba a nadie, tendía la mano a los tiempos como pidiendo limosna (…) y
toda ella caminaba con muletas”.
A su regreso del
frente el pintor George Grosz había escrito a su vez:
“Había vuelto a
Berlín. La ciudad parecía un cadáver gris petrificado. Las casas mostraban
grietas. Habían perdido los adornos de yeso y el color, y en los ojos muertos de
las ventanas, que tanto habían esperado ver llegar a los que nunca volverían,
se advertían lágrimas de huellas pasadas”. El parisino Pierre Mac Orlan por su parte, que
había viajado a la ciudad con la intención de seguir la ruta de los personajes
de Berlin Alexanderplatz, la oscura novela de Alfred Döblin, hablaría de
“los hoteles sin esperanza de la Invalidenstrasse o de la Ackertrasse”. Había
llegado a la Prenzlaurallee, que tiempo más tarde se convertiría en el barrio
alternativo del Berlín Este, había entrado en el Hotel Adlon, citado en la
novela. (El cual, por cierto, había sido alquilado tiempo antes por la bailarina Berber, en donde "se entregó sin medida al consumo de drogas, alcohol y toda clase de estupefacientes prohibidos entonces en Europa"). Su descripción se correspondería con la noción de una ciudad que había sobrevivido
al desastre, a un paisaje del después:
“El recuerdo
que la visión de esos hoteles destartalados deja en la memoria es siniestro,
lívido, para ser exactos (…) La imagen siniestramente deformada de un hotel
como el Adlon, por ejemplo. Hay un salón de peluquería, un restaurante y una
fachada a la calle, fachada que no deja adivinar el interior. Los clientes que
se alojan en el hotel de la Ackertrasse pertenecen a la humanidad porque un
escritor decidió que así sería, porque un escritor puede apiadarse sin
peligro”. (Tiempo más tarde publicaría su libro “Berlín”, en el que incluía imágenes y textos de autores
diversos. El libro, que recogía al principio imágenes tradicionales de la ciudad, culminaba con una sucesión de instantáneas de las tropas del nazismo, desfilando ya por las calles).
La ciudad por otra parte iba a ser el objeto de una literatura que recogería su febril ambiente urbano. Aparecía de manera figurada en la densa novela "Una princesa en Berlín" de Arthur Solmssen - relato de unos últimos días en el sofisticado escenario de Weimar. Antes había sido objeto de una evocación de sus patios y rincones en la "Infancia en Berlín" del minucioso coleccionista de vestigios Walter Benjamin. O en los relatos berlineses del escritor Christopher Isherwood, que había viajado a ella escapando de un ambiente londinense que le ahogaba - entre otros motivos, por su ambigua sexualidad.
En las calles de la urbe viviría una precaria existencia, fruto de la cual sería su conocido relato "Adiós a Berlín", en el que de alguna forma los personajes que pululaban por la novela constituyen el tema principal del mismo, más allá de la descripción de una ciudad que sólo aparece implícitamente como fondo de su azarosa existencia. Esta imagen desencantada - y la de su inolvidable personaje Sally Bowles - sería recogida tiempo después en la conocida película Cabaret de Bob Fosse. Una guía de viajes contemporánea, muy difundida en el momento, recogía nítidamente en sus páginas la misma sensación de la ciudad en movimiento. "La guía Berlin fur Kenner sugería el mismo recorrido una y otra vez: "cena en Kempinski" (día 1), "Almuerzo en Rheingold, en Postdamer Platz", "café en el Picadilly" y, de noche, "caminar por Friedrichstrasse" ( día 2), (...) Ese increíble movimiento de gente, luces y automóviles, eso es Berlín".
El poeta Stephen Spender, que compartió muchos de los días de su amigo Isherwood en la capital alemana, recogía en sus memorias una descripción de la ciudad en la que de algún modo se intercalaba también la noción terminal de la época:
"Muy pronto mi relación con Christopher cayó en la rutina. Salía de mi cuarto, situado en la apenas más lujosa Motzstrasse, y caminaba entre sus casas grises, cuyas fachadas parecían moldes hechos para dar forma a enormes bizcochos de cemento. Después, llegaba a la Nollendorfplatz, un nido de águilas de hormigón, con largos balcones cuyos antepechos mudaban de piel, cambiando las escamas pedregosas de cualquier gloria pasada por la costra de mugre y hollín que cubría los muros de esta parte de Berlín (...) Un singular y penetrante olor de deterioro irreparable (...) surgía de los interiores de esas grandiosas casas convertidas ahora en tugurios presuntuosos".
( Metropolis, Fritz Lang. 1927).
La imagen tradicional de la metrópoli se había a su vez quebrado tiempo antes. Con el retorno de los exiliados de Zurich por otro lado había comenzado el período de la
agitación dadaísta en la nueva república alemana. (Richard Hüelsenbeck, recién llegado de Zurich, leería al público de la galería Neumann: "Hoy he de decepcionarlos, espero que no me lo tengan muy en cuenta. Pero en el caso que me lo tuvieran, me da igual completamente (...) Por eso, si ustedes me preguntan qué es Dada, les contestaré que que no era nada ni quería nada. Conque dedico a esa nada esta lectura pública"). El uso del collage y el
fotomontaje se iba a generalizar en las muestras de Dadá. (También el de unos maniquíes, que miraban, mudos y tenaces, a los que entraban en las salas). Si los participantes en la exposición dadaísta ignoraban al público - sólo una muñeca muda, que colgaba del techo, los contemplaba - los artistas rusos de la Primera Exposición de Arte Ruso de 1922 - Naum Gabo, Marionov o Altman entre otros - los desafiaban abiertamente en una conocida instantánea de la inauguración en la galería van Diemen. Su seriedad y actitud marcial era la de quien se dispone a desafiar al futuro con todas las armas - y al público berlinés, mientras tanto.
En la Primera Feria
Internacional Dadá, celebrada en Berlín en 1920 el lema de la exposición
era: ¡El arte ha muerto! ¡Viva la máquina de Tatlin! “El motivo recurrente de
los fotomontajes presentados por Hausmann y Hannah Höch era la máquina, aunque
su actitud al respecto era ambigua”. En el hall de la Feria se reproducía el
antiguo lema del pintor belga Antoine Wiertz, que ya en 1895 había declarado
que: “La fotografía eliminará y reemplazará la totalidad del arte pictórico”. La
misma expansión del fotomontaje suponía otra suerte de extrañamiento en la
antigua representación acostumbrada de las cosas. La supresión del marco, la
referencia exterior de la imagen en donde ésta se localizaba, suponía la
creación de un nuevo espacio artificial, ajeno a la historia o al lugar
acostumbrado. Y a la sucesión narrativa del relato. “Repleto de motivos, de casas,
carreteras, calles, puentes, cabezas, aparentemente sin relación entre ellos,
venían encadenados en imágenes que de un modo absolutamente inédito
representaban la convulsión de la locura urbana, con la intención de reelaborar
las diversas impresiones suscitadas por la gran ciudad”.
(Hannah Hoch. Cut with the kitchen knife. 1919-1920) El collage
era, según una crítica posterior, “esa apoteosis de lo fragmentario”. El artista Raoul Haussmann - que firmaba como Der Dadasophe- había escrito que: “[El fotomontaje] traducía
nuestro odio al artista; viéndonos a nosotros mismos como ingenieros, queríamos
construir, ensamblar nuestras obras y ponerlas en marcha”. Él mismo había recreado una suerte de leyenda
personal de su origen: “La idea del fotomontaje se le ocurrió a Haussmann unos
meses más tarde, durante su estancia en la isla de Usedom, en el mar Báltico.
En casi todas las casas había colgada en la pared una litografía en colores que
representaba la imagen de un granadero sobre el fondo de un cuartel. Para hacer
más personal esta especie de recuerdo militar, en muchas casas la cara original
del granadero había sido sustituida por la fotografía del familiar que había
sido o era soldado. Este hecho le sugirió a Haussmann la idea de componer
“cuadros” con fotografías recortadas”. Max Ernst en 1936, en un relato autobiográfico, por su parte, hablaría de una especie de visión en la que se revelaban: “una
sucesión alucinante de imágenes contradictorias, imágenes dobles, triples y
múltiples, superponiéndose unas a otras con la persistencia y la rapidez de los
recuerdos de amor y de las visiones del duermevela”.
Collages que
fueron ampliamente difundidos, como el Metrópolis de Paul Citröen en 1923, mostraban una ciudad sin centro, donde todo es simultáneo, y el ruido y un
movimiento sin fin colman el espacio de la urbe. No había ya centro y márgenes
en la representación; no había una jerarquía de la imagen, no había sucesión en
las escenas... En su lugar la representación, deudora del cubismo, simultaneaba
los abigarrados edificios dentro de un mismo escenario, en donde la trascendencia
hubiera desaparecido. Y desde luego la idea del individuo, desvanecido en la
indiferencia del nuevo sujeto de la ciudad, que era la multitud.
(1st. International Dada Fair. Berlin. 1920)
En esta crisis de la representación urbana tradicional aparecían críticas radicales, como las de Rodchenko, que desde el Moscú de la Revolución había proclamado que: "Sólo la fotografía puede atrapar el espíritu de la vida moderna". (Y él, desde luego, quería ser moderno, según el dictamen del poeta Rimbaud primero y el Narkompros soviético más tarde). El fotomontaje en su presentación
simultánea de objetos y épocas distintas, rompía la posibilidad de una lectura
del tiempo sucesiva, y de una localización de la imagen en la historia. No
había en él un antes y un después. Sino la caótica, descentrada instantaneidad
de todos los momentos en su construcción irónica.
George Grosz,
autor de alguna de las imágenes más representativas del Berlín terminal, - que
recogían la sensación del cáustico vienés Karl Kraus, en sus "Últimos días de la
humanidad" - había explicado en un texto sobre "Mis nuevas
pinturas":
"El ser
humano ya no se representa como un individuo, con psicología refinada, sino
como un concepto colectivo, casi mecánico. El destino individual ya no importa (…)".
O: "Dibujé pequeños hombres solitarios que huían alocadamente por las
calles vacías". Un tiempo antes Max Beckman desde el frente de la guerra
había declarado a su mujer la intención de pintar el caos. Su idea de la posibilidad - quizás inalcanzable - de un signo de la época, en el ruido o el caos, se veía resumida en el título de su carpeta de escenas urbanas de 1919, titulada, sin mediaciones, "El Infierno". (Más tarde incluiría un infierno zoológico - y aleatoriamente nacional-socialista- en "El infierno de los pájaros", en 1938).
La ciudad
moderna era el escenario de la realización del proyecto de futuro de las
vanguardias, al término de la Gran Guerra. Pero en algún lugar una fisura en el
optimismo futurista, la noción de lo impensable - lo insoportable, al fin - se
iba a introducir desde el principio en este discurso apologético.
El propio Meidner,
defensor de la necesidad de representar la urbe en el arte de la época
advertiría, en su exaltación de la gran ciudad, de la noción de lo monstruoso
en ella. (Flaubert, muchos años antes, había descrito como Moloc a
la ciudad de Berlín, término que se hizo usual entre los intelectuales de la
época). Los textos y montajes expresionistas sobre la capital alemana aludían a
esta condición desgarradora, apocalíptica de la urbe. La figura bíblica de la
antigua Babilonia – la “gran prostituta” – aparecía por ejemplo en la
novela berlinesa de Alfred Döblin sobre la ciudad, su Berlin Alexanderplatz de
1929:
“Ahí está junto
al agua la gran Babilonia, la madre de la fornicación y de todas las
abominaciones de la tierra (…) Está embriagada con los mártires que ha
despedazado (…) ¡Babilonia la ramera!”.
Era una visión
que había aparecido también en las xilografías del belga Franz Masereel, -a su
vez influido por las nociones urbanas del poeta Emile Verhaeren-, el
cual publicaba su Die Stadt –La Ville en la edición francesa-
con grabados a los que no acompañaba ningún texto. Una representación oscura y
apesadumbrada en la que: “Desde la plancha que abre la obra, Masereel deja clara
cuál es su idea de ciudad al representar la humeante urbe industrial vista
desde un campo que tiene algo de Arcadia, en el que se encuentran unas pequeñas
villas tradicionales que se adivinan placenteras”. Como unas capas que se solapan unas a otras a
través de la historia, el relato sobre la Berlín moderna que se estaba
erigiendo en la República de Weimar, transparentaba, en un conocido libro de Franz
Hessel, Paseos por Berlín – que recogía una noción del flâneur próxima
a la de su amigo Walter Benjamin- relatos de otras épocas, un tiempo marginal
de los barrios alejados del centro, en los que, por ejemplo, aún se mantenía el
recuerdo del antiguo idealismo griego en las casas. “Ya no se vive en el Viejo
Oeste”, afirmaba. Antes de reconocer, en sus calles marginales, “los últimos
vestigios del helenismo prusiano”:
“Antes de
encontrarse con la verdadera Antigüedad en los museos y en los países lejanos,
a veces, el niño de ciudad entra en contacto con una pequeña cantidad de mitos
de segunda mano. Por ejemplo, en la casa paterna, un Apolo de bronce que señala
hacia la puerta (…) o, en el salón, un busto de Venus, cuyos muñones de mármol
se reflejan en un turbio vidrio”. En el inicio del libro había anotado cómo:
“La futura Postdammer Platz estará rodeada de rascacielos de doce plantas. El
“barrio de los graneros” desaparece. En torno a la Bülowplatz y a la
Alexanderplatz surge un nuevo mundo formado por enormes bloques de edificios”.
(Roman Vishniac. Anhalter Banhof. s.f.)
Imágenes urbanas tumultuarias en el conocido fotolibro Mensche auf der Stasse - Gente en la calle- de 1931. O los anteriores Berlin de Mario Bucovich de 1928, o el Berlin in Bildern de Sasha Stone al año siguiente... (En este último la imagen de una ciudad monumental aún se percibía en sus edificios emblemáticos al fondo de las escenas populares). Tiempo más tarde,
ya en la década de los 30, se desarrollaría la obra urbana del lituano Roman
Vishniac, que había recogido antes el ambiente de las shtetl polacas, y plasmado luego en su Leica un Berlín siempre populoso, “plagado
de motocicletas, kioscos y tiendas”, y que comienza a enseñar en sus fotografías
los signos ominosos de una próxima catástrofe. En su caso en la reproducción de las
banderas nazis que empiezan a surgir entre los escaparates, los carteles
antisemitas en los muros, los grandes paneles de propaganda sobre los
kioscos…La ciudad permanecía aparentemente igual a la agitada tradición urbana
de la República de Weimar. Pero unas marcas insólitas sobre las imágenes
nombraban para el espectador de pronto la oculta tragedia. (En su caso alguien
podría aducir que esta lectura de los “signos ominosos” es una lectura posterior,
que no corresponde al momento en que las imágenes habían sido recogidas. Pero el
judío Vishniac había comenzado a tomarlas ya de manera clandestina, escondido
tras varios disfraces. O de los aparentemente inocentes retratos de su hija Mara, en unas
calles en las que, en principio, no se anunciaba la catástrofe).
Alberto Moravia en su novela 1934 había descrito el viaje, fracasado, del protagonista en pos de una fugaz amante berlinesa:
"Llegué a Berlín; como no conocía la ciudad, cogí una habitación en un hotel incorporado a la estación, el Hauptbahnhof Hotel (...) Por todas partes, en el vestíbulo, en los pasillos, en las escaleras, no se veían sino hombres con el uniforme nazi, es deir, con camisas pardas, que entraban y salían (...) caminaban y se paraban para hacerse mutuamente el saludo nazi". Fracasado su encuentro con la esquiva Trude, el protagonista regresa al día siguiente a Roma.
Lo implícito en
las imágenes de Vishniac se había hecho explícito en la huida de la ciudad del fotógrafo. O la huida también de un
escritor como el inglés Christopher Isherwood, el cual tras haber abandonado anteriormente
Inglaterra en pos del caos de la ciudad de Weimar, escribe, en su último día en
ella:
“Hoy brilla el
sol y el día es tibio y suave. Sin abrigo ni sombrero salgo a dar por última
vez mi paseo matinal. Brilla el sol y Hitler es el amo de esta ciudad. Brilla
el sol y decenas de amigos míos – mis alumnos del Liceo de Trabajadores, los
hombres y mujeres con quienes me encontraba en la I.H.A. - están presos, si es
que no están muertos”.