Camino de Barcelona discurre un paisaje nuevo, que se aleja de Castilla. Son barrancas secas, lomas ásperas, algunos árboles en una vega gris, bajo pendientes de arena. A lo lejos, en un otero, una torre mudéjar se erige sobre las casas de un pueblo. El resto, canchales de piedra, unos frutales sin hojas en las terrazas del llano.
Es Aragón, un reino nuevo que se aparta de las nieblas y los encinares oscuros de los días que dejamos atrás, en la meseta. Al pasar el tren por los Monegros, el paisaje se extrema, los árboles desaparecen, la tierra reseca se hace omnipresente: ya no hay ningún pueblo, ninguna alquería a lo lejos.
Muchos años antes, en un viaje a Barcelona que se había hecho habitual, recuerdo que bajamos una tarde del coche, dadaístas ocasionales, y emprendimos una manifestación solitaria en medio de aquellos cerros, gritando consignas terminantes a las piedras. Cumplida nuestra acción inútil, regresamos a la furgoneta y paramos en no sé qué pueblo donde tenía lugar la actuación de un grupo que no se había presentado. Alguien propuso que los sustituyéramos. Afortunadamente, escapamos a tiempo. Los del pueblo, harto afables, quizá no eran partidarios del dadaísmo en la fiesta, intuyó otro con acierto. E. llevaba los Siete manifiestos Dadá consigo, creo recordar. Alguien llevaba también el "Apariencia desnuda" de Octavio Paz, que hablaba de Duchamp entre otros. (En París más tarde repetimos la actuación en una macro exposición Dadá, que nos pareció estaba demasiado en silencio). Ahora, al pasar por el yermo otra vez y evocar la manifestación absurda, me surge más bien la cita evangélica que hace referencia a "La voz que clama en el desierto" del profeta Isaías. De desiertos tratan estos viajes.
Al acercarnos a la ciudad, comienzan a surgir las antiguas fábricas con chimeneas de ladrillo. Están cerradas casi todas, parece. Bajo una ladera de carrascos empiezan los descampados, la tierra de nadie que crea la industria. Un aparcamiento que cubren los matojos; una explanada frente a una factoría cerrada, una valla derruida que no sabemos qué protege... Sobre un río sucio las naves vacías tienen algo de antigua dignidad, unas líneas rectas que remiten a qué metafísica turinesa, las plazas angustiosas de la Ferrara del pintor Giorgio de Chirico. Reproducen con una rara exactitud las calles que recogió el fotógrafo Humberto Rivas cuando llegara a Cataluña desde su Buenos Aires natal; las fachadas que Manolo Laguillo, que llegó a su vez desde Madrid, encuentra ahora en los suburbios de la urbe.
En la ciudad, más tarde, entre la multitud, un jubiloso reencuentro con algunos lugares, con unos pasajes que creíamos desaparecidos. Con R. y B. paseamos una mañana por el barrio del Borne, y el dédalo de calles oscuras y fachadas ennegrecidas por el puerto recrea un paisaje que antaño conocimos tan bien. Fuera de la corriente turística, que anega la ciudad, quedan plazas insólitas, olor a hojaldre en las calles, portales en sombra que nombran una vida secreta: urbana, algo canalla. B., que vive cerca, nos comenta del escenario de tejados y buhardillas pequeñas que se ve desde su casa, de una vida advertida de pronto por encima de las calles, en las azoteas. Estos barrios de Barcelona siempre me han sugerido unas terrazas a trasmano donde alguien se sienta, un balcón inadvertido, unas tardes que nadie conoce.
Cerca del puerto, R. nos lleva a la antigua cantina donde él acostumbraba a comer en tiempos. Quiere volver a ella, pero no sabe qué se va a encontrar. Para su sorpresa, no ha cambiado nada. El colmado está lleno: todo el barrio come en la calle. Las antiguas vitrinas siguen ocupando los muros, las mesas están muy juntas, las conversaciones se cruzan. Sirven un vino áspero y negro en frascas de vidrio todavía. Huele a aceite y el pescado es muy bueno aún.
Otra noche nos reunimos, después de un largo paseo por el Eixample, en otra taberna del siglo pasado, ya en el Poble Nou. El suelo es irregular, la entrada apenas tiene luz y está ocupada por las enormes botas de madera, el vino es de nuevo áspero y negro. Unas prensas de hierro, inútiles, vuelan sobre las mesas, las conversaciones se cruzan otra vez. Nada ha cambiado tampoco en el menú: conejo frito, pa amb tomaca y unos caracoles oscuros y como payeses, a despecho de que figuren en la ciudad.
Por la tarde yo había ido a sacar unas fotografías del Mercado de la Boquería con B. Para llegar a él habíamos tenido que cruzar por el río de gente sin descanso que bajaba del paseo de Gracia, cruzaba la plaza, inundaba el bulevar de la Rambla. Entre la multitud, las luces de los escaparates, volaban unas aspas luminosas que ascienden entre las cabezas y se venden en la puerta.
(fot. Joan Colom, 1965)
Nos refugiamos en una terraza en la plaza de Sant Agustí, casi a oscuras. A la vuelta, el ruido del mercado. Más allá, las calles en sombra que se adentran en el Raval. Las siluetas se pierden en la oscuridad y algo en ellas hace pensar que nunca van a salir de allí. Tienen algo siniestro todas. Así semejaba hace años, cuando nos perdíamos por las calles traseras al bulevar, en el Raval o el Barrio Chino. Lleno de personajes absortos y bares precarios, que parecía nunca habían salido de aquel riesgoso lugar; nunca fueran a hacerlo.
Había sido una mina para los fotógrafos, en la posguerra. Joan Colom, el más conocido, pero también otros como Catalá-Roca o, más moderno, Joaquín Collado, habían vagado por un país oscuro, tan cerca de sus casas, y recogido los días y las leyes de aquel enclave en sombra, de donde sus personajes nunca salían a la luz, parecía. En Madrid el pintor Luis Claramunt había aludido a veces a aquel barrio, en donde él voluntariamente había decidido exiliarse. Más tarde, en la capital, había reproducido el mismo conocimiento de todos los lugares oscuros, inadvertidos desde fuera, que encontraba con una rara facilidad para los márgenes.
Camino de la plaza de Santa María del Pi, adonde por no sé qué extraña ley siempre acabábamos tomando café en los alrededores, intento evocar los lugares que en un raro artículo de Pio Baroja - pero también en otras obras- había encontrado, sobre las luchas y el clima enrarecido de la Barcelona de los años 20, con los pistoleros del sindicato único y el somatén, frente a los pistoleros de los sindicatos anarquistas. Pero no sé encontrarlos. En una plaza cercana a las Atarazanas, contaban, se había producido el fallido atentado contra el gobernador Martínez Anido, que escapó por una calle lateral y que no recuerdo cuál era. (Un confidente había manipulado las bombas, que no llegaron a estallar, contaba el relato de esos días). Quiero imaginar una plaza sombría, bajo un edificio oficial, y una salida al mar en un pasaje. Al Noi del Sucre lo habían asesinado a la puerta de un bar, "La Trona", según leí en otra parte, que al parecer se encontraba en el Raval. Acudía allí todas las tardes, para juntarse con sus conmilitones. Del bar "La Tranquilidad" y el "Café Español" partían las comitivas del sindicato Único, contaban, en busca de sus víctimas del Libre o la policía. Luego al parecer regresaban a los mismos lugares. Pero estos últimos estaban en el Paralelo y no nos hemos acercado por allí. Del frenético paseo de la primera guerra europea no sé qué encontraríamos ahora. R. sí recuerda de la famosa bomba en el Liceo. O de la del music-hall Pompeya. En un bar antaño célebre en la Rambla de las Flores tuvo lugar otro atentado... El mapa de los años 20, la sangre y las delaciones, la ley de fugas y los disparos en la noche debe de estar sumergido en toda la ciudad, oculto ahora bajo la moderna riada de paseantes que ocupan todos los lugares.
Hacia el norte, nos cuenta B., aún no ha llegado el turismo. Yo recuerdo unas quintas en la ladera, pasado el Viaducto, adonde fuimos a parar un lluvioso diciembre. Estaban fuera de la ciudad, que se contemplaba abajo, a la distancia. De ellas habla Carlos Barral en sus memorias; también Gil de Biedma en algún lugar de su Diario del artista... Juan Marsé hablaría de ellas en sus "Últimas tardes con Teresa". Para bajar luego a una costa inmediata donde transcurrían los fines de semana de su burguesía catalana. ("Torres" era el nombre a veces, fascinante, de esas casas de campo en las afueras de la ciudad. Luis Goytisolo las describía también). Arrabales de la urbe, las colinas tenían sus propias leyes, según pudimos conocer en aquel invierno. Y eran leyes de lo apartado, lo no escrito, el silencio o unas tardes insólitas entre sus jardines.
B. y sus amigas se reúnen ahora a veces en algún lugar de San Gervasi, al norte de Sarriá. Allí no llega nadie aún, afirma, y sólo ellas, algún vecino, ocupan la terraza por las tardes.