martes, 26 de agosto de 2025

Más allá del Paso Yang




En Wei. Lluvia ligera moja el polvo ligero.
En el mesón dos sauces verdes aún más verdes.
- Oye, amigo, bebamos otra copa.
Pasado el Paso Yang no hay "Oye, amigo".

Wang Wei, s. VIII.

Una laboriosa polémica envuelve la localización de la llamada "Torre de Piedra", Turris Lapidea, que el geógrafo Ptolomeo había situado en su Geographia más o menos a la mitad de la antigua Ruta de la Seda, el camino a los Seres, los habitantes del Imperio Chino Han en el siglo I. La Torre de Piedra, afirmaba el astrónomo alejandrino, era el punto intermedio, paso obligado para los viajeros de la trabajosa ruta que llegaba desde las costas mediterráneas, Bactriana o las ciudades persas, hasta el remoto Imperio de los Seres, más allá de los montes Kun Lun y el desierto de Gobi. 

Ptolomeo había recogido las noticias que del viaje había anotado el viajero griego Maes Titianus, el cual no había llegado hasta China en persona. Pero había enviado a algunos otros en su lugar - según la noticia que a su vez recogía el geógrafo Marino de Tiro:

"Marino nos cuenta que cierto macedonio llamado Maen, que era también llamado Titian, hijo de un mercader y comerciante él mismo, anotó la longitud de su viaje, aunque no llegó a Sera en persona, sino que envió a otro allí".

La Turris Lapidea aparecía en el relato de Ptolomeo como el principal lugar de referencia en el largo viaje que el macedonio Titianos habría emprendido desde el reino de los partos. Había cruzado el Eúfrates por Hiérapolis, habría descendido el valle del Tigris después y accedido a la ciudad de Ecbatana para cruzar el peligroso paso al sur del Mar Caspio, denominado las Puertas Caspias. La formidable fortaleza sasánida era relacionada con Alejandro Magno en la literatura medieval, aunque su reconstrucción en realidad había tenido lugar durante el reinado posterior del persa Cosroes I. Una trabajosa descripción la definía como: "Un interminable desfiladero a través de las montañas que bordean la orilla sur del mar Caspio, donde los carros progresan en fila india entre paredes verticales, progresión que se hace más difícil y peligrosa debido a la confluencia de las aguas (...) y a las serpientes que pululan en estos lugares". El viaje de Titianos proseguiría más tarde hacia Arie - la actual Herat-, Bactra y las imprecisas montañas del Comedoi - el Hindu Kush, el Pamir o los montes Hissar- para alcanzar finalmente la Torre de Piedra, "donde comienzan las montañas que se unen al Himaos - el Himalaya".

Lugar de descanso y aprovisionamiento de las caravanas que a su vez surcaban desde Serica los áridos desiertos de la cuenca del Tarim, o de Taklamakan, Ptolomeo advertía: "Pero la ruta desde la Torre de Piedra a los Seres está sujeta a tormentas adversas". Aunque señalaba que: "Existe no sólo una ruta de retorno de los seres a Bactria a través de la Torre, sino también a la India...".


Esto último, no obstante, era problemático. Enviados los embajadores y jinetes chinos de los Han al remoto país de los yuezhi, más allá de los nómadas bárbaros, advirtieron que en sus mercados se hallaban con frecuencia "telas de Shu y bambúes de Qiong" que sólo podían proceder del Imperio. Los comerciantes les contaron que las preciosas telas provenían de mercaderes de más allá de las montañas del Nepal. Pero nadie supo encontrar a los raros viajeros, y cuando intentaron emprender el viaje por la supuesta ruta del sur encontraron con que ésta era impracticable, entre abismos de montaña y hielos que cubrían los pasos. Una última expedición estaba encabezada por Zhang Qian, el legendario enviado del Emperador Wudi a las tierras de los yuezhi. El relato cuenta que "un poco más al sur, en el sector entre Kibin y Kumming (...) no consiguieron encontrar la ruta; hicieron más de diez tentativas, siempre infructuosas; pasaron allí más de un año, se juntaron otras dificultades, renunciaron y regresaron a Xián".

La nieve, unos ríos infranqueables cubrían las rutas al sur de las cumbres. Siglos más tarde, establecidas las tropas chinas en los pasos de montaña del Kun Lun, un funcionario imperial, Cen Can, destinado a la gélida frontera, escribiría en su Canción de la nieve

Cuando el viento del norte hace surcos en el suelo
se humillan las hierbas de la estepa.
En cuanto irrumpe el otoño,
avanza la nieve por la tierra de los bárbaros.

(...) Profundo en el abismo se hiela el desierto,
las nubes forman poderosas barreras.

En el crepúsculo se arremolinan espesos los copos,
la nieve se agita junto a las puertas.
A la sacudida de la tormenta resisten
los rojos estandartes, rígidos por el hielo.


La Torre de Piedra, escribía Ptolomeo, se hallaba a la mitad del camino - entre las rutas del norte y del sur que partían del corredor del Gansú. Allí se detenían todas las caravanas. Lugar tópico de la literatura sobre los mercaderes de la seda, siglos más tarde los historiadores no se pondrán de acuerdo sobre la localización de la legendaria puerta. De la que, sin embargo, Ptolomeo había dado unas referencias precisas - para la antigua topografía. (Y en un mapa incluido en la Geographia apuntaba su ubicación frente a "Scythia a este lado de Imaon y Serika"). 

Para el investigador moderno Riaz Dean: "La más probable localización de la Torre de Piedra de Ptolomeo era la montaña Takt-e-Suleiman, también llamada "Sulaiman-Too", que domina el este de la ciudad de Osh, en el Kirguistán". Pero otros ensayos la sitúan en el Paso de Erkeshtan, en la frontera con China; en Daraut-Kurgan, en el valle de Karategia, al suroeste; o incluso en la cordillera del Pamir- según Marino. Ya en el siglo XI el astrónomo Al-Biruni habría recordado que Tashkent, capital de los uzbekos, significaba originalmente "Castillo o ciudad de piedra" y en ella situaba, enfáticamente, el emplazamiento de la antigua torre.


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Unas fotografías recientes recogen estas inciertas ubicaciones del paso legendario. En una de ellas aparecen unas casetas metálicas, una carretera precaria y un aparcamiento para camiones bajo unas montañas grises que se continúan a la distancia. En otra, unas antenas de radio cubren la falda de un monte, arenoso y pálido, como el resto del paisaje. (El monte era la sede de la Torre, se indica al pie de página). Una llanura de piedra, un castillo a lo lejos entre la niebla, en una publicación local. Unas colinas imprecisas más allá de la bruma en otra. O unas murallas de adobe que surgen de entre la arena... Si en otros lugares las ruinas aún conservan el aura de lo que las precede, en el desierto los restos son testimonios más definitivos, irremisibles, de la desaparición. Nada, sino un vago eco, un esfuerzo supremo avisa de que estas polvorientas dunas, estas llanuras, estos cimientos dispersos entre la piedra, sean señales del antiguo trajín, la remota leyenda, un reino del que ya nada guarda noticia...

El desierto, pero también la banalidad, silencia todas las voces.

Pero ya un estudio clásico sobre estas remotas regiones de paso señalaba, en torno a sus ciudades, antaño legendarias:

"El elenco de las más importantes actualmente conocidas es de este a oeste el siguiente: Hami, Turfán, Karachahr, Kucha, Aksui y Kashgar (...) Otras ciudades y otros reinos - aún más ignotos- han existido en el sur de la Cuenca del Tarim pero han desaparecido ante el avance de las arenas". Cuando Zhang Qian regrese de la primera de sus azarosas embajadas al país de los yuezhi anotará al retorno de la cuenca del Tarim los nombres de no menos de ocho ciudades-oasis diferentes, de las que sólo conservamos sus inciertos topónimos. El inglés Aurel Stein, excavando los precarios restos budistas de las ruinas de Dardan Oilik, recordará las leyendas populares, que se habían extendido por toda la región, sobre las "ciudades enterradas en la arena". Él anota cómo "Xuanzang ya las había oído más o menos en la misma forma que las actuales".


Una geografía del páramo, la cotidianeidad del viaje por la estepa señalada por los oasis. La cuenca del Tarim, se nos informa, es un inmenso valle desértico marcado por las ciudades-oasis intercaladas entre la arena. Sus límites son casi infranqueables. Al norte, están las montañas Tian Shan; al sur los inmensos picos Kun Lun, en el extremo de la meseta tibetana; al oeste las cumbres de los Pamires. En el centro se extiende el desierto, árido y vacío, del Taklamakan. (Del turco taqlar makan: "lugar de ruinas"). Los ríos, que renacen con el deshielo de las montañas distantes, nunca alcanzan el mar, riegan algunos valles efímeros y se pierden al final, agotados, entre las dunas. Dieron lugar, entre otros, al vasto lago de Lop Nor, al sur de las montañas, donde en tiempos se ubicaba el reino de Loulan. Pero hoy en día el lago se ha secado y sólo una extensión de arena salina cubre el cauce, las antiguas ruinas del reino.

Los oasis, las ciudades aduaneras, eran los lugares donde las caravanas descansaban, se aprovisionaban y ejercían el comercio, antes de proseguir el viaje. Las caballerías, camellos y asnos, eran relevados. En los mercados al aire libre se intercambiaban telas, piedras preciosas, colorantes, frutas exóticas, carneros y mulas. Entre los almacenes y los jardines urbanos, más allá de los huertos, se extendían las dunas, las tormentas de arena, la llanura sin árboles ni manantiales. En una descripción de la Ruta, repetida desde los primeros monjes budistas del siglo IV hasta Marco Polo ya en el siglo XIII: "Después de las montañas venía el desierto, donde el calor y el viento rivalizaban con los demonios capaces de desorientar a los viajeros y separarlos de sus caravanas pàra hacerlos fallecer de sed y de hambre".

En el siglo V d. C., nos recuerda una historia del budismo, el monje Fa Xian había emprendido un largo viaje, que le había llevado por la azarosa travesía de los Himalayas hasta los templos sagrados del budismo al norte de la India. Allí, en Pataliputra, había podido conocer - y copiar más tarde- los textos originales, sutras y discursos, de las distintas escuelas monásticas de la región. Que llevaría consigo en su ruta de regreso a China.

De su paso por el Takla Makan el monje Fa Xian recordaba:

"No se ve un solo pájaro en el aire, ni animal alguno sobre la tierra. Cuando agotado dirige uno la vista en todas direcciones para hallar una ruta que lo atraviese, se busca en vano; los únicos indicadores del camino son los huesos calcinados de los muertos".


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Al oeste de las tierras de los Han, el Imperio Chino, se extendían antaño los paises desconocidos, los desiertos y las mesetas hostiles. 

En su minucioso ensayo sobre la Ruta de la Seda, Luce Bolnois nos recordará que: 

"El lejano oeste es para los chinos un espacio mítico donde evolucionan los reyes y las reinas de las más antiguas leyendas, como la reina Xiwangmu, la "reina madre de Occidente", que lleva un fénix unido a su carro y un bestiario fabuloso de seres híbridos de hombres y animales que habita los montes Kun Lun, de los que la geografía real guardó el nombre. Allí se encontraba, también, el melocotonero de la inmortalidad. Pero más cerca de los chinos, tanto al oeste como al norte, en su vecindad más inmediata, estaba el enemigo: el nómada, el bárbaro, el xiongnu, el jinete mongol".

Una página de un álbum de origen grecobudista, encontrada en las grutas de Dunhuang - donde el arqueólogo Stein recupera cientos de manuscritos budistas, hindúes o incluso maniqueos- describe por su parte la representación del orbe en la cercana mitología brahamica: "Vaisravana o Kubera, que gobierna el norte (...) Virupaksha, regente del sur; Dritarashtra, del Este; Virupaksa, del Oeste". De este último, conocido como "el que lo ve todo", las imágenes lo asocian con el color rojo, la serpiente o el dragón. (Pero otra definición asocia el Oeste con el dios Varuna, al que se relaciona con la noche y las aguas).

China - el país de los Seres en la terminología ptolemaica- era el centro del mundo en su geografía propia. A su alrededor las amplias, interminables estepas de los xiongnu - "esclavos furiosos"- cuyas sangrientas apariciones conducirán a la construcción en el siglo V a. C. de la Gran Muralla, en un intento, infructuoso por lo demás, de contener sus incursiones desde Siberia a Xingjian.

Occidente es el lugar de lo remoto. Detrás de sus áridos confines, hacia el lugar donde se pone el sol,  surgen relatos como los de la presencia de los seres monstruosos, las regiones oscuras, los rumores inciertos que habitan en el silencio de las dunas.

Cuando el mercader veneciano Marco Polo recorra la ruta del desierto de Lop, en el siglo XIII, anotará cómo: "Hay una cosa maravillosa que se cuenta de este desierto: cuando los viajeros se mueven de noche, y uno de ellos se queda rezagado o se duerme (...) al intentar recuperar su compañía oirá espíritus que hablan y supondrá que son sus camaradas. A veces los espíritus le llamarán por su nombre, y así un viajero se extraviará de modo que nunca encuentre a su grupo". Más adelante, añade: "Incluso de día se oye hablar a estos espíritus". También puede surgir, entre los Seres, una leyenda como la de la citada reina Xiwang Mu, la "reina madre de occidente", que gobierna más allá de los montañas. Una descripción de su figura, representada frecuentemente en frescos y pinturas, indica que:

"A veces se la representa como una mensajera, su discípulo preferido, la "mujer misteriosa de los nueve cielos" identificada como qingniao, el pájaro de tres patas del Libro de los montes y los mares, el "xuanniao", el"Ave sombra" de la dinastía Shang". El repertorio iconográfico aludirá a las distintas representaciones: con un pájaro azul, un tigre blanco, un zorro de nueve colas o una liebre - reminiscencia, se nos indica, de la luna.

Uno de los primeros mapas del territorio aparecía en el capítulo "El tributo de Yu" dentro de un repertorio clásico que enumeraba las nueve provincias del emperador Yu, en el siglo IV a. C. Una descripción del mapa indicaba que:

"El primer estrato corresponde al dominio imperial, el segundo a los dominios de los príncipes feudatarios, el tercero a la zona de pacificación o zonas de provincias civilizadas en parte por China, y el cuarto la zona de los bárbaros aliados. Finalmente en la periferia extrema viven los pueblos salvajes, no civilizados".

El mapa seguía el esquema clásico según el cual la tierra se representa - y se concibe- como un cuadrado, regularmente dividido bajo un cielo circular, que lo abarca todo. El centro del cuadrado corresponde al Palacio Imperial.

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Dos rutas tradicionales surcaban la cuenca del Tarim, bordeando el desierto Takla Makan en su interior - y el no menos árido desierto de Gobi al norte. Según el Hou han shu - o "Libro de los Han posterior - "a partir de Dunhuang se alcanzan los pasos de Yumenguan (el Paso de la puerta de jade) y Yanguan (el Paso del sol o de la vertiente soleada de la montaña (...) Estos dos pasos están en pleno desierto y en ellos se hacían los controles aduaneros y policiales". (De la en otro momento célebre Puerta de Jade los arqueólogos de principios del siglo XX sólo sabrán dar cuenta, entre muros de arcilla y colinas de desechos, porque unas tablillas halladas al pie de las mismas la nombran)). Llegando, tras una trabajosa travesía, a los montes Pamir la ruta del sur "lleva a Suoche, actual Yarjand, cruzando los reinos de Jumo, Jingjue y Jumi". La ruta del norte a su vez "conduce a Gaochang; se extiende a lo largo de las montañas del norte y desemboca en Shule (actual Kashgar)".

El desierto, las incursiones de los nómadas, las invasiones mongolas, el agotamiento de las últimas fuentes de agua... Una gran parte de estas antiguas ciudades y pasos fronterizos fueron en algún momento sepultados por la arena. Y más tarde olvidados. El ruso Kotzov a finales del siglo XIX encontraría en la estepa de la Mongolia Interior los restos de la ciudad de Khara Koto -  o Ciudad Negra- que nadie había sabido situar exactamente. O, en un viaje azaroso, entre las tormentas de arena y la imprevisión - que les lleva a agotar sus últimas reservas de agua - el sueco Sven Hedin halla, casi por azar en las mismas fechas, las ruinas de Dardak Oilik

Vagaba en torno a la región de Jotán, antiguo centro del comercio de jade, donde se interna por el desierto. Las temibles tormentas de arena tapaban todas las señales. El explorador sueco recogía en su relato el testimonio de un viajero chino del siglo VII:

"No hay agua ni vegetación, pero a menudo se levanta un viento cálido que arrebata el aliento a hombres, caballos y bestias (...) Casi siempre se escuchan silbidos estridentes o gritos fuertes; y cuando tratas de descubrir de dónde proceden te aterra no encontrar nada. (...) Después de cuatrocientos li se llega al antiguo reino de Tu-ho-lo. Hace mucho tiempo que ese país se transformó en un desierto. Todos sus pueblos están en ruinas y están cubiertos de plantas silvestres".

Informados por un guía local "fuimos a las ruinas de la antigua ciudad, a la que nuestros guías llamaron Dardak Oilik, las Casas de marfil. La mayoría de las casas estaban enterradas en la arena". Guardando algunos objetos allí encontrados la expedición tiene que regresar casi de inmediato, para evitar ser alcanzada por la sed y las tormentas. 

Sven Haiden no es un arqueólogo. Es un explorador incesante, empeñado en recorrer los lugares donde él supone nadie ha cruzado hace siglos. O incluso aquellas regiones, como las fuentes del Brahmaputra y los monasterios del Tíbet, donde asegura ser el primer europeo que las conoce. Es el heredero infatigable de una tradición de vagabundeo y exploración, de una búsqueda del exotismo que proviene del siglo XIX y nunca le abandonará.

Tiempo después encontrará en el cauce seco del lago Lop Nor las ruinas de la antigua capital de Loulan, un reino citado en los anales de los Han, que nadie antes había hallado.

"En Ying Pen, una antigua estación en el viejo camino chino, encontramos dos recodos del lecho seco. Allí medimos y fotografiamos las ruinas que áun quedaban. Una torre tenía ocho metros de altura y su circunferencia treinta y un metros. Había un enorme muro circundante con cuatro puertas y muchas casas y varios muros en ruinas". Haiden proseguirá sus viajes incesantes - rodeado de camellos, jinetes cosacos, albardas sobre los yak tibetanos, cuadernos de dibujo e instrumentos topográficos- y su lugar como investigador de las ciudades descubiertas lo ocupará el arqueólogo Marc Aurel Stein, a quien había comunicado en su momento sus hallazgos, y que más tarde encontrará entre otras la formidable biblioteca de textos búdicos de Dardan Ulik, en Dunhuang.

Éste, a su vez, informado por Hedin del hallazgo de los restos en el antiguo lago desecado, anotará, en torno a unas informes mesetas de ladrillos entre la grava: "Era fácil reconocer en ellas aquellos antiguos montículos erosionados por el viento que un antiguo texto chino menciona cerca de Puchang, o el "pantano salado", es decir el anterior lecho marino de Lop, donde los chinos antiguos situaron las ruinas de una mítica Ciudad del Dragón". Las fotografías muestran apenas unos montículos de barro, unos troncos fosilizados entre la arena. En una región que, como anota el investigador, no habita nadie desde hace siglos.


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La fascinación por el viaje, el asombro, heredado del romanticismo, por la aventura. Viajeros del final de siglo, como el ruso Przewalsky, el sueco Haiden o el húngaro Stein aún lo recrean. O el alemán Von Richtofen a quien se debe la denominación de la Ruta de la Seda. A mediados del siglo XX la parisina Freya Stark o el británico Robert Byron todavía emprenden un recorrido que les llevará a alejarse de las costas del Mediterráneo en dirección a un Oriente incierto, aún presos de una fascinación que no aciertan a nombrar. Sus azarosas rutas cruzan los nombres, las ruinas, las incertidumbres de la milenaria Ruta. En su viaje hacia el este Freya Stark intentará reconstruir entre los restos que aún permanecen el periplo del recorrido de Alejandro Magno hacia la India, en un minucioso dialogo con una aventura que le fascina. En otra obra, -"Los valles de los asesinos"-, su intención permanente será la de cruzar por encima de los límites - las murallas, las cumbres, las dunas- de los mapas de las rutas conocidas. Robert Byron, en su lugar, dibuja las torres y los minaretes de una civilización de los safávidas cuyos templos encuentra en medio de las ciudades afganas modernas. (Bruce Chatwin, que escribiría a su muerte un encendido prólogo del libro "Viaje a Oxiana", lamenta en él: "Ya no nos tumbaremos de espaldas en el Fuerte Rojo, mientras observamos a los buitres volar en círculo por encima del valle donde mataron al nieto de Gengis Khan (...) No entraremos en la tienda nómada ni escalaremos el alminar de Jam. Nunca jamás").

Pero en algún momento del siglo acaece también la desilusión. (Había aparecido antes, en las descripciones que el fugitivo Rimbaud, huido de Europa y de la literatura, efectuaba sobre la ciudad de Adén en sus cartas: "Adén es una roca espantosa sin una brizna de hierba ni una gota de agua potable: bebemos agua del mar filtrada. Hace un calor abrasador, sobre todo en junio y septiembre, que son época de canícula"). Y la noción de un viaje que ha perdido su término, y que ya no tiene objetivo. Porque éste, y la antigua aventura, se han desvanecido. (Y la formidable presencia de sus objetos). 

En uno de sus viajes a Persia, alcanzado el valle de Lahr desde Teherán, la escritora suiza Anne Marie Schwarzenbach, frente a las ruinas que debe excavar, escribe- en su "Muerte en Persia":

"Pero mucho más solitario que Yezdi Yazd, que los solitarios pueblos serranos y las tiendas de los nómadas de la estepa es el valle de Lahr. Sobrepasa lo humano, como si estuviera situado por encima del límite de árboles, y los nómadas y muleros que lo atraviesan en verano lo abandonan a los pocos meses, y la nieve lo cubre todo". Su errancia, que había comenzado años atrás en Berlín para continuar en España, Rusia, Afganistán o el Congo Belga, carece de objeto, como comienza a manifestar a lo largo del libro, recuento de uno de sus varios viajes a Persia. ("En efecto, de errancias trata este libro, y su tema es la ausencia de esperanza", apunta en algún lugar). Y en un relato posterior, que titulará "El valle feliz", éste, el valle de Lahr, con las cumbres del volcán Demavend al fondo, se manifestará como el lugar del límite, perdida ya toda referencia a un origen del viaje. Perdida también toda continuación del mismo, en ese lugar que la escritora definirá como inconcebible, sin salida al final. Todos los objetos, todos los lugares habían olvidado su fascinación primera.

"El aire es sano y fresco, pero el sol de día es letal. Y no hay sombras. A estas alturas ya no hay árboles. Estamos en los límites del mundo".



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