lunes, 8 de diciembre de 2025

Notas de invierno

Un aire frío que baja de la sierra. En lo alto, las cumbres ya están con nieve.

Al fin había podido encontrarlo. El ensayo clásico de Steven Runciman sobre The Medieval Manichee. Que había visto citado tantas veces en una u otra obra sobre las herejías medievales, pero nunca aparecía en ninguna librería. Por fin figuraba como disponible, no recuerdo en qué catálogo de una dirección inglesa, y llegó, en bastante buen estado, a mis manos. 

Paulicianos, bogomilos, patripasianos, marcionistas, albigenses, carpocracianos, dualistas insólitos desfilaban por sus páginas. En las que una prosa narrativa - como sólo puede corresponder a un historiador británico- desvelaba las continuidades y las catástrofes que sucedieron a la primitiva herejía, de origen incierto, en torno a las primeras iglesias del cristianismo. Aquella que, a despecho de sus innumerables matices, atribuía la creación del mundo a un demiurgo, más o menos distante del Extraño, el Dios Escondido, y cuya creación imperfecta recogía la inquietante demanda sobre la presencia del mal.

Steven Runciman era capaz de una notable labor de síntesis. En la que las innumerables sucesiones de eones y cielos intermedios, arcontes, hebdómadas, iconoclastias varias y rechazos del Antiguo Testamento, eran agrupadas en torno a una pervivencia: la del dualismo original a través de los siglos. Como en los enigmáticos ensayos de Aby Warburg, - el historiador del arte-, ocultas pervivencias, inasibles tradiciones, resurgían de pronto en otros parajes, distantes, como una corriente sumergida que de pronto reapareciera en otro lugar. Del libro del medievalista del Trinity College recuerdo luego como una geografía imposible. En la que figuran los valles armenios, la remota región de Albania, unas aldeas búlgaras adonde habían sido desplazados los últimos paulicianos y en las que resurgirá, al cabo, la herejía de los bogomilos - los "amados por Dios"- que dos siglos después alcanzará la campiña lombarda. Y, más tarde, la región occitana - hasta perecer por último en las ruinas del castillo de Montsegur, sobre los Pirineos.

 Yo había leído en su momento el memorable La Caída de Constantinopla, narración - y ensayo- sobre los últimos días del emperador Constantino Paleologo que, de algún modo, se convertiría en la descripción canónica del final del Imperio Bizantino. Y con él de la entrada de las tropas turcas en la derruida muralla - por la famosa Kerkaporta, según el conocido relato que recogía Stefan Zweig en sus "Momentos estelares..."- que culminan en la ausencia de más noticias del emperador, la huida de las tropas del genovés Giustiniani, el saqueo de los templos y la leyenda acerca de la desaparición del sacerdote oficiante entre los muros del ábside de Santa Sofía. Que retornará a continuar la Consagración, según la misma leyenda, cuando Constantinopla vuelva a ser cristiana.

Había habido muchas otras historias, claro. La caída de la antigua Bizancio figuraba desde luego en el clásico de Julius Norwich sobre el Imperio. O en el ameno tratado de Warren Treagold sobre historia bizantina. Pero también en el raro Historia turco-bizantina de Miguel Ducas, que aportaba una insólita - y ambigua- defensa de la ciudad ya bajo el reinado de los turcos. Y atribuía de algún modo su pérdida a los errores de los últimos Paleólogos - aquellos que recurrieron, en un esfuerzo inútil, a la protección de la Iglesia de Roma, creando así un nuevo cisma en la larga tradición de la iglesia ortodoxa.

Pero una vez leído el relato de Steven Runciman éste se había convertido en el clásico, el texto canónico sobre el trágico - e ineludible, a lo que se deducía- final del Imperio. Unas páginas últimas relataban la no menos melancólica pervivencia de la última región imperial en el reino de Trebisonda, unos años posteriores a la toma de Constantinopla.

No menos ardua había sido la adquisición de otro clásico, el Hans Jonas de "La religión gnóstica", al que su traducción en editorial Siruela hacía cuando menos laboriosa la localización - al igual que tantos otros volúmenes de la prestigiosa, y esquiva, editorial. Cuando después de bastante tiempo pude encontrar un ejemplar usado en una librería valenciana, éste aparecía reseñado como "bastante usado" y desde luego poseía un precio prohibitivo. Hacía tiempo que no aparecía por ningún listado, nadie me había dado referencias de él en las últimas ferias a las que había acudido. Así que, en estos días que se han ido acortando, cada vez más lluviosos, lo compré. 

El libro estaba bastante ajado. Y sobre todo aparecía repetidamente subrayado y anotado en una gran parte de las páginas. Unas notas, a veces irrelevantes, otras veces acertadas, pero en las que subyacía todo el tiempo la intención de referir las incertidumbres gnósticas a autores contemporáneos. En concreto, a relacionarlas con ciertos pasajes de Nietzsche. Y sobre todo al existencialismo.

Me es bastante indiferente la actualización de todas las noticias. Que Camus hubiera podido dibujar una suerte de hombre ajeno similar al extranjero de la gnosis me importaba poco. Sí me importaba en cambio la pregunta por ese lugar indefinido de donde surgía la gnosis en los primeros siglos del cristianismo: un territorio al fin y al cabo denominado como Oriente. Pero cuya genealogía apenas algún estudio ha podido determinar. Incluido el de Hans Jonas, que en un esfuerzo pedagógico intenta dibujar el mapa de los últimos siglos del helenismo. Y cita de nuevo las corrientes iranias, las mazdeístas,  maniqueístas, o neoplatónicas de Alejandría. O del hermetismo en general en la formación de los sistemas de eones, arcontes y cielos descendentes de los herejes Marción o Basílides. (Una certera sensibilidad aparecerá en el capítulo dedicado a la alegoría y al simbolismo de los textos gnósticos. En otro lugar del discurso del logos de la tradición occidental. Donde recoge por ejemplo, entre los manuscritos de las cuevas de Turfan, el que asevera: "Yo soy Yo, el hijo de los mansos. Mezclado estoy y conozco el lamento. Sácame del abrazo de la muerte").


Llueve de nuevo y ahora todas las mañanas hiela. No he podido terminar la prolija novela de Mircea Eliade, El día de San Juan, que había encontrado en una librería de Málaga. La había buscado por sus referencias al Bucarest de antes de la guerra y a la ocupación soviética, que terminaron para siempre con su ambiente cosmopolita y balcánico. Pero en la novela, que el historiador escribe ya en París, en los primeros tiempos de su exilio rumano, los personajes intercambian un diálogo confuso, nunca se responden, desaparecen continuamente y semejan todos evadidos de qué oscuro conflicto interior que nunca se manifiesta en el relato. La alusión al problema del tiempo detenido, la huida de la historia, que planea por detrás de los momentos de la narración - y que el autor por contra describirá magníficamente en su clásico El mito del eterno retorno en 1949 - carece aquí de interés, en su forma novelada y confusa, en medio de la confusión de sus personajes.

Todo lo contrario de sus Fragmentos de un diario, que leo al mismo tiempo: unas notas ya escritas en el París de la posguerra. En donde Mircea Eliade apunta de forma cotidiana y sin el menor atisbo de retórica los grandes temas del exilio: los suyos y los de los compañeros que, como Ionescu o Cioran, habían recalado en la capital francesa, huyendo de una Rumanía adonde nunca habían de volver. Las dudas sobre el propio trabajo - a pesar de que ya ha sido invitado a colaborar en la institución de Georges Dumezil-, la intención de sacar tiempo para escribir su novela; la alegría del reencuentro con la ciudad o la melancolía del otoño parisiense. La nostalgia por una Rumanía que, a despecho de su trabajo universalista, desde sus primeros estudios en la India, reaparece constantemente en su recuerdo. Los encuentros en la ciudad; los personajes jubilosos, que han reemprendido su trabajo o los otros, los que han perdido definitivamente su lugar y su razón de ser, y vagan ahora por una ciudad que ya no reconocen - perdida Bucarest; perdida Centroeuropa; en algún otro caso unas universidades alemanas a la que ya no piensan regresar.

Los apuntes, el libro de fragmentos de Eliade, es excelente y se lee de un tirón. Al contrario que la novela, que no he podido terminar. Al igual que el prolijo Diario de Mihail Sebastian, que había leído hasta el final hacía poco, editado por no recuerdo qué institución académica, y en cuya ausencia de retórica resurgían, otra vez, Bucarest, las dudas sobre el trabajo, la inutilidad de la escritura, la satisfacción momentánea - y, en su caso, el abismo que el antisemitismo había inaugurado en el país, ya para siempre, en los últimos días de la guerra.

Un aire frío en la sierra, de nuevo. La ciudad, el otro día, se había teñido de un paisaje de bufandas y gorros calados que recordaban, de algún vago modo, Francia, un invierno de hace tiempo.

Notas de invierno

Un aire frío que baja de la sierra. En lo alto, las cumbres ya están con nieve. Al fin había podido encontrarlo. El ensayo clásico de Steven...

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