lunes, 19 de diciembre de 2011

Museo Etnográfico




Citas en Madrid, algunos paseos. Con G. acudo una mañana a ese museo anacrónico y a trasmano que es el Etnográfico, en la trasera del antiguo Ministerio de Fomento.

Un raro paisaje en Madrid, por un momento. Pues de repente la ciudad se tiñe de algunos emblemas ilustrados, serenos, en medio del caos cotidiano, ese escenario menesteroso en que consiste normalmente la capital.

No hay obras a la vista. El Ministerio de Fomento posee el aire retórico y aficionado a los emblemas típico del XIX. El Museo al lado, en el Paseo de la Reina Cristina, se abre, tras los escalones sobre la calle, con una portada neoclásica. Al fondo, sobre la colina del parque del Retiro, el Observatorio Astronómico, un instituto científico, una balconada con aire de residencia de estudiantes. Hasta la nueva estación de Atocha tiene un aire metafísico, ausente. Y es un raro ejemplo de simbolismo, de retórica, en la ciudad desdeñosa, siempre en precario.

Paseamos por la exposición, por las salas del Museo. Pobre, bien montada, posee el gusto por la observación y la taxonomía  propios del siglo XVIII también. Y la nostalgia por los mundos otros - Filipinas, las islas del Pacífico, en este caso - que hasta finales de siglo hubieron de perdurar, antes de la gran decepción.

El Museo tiene varias salas cerradas, unos despachos clausurados. Debe de ser agradable - y un poco claustrofóbico - trabajar en él, pasarse el día entre colecciones de antropología, herramientas toltecas, manuscritos descatalogados y mapas ilustrados en medio de la ciudad, tan lejos por un instante. G. me comenta de la sala de documentación de no sé qué instituto iberoamericano en La Cité, donde estuvo trabajando algún tiempo. Yo, no sé por qué, me acuerdo de las galerías de las ciudades de Tintín en nuestra infancia, pobladas de museos y de archiveros de este tipo.

A mí me encantan las máscaras rituales. G. se detiene en una suerte de altar del Día de los Muertos mejicano. Nos relata a los que vamos con él historias entusiastas de tan fúnebre y jocosa celebración. Luego, describe a unos visitantes atónitos el proceso por el que los jíbaros reducían las cabezas y las conservaban después. Los curiosos se marchan, un tanto cabizbajos, y no hacen preguntas. En unas vitrinas, en la sala de África, se guardan amuletos, cruces coptas, un icono etíope, torpe y fascinante. Luego, G. y una conservadora del Museo se enzarzan en una interminable discusión sobre altares mejicanos, los rituales del más allá y la obra fotográfica de Juan Rulfo entre medias. Yo me pierdo entonces en una sala lateral que muestra las vitrinas de clasificación, una interminable colección de calaveras numeradas y el esqueleto del hombre gigante de La Puebla de Alcocer tumbado en una urna. Hay vitrinas con carteles que no acierto a leer y placas dedicadas a la ingente labor de taxonomía del Museo. Cajas con objetos invisibles y ordenados, y un armario de fichas abarquilladas por el tiempo. Armarios sin abrir y una colección de azulejos varios, amontonados por el suelo... Uno imagina las tardes de clasificación, la interminable labor de ordenar el mundo mientras los días, indiferentes, transcurren fuera.

Bajamos luego por la Cuesta de Moyano. Buscando entre los mostradores G. encuentra algo: una edición del Consejo sobre viajeros del XVIII; un raro Deleito y Piñuela que está en precio. Yo, me tropiezo con una primera edición de Cela - que luego hojeo en casa y resulta ser un fiasco, a no ser como ejercicio de estilo. De vuelta por el Prado, sorprendentemente, el Museo Thyssen está casi vacío y así podemos entrar en la exposición de humanistas flamencos que siempre estaba abarrotada.

De toda la exposición, recuerdo la incurable melancolía de los grabados de Durero, un jinete maldito, unas villas amuralladas siempre; la utopía de las ciudades en el papel, la ciudad medieval - el reflejo de alguna vaga población que el artista recuerda, junto a la obsesiva nostalgia o el anticipo de la ciudad de Dios, la Jerusalén medieval.

Nos espera J. en la taberna. Yo intento recordar luego un cuento sobre un museo que transcurre de noche en una ciudad vieja cuyo escenario podrían ser las vitrinas, los estantes polvorientos del Etnográfico frente a la estación de Atocha. Podría ser el comienzo del "Péndulo de Foucault" de Eco, pero no es el relato que, infructuosamente, quiero ahora recobrar.

Luego, los demás se enzarzan en una discusión sobre Juan Rulfo y la región de Michoacán y los cristeros de la revolución mejicana, y decididamente pierdo el rastro.



lunes, 12 de diciembre de 2011

El jérem


(fot. Juan Yanes)

El relato lo cuenta Joseph Roth en algún lugar de sus "Judíos errantes".

Según recoge la leyenda dos judíos orientales recorrieron toda Europa, con el fin de recabar fondos para la construcción de una sinagoga. Sus pasos, finalmente, les llevaron a arribar a la comunidad hebrea de Montpellier y de allí, perdidos, cruzaron sin darse cuenta a España.

Cuenta el autor que sin duda "en la mortalmente peligrosa España" les hubieran matado. Si no es porque fueron acogidos por una piadosa comunidad de monjes, con los cuales entablaron provechosa conversación. Al regreso, incluso, descubrieron que los monjes les habían hecho una generosa aportación de oro, para la edificación de su laboriosa sinagoga.

Este oro les planteaba un curioso dilema moral, porque aunque hubiera sido donado para el oratorio, éste no podía de ninguna manera ser construido con dinero de un convento cristiano. Finalmente resolvieron el dilema fabricando una esfera de oro que instalaron en la techumbre de la sinagoga como emblema de la misma.

Y, prosigue el autor:

"Dicha bola de oro luce todavía sobre el tejado de la sinagoga. Y es lo único que une aún a los judíos del Este con su antigua patria española.

Esta historia me la contó un viejo judío. Su profesión era la de escritor de la Torá, un sophar, un hombre piadoso, sabio y pobre (...).

- Ahora - dijo -expira el jérem (el anatema) contra España. No tengo nada en contra de que mis nietos vayan a España. Allí ya no les va mal a los judíos. En España había gentes piadosas y donde hay cristianos piadosos, también pueden vivir los judíos, pues el temor de Dios ofrece siempre más seguridad que lo que se conoce por moderna humanidad .

El viejo no sabía que la humanidad ya no es moderna. Sólo era un pobre escritor de la Torá".

Páginas más adelante Joseph Roth comentará que precisamente aquel año - 1936 - que expiraba el jérem sobre España daba comienzo la terrible guerra civil. El autor, dice, no quería explayarse demasiado en las implicaciones metafísicas del hecho. Pero finalizaba el texto con la cita de los Padres que afirma que:

"El juicio del Señor amanece cada hora, aquí abajo y allá arriba".

Para culminar con la frase: "A veces pasan siglos, pero el juicio es indefectible".




domingo, 11 de diciembre de 2011

El cementerio judío de Sarajevo




Casualidad o vaya usted a saber qué, un curioso paisaje literario acompaña estos días de escarcha y nieblas.

Había empezado a trazarse, creo, cuando tuve que volver a buscar el "Judíos errantes" de Joseph Roth, breve opúsculo en donde el autor dibujaba el melancólico mapa de relaciones entre judíos orientales y los occidentales. Era un escenario en el que la solución final iba a desdibujar, finalmente, todas las diferencias que un escritor ya en fuga, como Roth, aún podía trazar. Él mismo acabaría sus días en el Paris de 1939 inmediato a la contienda - y la primera edición del libro, sin fecha, es por lo menos anterior a 1937. Desdibujados los contornos de Europa por la inminencia del desastre, el relato tradicional de las divergencias entre los judíos pobres orientales y sus cultos vecinos, los judíos alemanes, estaba llamado a desaparecer, unificadas todas las diferencias en Auschwitz.

No sé por qué estaba buscando el ensayo de Roth. Creo que tenía que ver con la descripción que de unas comunidades hebreas ucranianas aparece en una novela anterior de Isaac Bashevis Singer. O quizás fuera el relato que de la pobre acogida de sus parientes pobres de la Europa Oriental realiza en su novela-río "La familia Moskat"- sugestiva como en la mejor tradición decimonónica de crónica familiar. Y de una ciudad, Varsovia, que estaba en vísperas del desastre, igualmente.

Días después, J. me presta "Lejos de Toledo", la novela de Ángel Wagenstein de la que había tenido noticias durante una reciente estancia en Sofia, pero que nunca había leído.

Crónica memorable de una ciudad anodina en la actualidad, Plovdiv, el relato hablaba de nuevo de un mundo marcado por la desaparición del mundo tradicional en vísperas de la guerra - en vísperas de la ocupación soviética, también.

Más tarde, J. me presta el "Adios, Shangai" del mismo autor. Ésta, más novelesca, se sitúa en el mismo centro del Desastre, a partir de 1939, y es una crónica de la diáspora judía, del ghetto y de espionajes varios en la ciudad internacional de Shangai durante la guerra. Esos mismos días Jaime había bajado al café el centón de memorias de Amos Oz "Una historia de amor y de oscuridad", del que por otra parte me había hablado días antes. Casualidad o daimon sigo enfrascado en la relación de todas las vidas, los encuentros, las obras, las ciudades, los viajes de los judíos que la penumbra nazi amenaza. Y finalmente extermina.

Esos mismos días había estado buscando, sin encontrarla, la narración sobre el cementerio judío de Sarajevo de Ivo Andric, que figuraba en alguna parte de la librería familiar y que había desaparecido. Siempre que un libro desaparece hay que achacárselo al profesor García así es que, indignado, pensé que de nuevo el sabio bibliófilo había aumentado su biblioteca personal a costa de la colectivización de mi cementerio judío.

Pero no era así. Otra tarde descubro que el relato en realidad aparece en "Café Titanic" como un capítulo más del volumen. La enumeración de las lápidas sefardíes del antiguo cementerio sigue siendo memorable. Y en otro lugar, en la narración que da nombre al libro, se relata de nuevo la persecución antisemita de los  años 40 en Sarajevo. Esta vez a cargo de otros personajes particularmente siniestros - y más para el autor - los ustachas, la versión croata del nazismo.

Variaciones sobre una misma melodía. A J., en correspondencia, le recomiendo la "Enciclopedia de los muertos", el excelente libro de Danilo Kis, otro judío de la antigua Serbia que de la misma manera termina sus días en un París ya más contemporáneo. Pero que al parecer tampoco era la Tierra Prometida en su caso.

En el café, una noche, comento con Jaime sobre las figuras de la diáspora que surgen, fascinantes, en el centón de Amos Oz que me ha prestado. García, el erudito antropólogo, que no se ha llevado el libro de Sarajevo por esta vez, sonríe, recordándonos la definición de castrismo que Ignacio Ruiz Quintano ha publicado recientemente en el periódico ABC. No en torno al barbado dictador cubano, como sería de esperar, sino a la secta de don Américo, nuestro Castro del exilio, al cual perseguía la figura de las Tres Culturas en todo lo que sus ojos trobaban.

Reímos. Por supuesto Antonio y Jaime defienden la obra de don Américo. El primero por convicción y Jaime por llevar la contraria. Les amenazo con la excomunión bajo figura de don Claudio Sánchez Albornoz, abulense de pro, eximio historiador y nada sospechoso de contaminación tricultural.

Pero estos días también la casualidad o el daimon de nuevo hacen que los necios se hayan multiplicado y otra vez entra alguno a sentarse en la mesa y cargarse, sin pudor, la conversación. Su temeridad corre pareja con la estulticia y su número se multiplica en estas fechas.

Más tarde, y hablando sobre la plaga, Jaime recordará a aquel pseudo-filósofo que se atrevió a afirmar impunemente, en un diario oficial, que nunca había existido la literatura judía. Y se quedó tan ancho. Los necios, comentamos, carecen de pudor pero en cambio están todos sobrados de ideología.

Sobre ellos podría afirmarse lo que ya un anciano texto de la Antigua Vulgata de San Jerónimo, rescatado del nada ario Eclesiastes (1.15), afirmaba, en la traducción latina del antiguo hebreo. Y es que "Perversi difficile corriguntur et stultorum infinitus est numerus".

Luego, cuando por fin se marchan, seguimos hablando. De Danilo Kis, del relato de Andric sobre las inscripciones sefardíes en la colina de Sarajevo, del Pentateuco de Isaac, nuestro último descubrimiento del búlgaro Wagenstein, de las memorias de George Steiner - Errata - que se abren con el estudio de Homero y el Antiguo Testamento.



Leopoldo Panero en otoño

En la Plaza Mayor de Salamanca, con la llegada de noviembre, instalan las casetas de la feria del libro en el centro de la explanada. Noviem...

Others