martes, 17 de julio de 2012

De prodigios cotidianos



1.

 V. cuenta de una rara velada en una quinta del municipio de Urra, distrito de Portalegre.

Habían estado todo el día herrando el ganado de la finca, una larga jornada que se había prolongado desde la mañana hasta que el atardecer les obligó a recoger las novillas restantes y bajarse de los caballos. Entonces, encendieron una hoguera sobre unos viejos tocones e hicieron un corro en torno a la misma, para cenar y prolongar el día. Era una noche fresca de principios de abril, según dice.

Había, contó V., numerosos caballistas portugueses y extremeños. En un momento alguien, siguiendo las costumbres del mes de abril, comenzó a cantar un fandango alosneño, por lo bajinis. Otro le replicó, con una guitarra que había surgido de dentro de un alcornoque - raro fenómeno del monte alentejano - con una cantiña de Huelva. Luego, todos siguieron cenando, comentando las incidencias del día.

Más tarde, en un momento dado y sin ningún acompañamiento, Inés, la mujer de un rejoneador portugués, comenzó a cantar un  fado. Era lento, y remoto, y solemne.

Nunca había oído nada igual, nos relató después V.  Aquella voz sin premura, en el alcornocal de Portalegre, nombraba una melancolía extrema que, sin embargo - añadió - carecía de todo énfasis, de ningún dramatismo, de gesto alguno. Aquel fado en la voz de Inés era la lentitud y un dolor sin reproches.

Todos callaron. Luego la fiesta prosiguió y V. recordaría durante mucho tiempo el prodigio, el viejo fado en el monte.


2.

Antonio acude a la noche a un bar de la carretera de Lumbrales, donde se reúnen los domingos los vecinos y amigos. La barra está repleta, como corresponde al único lugar abierto en muchos kilómetros a la redonda. Allí acuden los conocidos, los vaqueros y los ganaderos de las fincas cercanas. Algunos vienen todavía con la ropa de trabajo. Otros - ellas sobre todo - se han cambiado y visten de fiesta. Cotidiana, pero fiesta.

El grupo de Antonio suele ser siempre el mismo. Ocupan la barra y de paso prolongan la jornada , normalmente hasta que el bar se cierra. Esa noche al lado de Antonio se ha acercado T., novia de uno de los ganaderos de la zona. Están muy apretados y éste siente, apoyado en el mostrador, el roce con las caderas, los muslos de aquélla. Es casual, piensa al principio. El lugar está abarrotado y apenas se cabe. Cuando la mano de ella comienza a jugar en sus pantalones deja de pensar en la casualidad. Al cabo él comienza a toquetearla también por debajo de la falda, en amable correspondencia. Así transcurre un buen rato. Mientras, los demás siguen hablando e invitándoles a cerveza. Antonio intenta mantener la conversación, lo que consigue a duras penas. (Ella no decía nada, comentó luego él).

Al cabo el dueño del bar anuncia el cierre y todos recogen y se marchan, despidiéndose como cada domingo. No sabe cuándo ha desaparecido ella. Recuerda luego la insólita velada y nos aclara que nunca más volvió a repetirse, ni sabe en el fondo si no la habrá imaginado.


3.


Horacio había acudido a encargarse unos botos al pueblo de Narros de Matalayegua, rayano con la comarca del Huebra. El botero, Francisco, es el mejor artesano de la provincia y había que pedirle los zapatos con unos meses, a veces con un año de antelación, si se quería que se pusiera manos a la obra.

Narros es un pueblo perdido, minúsculo, en la trasera de la carretera a Linares a la sierra. Sus habitantes se han ido marchando, inexorablemente, y se ven los campos sin labrar, las huertas abandonadas a la entrada, unas vacas tristes en el común. Al llegar al pueblo hay una suerte de plazoleta, con el edificio de la antigua escuela, en desuso hace décadas, y una báscula cerrada. Las casas, los corrales del pueblo, son todos de piedra - esa piedra negra, oscura y angulosa de la zona de la Peña de Francia.

En la plaza, en un banco, Horacio saluda a Isidro, antiguo vaquero de unos conocidos suyos. Se ha jubilado hace unas temporadas y ahora está sentado al sol de invierno, con dos vecinos en el escaño. No hacen nada. Le indican a Horacio cuál es la casa del botero, dónde tiene éste el taller.

Varios años más tarde, Horacio regresa al pueblo a encargarse unos botos nuevos. Cuando llega, una mañana de invierno, encuentra a Isidro, a los mismos vecinos de antaño sentados en el mismo banco, a la entrada .

Han pasado los años, pero la escena es la misma. Horacio llega a dudar si en realidad ha transcurrido el tiempo, si el mundo en realidad no es aquel banco inmóvil en la plazuela del pueblo.


4.

En una finca de la provincia de Salamanca el dueño, Fermín, ha abierto una especie de restaurante y salón de baile. En la plaza de tientas de la finca se celebran capeas para los turistas y a veces, en el campo, se organiza algún tentadero de machos, para los que quieran presenciarlo.

Un verano Fermín piensa en prolongar la vida del restaurante y la plaza y para ello contrata los fines de semana a un grupo flamenco. Están de moda las sevillanas y demás aires rocieros y piensa que así los vecinos de los pueblos acudirán también por la noche, cuando han finalizado los demás festejos.

Ernesto, vecino de la finca, se sienta una tarde en la terraza del bar, escucha distraído los intentos por animar la velada del cuadro rociero. Éste está formado por un cantaor maduro de anchas patillas, extremeño, un guitarrista reseco y mudo y una flamenca generosa, que sin mucho éxito intenta sacar a bailar a los sesudos lugareños.

Ernesto se aburre, decididamente. No obstante, hay algo en el sufrido cantaor y en su ensimismado compañero que le llama la atención. Como si su interés estuviera - lo que es por lo demás muy razonable - muy lejos de allí. Pero hubiera algo que aún es de interés para ellos, los  flamencos ambulantes.

En un momento determinado han parado la actuación  para echarse un cigarrillo y un botellín de cerveza al coleto. Los vecinos han comenzado a marchar, castellanos inmunes al compás del Rocío, o de las corraleras de Triana.

Entonces Ernesto se dirige al cantaor y le dice:

- Cántate un poquito por soleá. ¿No?

Éste se sonríe y no le responde. Al cabo, cuando regresa la sonanta, le espeta, con cierta guasa:

- Chocolate, un compás por soleares.

Ante la sorpresa de Ernesto, que se ha quedado casi solo en la terraza, los dos comienzan el cante por soleares. Paran luego, y prosiguen con otra. Cantan una serrana, después, antigua y con ecos de la sierra. Están a gusto y el extremeño le ha cogido el tranquillo a la noche, a la plaza de la finca, al relente de agosto en Castilla y al compás. En un momento determinado, alejado ya de la fiesta ni del compromiso rociero, se ha arrancado por seguiriya y Ernesto, atónito, se ha olvidado de dónde están.

Ellos solos, porque el público se ha marchado definitivamente. A su lado, casi a oscuras, un hombre viejo, de una finca cercana, que fuma y escucha en silencio. Detrás, su compadre, novillero retirado en la posguerra, que escucha sin fumar.

En la barra sólo quedan el dueño de la finca y los camareros que esperan, aburridos, que se retiren para cerrar.

- Te gustó el grupo flamenco la otra noche, Ernesto. - le dirá Fermín al otro día.
- Eran buenos, Fermín. Eran mejores de lo que parecían.
- Me alegro, hombre, y de que te gustaran. Pero no me vuelvas a echar la gente de la sala.
- Vale, Fermín. Pero eran buenos.

Al poco tiempo, añade Ernesto, la plaza se cerró de todas formas. Y él se quedó con el recuerdo de una seguiriya en el bar vacío, la noche aquella de agosto.




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