miércoles, 7 de agosto de 2013

Criticar al artista. II





La ciudad, en su extremo, aún permitía la posibilidad de los solares, los descampados entre avenidas, chalets cerrados y jardines secos en colonias anteriores a la guerra. Y el barrio de las afueras de Chamartín - la Ciudad Jardín - allá por el final de la calle Alfonso XIII, era un escenario inagotable y lleno de sorpresas, anónimo y como olvidado.

Ahora han desaparecido todos esos lugares - la M-30 arrasó los chalets que aún quedaban en pie, en los límites - pero en aquellos años del Instituto Santamarca, más allá de la prolongación de la calle General Mola y cercano a los talleres de la E.M.T., el barrio todavía se hallaba en construcción, y estaba rodeado por las antiguas colonias de funcionarios de la República. Sus calles extremas y los solares al margen permanecían, casi en ruinas, repletos de descubrimientos: de hoteles abandonados, calles sin salida y merenderos perdidos, en lo que antaño habían sido los agitados márgenes de las colonias de la Guindalera o la Prosperidad.

Baroja, en novelas como "Las noches del Buen Retiro", a quien ya leíamos entonces - con la devastación de las colonias de hotelitos llegó también la devastación de las novelas de Baroja en los institutos nacionales - y sobre todo la novelística de posguerra habían dado cuenta de aquel paisaje de las afueras, entre la ciudad y algo que sólo vagamente podría definirse como el campo.

En aquellos años estaba bastante definida la separación nítida entre lo que se suponía era el mundo del arte - con sus galerías, los artistas con perilla y las técnicas tradicionales de pintura, escultura o arquitectura vagas - y lo demás. Habíamos asistido a la contemplación de un mundo - el de las vanguardias y el circuito del arte - que se suponía definido, formalizado y en cierta manera autosuficiente. Y con el prestigio de lo distante.

 Más tarde, todo aquello saltaría por los aires. Pero entonces no. Aún era demasiado pronto.

Así es que cuando con N. cogíamos la cámara de fotos y nos dedicábamos a profanar las calles  inéditas que aún perduraban en los confines de Arturo Soria, de ninguna manera suponíamos que aquello fuera arte, ni tuviera nada que ver con el mundo que en otro lugar los lienzos de arpillera de Millares o las orientales evocaciones de Fernando Zóbel definían, en el circuito de muros blancos de las galerías de arte. (Ni en el más blanqueado aún Museo de Arte de Cuenca, adonde ya comenzábamos a perdernos con cámara y objetivos y filtros al cuello los fríos fines de semana de invierno).

 N., que vivía en lo que entonces era la prolongación de la avenida del General Mola, por encima del colegio de agustinos del Paseo de la Habana, me descubrió una mañana un paraje insólito, que ya estaba agonizando, en la trasera del bulevar de Arturo Soria: el barrio de Canillas, cercano a la piscina Stella en la avenida y a unos chalets que con los años frecuentaríamos, porque era donde vivía José Luis B. y allí iban a celebrarse diversos acontecimientos.

Canillas era un grupo de calles sin asfaltar, ocultas tras los hoteles de la Ciudad Lineal, con casas encaladas de una sola planta, puertas a la calle y un como vago recuerdo de patio de caballerías y gallinero oscuro en su apariencia urbana.

Algunos seres, como venidos de otra región, vagaban en silencio y ociosos por las calles, la polvorienta explanada que hacía las veces de plaza del barrio. Unas camionetas destartaladas aguardaban en un descampado anejo, esperando un transporte que raramente tenía lugar, al menos en nuestra presencia. En el solar reseco, en los patios de tierra, tomábamos fotos. Luego, entrábamos, un tanto inquietos, en la taberna que se abría en una de las casas, oscura y fresca, bajo un emparrado repleto de moscas. Ninguno de los parroquianos, absortos, nos hizo nunca el menor caso, y el dueño - un manchego de cuello bovino y rostro avinagrado - apenas nos dirigía la palabra.

Comenzamos a ir al barrio con cierta asiduidad, siempre en verano. También a las calles aledañas de la Ciudad Lineal. Llenamos carretes y carretes de imágenes que luego revelábamos en el precario laboratorio de casa de N. No sé qué habrá sido de aquellos negativos, ni de las copias. Nunca los he vuelto a ver. Quizá N. conserve alguno. Vive en el Pirineo leridano. La casa tiene, según cuenta, un enorme almacén con vigas de madera y una panera de piedra.

El barrio de Canillas; los hoteles de la calle Pradillo; las hoces del río en la ciudad de Cuenca; unas estatuas faunísticas y nereídicas en un almacén del Parque del Oeste, un tiovivo oxidado en la trasera de Chamartín... Ahora pienso en las imágenes de los márgenes, en la anotación final de un escenario que, quizá inconscientemente, sabíamos ya condenado a la desaparición, su imagen póstuma.

Fotografías que guardábamos y que a veces descubríamos a los amigos. Uno de ellos, Enrique, que ya por aquel entonces poseía ínfulas de crítico independiente - podía serlo, con la monumental biblioteca y el dinero de su efusiva madre - separó alguna vez varias de las copias, con la intención confesada de editar una plaquette sobre los barrios, con un profuso texto en donde se mezclaban Walter Benjamin con la arquitectura de Carlos Arniches y una vaga evocación de las utopías republicanas. El proyecto no sé si llegaría alguna vez a ver la luz. Yo nunca tuve noticia. Y de las fotografías jamás volví a saber nada. Pero, en el fondo, nada de aquello era arte, ni tenía que ver con ello. El mundo del ensayo retórico y la performance, que comenzábamos a frecuentar también, correspondían a otro repertorio, cuya actuación tenía lugar en un escenario aparte.


Tiempo después, encontré un relato, escrito en algún momento que, curiosamente, se refería por un lado a aquel barrio. Y por otro a unos primeros acontecimientos en el distante mundo del arte. El lugar y el objeto se cruzaban.

El relato decía así, más o menos:

"En el nuevo dibujo, como en toda ordenación moderna, han quedado los restos en tierra de nadie. Un hotel decrépito y aún habitado en la trasera de la cuesta del Sagrado Corazón. Un a modo de antiguo gallinero sobre la vía de servicio en la autopista. Unos solares plagados de cardos donde la antigua avenida termina. Una pista de tenis, oscura y ruinosa, frente al colector de la carretera.

Allí, en una mañana de verano, José Luis y Armando celebran uno de los rituales a los que últimamente se están dedicando.

Armando es un poco mayor que nosotros - apenas, pero cuatro o cinco años son muchos entonces. Ha leído libros que nos va descubriendo. En la facultad nunca los citan. Los profesores sólo nombran manuales clásicos, Aby Warburg a veces y curiosamente el Arnold Hauser de la Historia social del Arte, que a nadie, nunca, se le ocurrió volver a hojear una vez terminados los exámenes. Todo tiene un cierto aire de revelación. Por Armando comenzamos a leer a Henry Miller. También a Lawrence Durrell. A Allen Ginsberg, a William Burroughs y a Dylan Thomas.

Esos son libros de disfrutar. En esos años todo se toma extrañamente en serio. Detrás de cada uno de ellos hay como un cierto descubrimiento. Y la sensación de una iluminación, profana y un tanto obscena, que hasta entonces nos había sido esquiva. Pero Armando, algún otro amigo que ya se dedica a la poesía objetual, nos revelan otros libros que ya no son, cómo decirlo, tanto de disfrutar como de tomar decisiones inmediatas.

El primero nos ha hablado de la obra de Marcel Duchamp y gracias a él leemos las conocidas conversaciones con Pierre Cabanne. También el clásico de Octavio Paz sobre la novia desnuda y sus solteros maquiavélicos. Pero además nos ha hablado de la obra de Joseph Kosuth o John Cage, y esto es ya más complicado.

Lo peor viene cuando me presta un librito de Yoko Ono, en edición sudamericana, titulado "Pomelo" y en él descubrimos una suerte de orgía artística de acciones incansables, incomprensibles excepto para el que las perpetra, y una especie de iluminación de la actividad poética - conceptual por otro nombre.

Ellos pasan a la acción, inmediatamente.

En un solar fronterizo con Alfonso XIII erigen, una mañana, unas pirámides aladas de tela sobre varios listones de madera, que han transportado en el coche de los padres de José Luis. Las ligeras pirámides quedan de pronto, en la calurosa jornada, levantadas sobre los cardos y los tubos de metal abandonados. No cruza nadie por la calle y los pocos coches que se dirigen a la M-30 no se atreven a detenerse ante la celebración entre osiríaca y duchampiana que está teniendo lugar en el descampado. Es una construcción magnífica, hay que reconocerlo, entre lo perenne de las pirámides, monumento funerario y permanente por un lado, y lo frágil de su elevación instantánea, precaria y anónima, en aquel solar distante.

Cuando las pirámides quedan terminadas no hablamos mucho. Nos marchamos al poco y en el coche de José Luis vamos a una terraza cercana, sobre el bulevar de Arturo Soria, donde tomamos unas cervezas.

De toda la celebración luego, pasado el tiempo, me quedó la pregunta de qué sería de aquellas pirámides, tan frágiles, qué ocurrió con sus breves listones. Ignoro si alguien volvió alguna vez por allí, si alguno recogió los restos. Nunca volvimos a hablar de ello".





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