(Callejón Bolshaia Nikitskaia.
Moscú, 1920)
Que el invierno nos recuerde el otoño no tiene nada de extraño. Una cosa es el calendario y otra estas nieblas que no levantan hasta mediodía, los robles que se resisten a perder la cubierta, el campo alfombrado de hojas y un vaho azulado que surge de los valles - signos todos de un otoño que llegó tardío y ahora se niega a marchar.
La confusión entre las estaciones debe de ser una de las mayores virtudes líricas de la sucesión. Hace años, hablando una tarde con Alipio, extravagante arqueólogo-conservador-ciclista de la zona de Ledesma, éste nos contaba sus impagables experiencias una temporada en la que la maestra local se había puesto de parto y él hubo de suplirla provisionalmente. "Siempre estaban de parto", decía, entre melancólico y escéptico. Una de las redacciones que encargó a los abruptos muchachos de la escuela versaba sobre el tema del verano, tema anacreóntico por excelencia. Alipio recordaba composiciones ciertamente notables. Pero la mejor era una en la que cierta alumna aseguraba, definitivamente: "El verano nos gusta porque nos parece que estamos en primavera".
Afortunadamente llega el invierno también, con un cielo oscuro que palidece después - y es cuando de verdad comienza a hacer frío - y se cubre de una rara claridad que amenaza nieve. El invierno es la dureza, allá en Castilla, y el hielo en las ramas, y es así siempre, y ésta es una tierra de pocas concesiones.
Aunque a juzgar por lo que dicen los de los pueblos ya nunca es invierno - ya nunca nada es como anteriormente - y cuánto hace que de los tejados no cuelgan los chupiteles que no desaparecen en todo el día, y que las charcas no hay que abrirlas a golpe de amarra para que beba el ganado. Ni surge el vaho de las casas, ni del aliento de los que cruzan la plaza, ni hay escarcha en la testuz de los animales.
Da igual, otoño o invierno o helada ni rocío. Porque lo que aquí importa de verdad es el mes de abril, el peor según cuentan todos - calendario zaragozano incluido- y el que decide la temporada. En este enero la previsión de las cabañuelas - la piedras que se levantan a mediados de agosto y anuncian el tiempo de todo el año - anuncia un abril feroz, como siempre. "Abril no lo quieren los portugueses", nos cuenta el vecino, que recita algún refrán de la raya. Como lo pronuncia en portugués no podemos entenderlo, que el lusitano es un idioma que se lee muy bien y se escucha como música, pero hablado con el acento de la sierra no hay quien lo traduzca. Pero el sentido sí lo comprendemos. Y uno recuerda entonces la sabiduría de un T.S. Eliot cuando afirmaba que "Abril es el mes más cruel". Y se queda entonces pensando si el poeta habría viajado a la frontera portuguesa o eran más bien los campinhos los que han leído todos a Eliot - que de un país donde hasta los telefilmes vienen sin doblar, en inglés y con subtítulos, se puede esperar cualquier cosa.
En espera de la nieve guardamos, apropiada y cercana a la chimenea, la edición en cuatro volúmenes que la editorial Acantilado ha publicado de las "Memorias de ultratumba" de René Chateaubriand - en traducción de José Ramón Monreal y un excelente prólogo de Marc Fumaroli. El problema es que la nieve no llega y entonces nunca consigo pasar del primer tomo, que ya había leído con anterioridad. Aquél que describe los últimos días de un escenario, el de la nobleza provinciana del Antiguo Régimen, que la Revolución iba a arrasar, definitivamente. Hay en la obra - además de la nostálgica descripción de un universo, minucioso y como detenido - otro tema mucho más complicado como es el de la constitución de un sujeto, el autor, cuya definición entraría decididamente en la proclamación del sujeto moderno, el del romanticismo. Pero cuyo comentario necesitaría de un tiempo más frío, y de que por fin volvieran las nevadas, y entonces nos quedaríamos aislados y esta vez sí, leeríamos los tres volúmenes restantes y hablaríamos de cosas como el sujeto, trágico y moderno, del romanticismo.
Lo que la confusión del otoño y el invierno y este tiempo, que como en el pueblo saben ya no es el de antes, no impide de ninguna manera es leer una breve joya como la edición de La Librería de los Escritores, en atractiva publicación de La Central, y en la que se recoge la minuciosa historia de la librería colectiva de Moscú de los primeros años de la Revolución, y sus vicisitudes en medio de la miseria y la censura soviética, que ya se manifestaba en toda su crudeza - y tanta, que el paso siguiente, marcado por el fusilamiento del poeta Gumiliev, el primer marido de la Ajmatova, se produce ya en 1922. Entre los textos de Mijail Osorguín y Marina Tsevietaieva, y las ilustraciones de A. Rémizov, destaca la magnífica prosa de Osorguín, en una nítida descripción de las jornadas iniciales, y casi postreras, de la actividad en la librería del callejón Bolshaia Nikitskaia. Hasta que las autoridades soviéticas por fin la clausuran - y de paso, envían a Osorguín, junto a doscientos intelectuales más, en un barco "apestado" al exilio en París.
Del relato de éste cabe decir que su prosa es tan buena que no se nota en la narración. Cualidad por otro lado nada extraña viniendo de la tradición del siglo XIX de la que provenía.
La Tsvietáieva también se exilia a París en estos años, junto a su marido Serguei Efrón. Éste, que había militado antes en el Ejercito Blanco, tuvo una actuación posterior cuando menos equívoca en los primeros años del exilio. Que para los deportados rusos, al final, había pasado de ser ambigua a ser reconocido abiertamente como un agente de la NKVD. Con lo que el matrimonio fue despreciado por todos - y Efrón implicado en una turbia desaparición a su regreso a Moscú más tarde.
En un intento de reconciliación el antiguo guardia blanco y ahora agente soviético regresa a la URSS al poco - regreso que no le valió de mucho, pues fue fusilado al tiempo de llegar. Sola y apartada en París y deseosa de reunirse con su marido y su hija Ariadna, la melancólica poetisa retorna también a la patria en 1939. Para encontrarse con el arresto de los dos y su propia deportación a Yelabuga, en Tartaristán - el lugar más remoto del mundo - donde finalmente se suicida en 1941, en uno de los episodios más desoladores de la historia de la literatura. (Y de lo que no es literatura).
Estas noticias, junto a otras muchas, aparecen en el centón, excelente, de Orlando Figes, "El baile de Natacha". Una obra monumental - y que debe de estar bien traducida, porque se lee de un tirón otoñal - sobre la historia de la cultura rusa, desde la construcción de San Petersburgo por el zar Pedro el Grande, allá en 1703, hasta los terribles años del Plan Quinquenal y el cerco de Stalingrado. La relación de la meseta castellana con las polémicas eslavófilas y asiáticas, la prosa de Pushkin, el exilio siberiano del príncipe Volkonsky, la tradición folklórica en Stravinsky o Rimsky- Korsakov, los tambores chamánicos en Kandinsky, el programa futurista y más tarde estajanovista de la Unión de Escritores Proletarios, la nostalgia de la Ajmatova o la subsistencia de tantos fantasmas literarios durante el largo invierno soviético - ése sí que es un invierno - constituye para mí un misterio. Pero que existe es innegable, como lo demuestran varias biografías de Malevich, Rodchenko o la Stepanova, la versión inglesa de "The Whisperers" -conjunto de testimonios del estalinismo recogidos también por Orlando Figes - junto a la novela "Una aldea" - desoladora - de Ivan Bunin que yacen alrededor de la chimenea, por fin encendida.
En algún lugar aguarda también el "Contra toda esperanza", el centón de Nadiezdha Mandelstam. Pero una obra en la que desde la primera página se nombra un escenario desolado y gris, cargado de silencios y de ausencias, y sobre el que - como indica el título - no hay ningún lugar para la esperanza bien merece ser leído en días en los que surja el sol en algún momento. Con lo que no la retomaremos hasta el próximo mes de abril. Por lo menos.
Los hielos de antaño ya no existen. En cambio, no se sabe por qué, sí existe la "cara oscura del Siglo de las Luces" - como la definiera en un excelente y breve ensayo Guillermo Carnero hace ya bastantes años. Quizá por ello resulte tan fascinante la biografía que Iain McCalman ha escrito sobre "Cagliostro. El último alquimista" y que encuentro, ya descatalogada, en una oscura librería del centro de Madrid donde todavía se tropiezan algunas cosas raras. O también la excelente edición de Siruela de "El velo de Isis", el clásico de Jurgis Baltrusaitis, que saldan a unos cuantos euros en un cercano establecimiento de lance, cuya ubicación no voy a desvelar, desde luego.
De toda la erudita obra de Baltrusaitis, y su excelente edición de Siruela, recordar por ejemplo la reproducción de los monumentales decorados que Friedrich Schinkel realizara a principios del XIX para la "Flauta mágica", la clásica ópera de Mozart que recogía la figura del Conte Cagliostro en Sarastro, sumo sacerdote de Isis y Osiris - y barítono, a lo que parece. O, en la biografía del alquimista, unas reproducciones de las excelentes acuarelas de tema masón e iniciático que pintara Philippe de Loutherbourg, el pintor de origen alsaciano y académico en Londres, a finales del XVIII.
Independientemente de la figura de Cagliostro, el aventurero que sedujo a la mitad de las cortes europeas, y de sus peripecias como profeta, alquimista y Gran Copto, existe en la biografía del personaje - y en la numerosa bibliografía que la acompaña - una descripción de los palacios y los obispados, y los salones provinciales y las conjuras de los iluminados que se enfrenta, abiertamente, a la definición tradicional del Siglo de las Luces. Y nos introduce en pleno ambiente de la "teoría de la conspiración" - cuyas consecuencias fatales para el siglo XX había de recoger por ejemplo Danilo Kis
en su impagable "La enciclopedia de los muertos". Ésta sí, lectura apropiada para la borrasca que se aproxima.
Con lo que llegaríamos a la descripción de los enigmáticos decorados egipcios y de los jeroglíficos que en las Memorias de un médico de Dumas padre se realizaba de la mansión del Conte en la rue Saint Claude de París - novela interminable en varios volúmenes que desde Castilla al parecer sólo se puede consultar, y fragmentariamente, en las citas sobre ella que aparecen en otras obras. O que aparece en otro memorial, donde se nos habla de que la mansión de Cagliostro en París - donación del cardenal de Rohan, como se sabe - "Ostentaba un pórtico de altos muros, dos patios empedrados y sombreados por árboles de gran copa y una gran escalinata pétrea que daba acceso a tres plantas de espaciosas habitaciones".
Y que, en el salón donde el Gran Copto celebraba sus sesiones: "(...) había un ibis negro embalsamado, con sus esbeltos zancos; un caimán disecado que, con las fauces abiertas, daba mansas vueltas por el techo; y toda una serie de extraños jeroglíficos que cubrían los muros".
Geografías precisas, arquitecturas cortesanas de un universo, el del Antiguo Régimen al que jacobinos y montañeses, girondinos y sans-culottes iban a abolir, definitivamente.
Contra la precisión - o evocándola quizá en un mapa de otro orden - el "Atlas de las islas remotas" de Judith Schalansky. La topografía precisa, la magia del mapa de cincuenta islas en las que la autora no ha estado "y a las que nunca iré". Algo en la composición de la cartografía, algo en la descripción de su remota ubicación sugiere, por contra, una larga noche de verano. Y la noción de un sopor antiguo, un mar cálido, ciertamente distante de estos días en Castilla.
Todos los caminos, incluidos los hiperbóreos, conducían a París, al parecer. Para consolarnos nos pasamos la tarde, refugiados del cierzo, escuchando las siete versiones distintas que aparecen de la grabación del Strawberry fields forever de Lennon, desde la más sencilla a la definitiva, todas excelentes. El bosque que aparece al fondo de la grabación tiene un vago aire al castillo de Balmoral. No es Versalles, ciertamente.