Hay un tren que no se detiene. Un rumor creciente advierte de su llegada sobre la dormida estación. Aturde un instante su paso. Después, retorna el silencio, el hastío en los soportales, en los cerrados almacenes, sobre los azulejos que decoran los muros del andén y dibujan una mitología portuguesa: Batalha, la Torre de Belem, Aljubarrota, el puerto de Goa...
A dónde van los trenes, pregunta alguien desde el sombreado andén.
En Vilar Formoso, ya, a pocos lugares. Todo en el pueblo, en los edificios de la estación, nombra la decadencia, el final de una época en donde el ferrocarril era el medio de comunicación con el otro lado - la frontera española primero; Europa a lo lejos - y cuyo momento ha pasado.
Por la frontera apenas cruzan trenes, sólo alguno de mercancías de vez en cuando. Son filas de vagones ciegos, metálicos, sin nadie dentro. En verano circula algún raro convoy de pasajeros, algunos días señalados - a últimos de julio, el día de la Virgen en agosto...- como una rémora, un efímero recuerdo del intenso tráfico - de emigrantes sobre todo - de otros días.
Detrás de la estación, de su reproducida fachada de azulejos portugueses, se encuentran unas inmensas naves de piedra, cerradas. En la portada aún se exhibe el rótulo en grandes letras: "ALFANDEGA". Eran los edificios de la aduana, los almacenes de las mismas, las oficinas, un amplio pórtico bajo los tilos. Están cerrados desde Dios sabe cuándo. En los patios, hierbas secas. Un musgo ocre cubre las ventanas y trepa por el antiguo anuncio.
En la estación tampoco hay nadie. La vasta sala de espera - adornada, inmaculada como el resto de los pasillos - está vacía. Adónde irá un tren que luego pasa, oscuro, y no se detiene tampoco.
Nostalgia del viaje, de un lugar que desconocemos.
La cantina es luminosa, y acogedora. Una amplia chimenea de cerámica la preside: dentro, tres o cuatro veladores con manteles, una barra con excelentes vinos del Douro. En el mostrador, quesos de la sierra de Estrela. Fuera, unas mesas de madera sobre la extensa plaza, el paseo de tilos, un quiosco antiguo, los edificios sellados de la Alfandega, una pastelería de donde surge una aroma intemporal.
Suena música de fado - "Maria do Ceo" me aclara el dueño. En la terraza la cerveza, Sagres, es muy buena. La mañana se extiende, solemne, y ningún viaje nos va a llevar a ninguna parte, nada interrumpirá el día interminable.
La camarera, morena y sonriente, nos trae más cervezas, sube la música para que el fado - que nombra también un momento anterior - se escuche en la terraza.
Decidimos quedarnos a vivir allí, para siempre.
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