sábado, 19 de julio de 2014

La ciudad al fondo


Hace unos años Jaime y el pintor Luis Claramunt habían establecido una curiosa apuesta. El segundo le había propuesto a éste mostrarle lugares de Madrid - o sea, bares, garitos y timbas - de los que afirmaba el primero no había oído nunca hablar. Jaime que presume de conocer toda la ciudad, la visible y la invisible, había aceptado, asegurando a Luis que era imposible que existiera una tercera urbe, aún más escondida y remota, detrás de aquellas dos primeras que él poseía.

Una mañana le había bastado, me contó Jaime después, para aceptar su derrota. Luis, dueño de un itinerario cotidiano y constante, le había llevado en primer lugar a un piso bajo de la calle Jardines, que  supuso era un prostíbulo, y resultó ser una suerte de barra insólita donde se reunían antiguos legionarios, adormilados por la bebida y la decadencia del Tercio, y una especie de madame que había conocido tiempos mejores. Después le llevó a unos billares privados, al fondo de un patio de la Plaza del Carmen; luego a un club de antiguos boxeadores y suboficiales coloniales en un piso destartalado de la calle Mayor - que, para nuestra sorpresa descubrimos luego, habían frecuentado en otro momento los galeristas Chiqui e Ita Buades, y su compadre Quico Rivas - ; más tarde a un comedor de picadores y banderilleros en un alto de la calle de la Victoria. El lugar del café habitual de Luis estaba en el pasaje comercial de la calle del Carmen, entre tiendas de sellos y gestorías cerradas... A media mañana Jaime había reconocido su derrota y ambos se fueron a la calle Echegaray, a consumar la apuesta.

Existía, sorda, una tercera ciudad, aún más remota que aquella ancestral que todavía recordaba Jaime. Luis, en su estética de pintor ambulante, e hijo pródigo de la burguesía catalana, se había empeñado años ha - desde su primera residencia en el Barrio Chino de Barcelona - en el atesoramiento y erudición de lo más sórdido, lo más invisible de las calles. Y demostrado que existía - si bien sólo para su mirada flamenca e iniciática - aún otra ciudad, más escondida y secreta que todos los bares y templos del mundo visible y del otro. (Jaime, con el tiempo, elaboró otra teoría, destinada en el fondo a paliar su evidente derrota: esos lugares, esos personajes sólo existían cuando los visitaba el pintor catalán. Después desaparecían).

La ciudad secreta... Una noche, alternando en Viña P , el colmado taurino de la Plaza de Santa Ana, Luis nos la había descrito, con la parsimonia de quien sabe de qué habla... Le acompañaba Marta, que
siempre rondaba las galerías de arte y a los artistas - y de la que nunca supe a qué se dedicaba - y Paloma, la excelente pintora italiana, con quien en otro tiempo habíamos compartido fiestas y terrazas por las plazas de Roma. Con auditorio femenino Luis se superaba y aquella noche estuvo particularmente inspirado.

La ciudad guardaba, nos contó, tras su anodina apariencia, un mundo perplejo y remoto que el pintor conocía... Nos habló de garitos y timbas y locales de baile clandestinos, y sótanos donde aún se escuchaba el flamenco desgarrado de las madrugadas. De pensiones en la calle Caballero de Gracia y lupanares en galerías comerciales. De cafés secretos en las joyerías de la calle Montera y de colmados en los descampados de Puerta de Toledo. Había que saber ver, pensé. Había que saber escuchar. Y me puso los dientes largos, especialmente, cuando más tarde, y en un tabanco de la calle Arlabán, se puso a contarnos de fiestas flamencas en El Puerto y en La Isla, de las juergas en ventas apartadas de Chiclana y Conil, en las que se reunían el Camarón o Tomatito, o la Negra y el Agujetas, o Riqueni o el Torta, y cerraban el local y la fiesta luego se prolongaba durante varios días, y apenas había extraños ni payos en ellas - excepto Luis, que era de una raza diferente.

Yo había viajado con cierta frecuencia al Puerto, a Vejer, a Chipiona... Pero nunca había tenido la oportunidad de estar en una juerga legendaria de aquellas que él contaba, que sólo conocía por los libros y los relatos de quienes, medio susurrando, te hablaban de una noche interminable en la que habían escuchado al Agujetas por soleá, y a Fernando Terremoto por seguiriya, y al de la Paula a palo seco, y te lo decían luego de pasada, como sin darle importancia al hecho.

Tras las ventas y los bares de carretera, anodinos, se extendía un mundo otro, según describía Luis. Pero había que cruzar al otro lado para encontrarlos. Más tarde, siguió hablándonos de la ciudad y sus mapas secretos y pensé en el otro lado del espejo - oscuro, como de nigromantes - cuya transparencia ocultaba, banal, la certidumbre de los que algún día lo habían cruzado. Y habían vuelto para contarlo: apenas, con desgana.


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