jueves, 8 de febrero de 2018

La biblioteca de la fragata Erebus




          - De Cuaderno de Guarda, Antonio de Andrada.


"Fotografías antiguas de la casa de Guimaraes. Cartas de los abuelos, postales de La Habana, unos retratos de familia con los marcos dorados... Como un mensajero retardado nos rodeamos estos días de un paisaje al que accedimos sin darnos cuenta en la casa de los bisabuelos y ahora retorna en la forma de un correo tardío.

Es un paisaje del siglo XIX que por un raro azar, o quién sabe, regresa estos días.

La retórica y el adorno cubren todas estas cosas - como el delito moderno que en su día denunciara Adolf Loos, los demás luego. Todo está adornado en él. Si clasificamos fotografías de la familia, éstas siempre vienen con marcos ornados. En una de ellas, incluso, la tía Mafalda surge debajo de unas columnas doradas. En otra, la bisabuela Graça nos contempla severa y con un raro tocado dentro de un inmenso marco de ebanistería, salpicado con conchas de marfil. Un pariente lejano sobrevive bajo un frontón dórico, con unos oscuros triglifos en las esquinas.

Todos están vestidos para la fotografía. Las placas exhiben su nombre, su condición social.

Siempre ocurre así en las fotografías de la época. En una serie que recuerdo ahora, anónima, sobre antiguos pescadores en la isla de Madeira, los lugareños se retrataban con los mejores atavíos del oficio. En un libro de Laurent sobre las tierras de Castilla aparecen los cofrades de la ciudad de Segovia con las capas tradicionales de la corporación. Hay unos esquiladores con zahones de pastor. Un capitán de caballería con las botas de doma, los galones del Cuerpo. Un canónigo, hierático, se fotografía a la puerta de la catedral con sobrepelliz, capa magna, roquete...  En un repertorio sobre la carteé de visite en Francia e Inglaterra las familias acuden al estudio con las mejores ropas. Éstas se corresponden a su imagen social, la recuerdan, la proclaman.

Siempre miran a la cámara de frente. La fotografía exhibe, no vela.

Nos llegan ahora, también, ajuares bordados con las iniciales de su dueña, cubiertos con firma, una vajilla con el anagrama de la familia... Un vecino nos mostró otra tarde, orgulloso, unas sillas de montar antiguas de sus abuelos. Tenían todas, mohosas, comida la zalea, el hierro, la marca de su casa.

Cometen, todos los objetos, dos delitos. Uno es el del ornamento. Otro el del signo, la marca familiar y social. La vanguardia había prescrito también la anécdota, todo patetismo, la memoria. La característica de todas estas cosas que nos vuelven ahora desde el siglo anterior, es una suerte de continuo emblema, que hace alusión a su elaborada presentación. De un tiempo minucioso y aún retórico.



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En la descripción que leo estos días del desdichado naufragio de la travesía de sir John Franklin en busca del anhelado Paso del Noroeste, los narradores cuentan de los numerosos errores que se hubieron de cometer en tan aciaga expedición.

Entre ellos, y no es el menor, figura el que, en lugar de los imprescindibles víveres o medicinas, se hubiera embarcado una cantidad desorbitada de vajillas, mantelerías y juegos de té que, añade el narrador, "resultaron completamente innecesarios".

La narración abunda en detalles. Resumida, la minuciosa investigación posterior cuenta cómo en el invierno de 1845 la expedición de Franklin quedó atrapada por los hielos en el Estrecho Victoria, cerca de la isla del rey Guillermo. Había zarpado el año anterior del puerto de Greenhite en Inglaterra en busca del anhelado Paso del Noroeste, que nunca encontrarían. " La última vez que fue vista la expedición fue a principios de agosto de 1845, cuando el capitán Dannet del ballenero Prince of Wales encontró al Erebus y al Terror en la bahía de Baffin. Los barcos de Franklin estaban allí a la espera de condiciones meteorológicas favorables para entrar en el Estrecho de Lancaster" .

Entre los preparativos de la expedición, se nos dice, figuraba una copiosa biblioteca con ediciones particularmente elegidas. "Cada barco llevaba una biblioteca con más de 1000 volúmenes", cuenta la crónica de los preparativos en Inglaterra. Además de las incontables vajillas, cuberterías y juegos de té, absolutamente innecesarias al decir de las mismas fuentes.

Tras la desaparición de los barcos se emprendieron más tarde varias expediciones en su búsqueda, difíciles e infructuosas, como es sabido. En las notas de una de aquéllas, se advertía que en un bote abandonado en el extremo de la isla del rey Guillermo, "se encontraron botas, pañuelos de seda, jabón perfumado, esponjas, zapatillas, peines y muchos libros, entre ellos una copia de El vicario de Wakefield". Ninguno de los tripulantes de la desdichada travesía  fue hallado con vida.

Fascinación de la retórica y el rito. Cuando lo advierto pienso en la fascinación de una expedición en pleno siglo XIX que aún encuentra necesario, además de establecer de una vez por todas la existencia del mítico Paso del Norte - existencia que, de pasada, no contribuyó a revelar - aquello que encuentra imprescindible para la vida humana. Esto es, la cubertería, las cucharillas de plata, los manteles, las iniciales en las vajillas y en los juegos de té. La retórica de la vida, en suma, en un siglo que todavía no había aprendido a despreciarla.

A despecho del narrador, seguimos pensando que, en efecto, las vajillas eran imprescindibles. La muerte de todos los tripulantes no refuta su necesidad ".


                 - De Antonio de Andrada    Cuaderno de Guarda   eds. Portalegre, 2005.






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