En un artículo reciente que hojeo sobre la obra del poeta León Felipe alguien advierte que las primeras nociones sobre el mismo, en los años tardíos de la posguerra, aparecen en un número que – como casi siempre – le dedica la revista Ínsula. Más tarde encuentro otra referencia a la misma revista cuando buscaba unas páginas de Carmen Martín Gaite sobre el novelista Ignacio Aldecoa.
Entonces recuerdo que la revista, completa, reposa en alguno de los armarios de la biblioteca, y que podré consultarla cuando regrese a la ciudad. Es una de las colecciones encuadernadas de las que no nos desprendimos cuando se vendió parte de la biblioteca familiar. Luego, cuando ésta se reordenó, pasó a ocupar alguno de los cajones de la misma, junto a diccionarios etimológicos varios, tratados de geografía del siglo XIX, ediciones de la BAC y libros de historia medieval del Consejo Superior – y manuales enciclopédicos en francés, como el del anarquista Eliseo Reclús, que nos gustaba hojear y que nunca he podido entender por completo.
La sensación que acompaña al recuerdo de Ínsula y su cuidada conservación es la noción de un tiempo lento en el que su erudita publicación era leída en ese momento aparte de la lectura. Y de las noches sin ruido en que alguien se encerraba en la biblioteca y allí proseguía una tarea absorta: sin espectadores, sin espectáculo posible, enfrascado en la hora y los artículos imposibles.
También me sugiere después un tiempo de posguerra, y los metódicos estudiosos, a los que, no sé por qué, les rodea siempre un olor a casa de comidas con sopa de verduras y pensiones en el centro. Y humo de estufas en las calles, y frío en los salones con cortinas ajadas. Y las tabernas precarias de la calle Atocha, en donde mi padre nos contó había vivido un invierno preparando unas oposiciones interminables en los años inmediatos al final de la guerra. (Alguien, en otro lugar, había hablado de Madrid en esos años como "un escenario de restaurantes baratos de menú a cinco duros y mesas de hule"). Las tabernas tienen todas la barra de cinc y un trasiego continuo de vasos bajo el grifo. En algunos bares aparece un futbolín anejo al olor a comida.
"En algunos bares se había instalado el futbolín. Había uno, que frecuentábamos mucho, Casa Pepe, en Conde de Xiquena, donde hoy está Gades; su especialidad era la gallina en pepitoria", recordaba en sus memorias de aquellos años Carmen Martín Gaite.
Juan Benet entre otros, había definido la sensación predominante de aquellos días como la del frío.
Su descripción de la academia de un preclaro matemático cercana al convento de los Jerónimos era ejemplar:
"Un frío con caracteres propios, distinto a cualquier otro, era el de la casa de Gallego Díaz, donde con tres compañeros más yo recibía una clase de matemáticas de cinco a seis de la tarde. La habitación donde dábamos clase - era la habitación más caótica que yo he pisado - tenía un gran ventanal, con persiana de guillotina, a la esquina del Botánico. El cristal estaba roto desde que en guerra una bomba de aviación había caído en el Botánico y la persiana, mancornada y bloqueada hasta media altura, dejaba entrar tal frío que durante cinco o seis meses dábamos la clase con abrigo, bufanda y guantes de lana que permitían tomar apuntes cuando la mano no quedaba aterida".
Y en los relatos de la época éste, el frío, se cuela en efecto entre las aulas sombrías donde los estudiantes asisten a clase de archivística en una sala sobre unas escaleras sin ascensor y con un gato en el rellano. O en los hostales de la calle Zorrilla, en donde siempre huele a acelgas y a la oscura mezcla de guiso con cebollas. O en las tabernas con mostrador de cinc, en donde el autor de Volverás a Región habla de un antiguo catedrático represaliado que nunca se quitaba los mitones al entrar y nunca salía al parecer de ellas.
En algún lugar de sus memorias José Caballero Bonald hablaba de este frío de la guerra y los años posteriores en su rincón del sur:
"Fue cuando la desnutrición fomentó las epidemias de tifus, de tuberculosis, de pelagra, y se oía decir que todos acabaríamos siendo víctimas de alguna incurable enfermedad. Pero, que yo recuerde, ni en el colegio ni en casa ocurrió nada de eso y la cuota del contagio se redujo a la triste marca de los piojos y los sabañones".
Releo al cabo del tiempo unas notas sobre la vida literaria – y algo también de la otra – de José Luis Cano, el eterno director de la revista Ínsula. (Junto con Enrique Canito. "La revista de Cano y Canito" la llama alguien en otro lugar, un tanto socarrón). Más allá de lo que se describe sobre la literatura de la época – la posguerra aún, los ministros de la censura, las entrevistas con el director general de turno, el eterno juego del doble sentido – es a un Madrid de entonces al que me remito en la lectura del libro Cuadernos de Velintonia sobre Vicente Aleixandre, la casa del barrio del Metropolitano y sus amigos. Para llegar al chalet hay que cruzar todavía por algún descampado. Aún persisten los restos del ruinoso frente de la Ciudad Universitaria.
Es una ciudad que he encontrado en tantos otros lugares. En el Madrid hacia 1950 de Juan Benet por ejemplo. Pero también en las conversaciones con Josefina Aldecoa en el chalet del barrio del Viso; en los parajes de la novela de Martín Santos Tiempo de silencio; otros de Juan García Hortelano; en los relatos del propio Ignacio Aldecoa. O en los retazos de la conversación con mi padre, cuando éste se animaba a contar una narración de la época nada edificante con los restos de la tertulia, sus compañeros fósiles del Cuerpo de Archivos y Bibliotecas, en la cafetería de un Hotel Suecia inmediato al Círculo de Bellas Artes que aún conservaba algo de la sombra alcohólica y dicharachera de Carlos Barral y sus secuaces, antes de que cerrara definitivamente.
No sé por qué este Madrid remite siempre a unas calles, ahora nada animadas, en la trasera del Congreso de los Diputados. En ellas – vacías hoy, con los restos de algún local de entonces – se hallaban, según repetían todos, los restaurantes Heidelberg y Gambrinus, de un alemán que había venido a parar allí tras la derrota de los suyos, y donde culminan tantas tardes. (En Gambrinus tiene lugar durante un tiempo todos los sábados una tertulia vespertina, a la que asisten entre otros Alfonso Sastre y Eva Forest). De aquél entonces la taberna de Manolo aún persiste, frente al Teatro de la Zarzuela. Edelweiss, también, el otro restaurante alemán de cuando la diáspora germana. En una inencontrable casa de citas de doña Luisa – que aparece repetidamente en la novela de Luis Martín Santos – entre la calle de Barquillo y Hortaleza finaliza otras veces el periplo alcohólico y algo angustioso de sus protagonistas.
Carlos Barral, que ya viajaba a Madrid desde su Barcelona como el anunciado editor de la generación, comentaba de sus viajes a la capital:
"Las reuniones de agua tónica y café solo, mudaron desde la incorporación de García Hortelano, que atrajo también a la corte de poetas líricos, en alcohólicas y desfondadas. En realidad los escritores realistas de Madrid ya existían como grupo. En el restaurante Gambrinus, Alfonso Sastre reunía a numerosos catecúmenos de su teorías sobre el neo-naturalismo (…) Y a las de un café llamado algo así como Fuentsila, acudían el grueso de los novelistas, al señuelo sobre todo, de la gente del cine. Después del café Fuentsila fue el sótano de la cafetería Pelayo, en el que yo estuve alguna vez". (El escritor José Esteban había nombrado asimismo este café Pelayo, inmediato al Retiro, como centro de reunión del grupo más afín al partido Comunista: "Allí nos reuníamos con Domingo y Federico Sánchez, Gabriel Celaya y su mujer Amparito, Armando López Salinas, Jesús López pacheco y Alfonso Sastre").
Después de la guerra había terminado la época de las grandes tertulias literarias - y de las otras - y los grandes cafés del Madrid de la Dictadura y la República habían cerrado en su mayoría. Pervive la tertulia de José María de Cossío y Antonio Díaz Cañabate en el café Kurtz o el Lyon, entre otros. La llamada "tertulia antifranquista" del café Lisboa de la Puerta del Sol - donde se reúnen Antonio Buero Vallejo, García Pavón, Eduardo Zúñiga, Emilio Alarcos... La también llamada "tertulia de los narradores" del Lyon, frente al edificio de Correos (Allí aparecen Antonio Rodríguez Moñino, Gaya Nuño, Alfonso Sastre, Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa...). La tertulia de la galería Juana Mordó "donde ya acudían personas más jóvenes, poetas como Panero, José María Valverde, Luis Rosales y algún otro"... Eran en palabras de Caballero Bonald "el último coletazo de la bohemia, o, al menos, de ciertos potenciales escritores y genios desconocidos que pululaban por el café Gijón o el Comercial y, sobre todo, por el café Varela, situado al final de la calle Preciados".
En unas páginas del año 42 del antaño notable Rafael Cansinos Assens, que había reunido en torno a su figura vanguardista y talmúdica una cohorte de literatos en el café Colonial primero, en el Universal después, en sus memorias de posguerra ya sólo aparece una triste reunión sabatina de actores y estraperlistas varios en el modesto "Gato Negro" de la calle del Príncipe. Que cierra al poco.
"Olvídese el lector de las tertulias de La novela de un literato del primer tercio del siglo XX, porque todo aquel mundo está aquí olvidado. Estas son tertulias de hombres y mujeres oscuros (...) Todo es muy gris", nos advierte una introducción a sus diarios de la posguerra.
Pero incluso el propio café Gijón, a despecho de su fama, aparecía teñido con esa marca del "después" que había sucedido a la guerra.
"No obstante la frecuentación de los jóvenes creadores, el café de Gijón era como un vestigio. Estaba caduco. Pedía renovación", recuerda el Miguel Pérez Ferrero de las Tertulias literarias su primera llegada al café. Para añadir: "Los divanes se desvencijaban el pelouche se hallaba rajado (…) Escasos eran, por el momento, los clientes que lo frecuentaban".
Lejos del centro los jóvenes escritores frecuentan en ocasiones un escenario suburbial, cuyos lugares carece de nombre propio muchas veces. Son las tabernas de la calle Bravo Murillo; del Olivar de Chamartín; más lejos, las de las calles del barrio de Tetuán, - donde las gallinejas continúan siendo la tapa habitual- un hotel remoto del barrio de La Ventilla... Cercano al barrio de la Concepción se encuentra un escenario de gitanos y mercheros del que Alfonso Sastre, comentarán sus críticos, recogerá la jerga para incluirla en sus dramas broncos y oscuros. Era el llamado "Cerro de San Pascual".
"Por detrás del reciente barrio de la Concepción, estaba el cerro de San Pascual, donde años más tarde Alfonso Sastre, que frecuentó mucho a finales de los cincuenta a aquella gente marginal que lindaba con su casa, situó La taberna fantástica", comentaba en algún lugar de sus memorias la escritora Carmen Martín Gaite. Para añadir, después, una descripción de aquellos paisajes de las afueras:
"Posteriormente este barrio se uniría con Canillejas, siempre a través de la tierra de nadie de los desmontes".
Pero incluso el propio café Gijón, a despecho de su fama, aparecía teñido con esa marca del "después" que había sucedido a la guerra.
"No obstante la frecuentación de los jóvenes creadores, el café de Gijón era como un vestigio. Estaba caduco. Pedía renovación", recuerda el Miguel Pérez Ferrero de las Tertulias literarias su primera llegada al café. Para añadir: "Los divanes se desvencijaban el pelouche se hallaba rajado (…) Escasos eran, por el momento, los clientes que lo frecuentaban".
Lejos del centro los jóvenes escritores frecuentan en ocasiones un escenario suburbial, cuyos lugares carece de nombre propio muchas veces. Son las tabernas de la calle Bravo Murillo; del Olivar de Chamartín; más lejos, las de las calles del barrio de Tetuán, - donde las gallinejas continúan siendo la tapa habitual- un hotel remoto del barrio de La Ventilla... Cercano al barrio de la Concepción se encuentra un escenario de gitanos y mercheros del que Alfonso Sastre, comentarán sus críticos, recogerá la jerga para incluirla en sus dramas broncos y oscuros. Era el llamado "Cerro de San Pascual".
"Por detrás del reciente barrio de la Concepción, estaba el cerro de San Pascual, donde años más tarde Alfonso Sastre, que frecuentó mucho a finales de los cincuenta a aquella gente marginal que lindaba con su casa, situó La taberna fantástica", comentaba en algún lugar de sus memorias la escritora Carmen Martín Gaite. Para añadir, después, una descripción de aquellos paisajes de las afueras:
"Posteriormente este barrio se uniría con Canillejas, siempre a través de la tierra de nadie de los desmontes".
Más allá incluso, en alguno de los hoteles de los alrededores, de las ventas en torno a la carretera de Barcelona, o en el camino de Somosierra, finalizan otras veces las veladas hasta el amanecer.
Luego, todo vuelve a girar en torno a los lugares del centro, al café Gijón más tarde.
"Estábamos en una taberna de la calle Augusto Figueroa tomando vinos con los amigos. Fue a la salida del café Gijón, donde acababan de presentarnos, Sastre, Quinto, Ferlosio; en aquel diván que hay a la derecha, al fondo, bajo aquel espejo que, creo, sigue en el mismo sitio" - relataba Josefina Aldecoa su primer encuentro con Ignacio. Otros -los garcilasistas de Juventud Creadora - se reunían en el cercano Café Comercial. En el inmediato Café Teide, en un semisótano del paseo de Recoletos, encontramos el último refugio del escritor César González Ruano. Junto a él aparecían otros inclasificables como Wenceslao Fernández Flórez, Manuel Alcántara o Rafael Santos Torroella...
Josefina nos había hablado en alguna ocasión – pero también lo hace Carlos Edmundo de Ory por ejemplo en sus algo tediosas memorias – de la sombría taberna del Pasaje de Válgame Dios, inmediata a la calle Augusto Figueroa. Estaba relativamente cercana al Café Gijón, epicentro de la cosmogonía de la época. Y al Comunista y a la Carmencita, las casas de comida barata y castiza en donde aún se reunían los postreros supervivientes del naufragio… Estas últimas las alcanzamos a conocer en nuestra época de estudiantes. Para acceder a la taberna, que apenas se distinguía desde la acera, había que bajar por unos angostos escalones desde la calle, a los que contemplaban con melancolía los escasos parroquianos de la barra, pensando quizá que tendrían que subir de nuevo por ellos en algún momento.
En una rara mención autobiográfica, Ignacio Aldecoa la cita en uno de sus relatos breves:
"El estudiante señor Aldecoa degustaba diferentes calidades de vinos en la bodega de la calle de Válgame Dios. Entre vaso y vaso discurría con sus amigos por los ásperos, inmisericordes caminos de las deudas".
Josefina Aldecoa la nombra también:
"Y cuando vivía en el pasaje de la Alhambra, antes de casarnos, las universidades se extendían por esa zona (…) Por entonces, frecuentábamos Casa Pedro-Vinos de Méntrida, en la calle Infantas. Y una taberna en la calle de Válgame Dios y el Bar del Circo, justo al lado del antiguo circo donde Ignacio solía escribir por la mañana. O las tabernas de los artistas circenses. Allí estaban los vinos de Valdepeñas …".
Nada hacía pensar que aquel sótano oscuro, con estantes de conservas y comestibles al fondo y el infumable vino a granel de entonces, fuera un lugar de reunión de los escritores de la generación de los 50 más tarde. Pero era el paisaje de una época. En otra parte se habían abierto las nuevas cafeterías de nombre americano en la ciudad de la posguerra: California, Dólar, Nebraska, Manila... Éstas nunca aparecen sin embargo en las memorias de la generación. Por el contrario, cercano a la taberna aneja a la plaza de Chueca y al arcaico Pasaje de la Alhambra se extendía el escenario menestral de un movimiento - el postismo - entre vanguardista y deudor de un malditismo del siglo XIX que describe su mentor, el abstruso Carlos Edmundo de Ory:
"Allí, en el estudio de Chicharro (pasaje de la Alhambra, 11) y en mi cuarto de la vecina pensión, donde mantenía junta privada con el pintor; allí la imprenta y redacción de nuestras revistas - Postismo y La Cerbatana - (Barbieri, 10) y, en fin, la sede del movimiento en el Café de Castilla, hoy también extinto, de la calle de las Infantas".
"Por el otro extremo [del Pasaje de la Alhambra] nos abríamos hacia Colmenares, Barbieri y Libertad. Por todos estos aledaños de San Marcos se extendían nuestros dominios, conocidos familiarmente por La Kasbah", recordaba Carmen Martín Gaite. Del poeta Claudio Rodríguez, venido de su Zamora provinciana, se nos dice que: "Rodríguez frecuenta los mercados, las tabernas del viejo Madrid donde se reúnen timbaleros, areneros, monosabios, matarifes, entre el humo de los puros y el olor a sudor y a pescado frito". Con Rafael Sánchez Ferlosio, llegado de su Italia natal, nos cuenta de nuevo Josefina Aldecoa:
"En tranvía y a pie, hacíamos excursiones los amigos a los cercanos campos secos y tristes de la venta de Buenamente, al lado del Manzanares, Boadilla del Monte, riberas del Jarama. En los chiringuitos tomábamos el vino frío y barato de la posguerra".
En algún lugar del relato Young Sánchez sobre un modesto boxeador del barrio de Tetuán, Ignacio Aldecoa alude también a las reuniones en torno a la taberna La Venencia - cita que se repite en la película de 1964 de Mario Camus sobre la novela. Lejos de cualquier aura literario o pugilístico, la taberna era entonces - según comentó años más tarde el crítico aragonés Bentura Remacha en sus recuerdos de la época - un local oscuro y un tanto ajado, de la no menos oscura calle del Lobo aneja a la Plaza de Santa Ana. Pero allí se reunía también el escritor Aldecoa con sus locuaces camaradas Alfonso Sastre, José María de Quinto, Carmen Martín Gaite o Jesús Fernández Santos, entre otros, en sus interminables periplos urbanos. O con el tiempo los hermanos Bienvenida y sus conmilitones los Dominguín, cuando salían de su feudo en la inmediata Cervecería Alemana.
Angostos, oscuros, los lugares de la época remiten siempre a olor a vino de Arganda, a charlas interminables y borracheras nocturnas y sosegadas; y poco dinero y mañanas inciertas… Hay una camioneta que recorre las calles de madrugada, riega la acera, despierta a los comercios. Estos, que aún tienen el portal de listones de madera y rótulos de color negro cerrados, contemplan a los que se recogen, la resaca triste de las primeras luces del día.
Han remodelado el Hotel Suecia, advierto otro día cuando cruzo por la calle de los Madrazo, detrás de Alcalá, una mañana. Había estado cerrado mucho tiempo. Desde la esquina todo semeja nuevo: un bar reluciente, una amplia cristalera, una barra luminosa… Fue, Carlos Barral lo relata en sus memorias, el lugar donde los prolijos escritores de los años 50 se reunían por las tardes, cada vez que él mismo, Juan Marsé, Claudio Rodríguez, Ángel González, alguno de los otros, accedían a la capital desde sus provincias respectivas. Rafael Sánchez Ferlosio, que no acudía nunca, relataba la llegada del editor Carlos Barral al hotel:
"Llega el editor catalán (…) llama displicentemente por teléfono desde un sillón de la suite del hotel Suecia. Inmediatamente suenan en cadena los teléfonos desde el viejo Madrid hasta Vallecas y corre como reguero de pólvora la noticia (…) "¿Qué vas a tomar?, pregunta el editor, impaciente, que se pasea con las manos cruzadas a la espalda. "Un café con leche, una cocacola, un café solo..." "Bueno, gin-tonic para todos".
Era un lugar de tertulias, se cuenta en algún otro artículo, la tranquila cafetería sobre la calle Marqués de Casa Riera, aneja al Círculo de Bellas Artes. Yo todavía alcancé a conocer alguna de ellas, la última creo, cuando acompañaba a mi padre a la reunión de antiguos bibliotecarios, que se encontraban allí tras haber abandonado el café Gijón por no sé qué desavenencias con los camareros.
Era ya una reunión de eruditos cascarrabias, que tomaban sólo café y algunas medicinas, y caminaban por entre las mesas renqueantes y con cierta torpeza. Pero no habían abandonado en ningún modo la acerada conversación. Ni el continuo recital de citas eruditas y maledicentes, sacras y profanas a partes iguales. Hipólito Escolar, que había sido director de la colección clásica de Gredos – y de la Biblioteca Nacional – intercalaba las referencias latinas o griegas con la descripción de un memorable viaje bibliotecario a la ciudad de Buenos Aires, donde terminaron las sesiones del congreso invitando al padre Blasco, jesuita y compañero de todos ellos, a los burdeles del barrio de la Recoleta. Mi padre reía. Él tenía una amplia colección de recuerdos de una ciudad sin historia en la posguerra como era Albacete y le gustaba relatar sucesos de la Mancha, esa región sin sucesos. (Antonio Martínez Sarrión en algún lugar había recogido también alguno de ellos). José Antonio Pérez Rioja, educado y minucioso y eterno director de la Biblioteca de Soria, guardaba una inagotable colección de recuerdos sorianos - que yo había leído por otra parte en las páginas costumbristas de Juan Antonio Gaya Nuño como El santero de San Saturio, cuando éste abandonaba su erudición de catedrático. El ameno Miguel Molina Campuzano atesoraba un sereno recuerdo de la campiña de Jerez. Que contrastaba con la barroca evocación de la Valencia de posguerra de su colega Pepe Ibáñez, de la alicantina ciudad de Sella sobre la bahía de Finestrat. Y su encendida defensa del lemosín como lengua origen del valenciano, que explicaba incluso a los camareros cuando estos se acercaban.
Cerraron el hotel hacía años. Pero la tertulia, recuerdo, había terminado algún tiempo antes, imposibilitados poco a poco sus amenos y eruditos actores, fallecidos la mayoría más tarde. En los años últimos del hotel se reunió en él otra especie de tertulia de jóvenes críticos y pintores, que portaban los atuendos de un Madrid que había olvidado la posguerra, frecuentaba el Rock Ola todas las noches y citaba con fruición los textos de Deleuze, Lyotard o el minucioso Derrida sin pestañear en ningún momento.
Frente al hotel se encuentra todavía la librería Dedalus. Tiene una portada oscura, apenas iluminada. La puerta está siempre cerrada. Asomándose a los cristales se descubre algún libro raro, inencontrable, alguna olvidada edición de los años 60 o 70. Un rótulo sobre la portada anuncia: “Humanidades. Hispanoamérica”.
Una mañana fría de invierno habíamos acudido a la librería. Otras veces lo hacemos, pero en la mayoría de las ocasiones ésta se encuentra cerrada. En el escaparate figuraban un raro Juan Larrea que no conocía, la primera edición de la "Lírica griega arcaica" de Juan Ferraté, el Cuaderno negro de Lawrence Durrell, el primerizo Fervor de Buenos Aires de Borges, entre otros.
Dentro en los altos, silenciosos estantes, las ediciones de Editorial Sudamericana, de la antigua Losada, de Grijalbo, de Seix Barral, descatalogadas…
Nombran, lo reconozco esa mañana, un paisaje de nuestro mundo adolescente tal como lo conocimos entonces.
Fue el paisaje de lecturas profusas de un lenguaje barroco e inacabable, desde la biblioteca a los libros que nos prestábamos en los bares. Designaban un escenario de quintas apartadas en la ciudad de Buenos Aires o a una oscura colonia - la Colonia Roma de Carlos Fuentes- en el Distrito Federal. Una capital de provincias, la Santa María del país de Onetti, o la decadencia de la burguesa y sórdida Lima de La ciudad y los perros. Un pueblo que el viento abate y se llama Comala. La barroca profusión de unas Antillas tórridas en la prosa de Alejo Carpentier… Pero también el viaje a París, tal como lo imaginamos entonces – y Julio Cortázar lo nombraba, nítido – y un universo hecho de conversaciones interminables, música de jazz y amores con la Maga. Todo ese mundo está aquí este día. Y persiste en el invierno, a despecho de la fría mañana. Y de las tabernas que, una a una, han ido desapareciendo del barrio.
Todo estaba cerca.
"Durante su estancia en Madrid a lo largo de seis o siete años, Luis Martín Santos residió en una pensión de la calle del Barquillo, nº 22, esquina a la calle Prim, un inmueble contiguo al teatro Infanta Isabel que, dedicado en aquellos años a las comedias de Adolfo Torrado, Leandro Navarro y, posteriormente, Alfonso Paso, no honramos nunca con nuestra presencia", contaba de nuevo el novelista Juan Benet la llegada del médico Martín Santos a la capital. Para describir en otro lugar, más tarde, la celebración de la salida del pintor Caneja de la cárcel: " Milicua montaba el homenaje en una de las seis tabernas donde se acostumbraba a cenar: Ciriaco, Alberto, Casa Labra...". Con el galerista Chiqui Abril, el escritor Laverón, el pintor Claramunt, algún otro, en la Casa de las Torrijas de la calle de La Paz, recordamos una tarde la sórdida taberna de Válgame Dios, un escenario oscuro que ellos han conocido todavía.