jueves, 18 de abril de 2024

Notas sobre la Ballena Blanca


 

La "Posada del Surtidor. Peter Coffin", adonde finalmente se encamina el narrador de Moby Dick - "Llamadme Samuel"- se encuentra en las afueras de la ciudad de New Bedford, cercana al muelle. Es una zona solitaria.

"Bloques de negrura, no casas, a un lado y a otro, aquí y allá una vela, como un cirio moviéndose en torno a una tumba. A esa hora de la noche, del último día de la semana, ese barrio de la ciudad estaba desierto". El mar, oscuro e invisible desde el portal, se adivina más allá de la sucia sala. Del puerto cercano han llegado los hombres que, ateridos por la ausencia de alguna estufa encendida, aguardan la cena. Al mar regresarán al cabo de unos días. Algunos embarcan en los muelles de New Bedford. Otros, esperan al transbordador que les llevará a la isla de Nantucket, el tradicional enclave ballenero.

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Nantucket es otro extremo del mundo. Nada crece en esta isla, cuyo nombre original, en alguna lengua nativa, es nantocke: la tierra del más allá. Oscuras premoniciones acechan la llegada de los viajeros a ella: unas sombras entre la niebla que se dirigen al Pequod, el barco del invisible capitán Ahab, y que no vuelven a ser vistas hasta muy tarde, ya en alta mar. Un orate, al que llaman el profeta Elías, cargado de confusas advertencias, les amonesta y les acompaña a la salida del malecón, hasta que de nuevo regresa a su lugar en los muelles. Una capilla sombría de camino a la isla: "Un centenar de rostros negros se volvieron desde sus filas y me miraron; más allá, un ángel de la Condenación negro daba golpes sobre un libro en un púlpito". En la Capilla de los Marineros el sermón, escuchado en silencio por los asistentes, habla únicamente sobre el destino de Jonás. Jonás, que trata de esquivar su suerte y es abandonado en el mar, y en el pecado. El atrio de la iglesia, ante el que Samuel se detiene largo rato, estaba adornado con las lápidas de antiguos marineros. Entre ellos los del perdido ballenero Globe.

"El ballenero Globe, a bordo del cual ocurrieron los horribles hechos que vamos a narrar, pertenecía a las islas de Nantucket" relataba una narración del trágico motín en 1828 - en la cual, se comenta, se inspiró en parte Herman Melville para su trabajosa novela. Otros hablan del naufragio de la Essex, hundida por una ballena frente a las costas de Chile, y cuya relación fue publicada muchos años después  por un oficial superviviente.

Nantucket, aislada frente al mar. El océano es lo abierto, intuimos. En él, lejos de todo refugio, tienen cumplimiento todas las advertencias, todos los augurios finalmente. Es el mal, advertimos en algún lugar de la novela.

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Un tiempo ya prolongado - que visto desde Europa era apenas una historia reciente, sin apenas tradición- había transcurrido ya en Norteamérica. Y que había creado ya una cierta mitología sobre los lugares que abarcaba. Era en muchos casos una mitología oral, una suerte de leyendas locales sobre sus ciudades, los lugareños, los puertos y las costas, que comienza a surgir en la literatura de finales de siglo - el llamado en alguna crítica "Renacimiento americano"- ; que Melville recoge en varios momentos de la narración, y de la que no teníamos noticia.

En la novela, la confusa noticia sobre los relatos de los balleneros y sus lugares: una larga descripción de los habitantes de los lagos del Norte- pescadores no menos feroces que los que surcan los Mares del Sur. La mitología de la isla de Nantucket; el exotismo de los muelles de New Bedford o de los puertos de la Costa Oeste. Los sombríos bosques de Nueva Inglaterra o, al otro extremo, la bahía de San Francisco y los pescadores que desde ella ascienden hasta el mar de Bering... Los balleneros en sus relatos citan lugares habituales como las Azores, las islas Shetland, la costa de Valparaíso o los caladeros del mar del Japón. Norteamérica está empezando a crear su propio pasado, comentan los críticos de la novela, una densidad propia que para los ojos del Viejo Mundo es aún inédita, nada se sabe de ella. (Y una sencilla descripción contemporánea a la primera edición comentaba que: "La obra es una novela de aventuras, fundada en varias leyendas salvajes de los caladeros de cachalotes del sur e ilustrada con la experiencia personal de dos años o más del autor como arponero").

De los diarios de los capitanes balleneros - de los "cuadernos de bitácora", tablas de pesca y declaraciones de retorno- había surgido un género de literatura marítima que sería bastante leída a partir de 1820. Esta literatura, además de la descripción de los largos viajes y las costumbres a bordo de los barcos, aportaba en numerosas ocasiones una serie de conocimientos geográficos que de otra manera no habrían sido recogidos. Una noticia recogida en el diario Nantucket Inquirier hablaba de la"rectificación de las posiciones geográficas o noticias sobre islas no marcadas en las cartas náuticas". Otro informe posterior de un oficial galés nombrará las "280 islas, arrecifes y rocas descubiertas por balleneros y no consignadas en las cartas náuticas inglesas".

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Tabernas oscuras, perdidas frente al océano. Sobre su breve refugio flota la oscuridad, afuera.

Cuando los arponeros en busca de un barco arriben a Nantucket buscarán a su vez el Hostal del Puchero al cual les ha encaminado el austero Peter Coffin. Está detrás de unos almacenes, les indican, pero en la penumbra de la tarde no pueden encontrarlo. Cuando surja tras una esquina, por fin, verán que está adornado con unos emblemas con su nombre:

"Dos enormes pucheros de madera pintados en negro y colgados de unos aros como orejas de burro se balanceaban de dos crucetas de un viejo mastelero de gavia, plantado frente una vieja puerta". Una sensación ominosa les acompaña hasta la entrada.

(Cómo no recordar un momento, evocada muchos años después, la remota taberna de las Azores que Antonio Tabucchi describe en su melancólica Dama de Puerto Pim. También el breve refugio frente a un mar que se extiende sin límites. También la isla perdida en medio de ninguna parte. Los viajeros, escribe, dejan cartas en la trastienda que a veces tardan varios años en ser recogidas. 

En otro lugar, en un torpe diccionario, se hablaba de los "Montes de fuego, viento y soledad, en palabras de uno de los primeros viajeros portugueses". La entrada "Azores" incluía también el epígrafe de: "Uno de los últimos lugares del mundo donde se ha practicado la caza de la ballena de forma artesanal"). Una relación del investigador Louis Lacroix sobre los últimos balleneros franceses habría indicado en su momento "los salones y cafés donde se reunían los capitanes balleneros en los puertos de Nantes y el Havre".


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Por los muelles de Nantucket circula una abigarrada multitud. Los balleneros portan oscuros tatuajes, se adornan con collares de hueso, frazadas de exóticas islas, intentan vender cabezas reducidas, o portan unos pendientes con plumas que permiten adivinar que han abandonado los bosques del interior para cazar en la isla. De Queequeg, el silencioso arponero encontrado en la posada de New Bedford, se nos dice que proviene de "Kokovoko, una isla muy lejana hacia el oeste y el sur". La isla, advierte Melville, no figura en ningún mapa. 

Otras figuras importantes en la novela serán Tashtego, el indígena americano - "un indio de pura raza de Gay Head, el promontorio más occidental de Martha´s Vineyard"; el africano Dagoo, de una costa sin nombre; el loco Pipp; los árabes fantasmales de la bodega... Y sobre todo, la enigmática figura de Fedallah, el hindú parsi, los adoradores del fuego -y del diablo según la tripulación- que será el guardián finalmente de todos los presagios, de todas las señales que pesan sobre la nave. Su figura misteriosa es también la dueña de una extraña adivinación. 

En el salvajismo de los llegados de otra parte, en su procedencia remota, se adivina de pronto una oscura sabiduría. De las marcas del arponero Queequeg, advierte Melville: "Estos tatuajes salvajes habían sido obra de un profeta vidente ya difunto de su isla, quien, mediante estas marcas jeroglíficas, había escrito en su cuerpo una teoría completa de los cielos y la tierra".

Todo en la novela apunta a la lectura de un texto otro: unas marcas, unos signos, una extraña sentencia. Que no siempre se aciertan a desvelar.

La ballena blanca es un presagio asimismo. Una sentencia, también.

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De todos los signos, no sabemos cuál habría sido el definitivo, el que nombraba el desenlace trágico de toda la historia posterior. Toda la narración estaba cargada de presagios - como si toda ella estuviera encaminada al cumplimiento de una sentencia que no alcanzamos a desentrañar muy bien. 

Habían aparecido, aún inadvertidos, en la sombría predicación de la iglesia de New Bedford. El predicador, advertía Melville, "versaba sobre la negrura de las tinieblas, y de las lágrimas, y de los gemidos y del rechinar de dientes allí". Camino del muelle, donde el loco Elías intenta hablarles del capitán Ahab, y rechazado, aquél concluirá: "En cualquier caso, está todo escrito y dispuesto ya".

Cerca ya del Mar del Japón - en un verano tranquilo y como ausente- el vigía que había advertido la presencia de la ballena Blanca, cae al mar al día siguiente. Todos los esfuerzos por rescatarlo serán inútiles.  

Pero sobre todo, señalada ya la presencia de la Ballena Blanca al final de la larga peregrinación, hablará una noche el misterioso parsi que permanece en guardia junto a Ahab sobre la cubierta de proa, mientras los demás duermen. Y que advertirá al capitán: "Dos coches fúnebres en el mar; el primero no construido por manos mortales, y la madera visible del segundo ha de proceder de América". Y antes de regresar a su taciturno silencio añadirá: "Sólo el cáñamo puede matarte".

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El polaco Joseph Conrad había hablado en algún lugar de su "El espejo del mar" del momento en que las naves perdían definitivamente la vista de la costa y ya sólo había mar a su alrededor, como el instante decisivo del viaje. Para Melville a su vez el Océano Pacífico, sin referencias, es el lugar de todas las ensoñaciones.

La dulzura, a veces. Del Pacífico afirma: "No se sabe cuál es es dulce misterio de este mar, cuyos movimientos suaves y solemnes parecen hablar de un alma oculta debajo; como esas legendarias oscilaciones del suelo efesio sobre el enterrado san Juan el Evangelista". Alejado de todas las mediaciones el océano es, en ocasiones, el lugar de todo el reposo, de un vasto silencio. Una calma teñida por una vaga neblina acompaña al Pequod en su descenso hacia el Ecuador.

Pero en este descenso el novelista habrá hablado también de "los despiadados vacíos y las inmensidades del universo". Una niebla pálida rodea en ocasiones al barco. En un conocido capítulo, Melville nombra la perfidia del color blanco. Citará al cruel oso blanco del norte; al malvado tiburón blanco de las aguas cálidas. Al albatros, - "ese fantasma blanco"- el ave agorera de los marineros atlánticos. A la perfidia que evoca el nombre del Mar Blanco. A la superstición generalizada sobre los nativos albinos; o al color del sudario. O, en una sorprendente descripción, a la ciudad costeña de Lima - en una relación que habría de repetir tiempo después en cierto modo Mario Vargas Llosa en sus novelas limeñas- siempre teñida de un velo blanco que impide toda claridad, todo consuelo.

"Pues Lima ha tomado el velo blanco; y en esa blancura de su dolor hay el mayor horror. Vieja como Pizarro, esa blancura mantiene sus ruinas nuevas para siempre".


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Bajo la dulzura del mar, en el relato de Melville, el océano es también el signo de una amenaza.

En algún lugar del Pacífico:"Mientras las tres lanchas yacían allí en ese mar suavemente ondulado, mirando hacia abajo, hacia su eterno mediodía azul; (...) ¡qué hombre de tierra adentro habría pensado que debajo de todo ese silencio y esa placidez, el sumo monstruo de los mares estaba retorciéndose y luchando en su agonía!". El Leviatán, que habitaba los mares, nos recordaba al comienzo de la novela, "era un pez monstruoso creado en el quinto día de la Creación".


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Si el mar es el lugar sin mediaciones, también es el lugar donde toda sentencia se cumple, finalmente. Esta, apuntaba alguna crítica de la novela, no es la historia de una redención. Sino de la permanente sospecha de un abismo, de una oscura señal, de un dragón marino en el fondo de los mares.

La redención no pertenece al tiempo de la historia. Ni al de los viajes a los mares al sur. Entre las innumerables citas con las que Melville había abierto su novela, recogía - al lado de noticias de prensa de la época, relatos de naufragios; del mito de la serpiente marina en una leyenda cananea, o la mitología de los sumerios- la referencia bíblica del Libro de Enoc en donde se afirmaba que:

"Y en ese día se separarán dos monstruos, una hembra llamada Leviatán, que morará en el abismo donde manan las aguas, y un macho llamado Behemot (...) en un desierto inmenso". También citaba al dragón marino del Apocalipsis, otra de las figuras que acompañan el cumplimiento del Juicio. (Y otra, descendiendo sobre “el cielo abierto", es el jinete que monta un caballo blanco, "cuyos ojos eran como llama de fuego").


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domingo, 7 de abril de 2024

Del Castillo de Praga



En un determinado momento, dentro de los cuadros, relieves y grabados que el Emperador Rodolfo II está acumulando en su renovado castillo de Praga, será la propia ciudad la que aparezca como objeto de las imágenes. Así en los dibujos del flamenco Roelant Savery, que había acudido a la corte bohemia desde Amsterdam, y en los que la imagen de la capital aparecía alrededor del río Moldava en un conjunto abigarrado, presidido por la inconfundible mole del castillo en lo alto. 

"En sus dibujos, aparte de algunas vistas típicas, recogió escenas de la vida diaria, varios lugares aislados de Praga, casas y sus patios, riveras y la gente común de la ciudad".  [ 1 ]

A Praga habría acudido también desde Nápoles el pintor flamenco Aegidius Sadeler. Durante su estancia en Italia sus grabados de Tivoli y los alrededores de Roma habían estado siempre acompañados de una referencia a las ruinas clásicas, a alguna escena mitológica, que situaba a estos en el melancólico escenario de una Antigüedad perdida. Junto con el también flamenco Pieter Stevens, el medallista Paulus van Vianen, el entallador Giovanni Castrucci, algún otro, los dibujos y grabados de la ciudad bohemia y la campiña en torno, suponían que después de la tradición alegórica del manierismo y la acostumbrada emblemática, que instalaba sus imágenes en el tiempo de los arquetipos y de la historia, la obra de estos paisajistas comienza a reproducir un tiempo presente, inmediato, lejos de la intención alegórica. Y que la nueva capital de los Habsburgo podía ser el objeto de la representación. 

Si anteriormente las escenas campesinas o urbanas figuraban siempre dentro de un escenario mitológico, ahora "En Praga, por primera vez, las casas de la ciudad y los arrabales aparecían en dibujos de Savery y Paulus van Vianen como componentes identificables de la ciudad".  [  2]  Unas escenas de la campiña bohemia, una conocida representación de una cascada en los Alpes orientales, en las que seguían el modelo que había inaugurado el paisajismo flamenco y poseían el mismo carácter: escenas de la vida diaria, del paisaje de los alrededores, inmediatas, ajenas por primera vez al tiempo ejemplar de la historia.




Al mismo tiempo que su figuración nueva hay una descripción literaria de la ciudad contemporánea, que está celebrando la monumentalidad que con el traslado de la capital desde Viena está surgiendo. El emperador Rodolfo II tras su educación española y la coronación real en Austria, había decidido asentar la corte en el castillo de Praga. Una celebración alegórica acompañaba en muchas ocasiones a estos traslados, señalando su significado ceremonial y simbólico.

"Para el carnaval de 1570, Maximiliano organizó una magnífica ceremonia en Praga en la que, aparte de la suntuosa decoración, había también un elefante vivo. (...) Una procesión de disfraces representaba los varios personajes de la mitología clásica y la historia. Perseo sujetaba a Pegaso con la cabeza de la Medusa y caballos vestidos como dragones dirigían una carroza soportando a Jason y Medea. La procesión también incluía un Teseo, un Argos y a las Furias a horcajadas sobre negros caballos". Unos magnos telones de fondo, se nos dice, habían sido diseñados por el milanés Arcimboldo. "Incluían ornamentaciones y artificios de fuego".

 Esta descripción de la capital bohemia celebraba al mismo tiempo el esplendor de una corte que, siempre con dificultades de dinero, no dudaba sin embargo en adquirir los objetos y las obras de arte más extravagantes de su entorno europeo. ("Amaba sólo lo que es extraordinario y milagroso. Lo que llegaba a su conocimiento, se obligaba a tenerlo", describía a su sobrino Rodolfo la Archiduquesa María de Styria en sus memorias). 



La descripción de la capital discurre entonces alrededor de los barrios que crecen alrededor de los meandros y los puentes del río Moldava. El emblema de la misma es el Castillo en Hradcany, sobre la colina. La catedral de san Vito, el convento de san Jorge, la torre Daliborka, la Hondonada de los Ciervos, la Ciudad Nueva, Mala Straná, donde los alemanes... Pero, al lado de la celebración de la nueva corte, los relatos sobre Praga nombran también la acumulación. Los tejados, comentan, se amontonan bajo el castillo; las casas bajas se agrupan unas encima de otras; unas calles tortuosas, callejones que en algún caso carecen de salida, los patios abigarrados... El renombrado barrio judío está formado por una amalgama de habitaciones precarias, insalubres, cuyos aleros se superponen sin ningún dibujo, aseguran. Inmediato a él se encuentra el Callejón de Oro. "La tradición reza que, en tiempos de Rodolfo II, los alquimistas vivían en las minúsculas casuchas de la callejuela de Oro, una liliputiana callecita onírica en la periferia del suntuoso Castillo". La sensación de lo enmarañado, de un orden innombrable en sus callejas y plazas, de una sucesión de objetos cuya utilidad desconocemos, estará presente a lo largo del tiempo en las representaciones que de la ciudad se escriban: en las descripciones literarias, en los numerosos relatos- que estarán siempre acompañados por una sombra, un matiz oscuro- cuyo escenario son los callejones húmedos, unas viviendas precarias, los tejados al fondo; en las tristes lápidas de piedra, amontonadas en el cementerio judío; en una buhardilla sin acceso abarrotada de trastos viejos, al fondo de la cual dormita un montón de barro... La ciudad, en los relatos, aparece siempre acompañada de un cierto matiz sombrío, el anuncio de un inmediato final. (En "Un alma gótica" de Jiri Karasek, citada en la Praga mágica del siciliano Ripellino, el protagonista al llegar a una sinagoga rememorará: "Aquel canto como un gemido sobre un pasado muerto y un pueblo en la inanición: los creyentes, con la cabeza gacha, gemían tenebrosamente por la destrucción de Jerusalén").

Dentro del tono elegíaco que, según Ripellino, acompaña a la literatura sobre la ciudad, el escritor italiano recordará también la reflexión que el novelista checo Jiri Fried había elaborado ante la visión de las lápidas en el gueto:

"¿Dónde está el matemático Josef Salomo Ben Elijahu Delmedigo de Candía? ¿Dónde los rabinos Zeeb Auerbach y David Oppenheim? ¿Dónde Rabi Jehuda Löw Ben Becalel? ¿Dónde su segunda esposa? ¿Y Hendel, la esposa del Hofjude Jakub Basevi de Treuenberk, en cuya tumba se decía que había sido inhumada una reina polaca?".   [ 3 ]  La ciudad se erigía de nuevo en sus recuerdos como una enumeración póstuma. (Pero, reiteraba el libro, esta entonación se prolonga a través del tiempo, e incluso en un momento tan tardío como a principios del siglo pasado: "Aludiendo a los últimos años del reinado de Francisco José, Werfel recuerda que la estación, la entonación política, la característica humana de esta época fueron invierno, hielo, crepúsculo y proximidad de la muerte"). 



Siglos más tarde, en su celebración no menos elegíaca "Toda la belleza del mundo", el poeta Jaroslav Seifert aún había de recordar una habitación en el Castillo, a la que se traslada antes de la Segunda Guerra Mundial, teñida con la misma sensación precaria:

"Vivíamos en el castillo de Praga (...)  entre la Torre Negra y la Callejuela Dorada. Vivíamos en una casita pequeña de un solo piso, paredaña con el palacio del burgrave (...) El edificio estaba detrás del pórtico y los empleados que que vivían en el territorio del castillo no estaban demasiado orgullosos de ello (...) Desde las ventanas veíamos la lúgubre Torre Negra, al pie de la cual había otra casita".   [ 4 ] 



Junto con la descripción habitual de la Callejuela de Oro, la sórdida calleja donde aseguran que viven los alquimistas, aquella última, la inquietante noticia de un cuarto sin acceso en la Sinagoga Vieja que aparece al final de las leyendas sobre el Golem, será de algún modo uno de los relatos más obsesivos de la ciudad. 

La noticia aparecía en alguna de las conclusiones de la leyenda, la de la torpe figura de barro a la que el rabino Loew, según una tradición de la Cabala, había animado. Sería una imagen emblemática de la ciudad antigua. En la versión de Isaac Bashevis Singer, el escritor polaco describe la buhardilla donde se ha formado al ser de barro: 

"!Qué extraño estaba el ático de la sinagoga a la débil luz de la linterna! En los rincones, enormes telarañas colgaban de las vigas. Por el suelo había tirados mantos de oración viejos y rasgados, cuernos de carnero resquebrajados, candelabros rotos, restos de candeleros, lámparas de Januká y páginas descoloridas de manuscritos copiados por escribas desconocidos u olvidados".  [ 5 ]

En una de las primeras versiones del relato se nos dice que el Golem fue devuelto al limo del río, de donde había surgido, cuando en un trágico sabbath el enorme muñeco se vuelve loco. En otra de las narraciones su figura inanimada se guarda en una escondida azotea, a la espera de su reanimación. (Un pretencioso rabino que intentó repetir la fórmula cabalística del sabio Loew, anota un narrador posterior, se apresuró a bajar despavorido las escaleras de la azotea, sin pronunciar palabra). Otra versión alude a un baúl sellado en un altillo polvoriento, que nadie abre. Otra leyenda, no menos inquietante, afirma que el autómata mudo reaparece sobre los tejados de Praga cada treinta y tres años, para ocultarse de nuevo a continuación. La ciudad, sus esquinas inaccesibles, los patios sin salida, las buhardillas sin acceso aparente, unas ventanas ciegas sobre el Callejón de Oro, se presta a esta mitología ominosa.


(Muchos años después, cuando el escritor Julio Cortázar viaje a Praga tras haber leído la novela de Meyrink, en una carta desde Viena rememorará aquel escenario:

"¿Leíste El Golem de Meyrink? Estaba todo: las callejas misteriosas, la atmósfera un poco, cómo decirlo, metafísica, angustiante, y al caer la noche, esos paseos por los barrios viejos donde te pierdes en vagos pasajes que desembocan en un grupo de casas al final del cual se abre un nuevo pasaje".

Juan Manuel Bonet, que recogía la cita en su El París de Cortázar, evocaba también el poema de Borges, "El Golem", que sin duda el argentino Cortázar había leído.

(...) Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio en permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,

la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio (...).



A la capital de los Habsburgo, repiten los relatos de la época imperial, acuden todo tipo de gentes atraídas por su leyenda enigmática - y por la tolerancia religiosa que, a despecho de la influencia de los jesuitas, aún persiste en la corte. Perseguidos alquimistas, astrólogos embaucadores, discípulos de Paracelso, lectores de la cábala, un sabio Tycho Brahe a quien su condición evangélica aconseja huir de Hamburgo ("la añeja tristeza de Tycho, este patriarca chagaliano que llega a Praga, cansado y enfermo, por invitación del emperador, (...) después de haber vagado a la deriva por Europa") [ 6 ] ; más tarde, en un verano posterior, tiene lugar el viaje del cabalista John Dee, que poseía un espejo mágico y noticias de los ángeles, y su infame discípulo Edward Kelley.

"En agosto de 1584, dos magos ingleses llegaron al Castillo: John Dee y Eduard Kelley. Procedían de Polonia. John Dee, que entendía el lenguaje de los pájaros y sabía hablar el idioma del primer hombre, Adán, se ganó el favor del hipocondríaco soberano, transmutando mercurio en oro y animando todo un teatrillo de espíritus en su cristal". 

 O también en otro momento aparece el farsante italiano Scotta "astrólogo y destilador, pero, sobre todo, pícaro y rufián". (Un recuento de su laboratorio dice que en él figuraban: "las raíces de la hierba Sidrikna, la hierba de las siete hierbas, que es el combustible de la Athenora; una cápsula llena de veneno de sapos marcados a la luz del planeta Júpiter (...) y un pequeño estuche con la piedra Anachytis para captar los rayos de la constelación de las Pléyades"). El alquimista polaco Michael Sendivogius, dueño de tintes y colorantes vegetales, sería encerrado en las prisiones del barón de Muhlenfels - deseoso de alcanzar un conocimiento que seguramente aquél no poseía. El herético Giordano Bruno, antes de emprender un último viaje a las prisiones del Santo Oficio en Roma, había permanecido un tiempo en Praga. En ella había dedicado su libelo Articuli adversos huius tempestatis matemáticos... al Emperador. O el también polémico De lampade combinatoria Raymundi Lulli al embajador de España. "El Emperador le otorgó a Bruno trescientos taleros por su mathesis adversos mathematicos, pero no le dio ningún otro empleo o tarea. Y Bruno partió hacia Helmstädt". [ 7 ]    O por otra parte una historia de la maniera posterior al Renacimiento habla de los innumerables grabadores, miniaturistas, orfebres, pintores, escultores que acudían al amparo de la corte. También acudían, relatan las crónicas, mercenarios, landsquenetes, espadachines sin salario, malabaristas y trujimanes. 

 Angelo Maria Ripellino en su fascinada recreación de la "Praga mágica" recurrirá, una y otra vez, a la figura de la enumeración en sus páginas. [ 8  Como cuando en algún lugar del libro describa la fantástica colección de maravillas que el Emperador Rodolfo II está acumulando en las galerías del castillo:

"Moldes de lagartijas en escayola y de otras bestias en plata, caparazones de tortugas, nácar natural, nueces de coco, muñequitos de cera coloreados, finísimos espejos de cristal y acero, gafas, corales, cajas "indias" con plumas llamativas, vasijas "indias" de paja y madera, pinturas "indias", es decir, japonesas, nueces "indias" de plata forjada y chapada en oro, y otras cosas exóticas que las grandes carracas traían a velas desplegadas desde las Indias".

La enumeración se sucede a menudo en sus evocaciones. (Junto a la noción de una ciudad mágica para siempre desvanecida. Tras la derrota de las tropas checas en la Montaña Blanca, afirma Ripellino, "El Castillo de los reyes bohemios quedó vacío y mudo, como reliquia de glorias pretéritas"). También resurge esta retahíla en el tortuoso dibujo de las calles, los solares, los barrios bajo el palacio. O en la descripción de la insólita lista de objetos sin función aparente que se recogen en los mercadillos callejeros de Praga. De los handrlata, ropavejeros que pululan por toda la ciudad con un saco a cuestas, se nos dice que su abigarrada mercancía se guardaba al final en los callejones al fondo del Quinto Barrio- el gueto judío:

"En los antros profundos de los almacenes, en cuévanos y rastrillos callejeros, se amontonaban morteros magullados, ralladores retorcidos, mazas, martillos, cinceles, instrumentos destartalados, irreconocibles piezas de máquinas, trampas (....) tenedores sin dientes, espadas sin puño, coladores rotos, escopetas sin gatillo, básculas sin agujas. También un kudlmudl  de libros viejos (....)".


Esta acumulación inquietante y sin sentido aparente se recoge aún en la imagen posterior de las escaleras, azoteas y rincones del cine de los años 20. En principio en El estudiante de Praga, de 1913, filmada en lugares como Hradcany, el Callejón de Oro o el palacio de Lobkowitz, con sus salones esquinados con espejos amenazadores, y un claroscuro abrumador, cuyo origen desconocemos. (En alguna de las escenas finales de la película las fachadas de la ciudad se inclinaban amenazadoramente sobre los caminantes. Las sombras, se afirmaba, escondían un sentido ominoso).

O sobre todo en la emblemática El Golem, en la versión de 1920 del alemán Paul Wegener, repleta en sus escenas de escalones, esquinas sin objeto, tejados encontrados, galerías que no dan a ninguna parte. Y un sinnúmero de objetos precarios y herrumbrados que reposan por los rincones. Todo el decorado semeja designar una inminente amenaza y Praga será el lugar emblemático para su torturado escenario. También en la segunda versión del filme, de nuevo dirigido por Paul Wegener, donde se reitera su escenario sombrío, preñado siempre de un oscuro presagio. 

"Poelzig construyó los decorados que incluían cincuenta y cuatro edificios en el Tempelhofer Feid de Berlín, utilizando yeso reforzado. Edificios angulares e irregulares con techos angostos y puntiagudos (que se asemejan a los sombreros judíos y barbas de chivo), misteriosos callejones tortuosos, fachadas superpuestas y escaleras sinuosas de aspecto orgánico comprenden algunos  de sus elementos formales arquitectónicos".  [ 9 ]


El mismo Ripellino hablará sobre "las casuchas del gueto en el Golem de Meyrink". Cuando, recogiendo unos párrafos de la novela, el escritor las describa como: "Acurrucadas las unas sobre las otras como viejos animales perezosos", "hacinadas sin ponderación", "Con rostros pérfidos, llenos de una malignidad sin nombre". Del vienés Gustav Meyrink, se nos recordará en las memorias de Max  Brod, se afirmaba que entre sus amistades figuraban un coleccionista de moscas y un ropavejero "que revendía volúmenes raros tan sólo con la aprobación de un cuervo alicortado". En otra novela del mismo, el enigmático protagonista Nikolaus acumulaba en su casa, "un gran número de singulares e insólitos objetos. Budas de bronce con las piernas cruzadas, dibujos espiritistas colgados en marcos metálicos, escarabajos y espejos mágicos, un retrato de la Blavatsky y un confesionario auténtico". [10 ]


"Señor, la vieja Praga ha desaparecido" afirma el estudiante Anselmo en un cuento de "El caldero de oro" de E.T. A. Hoffmann.  [11 ] Un relato igualmente tradicional hablará del final de la Praga Imperial en 1621 a raíz de la derrota de la nobleza frente a las tropas de los Habsburgo en la famosa Batalla de la Montaña Blanca. El recuerdo de la fecha del 18 de junio se reproduce en los relatos.

Como el que recuerde que en la madrugada del 18 de junio de 1621, el verdugo praguense Jan Mydlar recibió la orden de erigir un cadalso para la ejecución de veintisiete señores checos (nobles, caballeros, burgueses), "condenados a muerte por haber dirigido la sublevación contra los Habsburgos". Esta escena ominosa reaparece en diversos lugares más tarde. (Como en la excelente colección de relatos sobre la época del sefardita austriaco Leo Perutz, su "De noche, bajo el puente de piedra", en donde el recuerdo del cadalso célebre se efectúa desde el, a su manera, no menos célebre mesón del Esturión de Plata, sobre la isla Kampa, en el río). Al hablar de la batalla, en cierto modo ya para siempre aneja a la mitología praguense, una crónica comentará después que: "Esta batalla, de escasa importancia militarmente, fue para el resto de Europa un episodio marginal, pero para Bohemia una catástrofe de gran magnitud, que supuso el final de la antigua gloria y el comienzo de una larguísima decadencia".



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El Corredor Largo, la Sala Española, la Sala Nueva, el ala Sur del Palacio... Entre las descripciones de la colección que el emperador está reuniendo en el castillo, una de ellas, repetida en más de un lugar, afirma que gran parte de los objetos y obras de arte allí reunidas se guardaban en armarios cerrados, cofres o en vitrinas en la sombra. Y que no estaban destinadas de ninguna manera a ser vistas. Sino a descansar permanentemente en su oscuro reposo. Es la descripción más melancólica de un coleccionismo sin fin, aquél cuyos objetos ni siquiera son exhibidos. Sino que se acumulan en un silencio constante, a la espera de una finalización que nunca llega. 

Un inventario reciente señalaba así como: "El cofre número 2, por ejemplo, contenía todos los vasos de cristal, incluyendo dos magníficas cajas de vidrio, junto con piedras bezoares. El cofre número 3 sostenía vasos hechos de nuez y concha en un intrincado montaje de plata (...) cazuelas y jarras en el número 4...". Los cofres, se nos dice, estaban cerrados y se guardaban en una sala aneja a la Galería Española. En ésta las ventanas sólo se abrían rara vez, a petición del soberano, permaneciendo la sala la mayor parte del tiempo en penumbra.

No sabemos al final cuánto hay de cierto en esta descripción. Otras noticias por el contrario hablan de la instalación de la Kunstkammer en un ala del castillo. La disposición en vitrinas sobre los muros estaba por tanto dispuesta para su exhibición. "La Cámara de Arte estaba contenida en el primer piso de un largo corredor que conectaba las habitaciones privadas en el ala sur del palacio con la Sala Española" y que era mostrada a los visitantes escogidos. "Cada día uno encuentra nuevas curiosidades en el Palacio Imperial", comentaba por ejemplo Girolamo Soranzo, el embajador veneciano en 1612. No conocemos sin embargo la disposición antigua de las salas del Castillo y de la colección en sí no resta nada en Praga, después de los saqueos y subastas sucesivas - que terminan según una noticia un tanto legendaria con el rescate de los últimos restos enterrados entre el foso del palacio. Un siglo después de la ignominiosa subasta de 1782, que liquida los últimos restos de la Galería otra noticia comentaba que: "Un inspector enviado desde Viena en 1876 constató que varias pinturas, guardadas en lugares menos accesibles, se habían sustraído a los saqueos, a las mermas, al encanto".

Nada quedó en Praga de la célebre galería del Emperador. En la descripción habitual del destino de la colección se afirma que: "Las colecciones quedaron abandonadas, cuando el sucesor Matyas trasladó su corte a Viena. La Guerra de los Treinta Años (...) asestó duros golpes a la "objetería" rodolfina. Después de la batalla de la Montaña Blanca, el duque Maximiliano de Baviera, al abandonar Praga (...) se llevó tras de sí (...) no menos de mil carros con oro y objetos preciosos sustraídos al castillo. Otros cincuenta vehículos llenó de botín el Kurfürst de Sajonia (...)". Cuando en 1648 llegaron de nuevo los suecos a Praga, la soldadesca de Königsmark arrambló con todas las propiedades que restaban en los palacios de la nobleza. "Las riquezas sustraídas fueron transportadas a Wismar y de allí, por barco, a Estocolmo".


Una descripción en varios lugares repetida se refiere a las colecciones del castillo como una enumeración caótica, una acumulación de objetos preciosos sin ningún orden en ella. Un catálogo de mediados del XVII - el de un tal Zimmerman, en 1621- las enumera según el orden de llegada o de acuerdo al material, sencillamente. Pero los inventarios que se realizan desde un primer momento en el castillo hablan al menos de un orden vago, aunque éste sea bajo la fórmula de inventario precisamente. Una temprana noticia, repetida en alguna otra parte, nos dice que el anticuario Daniel Frösch, encargado de las colecciones del Emperador Rodolfo II en su castillo de Praga, había dividido éstas en tres secciones, a las que había bautizado como naturalia, artificialia y scientifica.

La referencia, que surge en el libro de Peter Marshall sobre "The Magic Circle of Rudolf II" [ 12 ] no se advierte en alguna de las numerosas -y confusas- obras sobre la legendaria colección del Emperador. Ni siquiera en el exhaustivo catálogo que bajo la edición de Eliska Fucikova se realiza en Praga en 1997, con motivo de la exposición que con el título de Rudolf II and Prague. The Court and the City recogía un inagotable inventario de los objetos de Hradcany, dispersos ahora en museos y colecciones de Viena, Estocolmo, Ambras, el norte de Italia y otras.   [ 13  ]



La exhaustiva enumeración de Beket Bukovinska, en el catálogo citado, ofrece, a despecho de su prolijo recorrido, la idea de un modelo que de algún modo ya era habitual en las cortes europeas. Está precedido por las obras pictóricas y escultóricas de la colección - una preeminencia que en cualquier caso no hubiera sido tan común para una colección anterior a las cortes del Renacimiento. En la primera presentación de las colecciones de arte, un repertorio típicamente manierista preside éstas, común a la época. Sus autores, los preferidos por el Emperador, reproducen un repertorio culto, artificial y afecto a la alusión, mitológica o erudita. Junto a ella la noción de un arte que, conscientemente, apostaba por lo artificial, la cita erudita y lo esquinado en sus figuras. Los artistas que se repiten son Hans von Aachen, Giuseppe Arcimboldo, Bartholomeus Spranger, Giambologna -el cual, reclamado por el Emperador, nunca acudió a la corte, retenido en Florencia por los Medici - Pieter Stevens e incluso alguna obra de Durero, perdida en la actualidad. Algún raro Brueghel o incluso un Tiziano que Rodolfo había solicitado antes en vano al rey Felipe II. En esta enumeración figuran asimismo otros objetos, como marfiles, camafeos, medallas, miniaturas, astrolabios, grutescos, grabados funerarios, planisferios, esferas armilares o incluso un cuerno de unicornio- en realidad de un narval.

En el libro de Marshall éste afirmaba que el anticuario Daniel Frösch "organizó ésta en tres secciones, comenzando con naturalia, siguiendo a artificialia y finalizando con scientifica". Los visitantes habitualmente entraban a la Kunstkammer - o Sala del Arte- a través de una antecámara decorada con imágenes de los cuatro elementos y los doce meses, "un microcosmos del universo presidido por Júpiter". Esta catalogación, muy sencilla por lo demás, separaría los objetos artificiales, entre los que se incluyen todo tipo de obras artísticas o decorativas, de los encontrados en la Naturaleza y, finalmente, de los elaborados con pretensiones científicas o mecánicas. 

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Una amplia red de intercambios se había creado desde el siglo anterior alrededor de las cortes europeas - principalmente de los Habsburgo-, desde los recientes descubrimientos en América, o las nuevas colonias en el Extremo Oriente. Lisboa, se nos dice en algún lugar, era el puerto principal adonde, según las instrucciones recibidas por los agentes reales, llegaban los apreciados objetos exóticos de las tierras distantes. Cuando Catalina de Austria se promete al rey portugués Juan III se nos dice que: "Por esta vía entraron en su colección como regalos de la corte portuguesa piezas escogidas de porcelana Ming (cuencos, saleros, jarras y platos) y de laca china- artículos de exportación llegados a Portugal después de 1498- para el servicio de mesa (...) Los objetos de procedencia mexicana de la colección de Margarita se disponían junto a los del Lejano Oriente, como el raro pájaro del paraíso que mantenía envuelto en tafetán y guardado en una caja en su petit cabinet". 

Una clasificación de los naturalia en la colección del Emperador praguense nos indica que en ésta sobresalían los siguientes: "cuernos de rinoceronte, naturales y trabajados; animales secos; caparazones de tortuga; conchas, piedras bezoares; cocos naturales y decorados, entre ellos uno o dos ejemplares de cocos de las Maldivas".   [ 14 ]  Estos últimos poseían aún un halo de misterio, por cuanto sus preciadas nueces sólo se encontraban en las playas de las Maldivas, sin que se supiera de dónde provenían, pues ningún cocotero de esas características se hallaba en los alrededores. (Llegaban en efecto, arrastrados por las corrientes, de las desérticas islas Seychelles, único lugar en el mundo en donde crecía el enigmático árbol). Un intento de descifrar su misteriosa procedencia produjo una extensa bibliografía por parte de los agentes de la Corona portugueses, sin que se pudiera desvelar el enigma. El botánico inglés Parkinson, por su parte se acercó bastante a éste al afirmar que: "estos cocos, arrastrados por el mar [hasta las playas maldivas] se podrían formar en árboles existentes en islas inmersas, o en árboles que crecían en el propio fondo del mar, o en ambos casos". Más tarde, "menciona otra interpretación según la cual existe una isla llamada Palloye en la que crecen estas palmeras". Según el botánico "esta isla es fabulosa y misteriosa, porque es encontrada por aquellos que no la buscan y no encontrada por cuantos la procuran". 


Una tentación melancólica; un afán interminable acompaña a la colección. ("La fiebre de objetos nace en Rodolfo II del afán de llenar el vacío que le rodea, de superar el miedo a la soledad. Él congrega ávidamente una selva de raros artefactos, como para levantar muros contra la muerte", describía Angelo Ripellino la formación de ésta). En la descripción de la Kunstkammer -fabulosa, pero que no llegó por ejemplo a alcanzar el tamaño de la precedente del archiduque Fernando II en Innsbruck - se afirma que sobre la misma pesa una intención enciclopédica. Como sobre toda la época. En medio de la reciente popularidad en la época de la historia natural, la tentación de la enciclopedia se relaciona siempre con el proyecto de un catálogo de una totalidad - que es, lo sabemos luego por definición, inalcanzable. En su intención melancólica el coleccionista espera concluir un inventario que por fin le devuelva el saber de las cosas. Pero éste es siempre demorado.


Una descripción sobre la melancolía del Emperador habla incluso del apartamiento de éste con la colección - y los jardines- que ha ido elaborando como un remedio, inútil, contra aquélla:

"Evita toda relación con la gente - afirma Rumpf en la obra de Karásek-. Permanece solitario en sus habitaciones. Ni siquiera va al jardín a disfrutar de sus setos de tulipanes. No ha bajado tampoco a visitar el león que él mismo ha domado. El cáliz de oro cincelado por él yace en el abandono entre otras cosas olvidadas..."   [15 ]

Un inventario sin fin, catálogos sin objeto... A finales del siglo XVII, recuerda otro relato, un mercado callejero se extiende fuera del gueto, en la Ciudad Vieja. En él: "Desde una maraña de barracas, revendedores y tramposos chillaban a cuál más, ofreciendo a la audiencia lamparones, monedas de oro y plata, relojes, sombreros, puñales, loros, jaulas de canarios, antiguas biblias, incunables, libros, pieles y balandranes".  [16 ]


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[ 1]  Eliska Fucikova    en Rudolf II and Prague    cat. exp.  Thames & Hudson   Prague, 1997.   pg. 53.

[ 2]  Terez Gerscy   en cat. cit.   pg. 140.

[ 3 ]   Jiri Fried.   Hobby.   ed. Einaudi, 1975.

[ 4]   Jaroslav Seifert   Toda la belleza del mundo   ed. Biblioteca Breve, 1985.  pg. 35.

[ 5]  Isaac Bashevis Singer   The Golem     ed. Andre Deutsch Ltd,  1983.

[ 6]  Max Brod  La Praga  esoterica di Rodolfo II   ed. Iduna, 2022.

[  7 ].  Frances A. Yates   Giordano Bruno e la tradizione ermetica.   ed. Laterza.  2010  pg. 348.

[ 8]  Angello Maria Ripellino   Praga mágica   ed. Siruela, Madrid. 2023.

[  9 ]   Rubén Guzmán  "La arquitectura expresionista en el cine alemán"   en Hyperborea nº 5.

[ 10  ]  Max Brod   Vita battagliera  Milan, 1967

[ 11]. E.T. A. Hoffmann.   El caldero de oro.    en Cuentos completos.   Cátedra, Madrid, 2014.

[ 12].  Peter Marshall.  The Magic Circle of Rudolf II in Renaissance Prague. ed. Pimlico, London, 2007.

[ 13].   Eliksa Fucikova. en Rudolf II, cat. cit, pg. 206.

[14 ]   En Joao Paulo S. Cabral   "La circulación de ideas, productos exóticos y joyería en Europa en el siglos XVI- XVII"   Iluil, vol. 38, 82, 2º semestre 2015.

[15 ] Jiri Karasek.   Král Rudolf.   (drama).   1915.

[16 ] A. M. Ripellino, o. cit. pg. 288.




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