martes, 15 de febrero de 2011
La costa de Levante
Camino de Alicante, cruzamos La Roda. Esa disposición de los pueblos manchegos, grandes, surgidos en medio del llano. Todo el viaje voy recordando los relatos de mi padre, que conoció tan bien la región. Tan distantes ahora, quizá, frente a lo que vamos viendo.
En La Roda comienza un tipo de casas, de pueblos grandes y horrendos, que nos lleva hasta el Mediterráneo. Quién lo iba a decir: el recuerdo de la costa no está aquí en una luz o un acento. Sino en esa suerte de paisaje de calles rectas, de almacenes vacíos, de edificios cuadrados y grises, de solares grises también, que alcanza hasta el mar.
Llegamos por una calle recta desde la carretera hasta el centro del pueblo. Ha debido de tener tiempos mejores y la afueras están llenas de almacenes agrícolas y de naves comerciales. Algunos están cerrados. Es domingo: una cierta tranquilidad en la plaza, en la calle. Dos o tres fachadas burguesas, de ese modernismo provinciano, de casino rural y letras de cambio sobre la cosecha. En la época del Servicio Nacional del Trigo, estos pueblos eran ricos. Cuando los primeros regadíos, también.
Yo recuerdo la descripción, atroz, que hiciera mi padre sobre la posguerra, en donde, nos decía, a los perdedores se les arrojaba a los pozos de cal. Lo que él no contaba, y eso que lo había sabido antes, era que en la guerra los pozos habían servido para arrojar a los nacionales y que la provincia en general, Albacete, había sido el triste escenario de actuación de los milicianos republicanos. Y de André Marty, jefe de las Brigadas, quien consiguió el heroico sobrenombre de "el carnicero de Albacete".
Lo sabía. Pero la interminable posguerra le había hecho ir afirmándose en unos recuerdos, para postergar los otros. Lo que sí recordaba bien - él, nada aficionado al drama - era el hambre. El hambre y la miseria de aquellos años.
- ¿Y por qué te viniste a Villarrobledo, estando como estabas en Madrid?
- En Villarrobledo había pan por lo menos. Blanco. Y aceite, y queso, y cordero...
Y un triste sueldo de maestro, debió de añadir. Bueno, eso también lo había en Madrid. Y en La Mancha estaba más cerca de su madre y sus hermanas, aunque esto no lo explicara.
En el centro de La Roda, un palacio del XVI hace las veces de restaurante ahora. Entramos en él. La portada, con una balconada renacentista y adornos tardíos del rococó, es excelente. En ella figuran, en piedra, las armas de la casa, el condado de Villaleal. La última condesa, reza una leyenda en el patio, lo donó al pueblo. Sobre la fachada, la cúpula de la capilla del palacio, adornada por el tejado blanco y azul del Mediterráneo, recuerdo, éste también, de un mar ya cercano.
En el palacio, tan amplio por fuera, tan solemne, el comedor ocupa, por el contrario, un pasillo lateral, estrecho y oscuro, al lado de una cocina también en sombra. Misterios de la restauración. En la pared, cuadros de escenas alpinas, - aquí, en los campos de trigo -, ciervos berreando a las cumbres, un lago bajo las nieves. Sobre la caja, una fotografía de los dueños con el Conde de Barcelona. En un extremo, una Última Cena en bajorrelieve, representada en un azulejo de colores. Recuerdo de una devoción secular, pienso que, sin saberlo quizá, poseen la marca de los Últimos Acontecimientos, los de la Redención, y después sólo resta la desolación.
Quizá sí lo saben.
Hacia Albacete, después, de nuevo las naves industriales, los almacenes de cooperativas agrícolas, las estaciones de servicio abandonadas en la llanura. Al pasar por la ciudad recuerdo las historias, entusiastas, que me contara J., quien todos los años acudía a la feria, en el Altozano, e intimaba con los toreros, los tratantes de caballos, los flamencos y las mozas de partido. Y afirmaba que aquella ciudad era única y su feria, probablemente, la mejor de España.
Pero hay algo inane, inútil, en traer a colación aquellas historias de juventud, más que de vino y rosas, de vino y ajos, ahora, frente a la ciudad de bloques blancos, de infinitas vías de tren que atravesamos. En su lugar, recuerdo la descripción que hacía mi padre de la posguerra en Albacete, el cual decía, literalmente, que nunca había ocurrido nada.
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