miércoles, 2 de noviembre de 2011

Stara Zagora



De camino hacia Burgas, en el Mar Negro- el Ponto Euxino, para entendernos -, cruzamos Stara Zagora, capital de "una provincia en medio de la nada", según nos habían avisado en la Embajada.

No sé qué día de la semana es. La ciudad surge, de pronto, como un paisaje de tarde de domingo soviético, eterno. Bloques de apartamentos grises, iguales, rodean la carretera. Entre los mismos, parques sin hierba, sin apenas árboles. Rotondas que giran sobre sí mismas y no conducen a ninguna parte- nunca han conducido a ningún lugar, aventura poéticamente N., que hasta entonces no había hablado. Ningún bar, ningún comercio, ningún local abierto a esas horas. No hay apenas nadie en las calles - en una tarde teñida por la luz clara, nostálgica del tardío verano. En una glorieta unos jóvenes se sientan en un banco. Fuman y miran a la carretera. No nos encontramos con nadie más.

(Días después, leeré sobre la historia de la ciudad, una de las más antiguas de Bulgaria, dueña de un pasado tan prolijo y azaroso como el resto del país. Pero la historia ahora, esta tarde, nada cuenta. No en vano la ciudad, la provincia, surgen de unas décadas, de un régimen que proclamó el fin de la historia años atrás, en forma de paraíso proletario y final del azar).

Nos impresiona la distancia, el silencio de la ciudad desierta. Quizá sea domingo. Quizá.

Luego, días más tarde, recordamos el relato que de una alumna nos contara R., que ocupa un cargo cultural en la Embajada.

R. ha organizado unos cursos de español en no sé qué dependencias de la Cancillería, en Sofia. Entre los alumnos, acude una entusiasta estudiante, Ivanka, que vive en Zagora. Aprende bien español - como la mayoría de ellos, por otra parte. Halaga a los profesores y les manifiesta su entusiasmo por las clases que está recibiendo y los libros que descubre. También le agrada el hecho de que los estudiantes, al terminar la clase, acudan con R. y con otros profesores a tomar café al cercano parque Slaveikov, donde charlan hasta la noche. El Instituto les invita a una fiesta e Ivanka  acude vestida con sus mejores galas. Debe regresar al día siguiente a Zagora y R. cree que ha pernoctado esa noche en la estación, vestida de princesa otomana, hasta la mañana siguiente en que parte el autobús .

Una tarde Ivanka  se acerca a R. y le manifiesta su propósito de invitarles, a él y a los profesores del Instituto, a una fiesta que va a dar en casa de sus padres, en Stara Zagora. Desea invitar también al embajador y a su esposa, y al personal de la Cancillería, que ha demostrado con ella tantas atenciones. Sus padres estarán encantados de recibirles. Enterada de la visita, esos días, de la reina Sofía a Bulgaria manifiesta la posibilidad de que ésta acuda también a la recepción, con el séquito que sea necesario, donde serán recibidos con igual atención.

R. le comenta, con toda la discreción de que es capaz, ciertas vagas objeciones, y la difusa posibilidad de conciliar la agenda de todos los personajes citados para esa tarde del próximo sábado, en donde Ivanka planea celebrar la fiesta. Ella apenas le presta atención. Es posible que alguien no pueda acudir, pero eso ocurre en casi todas las citas. Y además su familia está encantada de recibirles a todos.

R. pasa la semana entre torpes objeciones, al principio, y el silencio más profundo, al final. Ivanka ha enviado unas invitaciones a distintas secciones de la Embajada y él ya no se siente capaz de contradecirla, advirtiendo además que ésta nunca le ha hecho caso, en un primer momento, y ha terminado por no escucharle al fin.

- Cuando le dije a Ivanka que quizá no fuera fácil conciliar la fecha, porque en la Embajada creían que iba a tener lugar una recepción esa día, me contestaba preguntándome si los españoles utilizábamos sólo aceite de oliva y si se podía usar el de girasol para los canapés. O si en las casas en España se fumaba...

No volvieron a hablar de la fiesta. La Embajada estuvo esos días completamente atareada con la visita de la reina y una ceremonia que iba a tener lugar en el jardín del edificio del Gobierno.

Días después le pregunté a R. si la cita de Zagora había tenido lugar y R. me contestó que creía que sí. Evidentemente nadie había viajado a ella y él no volvió a ver a  Ivanka, terminando el curso esas fechas, casualmente.

Cruzamos Stara Zagora. Los edificios son iguales, interminables. Hay una fila inacabable de puertas en cada pasillo que corresponden a los apartamentos numerados, que saturan el bloque.

Imaginamos entonces la fiesta, la tarde. La puerta, que estaba abierta al pasillo, la luz que sale del piso, una vaga música que surgía de dentro. Las botellas sobre la pared, los vasos, las mesas con canapés que nadie, nunca, iba a utilizar.


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