miércoles, 27 de febrero de 2013

De los oficios






Este invierno, de pronto, una insólita actividad en el monte. Las fincas por las que atravesamos aparecen, como una estampa antigua, cubiertas de los montones de leña del desmoche, sembrado el suelo del ramón del olivo. Los cortacinos están desplegando una rara actividad y entre los cercados se oye el ruido de las motosierras, y remolques destartalados  recogen los palos, las toconeras entre las mohedas.

Puede que sea el invierno, el tiempo de arreglar los robles antes de que vuelvan a cargarse de brotes. Pero también pienso en una insólita tarea de los carboneros, de nuevo, que vuelven al monte ahora que los demás oficios se agotan.

Cuando éramos chicos aún perduraban en las tierras los chozos, de palos y escobas, de los cortacinos. Algunos pasaban el invierno en el monte. En las majadales, todavía, se divisan a veces los restos de las antiguas carboneras, disimuladas entre los claros. Era un oficio difícil, delicado, y peligroso en ocasiones.

Los cortacinos tenían que tapar el montón de leña menuda con tierra y añadían agua a intervalos sobre la cisquera, para que los palos se consumieran lentamente. En el horno la leña se debía quemar por un igual, y un ritmo ancestral hacía que la combustión fuera ni muy rápida - con lo que el carbón se perdía - ni muy lenta. Había que trepar, con cuidado, sobre el mismo y mantener la chimenea abierta, demorar con jarros toda la combustión para que, finalmente, el ramón se hiciera cisco, carbón vegetal, entonces muy solicitado. Algún carbonero desapareció un día entre la humeante leñera, cuentan.

Pero ahora el cisco se ha acabado, combustible pobre. No sé a qué viene esta insólita actividad de los leñadores, de nuevo.

Por la mañana en el pueblo encontramos a Abel. Todos los días está en el mismo bar, a la misma hora. Ha quedado en ir a recoger unos tocones secos, que quedaron en un robledal desde el año pasado, y se lo recordamos. Que ya irá cuando el camino vuelva a estar practicable, nos dice. Como sigue lloviendo, y además ha empezado la nieve, no sé cuándo ocurrirá el evento. En abril, comenta alguien.

Ahora tiene menos trabajo, en el invierno. Cojo, viejo e infatigable, en verano recorre los pueblos con una furgoneta mágica, que instala a la puerta del baile, o de las verbenas.

Aún recuerdo un otoño, una fiesta en la alquería de R. Estaba helando ya y la gente salía de la oscura escuela - donde actuaba un hombre orquesta cuyas voces se oían en varias leguas a la redonda - un instante, regresaba enseguida al calor del baile.  En la puerta, bajo el granizo, estaba la caseta iluminada de Abel, con collares fluorescentes, molinillos incansables y ramas de azúcar hilado, que pringaban sólo con mirarlas. Los niños se agrupaban contra el mostrador, contaban las monedas, volvían deprisa a la escuela. En el baile todo el mundo acabó con collares fosforescentes, que se agitaban con los pasodobles y traían algo de optimismo al mortecino salón, a la aldea en sombra.

El carricoche de Abel es mágico, pensé entonces; luego cada vez que nos lo encontramos en las fiestas de la Huebra, o en alguna romería más tarde.

Abel está cojo, y camina con un bastón formidable. Pero lo hemos visto subirse a los árboles, destral en ristre, a culminar el desmoche de alguna guía. No sé cómo lo hace. También se dedica a la chatarra, recoge los aperos viejos de las fincas, los vende luego en Zamora, dicen. Y debe de llevar comisión de las orquestas locales, porque siempre se recurre a él cuando se quiere contratar alguna para la verbena. Aunque últimamente éstas se han reducido bastante y el hombre orquesta del estruendo insuperable cubre con creces las necesidades de las fiestas patronales.

Este animador ambulante,  una vez, en la del santo de un pueblo grande, apareció incluso con acompañamiento : un organista flaco y como ausente y una cantante oxigenada y rotunda, que entonaba pasacalles y tangos con un inolvidable acento eslavo - y una melancolía íntimamente eslava, también. Tuvieron un gran éxito, dicen, y más de uno pensó en apuntarse a la orquesta, y acompañarles por su vagabundeo incansable. Pero no sabemos cómo se apunta alguien a una orquesta de verbena, y siempre nos quedamos con nostalgia cuando les vemos marcharse.

Después vamos al bar de Carmen, frente a la iglesia, donde nos han dicho que podemos encontrar a Óscar, que se dedica a la leña también. Está , en efecto , y nos convida a café mientras se forma una improvisada tertulia.

El que más habla es Lorenzo, pariente lejano, que asegura poder desvelar el futuro de las subvenciones agrarias. Vasto misterio que los demás no alcanzamos a desentrañar - aunque Daniel, el alcalde de un pueblo de la ribera, acaba de regresar de la enésima reunión en torno al programa ganadero de Europa. No han podido aclarar nada, me comenta en voz baja.

Pero Lorenzo nos da varias pistas, con voz firme, acerca de lo que se va a decidir en Bruselas para la próxima campaña agrícola.

Lorenzo es simpático, algo destartalado. Durante algún tiempo tenía bares en el pueblo; luego abrió un restaurante rural en medio de una finca, más tarde una discoteca a la salida de la plaza. No sé que tal le iría con ellos: invitaba a todo el mundo y todos teníamos cuenta en el bar. Más tarde dejó la hostelería y se metió a picador de toros. Viajó por toda España y toreó algo en Francia. Después, un día, lo dejó y empezó a domar caballos. Abrió un centro de turismo ecuestre y compró varias yeguas desvencijadas para pasear por las cañadas. Pero las yeguas se le murieron, la mayoría, y tuvo que cerrar el centro al poco de haberlo inaugurado.

Ahora debe de tener algo de ganado, según cuentan, y organiza excursiones por el campo. Nadie quería pasear en sus yeguas esqueléticas, parece, pero en cambio ha tenido un cierto éxito con las visitas organizadas a las ganaderías, que ameniza con su inagotable discurso. Siempre invita, además, y tiene la suerte de conocer los intríngulis de la política de subvenciones agrarias, que estos días tiene a los de los  pueblos en una notable desazón.

También está, callado y atento, Alfonso, el hijo del vaquero de una finca cercana. Alfonso es muy buen caballista, y monta cualquier potro, y encierra ganado con la montura que le ofrezcan, sin ponerle pegas a ninguna, por cerrera que pueda estar. Algún día ha venido a ayudarnos y da gusto trabajar con él, porque mantiene la norma de los vaqueros antiguos, que con sol o con nieve no terminan la tarea hasta que se ha repasado el último becerro. Se nota que es hijo, y nieto, de mayorales .

Hubiera trabajado en cualquier finca, en otro momento. Pero ahora los tiempos están difíciles y nadie contrata a más gente fija para las casas. En su lugar, le llaman de vez en cuando, para las vacunaciones o para ayudar a encerrar el ganado. Ha optado entonces por lo que hacen tantos caballistas jóvenes: se ha sacado el carnet de picador de toros y acompaña a una cuadrilla por las plazas de Francia, sobre todo. También ha abierto un picadero en la finca de su padre y doma los caballos que le envían - algunos unas buenas prendas desahuciadas de tres o cuatro domadores anteriores. Pero él no le hace ascos a ninguno y la gente se está costumbrando a mandar a su casa los potros complicados. Así va tirando, aunque no sean buenos tiempos para la hípica.

Daniel, el alcalde, me avisa de una próxima reunión sobre los secretos de la Política Agraria, reunión a la que, asegura, no podemos faltar. Si lo afirma él, habrá que ir. Además se celebra en L., un pueblo cercano que tiene muralla romana y castros vetónicos, y quintas del XIX y un mesón en las afueras , con tencas y sardas de extracción clandestina. Nos citamos en el bar.

Él, que es un lince, entre otras cosas abrió en tiempos una especie de empresa para los trabajos eventuales. Con un van y un todo terreno acudían a las fincas con sus caballos para los saneamientos o las vacunaciones, pensando en que últimamente en el campo sólo se necesita gente para los días señalados. No sé qué tal le iría la empresa, porque no he vuelto a oir de ella. También lleva carpas desmontables a los pueblos para la fiesta, y contrata animadoras, y abrió un mesón en una carretera perdida.  Como no había forma de acceder al mismo, nadie llegó en efecto al colmado y tuvo que cerrarlo al poco tiempo. Ahora tiene algo de ganado, también, y organiza fiestas flamencas en un pub cercano a la iglesia.

Cuando nos retiramos al fin - tarde, que la tertulia está animada y espesa - podemos hablar con Óscar, que es hermano de una de las dueñas del bar. De la diversa gama de  productores del monte, él es uno de los más especializados. Es el único que se dedica a la leña vieja , la de los robles caídos o las toconeras. No sé qué hará con ella, porque todo el mundo comenta que no tiene apenas salida.  Hace poco un amigo suyo ha importado de China una especie de caldera que sólo funciona con astillas secas, y se anuncia en todos los bares - en una esquina del cartel aún figuran unos enigmáticos ideogramas chinos. Pero Óscar lleva toda la vida dedicándose a recoger la leña seca, y es el único en toda la provincia además.

Nos quedamos hablando con él a la salida, en los soportales de la plaza. Tiene bastante trabajo, según dice, aunque se queja del mercado del carbón. Cuando nos despedimos le pregunto por su otro hermano: iba en la cuadrilla de un matador de toros, muy bueno y sin apenas contratos, y no sé qué va a hacer, ahora que el torero se ha retirado.




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