lunes, 14 de diciembre de 2015

Diciembre

 
 
 

En un relato de J.L. Borges éste contaba cómo un cúmulo de notas y objetos sin sentido para el protagonista dibujaban al final algo así como un paisaje definido. "Este paisaje - nos advertía - era quizá el de su propio rostro".

Existe siempre la tentación de pensar que lo disperso está dibujando algo así como un paisaje en el fondo, cuya imagen se va a desvelar en algún momento, más tarde... Quizá no sea cierto. Quizá no se dibuje nada, excepto la confusión inicial.

Así las lecturas, los libros de estos días en que las tardes se van acortando, irremisiblemente. "No estoy leyendo nada", es la respuesta indefectible que asoma cada vez que, entre viaje y viaje, alguien nos pregunta por ello. Quizá no sea cierto del todo. Algunos libros, de pronto, se relacionan con otros momentos, otros lugares.

Así el encuentro insospechado con una obra para mí inédita del propio Borges en una trattoria de la ciudad de Milán. En la reforma del establecimiento que, según nos contaron, había tenido lugar tras un incendio reciente, habían colocado a lo largo de las paredes una estantería de libros variados "que los clientes pueden llevarse". Ante nuestra sorpresa uno de los títulos es un ensayo sobre poesía del escritor argentino, "L´invenzione della poesia", que uno, que vagamente presume de conocer la bibliografía de aquél, nunca había visto citado en ninguna parte. El volumen, de la editorial Mondadori, no indica el origen de los textos ni la fecha de los mismos, que descubrimos luego corresponden a una serie de conferencias que impartió en la universidad de Columbia, en el año 1971 probablemente .

En los textos, la impagable finura como lector de Borges: las referencias a una fascinación inagotable cuyos nombres son Homero, Virgilio, Dante o Thomas de Quincey. Pero también Chesterton, Stevenson, Kipling o el recuerdo de Lugones, entre otros. Y la alusión continua a la antigua poesía sajona, unos versos épicos y alucinantes, que nos hacen recordar el antaño feliz descubrimiento de sus "Literaturas germánicas medievales" - y sus referencias a las metáforas épicas de las mismas, que reaparecen una y otra vez en las conferencias, tan nítidas como su obra. (Esta fascinación por la palabra exacta, y alucinante, era el tema, lo recordamos luego, del relato "El espejo y la máscara", con el desasosegante encuentro del Rey y un Poeta tras la batalla de Clontarf ).

 
En un café de Milán leer de nuevo, con una cierta sonrisa, la admiración, que nunca entendimos muy bien, del escritor argentino por su maestro en el Madrid de principios de siglo, el sevillano Rafael Cansinos Assens. Si alguna vez había citado ésta, en las conferencias americanas aparece reproducida y signada, junto a la consideración que la obra del escritor y traductor le merecía. No sabemos qué pensarían en la Universidad de Columbia. En las calles milanesas hay algo de irónico en el recuerdo de pronto de un Cansinos, a quien en algún momento todos leímos, y quien, tras las batallas ultraístas - y las de la guerra civil, más tarde - se refugia, póstumo en vida, en su domicilio de la calle Menéndez Pelayo. Y en sus evocaciones del Viaducto madrileño, nocturno y con algo de póstumo también.

En la trattoria milanesa aparecen también, entre otros, sobre las baldas del comedor una Ricerca della lingua perfetta de Umberto Eco, junto a Una Biblioteca della Letteratura Universale de Herman Hesse editada por Adelphi, títulos que inmediatamente pasan a formar parte de la colecta de la cena. Y del catálogo, impagable asimismo, de los libros que aguardan a ser leídos, sin fecha.


Referir los libros a los lugares... En un café del Boulevard Saint Germain, una tarde luminosa, iniciamos la lectura, que luego ha proseguido en otra terraza madrileña, del ensayo de Umberto Eco Arte y belleza en la estética medieval. En París esos días había redescubierto un a modo de paisaje universitario, por referirlo de alguna manera, en la que diversos personajes de semblante serio se sentaban en las mesas de los bulevares con un libro ignoto del que por principio no alzaban la vista. Yo para no ser menos esa tarde me había situado también con una edición de versos de Yeats en una traducción detestable, que abandoné al primer intento.

El ensayo de Eco, recordamos, se inicia de una manera polémica y sugestiva enfrentándose a los tópicos más usuales de la historiografía al uso. Esto es, a la supuesta ausencia de una percepción de lo sensible en la época. Junto a la también supuesta configuración del discurso medieval como mera recreación de la Patrística, la exégesis bíblica o el comentario a los restos que del pensamiento clásico se habían conservado en la erudición de aquellos siglos, supuestamente oscuros.

No es mal comienzo para un libro, la sosegada y un punto irónica defensa del pensamiento medieval frente al tópico de su reiteración, monótona y siempre ligada a la Auctoritas... Tampoco lo es el formato del libro, antes un compendio de carácter histórico que un supuesto ensayo original y, siempre, un punto escandaloso. La prosa del texto, como de discurso ya reflexionado y sabido unos cien años antes, se presta a ello. También la fascinación de los temas, o su presencia inactual. Como aquel capítulo que refiere la cuestión de la belleza a su carácter metafísico. Y no a la casi absoluta relación con el arte - lugar casi exclusivo de la estética moderna que, de pronto, aparece ligado a la apariencia, sospechosa trivialidad de su relación con el artefacto - la representación en un escenario, banalizada de repente.

O la ya repetida discusión, que se reitera en otro lugar del libro, sobre el concepto de símbolo o alegoría. Leída ya ésta última en una chimenea con ventanas sobre el campo - lugar apropiado sin duda para recordar el antiguo universo de la significación delirante: aquél en que signos, acontecimientos, discurso y objetos al fin, siempre remiten a una otra cosa. A una alegoría universal, al cabo.


Libros, lugares... No estamos leyendo nada, repetimos luego. En la Cuesta de Moyano encuentro la segunda edición, ampliada, del clásico de José Carlos Mainer, el Falange y Literatura que adquiero a un precio razonable. De entre el ensayo, tan sugestivo, sobre la supuesta constitución de un discurso del fascismo en aquellos años - bastante discutible y cargado de unos matices que sólo el conocimiento de unas ciudades como la Pamplona carlista o la Salamanca clerical de la época pueden explicar - la referencia siempre atractiva a unos escritores, alguno excelente en el instante, a los que el tiempo y la Fama postergaron. Y que a otros condenó para siempre al olvido, fuera del juego curioso de la pura erudición. Literaria y de las otras.

Las descripciones del Bilbao de un Sánchez Mazas, las de la Pamplona en armas de García Serrano; el Madrid aristocrático del conde de Foxá... Dejo el libro para seguir leyéndolo en Madrid. Siempre hay algo sugestivo en poder comentar con los que aún lo recuerdan cuál era el local del bar Or-Kom-Pom, en el que se escribiera en una tarde el himno de la Falange. Dónde estaba el Hotel Florida. La terraza del café Varela. O cuál era la tertulia de la Ballena Alegre - en cuyos últimos episodios editoriales leímos no pocos de nuestros primeros libros infantiles.

Quede el ensayo literario y falangista en la ciudad, cuyos lugares, ay, han desaparecido también, junto a los protagonistas de la obra.

 
En una librería en la plaza de San Boal en Salamanca encuentro más tarde una rara edición de textos varios de Walter Benjamin, "Estética de la imagen", de editorial que ignoro, algunos muy conocidos junto con otros más raros, y otros francamente insólitos.

De la relectura de alguno de ellos, bastante tiempo después, una vaga sensación de irritación que al principio no acierto a desentrañar y al cabo quiero definir como la sorpresa de la contradicción. Pues en varios de los artículos que estoy leyendo, alguno inédito, algún otro citado en la crítica de arte de una época, me encuentro con una constante perplejidad que se refiere, en todas las líneas y en los párrafos arbitrarios, a la presencia de un estilo que no sé calificar sino de contradictorio. Y a la presencia - o la ausencia - de una exposición cuyo desenlace, si es que existe en alguna parte, manifiesta la misma fragmentariedad, la contradicción del principio... En algún lugar de la obra del alemán queda el destello del acierto de un discurso que recogía los lugares de la fotografía, la ruina, la arquitectura comercial o la serialidad de los objetos del arte como varios de los pasajes que iban a ser fundamentales para el arte contemporáneo.


Entre viaje y viaje y los distintos escenarios, los libros a los que se vuelve siempre: algún Mircea Eliade, un manual de Pierre Grimal, el Judíos errantes de Joseph Roth... No hay lugar para una novela en ello, advierto después. (No hay lugar para nada, repito en la tertulia, una mañana, y todos los libros están esperando, siempre, a que los días se alarguen). En una librería madrileña de la calle Alcalá había adquirido un fin de semana antes el relato del poeta británico Philip Larkin Una chica en invierno, atraído entre otras cosas por la atractiva edición de Impedimenta donde se había publicado y la traducción de Marcelo Cohen. Y en cierta manera también por la vaga obligación moral de leer alguna novela nueva y dejar en paz de una vez las mismas estanterías de siempre.

Pero la novela, que se inicia con una deslumbrante descripción de la nieve en las ciudades, pronto se sumerge en el relato de la soledad y la reiteración de la trivialidad en la vida de la protagonista - y de los personajes del Londres de la época - y soy incapaz de seguir interesándome por ella, y tanta espera, insatisfecha siempre, acaba con las ganas de proseguir con el relato - porque además hay un nuevo viaje entre medias - y ésta pasa entonces a otra nueva categoría en la biblioteca. Junto al estante de los libros que, pacientes, aguardan que alguien los abra de una vez - que es la de los volúmenes que fueron abandonados en alguna ocasión y, para qué vamos a engañarnos, lo más probable es que su soledad sea, ésta sí, definitiva.


Encuentros sorprendentes luego, en las ferias de ocasión. La edición de editorial Adonais del Naufragio del Deutschland de Gerard Manley Hopkins, el poeta católico, magnífica. O la excelente biografía de San Juan de la Cruz del también inglés Gerald Brenan en la misma caseta, de la que no guardo ninguna seña y me olvido luego. Algún otro hallazgo, menor y en precio, en los puestos de al lado del paseo de Recoletos...

En alguna ocasión la sorpresa del encuentro surge de donde menos la esperas. Y esta vez es en un estante de la propia biblioteca de casa donde, esquinado y detrás de unas fotografías, me topo con un volumen de los relatos tempranos de Rudyard Kipling, los Cuentos de las colinas, primer libro de cuentos del escritor británico y del que ni siquiera sabía que estuviera ahí - quizás haya llegado mientras yo estaba de viaje, pienso, inmerso en la sabiduría para la sorpresa del escritor.

En ellos, de nuevo, la certeza de lo exótico que es lo cercano, la distancia y el hastío, el misterio y la banalidad. Y la descripción de la época y los relatos de lo permanente. Y la ironía y el heroísmo, la cobardía y la generosidad... Secreta, como alguno de sus personajes.

Entre tanto viaje, tantos autores nuevos que, dicen, deberíamos conocer, y tanta novedad, francamente, nunca he encontrado las razones para cambiar de costumbre. Ni de bar. Cuando llegue el buen tiempo, esta vez sí, volveremos a leer algo.




miércoles, 28 de octubre de 2015

Del castigo a los vendedores de incienso






" Aunque el poder de hacer visibles las formas de los muertos se atribuye sólo a un tipo de incienso, la quema de cualquier clase de incienso, se supone, evoca multitud de invisibles espíritus. Acuden a devorar el humo. Se llaman Jiki-kô-ki o "duendes comedores de humo"; y pertenecen a la decimocuarta de las treinta y seis categorías de Gaki (prètas) reconocidas por el budismo japonés. Son los fantasmas de hombres que antiguamente, por afán de ganancia, hicieron o vendieron incienso malo; y a consecuencia del karma aciago de esa acción, ahora se encuentran a sí mismos en el estado de espíritus que padecen hambre, y compelidos a buscar su único alimento en el humo del incienso".


                                     -    Lafcadio Hearn          En el Japón espectral          1899

viernes, 25 de septiembre de 2015

Paisaje con nombres . II





La carretera de La Moraña nos señala la noble villa de Cantalapiedra. El nombre evoca animosas pedreas pastoriles. Y la tradicional costumbre de recibir a cantazos a los primeros coches que por la comarca se acercaron, allá por los años de la II República.

En algún lugar se relata por ejemplo el recibimiento que acostumbraba a sufrir en la zona el conde de Peñacastillo, propagandista de la CEDA en las elecciones del 34, el cual se trasladaba en un célebre Hispano-Suiza amarillo a los pueblos- llamado popularmente "la mula amarilla". José María Gil Robles en sus memorias narra algún recibimiento similar en los sufragios del 36, en donde alguna vez tuvo que ser rescatado del balcón del Ayuntamiento por los guardias de asalto.

No vamos a Cantalapiedra.



En el paisaje surge de pronto alguna encina, aislada, y, compañeras de aquéllas, las primeras reses que vemos en muchas leguas. Nos acercamos a Salamanca, sin duda, y alguna referencia a las prácticas vetonas deben restar aquí frente a las preferencias de los vacceos, pueblo agrícola de la llanura cuyas tierras ancestrales poco a poco estamos abandonando.

Un indicador en la carretera señala la vecina localidad de Palacios Rubios. Quién lo iba a decir, el nombre denomina uno de los primeros, y más célebres, asentamientos de ganaderías de lidia en la provincia, allá por el siglo XVIII. En concreto la de Vicente Bello. De aquí, de la vecina vacada de los Hermanos Rodríguez San Juan, pertenecía el toro Barbudo, el que matara al diestro Pepe Hillo en el antiguo coso de la Puerta de Alcalá.

Nada indica ya que estos desmontes sin un árbol, estos cauces sin agua y estos regadíos abandonados fueran otrora la cuna de ganaderías bravas - y de cotizados bueyes de labor. Pero el mapa histórico de la ganadería española nombra lugares como el valle de Alcudia en la Mancha, las Bárdenas Reales en Navarra, o la comarca aragonesa de las Cinco Villas en las que antaño se asentaban numerosas fincas de toros bravos en un paisaje en el que hogaño nada hace suponer tal cosa.



Yo recordaba unas jornadas entusiastas en la no menos entusiasta villa de Montemayor de Pililla - nombre del que el genitivo quizá desmerecía un tanto del formidable núcleo del sintagma - lugar próximo a Valladolid y terreno de campos despoblados, en el que los lugareños amén de agasajarnos con un cordero excelente - tampoco se veían ya rebaños a la vista - tuvieron a bien explicarnos que  aquella tierra de regadíos abandonados, paredes de adobe y pinares seculares, había sido en otro tempo sede de una notable actividad ganadera. Y cuyos toros, según aseguraban, eran solicitados con notable fervor "para Valladolid y aún más lejos". Cómo íbamos a negarlo, si el lechazo era tierno y el vino de cosechero ameno. Y aún la tertulia que en medio de tan notable ceremonia un agasajante local hubo de amenizarnos con la escrupulosa descripción de los ritos de enterramiento de la zona, oponiendo los rituales de inhumación propios de los vacceos a otras prácticas crematorias características de los pueblos celtiberos.

Viajar por Castilla tenía estas cosas. Que en cualquier lugar te podías tropezar con un especialista en ritos prerromanos de inhumación.

Bajamos hacia el río Tormes. Queremos acercarnos a Peñaranda de Bracamonte. Le he asegurado a A. que tras la travesía del desierto del Sinaí, ésta es Canaán, la Tierra Prometida. Con un nombre así quién puede dudarlo.

Cercana, y ya en plena comarca de la Armuña - sinónimo de feracidad para los que están en ello - encontramos el indicador de Arabayona de Mógica, ya en dirección a la capital, a Salamanca.

No hay mucha gente en Europa - no digamos ya en Oceanía, por ejemplo - que conozca a algún natural de Arabayona de Mógica. Yo puedo presumir de ello. Y es que recuerdo a Arsenio, mozo lento y enamoradizo, el cual reveló en el curso de un monólogo allá por la Plaza Mayor de Salamanca ser hijo de la localidad.

El resto de la tarde transcurrió en una profusa descripción de las cualidades y virtudes de las patatas de Arabayona, pueblo que las produce en abundancia y de cuya calidad, al cabo de la tarde, no me cabía ya ninguna duda. Arsenio estaba enamorado y describía a su dama. Pero yo no acababa de entender la relación con las solanáceas comarcales.

En alguna ocasión, y especialmente contemplando el cuadro de Van Gogh sobre "los comedores de patatas" conservado en el Museo de Ámsterdam, me había asaltado la duda de qué diablos comería la población europea antes de la traída del notable tubérculo. Ahora me asaltaba otra. Y es la de de qué demonios hablaban los nativos de Arabayona - los últimos mojicanos - anteriormente al descubrimiento de América...

En un recodo de la carretera, en dirección al valle del Tormes, surge una nave industrial, cerrada. El rótulo en grandes letras señala: "Silo. Secadero de patatas". Abandonamos el camino inmediatamente.




Peñaranda en el horizonte. Atrás dejamos Fuente el Sol, localidad entrañable por la memoria de un amigo nuestro, letrado y rentista, en cuyo recuerdo hubimos de efectuar un viaje líquido en otra temporada.

No quiero hablar de ello. Ni de la magnífica iglesia y las tablas secretas, y la fuente, y la lápida laudatoria que descubrimos entre la bruma aquella tarde.

Camino del río Jordán y la Tierra Prometida los pueblos se confunden: Aldeaseca de la Frontera, Rágama, Paradinas de san Juan... Todos son villas agrícolas, todos poseen tapias de adobe y ladrillo ocre; todos conservan una iglesia con un ábside mudéjar.




En uno de ellos, pero no recuerdo cuál, la carretera bordea una espléndida tapia conventual, que cerca el atrio de la iglesia. Las casas, la plaza al otro lado, evocan la noción del hortus conclusus y su cercana relación con el Paraíso.

Estos muros conventuales, estos espacios dilatados y en silencio... Alguien comentó alguna vez, o lo leímos en algún sitio, que una de las mayores transformaciones del paisaje - de la destrucción, debió decir- de las ciudades castellanas había sido la desaparición de las tapias de la clausura de los conventos en las mismas. Era cierto y ahora evoco un destartalado recorrido comercial, el de la Ronda de Carmelitas de la ciudad de Salamanca, que alguien me contó estaba cubierto en otro tiempo por la vasta tapia del convento del Carmelo, y fue demolida posteriormente para construir el ominoso barrio moderno actual. Nunca he podido resistir la tentación de imaginarme aquélla.

En la comarca estival nada impide viajar por sus señales, ni atesorar sus nombres.

En un conocido poema de los últimos años de Luís Cernuda éste evocaba el nombre de Málibu, en donde nunca había estado .

Málibu.
Una palabra,
y en ella, Magia.

A. me cuenta que está peleándose con la traducción del poema de E. A. Poe, el The Coliseum, el conocido homenaje a la ciudad de Roma. Poe que nunca había visitado la ciudad, y nunca la conocería, escribe un encendido canto a la misma, prolijo y entusiasta, alcanzado por el único, y de alguna forma el más exacto, acercamiento a aquélla que el poeta poseía: el de su nombre.


              
                                                                 (fot. Fundación Joaquín Díaz)


Cruzamos la vía del tren y por fin alcanzamos Peñaranda.

En la plaza no hay nadie. En el centro de ésta el templete de la música, que evoca mañanas de domingo provincianas y con melodías de zarzuela que los notables tararean, al salir de misa. En uno de los soportales una tienda de ropa, también cerrada, con unas prendas con aire de boda en el arrabal y testigos de honor de una novia que apenas ha adelgazado para la ceremonia. Una corbata en concreto, entre fucsia y color ave del paraíso señala el tipo de aderezo que ya sólo podremos encontrar en los soportales de Peñaranda, sus comercios antes de que los cierren, definitivamente.

El restaurante Las Cabañas, templo de la ciudad después de la desafortunada restauración de la iglesia parroquial, está cerrado. Se han ido todos a la corrida de rejones a Salamanca, parece. Sólo está abierta la barra y el bar que da a la calle, en donde una parsimoniosa mesa de vecinos un punto socarrones juega al mus.

En este lugar, le cuento a A., yo había estado hacía poco con una amiga que se declaró vegetariana - después de ver la carta, abundante en tostón, cordero, morcillas y croquetas de farinato, como un manifiesto mordaz sobre la nouvelle cuisine.  El dueño, amablemente, en su lugar le trajo entonces otra carta en donde figuraban platos como el bacalao rebozado, unas truchas asalmonadas, tencas de río o unos prometedores chipirones en su tinta. Mi amiga se quedó un tanto perpleja. Entonces yo le tuve que explicar.

- Es todo un detalle. En esta región lo más cerca que llegan a concebir qué pueda ser un vegetariano es alguien que come de vigilia.

No recuerdo cómo acabó la cosa. En la barra esta vez nos sacan unos pinchos del día anterior, que se pueden comer.

Al cabo entra un lugareño, mayor y gruñón, que le propone no sé qué a la camarera. Ésta le replica.

- Mira, Anselmo. Yo estoy para otros menesteres.

El castellano no se ha perdido del todo, intuyo. Desde la mesa de mus le apelan:

- Anselmo. Que no hay pájaros hogaño donde hubo nidos antaño.

En ese punto decido quedarme a vivir en Peñaranda. El restaurante se abrirá alguna vez y mientras tanto podemos pedirle matrimonio a la camarera, que se llama Visitación por más señas.

En un pasaje de La Habana para un infante difunto Guillermo Cabrera Infante se dedica a proponer matrimonio a todas las mujeres que entran en la cafetería de la calle Prado, sean como sean, conocidas o no.

Si él lo hace, no veo por qué los demás no podemos seguir su ejemplo.

Él tampoco tuvo ningún éxito.




jueves, 24 de septiembre de 2015

Paisaje con nombres



                                                  ( Fuente el Sol. fot. Fundación Joaquín Díaz )


Nada impide que para acercarse a Peñaranda de Bracamonte tomemos una ruta más larga, en  dirección a Olmedo y a Medina del Campo.

Existe una razón: en esa carretera se encuentran, inmediatas, dos señales toponímicas que anuncian, en primer término, el lugar de Muñopedro. Y en segundo Martín Muñoz de las Posadas. Ante tal anuncio quién puede resistirse a atravesar la única calzada del mundo que posee, anejos, los nombres de Muñopedro y Martín Muñoz de las Posadas.

En las señales se encuentra la vieja Castilla - lo que va quedando de ella, sospechamos - y estos días se había levantado de nuevo, a raíz de unos artículos sobre cancioneros locales, una como antigua nostalgia.

Alguien podrá comentar que no se viaja en los nombres, sino en las cosas. A lo que, inmediatamente, le responderíamos con la cita evangélica que recuerda que: "No sólo de pan vive el hombre. Sino de toda palabra que surge de la boca del Señor".

Partimos. Sobre la llanura castellana, en el verano tardío, no resta nada sino los barbechos estériles, llanuras monótonas y algún sembrado de girasoles agostados que no hacen sino acentuar la esterilidad del paisaje. En los pueblos, a lo lejos, la torre mudéjar de la iglesia, un magnífico ábside tardorrománico en otra, las naves del silo a la salida de la carretera que une la aldea con la nueva autovía.

Todos los ríos están secos. A la salida de Arévalo, en la curva bajo el castillo, el cauce del Adaja no es sino arena, rollos, y unos olmos mustios que están perdiendo la hoja. Regatos o arroyos - o la laguna al pie de Adanero que señalaba todos los inviernos, precisa, las lluvias del año - no son más que tierra y polvo, entre unas riberas que hace tiempo que no tienen huertas, ni alamedas, ni olmedas - que sólo perviven en la toponimia o en el mustio poema de Antonio Machado, escrito ya desde la campiña de Jaén y el recuerdo de Castilla en la distancia.


 
  
Al pasar por la hoz del río no puedo evitar recordar la decepción que en otro momento me relatara mi padre, que había sido estudiante de geografía e historia en aquellas facultades de la posguerra con sus  listas de nombres de lugares memorizadas, cuando una tarde descubrió por fin el cauce del río Zapardiel - cercano, en la comarca de la Moraña - para advertir que tan sonoro nombre no encubría en realidad sino un arroyo triste y mortecino, que discurría sin prisa ni agua por entre unos puentes miserables.
 
Pero éste es un viaje por los nombres - no una descripción hidrográfica.
 
Cercana a Arévalo se encuentra Espinosa de los Caballeros. Ya en alguna ocasión anterior habíamos intentado alcanzar tan aristocrática villa y otra vez nos perdemos.
 
Cruzando la histórica villa de Arévalo, entre los dos ríos del estiaje, atravesamos la calle principal entre cafeterías y cajas de ahorro. Más allá de la plaza de toros y de un asador legendario - que, no nos vamos a engañar, son los lugares que conocemos con cierta profundidad - la señal que nos iba indicando la dirección a Espinosa se pierde, de pronto y ya para siempre.
 
Nunca podremos llegar a Espinosa. Siempre en el horizonte, al contrario de las tribus de Israel, nosotros nunca alcanzaremos, ay, la Tierra Prometida.
 
 

( En este punto A. recuerda la canción nocturna, tan cercana a estos lugares que advertía al otro
 
Sombras le avisaron
que no saliese,
y le aconsejaron
que no fuese,
el caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.
 
 Yo, por no ser menos, le recito la oscura premonición lorquiana
 
Aunque sepa los caminos
yo nunca llegaré a Córdoba (...)
¡ Ay, qué camino tan largo!
¡Ay, mi jaca valerosa !
Ay que la muerte me espera
antes de llegar a Córdoba.  )
 
  
Es lo bueno de viajar a mediodía por la estepa castellana. El silencio del horizonte - el demonio meridiano de la melancolía medieval -se puebla con citas. Y con nombres.
 
Camino de Madrigal de las Altas Torres - qué decir de tal nombre - se encuentra Blasconuño de Matacabras. Nada que decir tampoco. Aunque no pueda evitar aludir a la menesterosa costumbre moderna - tan cursi - de cambiar los topónimos a los pueblos incorrectos. Como el reciente cambio de Matajudíos por La Mota de los Judíos. O Chozas de la Sierra por Soto del Real. O, peor aún, el antiguo lugar de Porquerizas por Miraflores de la Sierra. (Esto último debe de ser un delito. Se lo tengo que preguntar a Jaime, con quien tantas tardes compartimos en las fincas, colmados y garitos de la sierra. De Chozas en concreto).
 
Menos mal que cercano, sobre la tierra de pinares, se encuentra Tiñosillos. O Juarros. O Mataporquera. Ningún ecologista tardío parece haberlo advertido aún.
 
 
 

                                                        ( fot. Fundación Joaquín Díaz )


No entramos en Madrigal. Es mediodía y el pueblo parece dormir. En su lugar bordeamos la melancólica muralla, caída a ratos, contemplamos las distantes torres: el ábside de la iglesia de San Nicolás, la cubierta gótica del palacio de Juan II  - donde naciera la reina Isabel -, los muros de adobe sobre la llanura yerma... Como todo se mezcla a estas horas  -como bien sabían Giorgio de Chirico y los monjes contemplativos - en lugar de evocar la alta genealogía isabelina a mí me da por recordar la historia del Pastelero de Madrigal, el esforzado toledano Gabriel de Espinosa. El cual tuvo a bien proclamarse efigie nueva del llorado rey don Sebastián de Portugal, perdido allá en la ardientes llanuras africanas... No sé contarle en detalle la historia a A.: sólo las pretensiones del animoso pastelero y su predecible final, en una época que aún no había comenzado a cambiarle el nombre a las cosas.

No hay sombras sobre el campo. Hay tractores parados y paredes de bloques a la salida de la villa. Y una antigua estación de servicio; y un corral sin animales. Cercana se encuentra la histórica Tordesillas, pero evitamos el rodeo hasta el río Duero que nos hubiera llevado definitivamente aún más lejos.
 
Bajo la ciudad, sobre el puente del río, advierto, es posible que flote aún el fantasma de un reciente iluminado, el cual se aherrojó días pasados para evitar el descenso del ancestral toro de la Vega y de sus animosos celebrantes. Nadie le hizo caso, al parecer, y al cabo hubo que desencadenarlo . (W.B. Yeats en su The Celtic Twilight hablaba de los múltiples rodeos que los habitantes de la comarca de Sligo habían de efectuar por sendas y pontones para esquivar a sus fantasmas - sobre todo al célebre fantasma sin cabeza, y a la banshee, y al caballo de río, y a un tal "Mr. Simpson" de inquietante persistencia - y es posible que algo de la animación irlandesa haya llegado hasta aquí, sospecho, y nos espere el tremendo fantasma de un estudiante de la Logse encadenado sobre el puente del Duero ).
 
No vamos a Tordesillas. La Junta de Ávila sí llegó en la Guerra de las Comunidades y Juan de Padilla llegó a entrevistarse con la reina Juana, en un encuentro fascinante y cargado de buenas palabras, pero del que no surgió ningún documento real. La victoria del César Carlos sobre las huestes castellanas devolvió a aquélla a su perenne encierro en el palacio anejo al convento de Santa Clara, de donde ya nunca más saldría. Resta el convento aún pero no la reina, a la que buscaríamos en vano, ni a su doliente sombra .
 
Definitivamente, no llegamos a Tordesillas. Se pierde a lo lejos.
 
 
 

sábado, 27 de junio de 2015

from La Habana


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     " Dos patrias tengo yo: la Habana y la noche "

                        - G. Cabrera Infante

 A la llegada, después de interminables esperas, paramos en un solar frente al aeropuerto, donde hay que esperar aún más. Coches aparcados, furgonetas, taxis viejos, policías... Esos espacios de tránsito, sin nombre, sin horizonte - la fachada del aeropuerto cubre el frente, los autocares los flancos. En el autobús pasan lista a los que llegan. Al final partimos: han retenido a alguien en la aduana, dicen.

Luego, cuando el autobús por fin arranca, la primera noción de un mundo otro: unos solares prolijos al pie de la autovía, los campos al fondo de un verdor, una humedad como nunca habíamos visto - un universo verde y espeso semeja cubrirlo todo. Han segado los bordes de la carretera: crees adivinar que esa misma noche volverán a brotar. Más allá bosques feraces, laberínticos, imposibles. Un seto de troncos oscuros con flores magenta - nunca vistas - interrumpe la vista, cruza por las ventanas del autobús a ratos.

Más tarde, el breve recorrido con luz - el sol está cayendo y cruzaremos las calles casi a oscuras, en esta ciudad en la que al parecer nada se ilumina.

El autocar abandona la autovía. Entra entonces en un universo de calles húmedas, casas de una sola planta de fachadas descoloridas y comercios cerrados. Hay gente inmóvil sobre las aceras, grupos de jóvenes en los solares, ociosos sobre los bordillos.

El recorrido, las interminables calles en sombra tienen algo fascinante - de nuevo, lo nunca visto antes.

Alguna de las fachadas muestran restos de una antigua retórica -unas columnas al frente, un frontón inclasificable, un título rimbombante. Otras son restos cerrados de viejos almacenes. Hay charcos de agua y sombras entre ellas. Hay rostros asomados, inmóviles, en las ventanas, interiores recogidos que nombran un mundo de silencio y pasividad al caer el día.

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Cena en la terraza del Hotel Colonial, frente al Malecón. El mar al fondo se escucha, pero no se ve. Me gusta un mar intuido, el rumor de las sombras.

"Todo pesa aquí", dice T. que lleva en la ciudad varios meses.

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A mediodía nos recoge T. en el hall del Hotel Sevilla. A ella le encanta, nos dice, el lugar, los vastos salones con fotografías de los antiguos visitantes del hotel. Boxeadores, políticos, cantantes, actrices - todas en blanco y negro. "Era el auténtico hotel de la mafia", añade. Pero descubriremos más tarde que hay varios establecimientos que ostentan tal honor. El Sevilla está en un barrio, alrededor del Parque Central, inmediato al bulevar que baja al Malecón, especialmente ajetreado y ruidoso - circunstancia ésta digna de resaltar en una ciudad en la que el ruido jamás se acaba.

Vamos a comer después a la terraza del Centro Asturiano, sobre la populosa calle Prado.

Primera vista de un mundo secreto en las infinitas azoteas de la ciudad: los palomares, una huerta precaria, unas sillas que penden sobre el abismo; un negro anciano que tiende la ropa y silba a lo lejos; una torre metafísica al fondo, sobre el mar.

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En la antigua iglesia de San Francisco - convertida ahora en salón de conciertos - habíamos entablado conversación con la encargada de las obras de restauración. Amable y cordial, accedió a enseñarnos los patios interiores del convento anejo a la iglesia. Monumentales - y recubiertos de andamios y cables - los claustros ostentaban los tres órdenes de la arquitectura clásica en un concierto ciertamente vitruviano.

Pero siempre hay algo en estos edificios - me había ocurrido antes en la llamada catedral, de fachada vignolesca - que no acaba de concordar con el clasicismo, o el supuesto modelo al que en teoría obedecen. Tampoco la iglesia inmediata, de clara influencia herreriana. Y no sé definir por qué.

Se lo comento a la atenta conservadora, que parece estar de acuerdo en mi extrañeza. Pero ella tampoco parece tener una respuesta a esta diferencia. Si no es un gesto vago, que viene a decir: "Esto está acá, lejos".

La conservadora, encantada por la charla sobre los órdenes de Vitruvio al parecer, accede entonces a enseñarnos la iglesia ortodoxa aneja al convento.

- ¿Ustedes no sabían que aquí había una iglesia griega?
- Nosotros no teníamos ni idea.
- La inauguró Fidel - comenta, orgullosa - En la visita del patriarca de Atenas.
- Cómo íbamos a saber...

A la salida una suerte de diosa negra, adolescente y en minifalda, nos contempla con un rencor ancestral, precolombino.

- Me odian - comenta nuestra arquitecta municipal -. Piensan siempre que les estoy robando los turistas.
- Mujer, ellas también tienen que ganarse la vida.
- Pues que se la ganen de otra manera. Esto es una vergüenza.

A uno la imagen de la Furia morena, con algo de esfinge pagana, le parece cualquier cosa menos una vergüenza. Pero me cuido mucho de decírselo. La indignada conservadora por otra parte se apresura a aclararnos que ella es militante del Partido. Cosa que habíamos adivinado hacía rato, sin necesidad de la explicación.

Bajo los altos muros del convento se erige en efecto una breve iglesia bizantina. Yo pienso que debe de ser la réplica exacta de a saber qué modelo, allá por Tesalónica o el Monte Athos. Pero el pope ortodoxo que casualmente se encuentra en el interior del templo, me lo desmiente.

- No es ninguna réplica. Es una iglesia griega, según el modelo tradicional.
- Ya veo.

La conversación entonces, fuera, bajo los muros del enorme convento franciscano, se hace prometedora. El pope - joven y de un innegable acento habanero - se enzarza con nuestra anfitriona en una diplomática pero inflexible discusión sobre la persecución de la Revolución a las celebraciones religiosas. Los dos poseen una prosa amable y algo retórica - que yo disfruto especialmente- pero en el fondo están en completo - y educado -desacuerdo. La discusión deriva luego hacia el tema de la ayuda soviética, que ha levantado la iglesita, o la restauración de una sinagoga cercana, en vista de las inminentes relaciones con el estado de Sion.

Yo estoy fascinado con la situación. Una conversación habanera frente al atrio de un templo griego entre una funcionaria del Partido, un pope ortodoxo, un vigilante mulato y silbador, y el encargado de las obras del convento, un ex-militar cubano, delgado y taciturno, que al parecer ha abandonado la fe, la esperanza y la caridad - según su compañera, ha abandonado el Partido, el Ejército y la Redención, y espera ya sólo en su silencio algo que a los demás se nos escapa por completo.

Cuando intento discutir con el sonriente y algo socarrón pope sobre el tema del Cisma de Occidente y la precedencia del filioque en el rito oriental, Teresa afortunadamente desvía la conversación a tiempo.

Regresamos a la oficina de los claustros.

- Yo - nos aclara nuestra amable guía - sigo teniendo fe en la idea. A pesar de todo lo ocurrido pienso que el socialismo es una idea perfecta.

- Santa fe - le contesto, en el ambiente perfecto después de haber admirado la tradición del iconostasio ortodoxo. Y de haber hablado brevemente con nuestro admirable pope sobre la iconografía, algo heterodoxa, que presidía el bajorrelieve del arquitrabe del atrio.

El antiguo militar y miembro del Partido sigue callado, sonriendo, mirando hacia la plaza, que ahora se abre hacia el antiguo muelle y los almacenes de San José en el puerto. Hay algo en su silencio que resulta infinitamente más atractivo que el discurso, las afirmaciones precisas de nuestra arquitecta  - antigua estudiante en Kiev y Moscú, según nos cuenta luego.

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Cruzando por la ciudad de Matanzas - decrépita, con viejos edificios coloniales arrumbados por la humedad, aduanas cerradas, sombras en las calles - no sé por qué imagino unas notas sobre la literatura en el Trópico. (El día anterior había estado hurgando en los puestos de libros de Plaza de Armas. Innumerables joyas de edición barata y precio largo, de las que sólo me había hecho con alguna de las inexistentes en España. Un Alejo Carpentier que no conocía, "El acoso", del año 1969. Una serie de relatos rurales de Samuel Feijóo, "Tumbaga"; la traducción directa del checo del "España, España..." del brigadista Artur London; una recolección de notas históricas sobre la ciudad, del erudito García del Pino...).

Ésta - la literatura del Trópico - es, semeja de pronto, necesariamente enfermiza, algo redundante. La persigue una fiebre tropical que está rondando siempre al acecho.

Literatura de la profusión, de la multiplicidad - de objetos inmóviles. El calor, o el sueño, fomentan una estética del barroco, de lo múltiple. Que - imagino de pronto una columna salomónica - se abraza a sí misma, sin salida.

Literatura de las islas. La enfermedad, el pantano, la ciénaga. El movimiento en círculo - sin redención a la vista.

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Una estética de la ruina. Todo lo que nos fascina en Cuba son objetos que han perdido, definitivamente, su función.

Los ingenios azucareros de Matanzas, ayer por la tarde; un salón de baile en Vedado - saturado de cuerdas para colgar la ropa; los mohosos edificios coloniales; un almacén cerrado; un café aristocrático sin aristocracia - y sin ventanas - y con cajas de cerveza por los suelos; un mercado vacío; una aduana clausurada...

¿Cuándo se ha visto una estética tal? Sin un solo objeto presente; cuyo único esplendor es la imagen perdida, los edificios en ruinas...


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Los olores del Trópico, la inminencia de la podredumbre... Una deriva solitaria por las calles de Habana Vieja. Todo lo que se pudre, lo que fermenta.

Un paseo asomándome a los interiores, a oscuras, que apenas se divisan desde la calle. Todas las ventanas, los portales están abiertos. Desde ellos los habitantes contemplan la calle, se sientan en butacones desvencijados, conversan en voz baja. En una galería baja unos jóvenes escuchan música, bailan una suerte de rap sincopado, con acento isleño. En otra, en varios zaguanes, talleres insólitos de carpintería, sin apenas herramientas.

En una casa, frente al portal, arreglan un Buick viejo. Discuten algo, ponen en marcha el motor. Suena como un buque a punto de desguazarse. Luego, entran en el precario taller y aparecen de nuevo con alambres, unos manguitos de goma, una correa imposible. Vuelven a arrancar el motor, pero éste sigue sonando a barco de pesca, a constipado permanente.

Un mercado insólito, en la trasera del convento de Santa Clara. Apoyados en el mostrador unos parroquianos conversan. En el interior, en las largas estanterías, no hay nada. En una esquina, yacen dos sacos, abiertos, con frutas oscuras que no conozco, a los que nadie presta atención. Bajo los soportales un poco más adelante un viejo con sombrero repara un reloj de enrevesada maquinaria. Bajo el taburete un cartel, escrito a mano, que reza: "Se reparan todo tipo de relojes". Hay una animada tertulia a su alrededor. Los vecinos conversan a voces, no miran a nadie. El viejo sigue enfrascado en una enorme corona de muelles. Pesada, algo oxidada.

Camino hacia San Francisco, la Plaza Vieja. La vida en los interiores, en susurros, detenida, a la que apenas alcanzo, un instante, y vuelve a la oscuridad luego. Las tiendas vacías: una librería sin libros, una farmacia con prospectos; una carnicería sin carne, un mercado sin mercancía...

En una taberna en la esquina de Mercaderes hay dos parroquianos viejos, en silencio. El tabernero, mulato como ellos, mira al frente, a la calle que se va colmando del sopor del mediodía, un aroma distante a puerto y pescado podrido desde el cercano muelle, el mercado de San José. En la barra no hay nada; nada aparece en los estantes al fondo, allá donde la vasta taberna se oscurece.


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Cenando frente a la antigua aduana del puerto, en un fascinante hotel con muebles coloniales y terraza con vistas al fuerte del Morro, a uno - quizá la cerveza caliente, quizá el ron, o el salitre - le da por imaginar de pronto las vidas y remembranzas de unos abuelos y bisabuelos a los que nunca llegué a conocer. Pero cuyo periplo como capitanes de barco desembocaba, decían, inevitablemente en la Habana. (Eso al menos contaba la tía Concha, guardiana de todo el saber de la familia). Los abuelos de las dos ramas paternas viajaban siempre a la Habana. (Y a San Francisco, y a Liverpool, y a Manila...).

Qué nostalgia algo alcohólica y vespertina la de imaginar la estancia de unos antepasados que ignoro en este mismo muelle, quizá en el mismo puerto, el mismo mar de enfrente.

Luego, pasado el primer momento elegíaco les cuento a las amigas una historia algo menos instructiva - que a mi padre, especialista en historias nada edificantes, le encantaba repetir.

 Es la del luto de la tía abuela Ángela, la cual obligó a toda la familia, servidumbre incluida, a compartirlo con ella, después de que su marido, afamado capitán de la Marina mercante, hubiera desaparecido hacía años en uno de sus numerosos viajes.

Contaba mi padre que unas temporadas más tarde hubo de parar por el pueblo el primo Ricardo, capitán asimismo y pariente de la anterior.

- Che, Angeleta. Qué haces así, de negro como un pingüino. Y tus hijas...
- Ricardo, qué voy a hacer. Estamos de luto por la muerte de mi marido, tu primo Antonio.
- ¿El primo Antonio? ¿Muerto? Coions, Angeleta, quítate esos lutos. Tu marido vive en la Habana, en un bohío. Se ha juntado con una negra y deben de tener varios hijos, todos morenos por cierto. Así es que ya estás quitándote esas ropas y vistiendo bien a la cocinera.

Las amigas ríen.

- Así es que a lo mejor todavía tienes parientes en la Habana...
- No diría que no. Aunque vaya usted a saber quiénes son.
- Quizás el del saxofón. Se da un aire.
- Quizás. Pregúntale luego, cuando acabe la canción.

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Paisaje con nombres. En un recorrido hasta la distante hacienda de Hemingway, la finca Vigía en el antiguo poblado de San Francisco de Paula, el taxista va nombrando los edificios, las calles en ruinas de la ciudad que esa mañana estamos atravesando.

Como una iluminación impagable lo que hasta entonces no era sino un paisaje indiferenciado y sin marcas - una ruina tras otra, un edificio cerrado, unas mansiones sin función - el ejercicio de los nombres puebla lo que hasta entonces no era sino un escenario vacío e indiferente, agobiante por el calor y la humedad, sin señales algunas.

- Éste era el Mercado Central -comenta al paso de una vasta nave, con galerías a los lados, de una arquitectura aún atrayente a despecho de las derrumbadas cubiertas - Aquí se traían directamente los productos del campo. Siempre estaba lleno.

- Hace mucho que está cerrado. - Contesta luego, a una pregunta mía.

Hay una suerte de mercadillo en una rotonda, al lado de un parque. La gente, en las aceras, apenas deja pasar los coches, inunda la calzada más adelante. Las calles van dejando su urbanidad poco a poco. En una amplia avenida, la Calzada de Guines, al extremo de la Ronda, aquellas ya son de tierra, donde la avenida termina. La casa de Hemingway está cerrada ese día. El sabio conductor cierra el coche y nos acompaña por unos senderos de tierra, que rodean la finca. Cruzamos casas con chapas, un picadero de caballos con moscas, un secadero de no sé qué al sol, un camino que se pierde a lo lejos... Los vecinos nos contemplan. Nunca han visto un turista por allí, pienso. El taxista, poseído por una prosa lenta e inagotable, prosigue su minuciosa descripción. De la devastación, finalmente.

Ésta era una calzada comercial, nos indica luego al regreso. En ella no resta ningún comercio. La otra, también plagada de los solemnes edificios con columnas al frente, ostenta el nombre de Calzada de Guanabacoa - encima. Ésta era una importante cafetería. Aquélla una factoría de maderas. Hay una antigua estación de ferrocarril cerrada. Los otros edificios - fascinantes todavía - los frontones de unos cines de barrio, que en los 40 se llenaban a diario. Un hotel sin ventanas, un salón de baile desvencijado... Las casas, las galerías porticadas, las columnas descoloridas, nombran una ciudad aún burguesa y cotidiana, y menestral a ratos. De la que no resta nada.

A instancia mía el taxista prosigue el periplo por nuevas calzadas, por avenidas distantes, mientras poco a poco vamos retornando a la Habana Vieja, al centro de la ciudad. Yo sigo fascinado por el recorrido con nombres, en los que estos iluminan lo que de otra manera no hubiera sido sino un vago paisaje indiferente, confuso y sin marcas - excepto su evidente decadencia, su escenario vacío y sin función alguna.

Nos despedimos cerca del Capitolio ya, en una calle con puestos de zumos y collares y un supuesto patio colonial dedicado a la santería, atestado de adolescentes, del que salimos enseguida.

- Cincuenta años para descubrir que estamos jodidos -me dice al despedirse el taxista.

 No se qué responderle, claro. Ni cómo agradecerle su iluminación esa mañana, el repertorio de nombres que designaban, precisos, las ruinas.

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Paseo por el Malecón. Vista del atardecer en el Trópico.



miércoles, 10 de junio de 2015

la obra del poeta Toshei





( - Filiberto Menna , "Sull l´opera del poeta Toshei ".   Editado originalmente en Arts &Crafts  nº 22 , Milano, febrero 2012.      La traducción es nuestra ).


No fue sino muchos años después que Antonio Andrada encontró aquellas notas del japonés Ishida Toshei.

Las notas, comentaría entonces, constituían una suerte de texto clave en la estética de la desaparición dentro del arte conceptual de los años 80.

Figuraban en el oscuro catálogo sobre la correspondencia que en algún momento habían mantenido el poeta Toshei y la escultora Luisa Lawler tiempo atrás en Italia. Aquella época había sido olvidada, finalmente, y el profesor Andrada sólo había encontrado algunas referencias sobre la escultura conceptual de los 90, movimiento del que se sabía Toshei se había ocupado alguna vez. Pero del que no había dejado sino algún artículo disperso, olvidado en el conjunto de su obra crítica más tarde.

La historia posterior es sobradamente conocida y ha sido recogida en numerosas publicaciones. En 1998 el poeta Toshei edita un voluminoso ensayo, titulado sorprendentemente "La literatura japonesa en Ávila", en el que defendía, con exhaustivas notas y prolijas referencias, la existencia de una corriente oculta del "tanka" en la provincia de Ávila, tendencia que habría dado lugar a una obra minuciosa e inadvertida hasta entonces. Pero que no por ello habría dejado de ejercer una secreta influencia sobre la áspera y fría provincia castellana.

Los detalles de la polémica han sido repetidos y no los vamos a enumerar aquí. Baste recordar que la aparición de la obra suscitó una vaga perplejidad al principio y el rechazo más abierto en un segundo momento, con refutaciones indignadas en los medios locales. Entre los artículos de la historiografía provincial recordamos la edición un año más tarde de un profuso mamotreto, auspiciado por la Sociedad Republicana del Barco de Ávila, intitulado "Contra el supuesto Oriente en la sierra de Gredos", volumen farragoso en el que alguien advirtió - no sin cierta propiedad - de la influencia masónica en la provincia.

Toshei, que, después de su estancia italiana y de unas agitadas temporadas en los medios culturales madrileños, había residido todos esos años en la sierra de Gredos, había retornado al mundo de la publicación con su sorprendente ensayo. Era su inesperado regreso al mundo editorial tras una estancia en pueblos minúsculos y bibliotecas remotas de la sierra, que a alguno le hizo pensar en un apartamiento definitivo de la vida literaria.

Aquel año, como varios recordarán, Toshei conoció una suerte de renacimiento crítico. O por lo menos mundano. Dio algunas conferencias en librerías de provincias y museos locales, y su presencia se hizo algo menos rara en las inauguraciones y saraos que en torno al mundillo artístico tuvieron lugar en la capital. Muchos ya no le recordaban y alguno se sorprendió al serle presentado alguien que, no sin cierto rubor, pensaban había desaparecido literalmente.

Entonces se comentó - tras la relativa difusión de sus últimas colaboraciones sobre arte contemporáneo en las revistas del gremio - que Toshei, tras el largo silencio y un confuso vagabundeo por las montañas abulenses, estaba preparando la minuciosa edición de la obra que durante esos años había elaborado en el apartamiento de las aldeas castellanas. En una conversación publicada en la revista Lápiz con la editora Fania Al-Idrisi ésta comentaría que, en efecto, una tarde, aunque a regañadientes, Ishida le había confesado estar corrigiendo la edición de un volumen inédito, del que no quiso precisar otra cosa que la extensión del mismo.

El resto, de nuevo, es conocido. Invitado a dar una conferencia en la Universidad de Cuenca - donde su obra había provocado un cierto revuelo entre los estudiantes y profesores de la facultad de Bellas Artes de la ciudad - Toshei se pierde en algún lugar de su viaje y no se vuelven a tener noticias de él.

No se ha sabido nada del poeta con posterioridad a esa fecha y su nombre desaparece irremisiblemente de las publicaciones en los años siguientes.

Años después, en el curso de una investigación sobre las teorías estéticas y la crítica artística de los años 90, el profesor Antonio de Andrada encontraría las notas inscritas en la correspondencia del poeta con la escultora  Lawler - de quien algunos habían afirmado, sin más pruebas, había sido su amante en Roma - cartas que, declaró en algún lugar: "Explicaban toda la historia. El silencio del crítico, el retorno a la escritura de Toshei y su posterior desaparición".

Al parecer se trataba de una larga conversación mantenida entre ambos en la que el poeta aludía a los días de Roma, una vaga estética del zen y a la obra musical del compositor Luigi Nonno, entre otras cosas. Y a no se sabe qué suerte de promesa mantenida entre ambos interlocutores.

Todo esto lo comentaría Andrada en conversaciones mantenidas con sus editores más tarde. Poco después el teórico portugués había comenzado a escribir un largo ensayo que versaba sobre el tema de la desaparición, el minimalismo y la teoría de la transparencia. Y donde ocupaba un lugar preminente la obra - y el silencio - de Toshei. Y sus relaciones literarias y personales con la escultora vasca.

Desgraciadamente Andrada nunca publicó el anunciado libro. Preguntado en alguna ocasión posterior nunca quiso dar cuenta del mismo.

El propio Andrada se retiraría a una aldea apartada en la freguesía de Tras Os Montes, desapareciendo del mundo literario a su vez.




miércoles, 8 de abril de 2015

De un libro japonés

 
(plaquette fotografías Ángeles San José )
( Diseño Fátima Gabriel ) 
 
Galería Adora Calvo, Salamanca. 13 de marzo 2015.
 
Buenas tardes:
 
Yo tenía que preparar estos días un texto para la presentación del libro sobre "La literatura japonesa en Ávila" aquí en Salamanca. Pero lo único que me surgía, una y otra vez, era una canción de Leonard Cohen,  Famous Blue Raincoat. Y en concreto los primeros versos en los que el canadiense afirma:
 
It´s four in the morning, the end of December
I´m writing you now just to see if you´re better
New York is cold, but I like where I´m living
There´s music on Clinton Street all through the evening
 
No sé muy bien por qué se repiten aquí estos versos. Sé que remiten por otra parte al inicio, inolvidable asimismo, de la novela Argos el ciego del siciliano Gesualdo Bufalino. Allí donde cuenta: "Fui joven y feliz un verano, en el 51...".
 
Esta línea sé más certeramente por qué aparece. Pero no viene al caso citarlo aquí.
 
Poéticas de la precisión, en cualquier modo.
 
En el de Leonard Cohen los críticos han hablado entre otras cosas de la realidad del famoso abrigo azul - un Burberry por más señas - que como todos ustedes saben aún conservaba en 1975, después de que hubiera comentado que "Elizabeth pensó que yo parecía una araña con él. Probablemente ésta fue la causa de que se negara a viajar conmigo a Grecia ". La crítica en general ha comentado en otro lugar de una supuesta influencia de la poesía de García Lorca en la obra del canadiense, a quien lee desde sus primeros años en la Universidad de Montreal y en torno a cuyo pequeño vals vienés había escrito la célebre canción Take this waltz. ( En general cuando hablan de ello se pierden en análisis de la imagen, de la metáfora e incluso en algún lugar hemos leído sobre la presencia de dactílicos o del ritmo trocaico en los versos del músico).
 
Uno en este caso recuerda más bien el relato que sobre la angustia íntima del poeta granadino hubo de rodear su más tarde célebre viaje neoyorquino. En unas declaraciones al periodista Luis Méndez en 1933 aquél había juzgado el espectáculo de la ciudad como "Impresionante por frío y cruel... espectáculo de suicidas, de gentes histéricas y grupos desmayados, espectáculo terrible, pero sin grandeza. Nadie puede darse idea de la soledad que siente allí un español, y más todavía un hombre del sur". El poema pequeño vals vienés figuraba, como saben, en la alambicada relación que el escritor José Bergamín organizaría una década más tarde, no se sabe con qué exactitud, del libro póstumo Poeta en Nueva York del escritor granadino. Alguien habló en concreto del poema vienés como "una elegía por la infancia y los desvanes de la infancia, y la cercanía de la vega de Granada, escritos entre el asombro gris de las calles de Manhattan". En su descargo citaba los versos
 
Porque te quiero, te quiero amor mío,
en el desván donde juegan los niños
 
Puede ser. A mí me gusta más bien recordar un curioso panorama visual, reflejado en la lista de las 18 fotografías que según el poeta habrían de servir para ilustrar el libro. Entre ellas figuraba "un desierto"; unos "pinos y lago", unas "máscaras africanas" o un "fotomontaje de calle con serpientes y animales salvajes"... Es de notar que de toda la lista García Lorca hubiera de recurrir al fotomontaje, técnica vanguardista por excelencia, sólo para reflejar la calle zoológica. Para eso se había inventado: para suplir las carencias de unas avenidas que se negaban a ratos a ilustrar la lírica. ( En realidad en la relación de imágenes aparece un segundo fotomontaje con "la cabeza de Walt Whitman". Pero aquí se nos escapan las carencias líricas de la efigie del solemne vate americano).
 
Los críticos abundan en las influencias metafóricas y surrealistas de la obra de Lorca en Leonard Cohen. A mí me parece, no sé muy bien por qué razón, más certero describir un ambiente: el de la Velvet Underground en el Nueva York de los años 70. Y lugares como el Chelsea Hotel de la calle 23, en donde como todo el mundo sabe tuvo lugar el encuentro del músico con la cantante Janis Joplin en el ascensor de aquél y las relaciones posteriores de ambos. Cohen - según afirmaba él mismo - en su única indiscreción amorosa escribiría la no menos célebre canción Chelsea Hotel. Que, a despecho de la exactitud del título, remitía en realidad a una poética de la incertidumbre, quizá más exacta en el fondo para recordar una historia amorosa - la cual concluía en un desdeñoso "That´s all. I don´t think of you that often". Imprecisión que se reiteraba en el obsesivo estribillo; "I need you. I dont need you"...
 
Porque como él mismo declararía en Londres años más tarde, a quien en realidad Janis Joplin estaba buscando era a Kriss Kristoferson, con quien el músico canadiense no podía ciertamente confundirse bajo ningún aspecto - ni siquiera metafórico. Ni en aquel hotel de escaleras abiertas, carteles de la Factory o puertas que se abrían y cerraban misteriosamente a cualquier hora.
 
La incertidumbre... La literatura de la Beat Generation remitía normalmente a un momento impreciso en la noche, un hotel de paso, una ciudad a la que se acaba de llegar y que se abandona más tarde, sin haber conocido su nombre.
 
Leonard Cohen por el contrario había nombrado exactamente.
 
I remember you at the Chelsea Hotel
In the winter of 1967
 
Lugares de lo preciso. Lou Reed en uno de sus mejores temas citaba un lugar concreto del satori - o iluminación en traducción precaria - el mismo al que tiempo atrás había aludido Jack Kerouac en su novela Satori en París.
 
Esta vez era en Berlín:
 
In Berlin, by the wall
(...) We were in a small café
You could hear the guitars play
Oh, honey. It was paradise
 
Poéticas de lo exacto...Pero en realidad de quien yo quería hablarles, ahora que lo recuerdo, es del viaje del pintor japonés Sesshu a la China en el año de 1467.
 
 
Sesshu Toyo, como ustedes conocen bien, se había iniciado en los estudios budistas primeramente en el templo de Hokufu- Ji en Okayama, pasando a residir más tarde en el santuario Shokoku-Ji en Kyoto, de estricta observancia zen.
 
Bajo la dirección del monje-pintor Shubin se había introducido en las tareas de la pintura - zen - sobre papel. Del viaje posterior a China sabemos fundamentalmente que "visitó los más importantes monasterios del zen". En su periplo hubo de entrar en contacto, entre otros, con el célebre pintor de la época Sung, el monje Liang K´ai, de quien los contemporáneos afirmaban, nada menos, que "pintaba la inmensidad del universo y de las cosas". No debió de ser fácil el encuentro. Liang K´ai habitaba "en una ermita próxima a la de Mu´ Ki, en las montañas situadas al oeste del Hang-Cheu, entre el lago Si-Hu y las montañas del Chekiang ".
 
K´ai era uno de los maestros del estilo hatsu-boku que recordamos que significa "salpicar" y "tinta". Splashed-ink en la más utilizada versión inglesa. A pesar de lo que se afirma en algún lugar, el monje Sesshu no pudo conocer entonces la famosa obra anónima sobre pintura "El jardín del grano de mostaza", por la sencilla razón, inexorable incluso para el maestro japonés, de que sería escrita un siglo más tarde. Pero sí los principios en que dicha obra había sido inspirada. Como las nociones de sabi, wabi y shibumi, fundamentales en la teoría estética - y de la contemplación - del budismo zen que, como apenas será necesario aclarar aquí, significan soledad, la pobreza y lo inacabado.
 
Al regreso de Sesshu al Japón habría de convertirse en uno de los más célebres pintores de su época. De sus obras todos recordamos por ejemplo el conocido "Paisaje hecho en estilo hatsu-boku" de 1495. De esta técnica pictórica se afirmaba que " - la más propia de las pinturas del zen - consiste en emplear sólo unos cuantos trazos sugerentes del pincel, llenos de profundo significado, que enmarcan espacios vacíos".
 
Teorías de lo concreto, de nuevo. La aparición de las figuras, el trazo - y sobre todo, la caligrafía - acotaban el significado en estas pinturas - dentro de un extenso marco vacío, no menos significativo según la tradición.
 
Qué se podía esperar de una cultura que para dibujar el kanji "lago" lo hace con la unión de tres trazos: agua, luna y antiguo. O que para nombrar el color marrón lo designa como "color de té" - o el gris "color de ratón".
 
No podía el Imperio Nippon no obstante substraerse en uno u otro momento de las nociones de "lo distante" y la imprecisión de "lo lejano".
 
El padre jesuita portugués Joao Rodríguez Tsuzu lo había reiterado con precisión en su Historia da Igreja do Japao publicada en el siglo XVII.
 
"Ordinariamente son inclinados a pinturas solitarias y nostálgicas, conforme a su humor melancólico, como son los cuatro tiempos del año. (...) bosques sombríos, montes rocosos y el agua que por ellos viene cayendo: ermitas de ermitaños en los desiertos y valles entre árboles, y ríos, lagos y mares con embarcaciones en ellos a lo lejos... ".
 
Todas las nociones, de nuevo, nos remitían a una poética distante. El conocido "Paisaje..." de Sesshu se había descrito antes como que "representa unas montañas lejanas, casi diluidas, y una roca cubierta de árboles".
 
Ahora que lo recuerdo, y ustedes sin duda habían advertido ya, en 1994 Leonard Cohen había ingresado en el Mount Baldy Zen Center, una suerte de monasterio budista cercano a Los Ángeles, en donde vivió durante unos cuatro o cinco años.
 
En el monasterio recibió como monje budista el nombre de Jikan, que como sabemos significa "silencio".
 
La verdad es que no sé ahora si todo esto tiene algo que ver con lo que nos ha reunido aquí esta tarde. O quizá sí.
 
Muchas gracias.
 
 
 




Leopoldo Panero en otoño

En la Plaza Mayor de Salamanca, con la llegada de noviembre, instalan las casetas de la feria del libro en el centro de la explanada. Noviem...

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