miércoles, 20 de diciembre de 2017

El Mar del Norte



Horacio (a Tiberio) .

"A ti el Nilo y su oscura fuente admira. / Hister y el veloz Tigris y el Océano /  plagado de monstruos que aturde / a los britanos con sus fragores...".
         - Carm. IV  14, (45-48 )

"Y surcan con sus pataches, aventurándose a largas distancias, una mar agitada por los Notos y el abismo de un océano plagado de endriagos"

       - Avieno, Ora marítima,   s. IV a. C.


" (...) después el cabo Cinético, por donde se produce la caída de la luz sideral, irguiéndose altivo como último bastión de la rica Europa, cuando ésta se precipita en las olas del océano poblado de monstruos".

        -  Avieno, o. cit.

" (El Mar del Norte) un mar sin límites se extiende al norte y a al oeste, ningún navegante ha osado  atravesarlo porque la atmósfera es tétrica y brumosa, y los vientos desfavorables: en algunos lugares está cubierto de juncos. Está lleno de monstruos marinos que espantan a los navegantes, obligándoles a retornar".

          -   Avieno


" Una tierra de niebla y penumbra (...) Más allá de la cual se encuentra el mar de la muerte, donde comienza el infierno"

         - Homero , Iliada  

" Tehra, jefe de los Fomoré, vencido en la batalla de Mag-Tured, se convierte en rey de los muertos, en la región misteriosa que habitan más allá del océano".

        - H. d´Arbois de Jubainville


"Los celtas siempre representaron el otro mundo y el más allá maravilloso de los navegantes irlandeses en forma de islas localizadas al oeste (o al norte) del mundo".

           - Diccionario de símbolos,   Barcelona 1986, pg. 596


"Pomponio Mela describe los actos de nueve sacerdotisas (antistites) que residían en una isla, lejos de Bretaña, tan interesantes como el oráculo de una divinidad gala".

      - E. O. James     Historia de las religiones


"Algunos dioses abandonaron el suelo de la isla y se retiraron a un país llamado Meg Meld, más allá de los mares de Occidente "
           - o. cit.


"Polibio recoge la opinión de Estrabón cuando afirma que "no existe nada más allá de Yerne (Irlanda)".

"Procopio de Cesárea que en el siglo VI narraba cómo en aquellos tiempos aún se creía que la tierra de la muerte se situaba al oeste de la isla de Gran Bretaña".

             - F. J. Gómez Espelosín      Geografie fantastiche nella Grecia antica         Roma, 2010




                                                                 ( fot. Ángeles San José)


"Tristes", "montañosas" y "pobres" son las tierras de Escocia según lo recuerda un anónimo mercader milanés que las visitó a comienzos del siglo XVI; de un lugar "yermo e inhabitado, lleno de páramos" nos habla Andrew Borde".

               - María Serena Matzi   Los viajeros medievales   Madrid, 2018.



"El viento es terrible esta noche
surcando el océano blanco y salvaje:
no debo temer a los terribles vikingos
que cruzan el mar irlandés".


       -  Copista anónimo .(En los bordes de un manuscrito del monasterio de ...) 




domingo, 19 de noviembre de 2017

Costa de Aveiro




(Del " Cuaderno de Guarda" de Antonio de Andrada. Portalegre).


" (...) El hotel en el que nos alojamos está situado en un paraje un tanto aislado, cercano a los edificios del puerto comercial. Es una amplia avenida donde cargan los camiones en el puerto pesquero, en un extremo de la ría. He pasado la mañana recorriendo las playas desiertas, en los bordes del Atlántico. Llegaba un aire frío, constante, del lado del mar.

Tuve la sensación del mar inmenso, el océano gris que se abría en esta costa airada y no cesaba hasta las remotas costas de América, ignoradas desde aquí. En un tiempo el océano era la puerta del abismo. "Más allá no hay nada", se afirmaba. Un extenso manto de espuma blanca llega hasta la playa. En el mar no se veía nada: ningún barco, ninguna vela. En una terraza situada sobre las dunas, al abrigo del viento, me siento luego a leer un rato el Fernando Pessoa clásico, el de las Odas de Ricardo Reis, que he traído conmigo. Es una lectura de los límites, de la serenidad estoica de un clasicismo que se había perdido tanto tiempo atrás, y se conservaba en la dignidad - y cierta resignación melancólica - de un personaje aún sujeto a los antiguos dioses, médico en la colonia, como es el Reis que nos dibuja Pessoa.

Resulta una grata, atenta lectura en la mañana airada en el escondido bar sobre la playa. Pienso después que nunca lo voy a volver a leer así, como en el breve momento en la playa da Vaqueira, esta jornada tormentosa. Más tarde sigo recorriendo las carreteras de la costa. La lengua de tierra que se adentra desde el puerto la divide en dos. Dentro, el paisaje sereno de la ría, las playas de fango, los huertos de maíz, unas casetas de labor abandonadas. Al otro lado, más allá de las dunas, el mar abierto, el océano airado, piélago "plagado de monstruos" como lo nombrara el poeta clásico.



Hay, inmediato al ventoso escenario del mar y las dunas y las playas desiertas, otro diferente, que le agrada a F. cuando lo cruzamos. Es el del paseo marítimo de Costa Nova, a este lado de la ría, bajo la ciudad de Aveiro. En él se alinean unas casas de veraneo antiguas, las fachadas de colores, unos patios frente a la calle con sillas, un canapé de madera descolorido. Vemos luego a un viejo solitario que se sienta en una escalera a la caída de la mañana.

(...) Por la noche vamos a cenar al restaurante tradicional del lugar, que se encuentra en una de las casas bajas del paseo. Ya no cruza nadie por él. El local, apenas iluminado desde afuera, es un comedor silencioso, con dos o tres mesas ocupadas, que apenas hablan entre sí. Tiene el aire de lo detenido hace mucho tiempo. Nos dan una mesa al lado de la ventana, frente a la bahía.

Traen la comida en silencio, también. La frasca de vino negro, los manteles blancos, el pan oscuro. La cena - anguilas de la ría - es muy buena, por otro lado. Sentados bajo la ventana, pienso que es un lugar de invierno, independientemente de la fecha en la que vamos. De un invierno tradicional, monótono y sin sobresaltos. Los comensales, escasos, acudirán aquí a la caída de la tarde. Llueve a ratos. Luego, a la salida, no habrá nadie en el pueblo, no cruzará ya nadie por la calle, apenas iluminada frente a las remotas luces de Aveiro a lo lejos, al otro lado de las arenas de fango.

Recordé entonces una cena en un lugar similar, hace años, con M. Era una taberna de Sagres: las mismas mesas, el mismo vino, oscuro y agrio, el mismo silencio sin sorpresas alrededor... Al regreso del viaje a la costa del cabo de San Vicente intenté escribir un relato sobre el lugar, la penumbra del local, la sensación del invierno en pleno verano. Que nunca pude terminar, imposibilitado de avanzar en la descripción de unos acontecimientos, mínimos, que en realidad pertenecían al primer instante (...) "


              -  De    Eugenio de Andrada      Cuaderno de Guarda     ed.  Portalegre, 2006.




martes, 10 de octubre de 2017

Del valor de los libros raros



 Me había ocurrido ya en cierta ocasión.

Acuciado por la necesidad de desprenderme de parte de las prolijas carpetas y cajas de libros de una casa de la que nos trasladábamos, había avisado a un librero para que viniera a verlas, en la incierta esperanza de que aquéllas guardaran todavía cierto valor.

El recuerdo de los años en que todo era celebrado - y publicado - las envolvía aún. Y yo pensaba en la rareza de muchas de ellas, y el exótico prestigio que a alguna de aquellas ediciones había rodeado en su momento.


Varias habían sido, en su día, ciertamente difíciles de conseguir. Alguna era una edición insólita, de autor no menos raro. Para la colección de Entregas de la Ventura, que publicara en su día Valentín Zapatero con la colaboración de Andrés Trapiello y Quico Rivas, había tenido que acudir personalmente a la casa del editor -que falleció al poco-, convencerle para que me cediera varios de los ejemplares mínimos y cuidadosamente diseñados que estaba publicando, y regresar satisfecho a mi estudio con aquellos insólitos Francisco Pino, Miguel Sánchez Ostiz, César González Ruano, Koldo Artieda o Juan Manuel Bonet... Estaba también el legendario "Aprender a nadar" de Carlos Alcolea, que había editado Quico Rivas en una precaria edición - bien es verdad que este último libro, solicitado por los círculos de iniciados en su momento, aparecía ya con frecuencia en los estantes de la Cuesta Moyano a precio de saldo. No menos rara había sido la edición de las Figuras de definición de Juan Navarro Baldeweg en la misma colección, con textos de Patricio Bulnes. Estaban los cuadernos de dibujo de Luis Gordillo o los diseños de Miquel Navarro, que había publicado en una edición limitada - y sólo accesible a los conocidos - el crítico Mariano Navarro. Una selección de poemas del escurridizo Lasso de la Vega, reunidos por Juan Manuel Bonet. Otra colección de ejemplares de la Editora Nacional, dirigida por el visionario Javier Ruiz, entre la que figuraba un memorable tratado sobre La Cueva de Hércules de Toledo. Y otro no menos memorable ensayo de Ignacio Gómez de Liaño sobre "Los plomos del Sacromonte". Sin contar con la edición de los "Tratados y Cánones" del hereje Prisciliano, que a los que aún no habíamos alcanzado a leer los centones de don Marcelino nos supo a primera iniciación heterodoxa. Paul Morand o Rafael Sánchez Mazas, Marcelin Pleynet o Joan Perucho, entre otros, eran los nombres de aquellas ediciones heroicas, que, repetidas en ocasiones, se guardaban allí.


Y más rarezas de ese corte... Pero sobre todo cuando avisé a Manolo, el librero de lance, el cual poseía absolutamente todo sobre la literatura de aquellas décadas pasadas, pensaba en una suerte de repertorio de catálogos de exposiciones, folletos de galería de arte, ediciones de artista de la época. Y por encima de todo, de revistas literarias en unos años en los que éstas proliferaron - ignoro por qué rara benevolencia económica - y constituían una suerte de escenografía del entusiasmo de aquellos años.



Le enseñé a Manolo la colección completa de los cuatro números del Comercial de la Pintura, la revista que publicaron Ángel González y Juan Manuel Bonet, en donde entre otros había colaborado ya, con un artículo disidente sobre la pintura de los 90, José Luis Brea - y en donde aparecía un texto del primero sobre Matisse que aún recuerdo. Había números sueltos de la revista Poesía, la excelente publicación que dirigiera Gonzalo Armero - con la colaboración de Chiqui Abril, entre otros. Ejemplares de la revista Buades, de aura célebre en aquellos años, y que sólo se adquiría en la propia galería o en algún otro remoto lugar similar. Ejemplares de La Luna, El Paseante o El Europeo- que no me interesaban nada ya. Quites, editada con primor por la Diputación de Valencia, había publicado algún artículo excelente de Francisco Brines, Juan Luis Panero o Ramón Gaya. De la sevillana Separata - que sí me interesaba. Dezine - de portada coloreada y estética  neo-pop, con cardados en el pelo al modo de los B-52. De Flash Art, Art in America  o Parkett - de ésta última sólo quería desprenderme de los ejemplares repetidos. Catálogos de la galería Juana Mordó, Vandrés, Fernando Vijande, la Máquina Española, La Central o Seiquer; alguno raro de la tempranamente extinta galería de Manolo Montenegro; ediciones de autor de Dis Berlin, Ferrán García Sevilla, Soledad Sevilla o Manolo Quejido... Las minúsculas publicaciones de la galería Estampa, dirigidas por Manolo Cuevas. O unos raros números editados como fotocopias o en ciclostil de revistas universitarias como Miraguano - de la Universidad Autónoma - City Lights u otros varios, cuyo nombre ya no recordaba...


Había apartado en cajas los ejemplares de los que quería desprenderme y se las mostré a Manolo. Las miró sin mucho interés. Conocía todo lo que contenían.

- ¿Y qué quieres que haga con todo esto? - preguntó al rato.
- Pues quedártelas. Decirme lo que valen.
- No me puedo llevar ninguna. Tengo el almacén lleno y de esto ya no se vende nada.

Pasamos luego a hablar de otros asuntos, y de antiguos conocidos. El pintor X, me contó, le había pedido que editara en su librería una plaquette con textos y dibujos, que había diseñado él personalmente. Al cabo del tiempo se había llevado la edición íntegra a su casa - excepto los ejemplares que regaló. A nadie le interesaban ya estas cosas, me explicó. Yo recordaba haber visto en tiempos en los saldos del Vips de la calle Serrano alguna de aquellas ediciones.

Curiosa sensación la del valor y su pérdida, pensé luego. Lo que en otro momento hubiera sido un repertorio de un cierto precio, coloreado en algún caso de una rara leyenda, se había volatilizado. Y el valor de las cosas, su intangible estatuto, demostraba así, una vez más, su fragilidad.



El coleccionismo bibliófilo, me había señalado alguien en cierto momento, tiene siempre algo de melancólico. Sustituye una totalidad pérdida e inalcanzable - la de la lectura inmediata - por el recurso metonímico a una parte de la misma, que almacena nombres, fechas y primeras ediciones en su lugar... En otra ocasión posterior, con motivo de un nuevo traslado - el de la biblioteca familiar, voluminosa y con ejemplares de cierto valor bibliófilo, al lado del secreto valor sentimental de otros - al desmontar las estanterías descubrí que en la pared de detrás, entre el polvo que los años había acumulado, se escondían, apoyados sobre la pared y detrás de unas tablas, dos breves libros manchados de pelusa y suciedad. Los recogí, para descubrir que uno de ellos era la primera edición de los Trois Poêmes de Guerre de Paul Claudel, en la edición de la Nouvelle Revue Française. El otro era también la primera edición en libro del Mallarmé Un Coup de Dés Jamais N´Abolira Le Hasard de la misma editorial, de 1914. Llevaban allí, inadvertidos, desde hacía quién sabe cuánto tiempo. Y hubieran  podido seguir ya para siempre perdidos, si, en el último momento, alguien no me hubiera avisado de su presencia polvorienta y esquinada.

El valor es efímero, e intangible, advertí de nuevo. Un gesto, un nuevo olvido, bastan para que se desvanezca, otra vez.



lunes, 9 de octubre de 2017

Desde la Torre de Juan Abad







Soneto

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos,
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injuria de los años vengadora,
libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la imprenta .

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.



    Francisco de Quevedo  

   ( Parnaso español, 1648, núm. 115)



viernes, 18 de agosto de 2017

el viaje a Estambul


             
                                                                  ( fot. Ángeles San José )


                               (Del  Viaje a Estambul  de Eugenio de Andrada,  Guarda, 2007 )

"En un libro de Erwin Rhode - Psyche , que estoy consultando estos días para preparar una nueva edición - encuentro, entre otras, una cita fascinante:

"Circe - se nos cuenta - les da a todos la inmortalidad, después de lo cual Penélope pasa a vivir con Telégono como esposa suya, en la isla de Eea, (perdida según hay que suponer, en los confines del mar)".

Es esta naturalidad con la que se sabe, ciertamente, que la isla está perdida en los confines del océano la que me fascina. Al instante reconocemos que ya lo sabíamos.

Su noción precisa, la exacta ubicación. El lugar remoto de las ínsulas extrañas y los valles solitarios nemorosos.

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Viajando en agosto por Turquía. Los nombres de una geografía exacta desde Homero:

" Los Campos Elíseos, en los confines de la tierra".

" La isla de Siria, patria de la juventud de Eumeo, en la que vive un pueblo rico en rebaños, en viñedos y en trigales".

"A quien se pregunte dónde queda esta isla venturosa, el poeta le contesta: Sobre Ortigia, donde el sol hace su vuelta" .

" Un lugar situado más allá que los feacios, que el país de los etíopes, amados de los dioses, o el de los abios, en el norte, de cuya existencia ya sabe la Ilíada ".

"este país campesino de la Beocia, retirado del mundo".

"El poeta llama a este lugar las islas de los bienaventurados y las sitúa lejos del mundo de los hombres, en el Océano, más allá de los confines de la tierra".

"surcando el Océano, pasa la nave de Odiseo al pueblo de los cimerios, que jamás ve el sol, y alcanza las negras costas y las praderas y el bosque de álamos negros de Perséfona".




O en un mapa antiguo de Bizancio - que compro en un cuchitril del barrio de Gálata - los nombres de la poesía: las regiones de Isauria, Caldia, Vaspurakán, las Puertas Cilicias... Las ciudades de Alepo, Odesos, Samosata, Larisia. El reino de Trebisonda, último reducto del Imperio, cuando ya todo había caído.

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Paseando por Ortakoy recuerdo una descripción de A., el profesor de antropología, a su regreso este invierno de Estambul, adonde había estado unas semanas de tormentas. Él había leído antes el libro de Pamuk sobre la ciudad, nos lo había descrito minuciosamente y su relato no sabíamos lo que tenía en realidad de lo vivido esos días o de la recreación de las notas de aquél.

Daba igual, porque llovía todas las tardes y había pasado muchas horas leyendo en un café sobre el Bósforo. Daban un té excelente y nadie parecía tener prisa, cuenta. La ciudad esta vez era el libro, también. Le pregunto por las villas otomanas de la otra orilla, las antiguas casas de madera en la costa de Asia y me las describe perfectamente. No sé si ha estado, pero qué importa".



                         -  Eugenio de Andrada   Viaje a Estambul      Cuadernos de Guarda, 2007.



jueves, 10 de agosto de 2017

noticias de Santa Sofía






                                                    ( Del "Viaje a Estambul " de Eugenio de Andrada, Guarda, 2007 )


"Un barco griego regresa, entre el acoso turco, al estrecho del Cuerno de Oro. A pesar del asedio, consigue abrir la cadena de la Torre de Gálata, penetra en el abrigo del puerto. Trae malas nuevas para la ciudad. No hay ninguna escuadra, ni veneciana, ni papal o genovesa a la espera, y en ningún lugar, ni en la costa ni en las islas, se tienen noticias de aquella. Constantinopla no puede esperar ninguna ayuda ya. La galera regresa para comunicar la noticia y participar, junto a los últimos romanos, de su suerte.

Hasta el último momento, los griegos esperan un milagro. Los turcos han entrado ya en la ciudad y su bandera ondea en el palacio de Blaquernas. En el monasterio de Chora, una imagen de San Salvador protegía el lado externo de la muralla teodosiana. Sería inexpugnable, contaban. Pero la muralla ya ha caído. Cuentan que el Emperador ha muerto. Otros dicen que regresará más tarde. Más adelante, cuando los musulmanes partan. Las mujeres, los niños, los ancianos, se refugian en la basílica de Santa Sofía. Se dice que cuando los infieles lleguen hasta allí un ángel, enviado de Nuestra Señora, los fulminará con el rayo flamígero y los otomanos serán expulsados más allá de Anatolia. Pero ahora los jenízaros han entrado en el templo y comienzan a saquear la iglesia, esclavizan a los griegos, arrastran a los sacerdotes. 

Una última leyenda cuenta que en el momento de entrar los turcos el sacerdote estaba oficiando la Consagración. En ese instante se abrió un muro y el oficiante desapareció en él, junto a la Sagrada Forma. Cuando Santa Sofía vuelva a ser el templo de la cristiandad reaparecerá, para terminar la ceremonia.

Un último instante, siempre. En la espera del milagro siempre hay un momento más, un tiempo que no queda clausurado. En su tensa espera, en qué momento ignorado ocurre al fin el milagro, se consuma el tiempo".


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           -      Eugenio de Andrada        Viaje a Estambul      ed. Cuadernos de Guarda, 2007.  pg. 37- ss.



miércoles, 19 de julio de 2017

la costa de levante




Al noroeste de Mallorca la costa de Levante - desde la bahía de Alcudia y Cap Farrutx hasta la Punta de Capdepera - debió de ser en algún momento una zona casi deshabitada. El contrabando - según nos informa una guía local - "no sólo desembarcaba en Cala Mesquida, también lo hacía en las cercanas playas de Cala Torta, s´Arenalet y Cala Mitjana". En los pueblos del interior - Artá, Capdepera, Cala Ratjada ...- los lugareños aún conservan la noción de una comarca despoblada, con fincas pobres que se acercan al mar, mientras los habitantes viven en el interior, más al sur, distantes de la sierra abrupta.

Esta zona - se nos informa en la misma guía - era conocida por los fuertes vientos "y las corrientes del peligroso canal de Menorca, lo que lleva a la dificultad de la navegación y, en algún caso, a algún peligroso naufragio".

Artá, en el interior, era de algún modo la última ciudad. Antes de descender de sus casas de piedra, las mansiones señoriales de los propietarios en torno al monasterio de San Salvador, y emprender el itinerario por las grandes posesiones cada vez más despobladas, hasta el borde, montañoso y estéril, de la costa. En los archivos de la parroquia de Artá aún se conserva la denominación de su fundación original, en el siglo XIII, como "caput (...) et frontera inimicorum".

No había apenas población en la costa - el largo y abrupto recorrido de la garriga y las grutas del contrabando - desde la bahía de Alcudia a las playas de Capdepera, ya en el litoral arenoso que desciende hacia el sur. Pueblos como Cala Ratjada, Son Servera o el propio Capdepera, ya fortificado en época medieval, eran apenas alquerías que dependían de la capital de la comarca. No aparecen como lugares independientes hasta mediados de siglo XIX.

El litoral no era sino la noción de un peligro constante, una amenaza conservada en la memoria de los paisanos. Cuyo trazado aún se conserva de alguna manera en el viaje actual desde los lugares del interior hasta la costa, por parajes arruinados, posesiones abandonadas, la garriga estéril que ocupa, finalmente, las laderas de la sierra frente al mar.

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Bajo la gran dehesa de Ferrutx, en lo alto - antigua finca de caza de los reyes de Mallorca - la colonia de San Pere, sobre el mar, aún conserva algo del paisaje de las colonias de nueva planta, establecidas por decretos reales generalmente en los siglos XVIII y XIX. Es un poblado regular, con las calles trazadas a cordel bajo la montaña, único y solitario asentamiento en los largos kilómetros del abrupto litoral que comienza al oeste de la amplia bahía de Alcudia. El decreto original de 1880 habla de la parcelación de la antigua Dehesa y la venta de los lotes resultantes a los colonos por parte de la institución del Crédito Balear, que había adquirido recientemente la finca. En 1882, se nos dice, ya vivían en la colonia 108 familias, agricultores exclusivamente.

"Son sus límites - describía el decreto - el mar, Betlem de Marina, S´Alqueria Vella, Son Morei, Can Canals, Son Forté y Morell".

Hay algo artificioso, de decreto burocrático sobre un plano en blanco aún, en su actual ubicación, el aislamiento de las nítidas casas blancas de una planta, alineadas sobre el paseo sobre un puerto artificial, unas playas mínimas entre los refuerzos de hormigón, que se han rellenado a su vez con una arena pálida, traída de otra parte. En la costa, a continuación, ascendiendo hacia el cabo, no hay ningún otro lugar habitado.

Para llegar a la colonia desde el interior había que desviarse hacia la sierra de Farrutx desde la antigua carretera que unía el puerto de Alcudia con las playas de la comarca de Son Servera. Una geografía de viejas posesiones - que aún conservan algo de su vieja resonancia en la mención de los payeses del lugar-  rodea estos campos extensos, la mayoría ya sin cultivar. Son las antiguas fincas de Morell, Son Morei, Son Sureda o Aubarca. A lo lejos, en alguna de ellas se divisa todavía el porche tradicional sobre un patio de entrada, la casa principal, las almazaras de piedra, los hornos cercanos. Unos cipreses aislados señalan el caserío desde la entrada. En su mayor parte están abandonadas.

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Solitaria sobre el Cap Ferrutx, la bahía al fondo, se erige todavía la ermita de Betlem en un elevado promontorio sobre la costa.

Un antiguo inventario da cuenta de la donación del terreno por parte del propietario, Jaume Morei, en 1805.

"Primeramente del edificio en que antiguamente se hallaba collocada una Atahona, y de la Torre desmoronada contigua a dicho edificio. Mas y finalmente a los efectos que mas les convenga, de las Quarteradas de tierra poco mas o menos contiguas al prenotado Edificio, y Torre, juntamente con la fuente de agua viva y permanente todo de pertenencias del Predio Binialgorfa que tengo y poseho en el distrito de la Villa de Artá de este dicho Reyno".

Habitada desde entonces la ermita surge desolada sobre la costa abrupta. Una romería anual, el día de San Antonio, alteraba la soledad permanente del lugar.

El padre Antoni Gili que hubo de escribir un minucioso estudio de los 200 años de historia del lugar añadía, en algún lugar de la obra:

"Aquí el silencio se desea. A través de él el ermitaño aprende a discernir a Dios, a pesar de su existencia oculta: descubrir la belleza del mundo, la grandeza de las cosas insignificantes, el misterio más íntimo de sí mismo y de su existencia".

En otro lugar de la obra se describe el inventario del oratorio:

"Un misal, dos casullas una negra y otra de todos los colores, altar con ara y una tela que representaba el misterio de Belén y dentro del nicho diversas figuras de madera del mismo misterio, tres toallas y demás necesario para el sacrificio".

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Describe en su rara "Ruta de Mallorca" - editada localmente en el pueblo de Capdepera en 2006 - el poeta Pere Caldar:

"El paisaje tradicional, el estío seco de todos los años, se encuentra detrás de las montañas de Alcudia.

En torno a la Colonia de San Pere se extendía la región más despoblada de la isla. De antiguo había sido una costa yerma, a la que yo volvía una y otra vez en las largas temporadas que pasaba en la isla.

No sé de dónde vendría esa fascinación. Desde luego, de la proximidad. Nos alojábamos entonces en la finca de G., el pintor de san LlorenÇ, situada en los tesos de Son Servera en el extremo de la isla. Frecuentábamos por las tardes un angosto celler en las faldas del castillo de Capdepera. Debajo de la plaza se divisaban las vegas del municipio y, al fondo, la carretera que llega hasta el puerto en la bahía, la torre de la iglesia de Artá a lo lejos.

Más allá de Artá ya no había ningún lugar. G. y los amigos nos hablaban continuamente de aquella región que era la suya. Al hacerlo evocaban sin saberlo quizás un cierto aroma legendario que el turismo y las nuevas urbanizaciones no habían alcanzado del todo a borrar. O quizás perduraba solamente en su recuerdo: esas interminables descripciones a las que se entregaban los martes por la mañana de desayuno mallorquín, que comenzaba con riñones, callos, cerveza y un frit y terminaban inevitablemente en aguardiente local y canciones de la tierra.

Pero era también la propia desolación de la comarca. La recorríamos incesantemente en esos meses. En las carreteras del interior apenas nos cruzábamos con nadie. Hasta que, sin darnos cuenta, nos sorprendíamos al cabo repitiendo el mismo relato de los isleños, comentamos que estábamos contemplando el paisaje de ellos, elaborando la misma narración que los amigos serverinos nos había relatado en el pueblo.

Artá, en el interior, era la única ciudad, la antigua capital de la comarca. Había sido la residencia de los efímeros reyes de Mallorca, el lugar de verano de la aristocracia local luego. Más allá, bajo la iglesia de San Salvador, se extendían el campo y la tierra de nadie hasta llegar hasta el mar. Una costa que durante décadas sólo habían frecuentado los contrabandistas. Las fincas se extendían, señoriales aún, distantes, entre esos acantilados ásperos, temibles, por los que durante siglos sólo cabía esperar la llegada de los corsarios, y la ciudad, las casonas pétreas en las que los propietarios pasaban la temporada estival y recibían las rentas de unas posesiones a las que, en algún caso, no habían accedido nunca.

El campo se abría más tarde, apartado, tras la orgullosa colina que dominaba las vegas inmediatas. Apenas dejar el caserío los caminos se intrincaban en una densa maraña de huertas, bancales y alquerías medio arruinadas.

Alguna tarde, después de pedir café en la plaza, - y el bizcocho de almendra local-  tomábamos la carretera que conducía a la ermita de Betlem. Antes teníamos que cruzar por la possessió de Aubarca, una antigua finca de olivos descuidada puesta en venta hacía muchos años, pero que por lo visto, nadie quería comprar. Nos llegábamos alguna vez al caserío por un camino de tierra, cubierto por las zarzas y las ramas de las higueras secas. En la casa cerrada, al lado de un gran arco de piedra del siglo XVIII, se encontraban las almazaras con los muros repletos de inscripciones anotadas en un color ocre sangriento, que debían de representar las cuentas anuales de la cosecha de aceitunas, escritas en un alfabeto arcaico, críptico y repetitivo.

Más allá del valle las fincas y las casas se iban espaciando hasta llegar a un terreno seco y pedregoso, de chaparros, jaras y negros espinos, y a unas montañas grises que ascendían entre curvas hasta perderse en el horizonte. Al subir por la tortuosa carretera veíamos de repente el mar al fondo, y, en una ladera inverosímil, la ermita de Betlem, pálida y solitaria sobre el azul de la costa. Aún vivía allí un ermitaño, pero nunca se dejaba ver.

Yo pensaba en esos días de verano en el invierno de pronto: la tormenta, la niebla, la soledad de la pequeña ermita en la costa, la montaña vacía alrededor. Después, nada".

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Bibl.

    Lorenzo Lliteras         Artá en el siglo XIV        Palma, 1972.

    Josep Sureda i Blanes        El paisatge d´Artá     Artá, 1932.

     Mn.  Antoni Gili i Ferrer      Ermita de Betlem. 200 años de historia         Mallorca, 2005 

     Bertomeu  Amengual  Gomila          Aeroguía del litoral de Mallorca         ed. Planeta, 1996.

    Miquel Costa i Llobera      Poesies     1907

     Pere Caldar           Ruta de Mallorca           Capdepera, 2006.




sábado, 24 de junio de 2017

Cuaderno de Guarda




Elounda

" (...) hay un rumor de costa sobre el campo,
un sonido distante del mar.
En una playa de Grecia otro verano,
nos sentábamos en la arena
y sentíamos el fuego antiguo
que se repetía sobre la piedra
una y otra vez, incesante.
Yo ahora lo recuerdo en esta estepa
aparte, sin sombra apenas. "



-  De Antonio Andrada      Cuaderno de Guarda    
 Portalegre, 2006.

sábado, 17 de junio de 2017

Noticia de Alejandría




Cuando en los primeros años del siglo XX el escritor inglés E. M. Forster desembarque en Alejandría, la ciudad se halla bajo el mandato del Protectorado Británico. Después de siglos de una larga decadencia había conocido un cierto resurgir a finales del XIX con el gobierno del virrey turco Mohamed Alí. Una destartalada reconstrucción de la ciudad le daría esos años el aspecto de metrópolis comercial, abigarrada y distante del Egipto interior, cuya población estaba formada por "coptos, judíos, armenios, griegos, italianos... todas las nacionalidades".

Forster escribió un primer libro de ensayos sobre Alejandría al poco de su llegada, Pharos und Pharillon. El volumen era la recopilación de los artículos que había ido publicando en la gaceta local, el Egyptian Mail. Casi inencontrable hoy en día, la obra iba a tener una accidentada edición en 1923 en la que, aceptada por fin por una pequeña editorial londinense, ésta se perdería casi por completo al poco tiempo, incendio en los almacenes de la City incluido.

Alejandría, independientemente de su escenario moderno era, sin duda, el relato antiguo que resultaba inevitable evocar. "Cuando Forster desembarcó en 1915 no quedaban para recibirle ni rastro de esta complicada belleza", diría de su llegada años más tarde el también británico Lawrence Durrell.



La ciudad sería durante la estancia del primer escritor una suerte de parada intermedia entre Oriente y Occidente. Lo había sido tradicionalmente. Él la define de esa manera en alguna ocasión: "... una escala marítima hacia la India y el Oriente más lejano". Lo fue así en su biografía, en la que al cabo proseguiría el viaje hasta la India - lugar de una de sus obras más señaladas, la conocida Passage to India. Al cabo de tanto tiempo Forster había repetido la misma deriva sobre la ciudad de la Antigüedad tardía en el extremo de las rutas que, en el confín del Mediterráneo, enlazan los puertos del Océano Índico, la costa malabar y las remotas islas de las Especias con los mercados europeos - con los mercaderes venecianos, principalmente. Qué hacer, señalaría el escritor, con las ruinas de una ciudad que había sido en otro momento la capital de un reino, el ptolemaico, y de una cultura, la del helenismo. Apenas quedaba nada de un nombre, Alejandría, cuyo esplendor se había esfumado hacía ya tantos siglos.

"Los puntos de inflexión de Alejandría no son interesantes en sí mismos, pero nos fascinan si nos acercamos a ellos a través del pasado" reconocería Forster en el prefacio a la que iba a convertir, sin embargo, en una guía clásica de la ciudad. Su Alejandria. A guide publicada por primera vez en 1922 aún ahora se sigue reeditando. El escritor, a despecho de las pérdidas que había sufrido la ciudad, sí iba a identificarse paulatinamente con ella. De hecho, su Guide constituye un homenaje a la antigua capital de los Ptolomeos, descrita minuciosa y cuidadosamente. No debían de ser ajenos a los motivos del mismo el descubrimiento de la obra de un oscuro poeta local, Konstantin Kavafis, - a quien trata con cierta asiduidad y edita su obra, más tarde. Así como el asomarse a unas relaciones sentimentales con un incierto nativo alejandrino, que en la Inglaterra original de aquél nunca habían podido tener lugar.




En Kavafis, cuya poesía admiraría desde un primer momento, aparecía igualmente la descripción de la pobreza de la ciudad contemporánea - en cuyas calles iba a transcurrir casi toda su vida.

(...) No hallarás otra tierra, ni otro mar.
la ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. y en los mismos
suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma.
Otra no busques - no la hay (...).


Junto a ella, surgía la recreación, y el relato alegórico, de un pasado heroico cuyos ecos aún alcanzaban al presente. A lo menos, en sus poemas sobre la decadencia de los antiguos griegos, los personajes del tardío reino helenístico. "Aún pervive Alejandría" escribe el poeta en algún lugar - en el poema Refugiados.

Alejandría siempre es ella. A poco que camines
por su calle derecha que termina en el Hipódromo,
verás palacios y monumentos que te admirarán.
Por más que ha sufrido daños por las guerras,
por más que se ha empequeñecido, siempre una ciudad maravillosa...

Aún pervivía la ciudad en efecto. Pero difícilmente el eco de la antigua cosmópolis era ya perceptible. Si no fuera en los versos del griego. En la literatura sobre la misma, en general.

"Alejandría es toda insinuación: aquí (en algún lugar) es donde Alejandro yacía en su tumba; aquí se suicidó Cleopatra, aquí la Biblioteca, el Serapion, etcétera... y allí físicamente no hay nada" escribiría de ella M. Haag en "La ciudad de las palabras".

Forster realizaría algunas traducciones al inglés de la obra de Kavafis. "La primera traducción al inglés la llevó a cabo él mismo. Tuvo lugar hace ahora más de treinta años en su piso del número diez de la rue Lepsius en Alejandría, un piso oscuro amueblado de forma convencional".




Existiría igualmente en el escritor británico una declarada admiración por la cultura del tardío helenismo - por el neoplatonismo alejandrino, por encima de todo. Personalmente además vivió una incierta historia amorosa, lejos de pronto de las brumas de la Inglaterra victoriana, y en medio de aquel escenario nuevo, donde podía acceder por fin a su confusa homosexualidad. En decadencia, y distante de la urbe de la Antigüedad tardía, en la ciudad sin embargo los viajeros europeos aún encontraban esa suerte de exotismo que desde la expedición napoleónica se convertiría en el sueño de Occidente: la nostalgia del orientalismo. No era ajeno al mismo la pervivencia del Hotel d´Europe, el lugar donde los viajeros -  Flaubert o Thackeray entre otros - se alojaban. Era un decorado conscientemente exótico que en cierta manera cumplía las expectativas del dibujo fantástico de Oriente. "Oriente - había descrito Víctor Hugo en Les Orientales - representa fantasía, riqueza, lujo, luminosidad, sensualidad, violencia, crueldad".

No todas las descripciones exaltaban el exotismo, la celebración de la otredad. En su Itineraire
de París a Jérusalem el viajero Chateaubriand señalaba que:

"Aunque me encantó Egipto, Alejandría me dio la impresión del lugar más melancólico y desolado de la tierra. Desde la altura de la casa del embajador, no distinguí sino un mar desnudo que rompía en unas costas bajas aún más desnudas, puertos casi vacíos y el desierto líbico que se perdía en el horizonte del mediodía (...) Por doquier, las ruinas de la nueva Alejandría se mezclan con las de la ciudad antigua".



Pero la ciudad estaba llena de fantasmas. Y en cierto modo ésta - Alejandria: A History and a Guide - era una guía fantasmal. En sus capítulos Forster mezclaría una excelente recreación de la Alejandría histórica - con especial dedicación a la cultura del neoplatonismo, o a la síntesis judeo-griega de la lectura del Antiguo Testamento del filósofo Filón - con los mapas de la ciudad contemporánea. Estos elaboraban, junto a unas precisas notas, una descripción de los lugares de interés que aún pervivían. Por debajo de su precario presente flota en toda la obra - en toda la percepción de la ciudad - la noción de su legendario pasado. Bien que éste se encontrara a veces sepultado bajo los escombros y las ruinas que los largos siglos de abandono habían acumulado sobre las calles. Nadie sabe, apuntaba Forster, en la actualidad dónde se encuentran las ruinas del Palacio o del célebre Museion.

El biógrafo de Kavafis, Robert Liddell, había afirmado a propósito de aquél:

"No resultaría del todo exagerado afirmar que solamente el glorioso pasado de Alejandría hacía soportable la vida allí".

Forster trazaba en su guía un diálogo constante entre el presente y el pasado. A despecho de las sucesivas destrucciones en esta recreación memorable la ciudad mítica aún pervivía.

No siempre había sido así. "Entre Amr y Napoleón median casi mil años de silencio y abandono", anotaba Lawrence Durrell en el prólogo a una nueva edición de la Guía. En ella, en efecto, apenas se dice nada de los largos siglos de dominación árabe, en los que la ciudad desaparece de la historia.

Vuelve a surgir con motivo de la campaña napoleónica en Egipto, a finales del siglo XVIII. "En esta corta expedición he visto lo suficiente para alejar de mí la idea que tenía de esta fabulosa Alejandría: casas destartaladas a punto de desmoronarse, muros irregulares, calles de bazares donde el aire apenas respiraba...", había escrito en 1798 un anónimo expedicionario al llegar. a ella. En un manual histórico sobre el Primer Consulado se nos dice: "Cuando Napoleón entró en la ciudad era un pueblo medio arruinado de sólo 7000 habitantes".

Será a partir de este momento sin embargo que Alejandría vuelva a ser la fuente de una incierta literatura. En la que se mezclarán los relatos orientalistas de Jan Potocki o Gustave Flaubert con las descripciones exóticas de Jacqueline Carol - en sus Cocktails and Camels -, la biografía de Kavafis de Robert Liddell, la moderna lectura de Naguib Mahfuz - en Miramar. O  Los días de Alejandría, la novela recreación del exilio griego a principios de siglo de Dimitris Stefanakis ... Y la más conocida tetralogía de la ciudad, el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell. Más tarde, cuando la segunda guerra mundial ya había terminado.

En esta última, escrita ya desde la distancia de un cierto exilio en la isla de Chipre, el relato de los hechos transcurridos en sus calles en los años de la contienda se mezclaba, inevitablemente, con la nostalgia de un pasado remoto, ya irrecuperable.

"Alejandría, capital del recuerdo".



lunes, 5 de junio de 2017

Montecalvello




"Esta idea de amaestrar el tiempo, de aclimatarlo, la entiendo con la perspectiva de darle un sentido. Llegar, gracias a ese tiempo dado al lienzo, a la posible revelación. Tener esperanzas de alcanzarla. (...) Mi obra se hace, siempre se ha hecho bajo el signo de lo espiritual. Por eso espero mucho de la oración: pide que no nos desviemos del buen camino. Soy un ferviente católico. La pintura es un modo de acceder al misterio de Dios. De tomar algunos destellos de su Reino. (...) Estar en condiciones de atrapar un fragmento de luz. Por eso me gusta tanto Italia. Viajé allí cuando era muy joven, con quince o diecisiete años, y enseguida me quedé prendado de ese país, de la amabilidad de la gente, de la suavidad de los paisajes. Italia siempre me ha parecido una tierra espiritualizada. Llena de espíritu. Desde todas las ventanas de Montecalvello se divisa un cuadro. Un cuadro o una oración, lo mismo da: una inocencia por fin alcanzada, un tiempo sustraído del desastre del tiempo que pasa. Una inmortalidad capturada".



                           -   Balthus      Mémoires de Balthus      2001, eds. du Rocher



lunes, 29 de mayo de 2017

El estudio de Brancusi




                                                                  1925.  Estudio de Brancusi.
                                                                                Impasse Ronsin 8 - 11.   Montparnasse.

lunes, 15 de mayo de 2017

El mar irlandés


 
 
" El viento es terrible esta noche
surcando el océano blanco y salvaje:
no debo temer a los terribles vikingos
que cruzan el mar irlandés "
 
 
( Anónimo. Copiado en los bordes de un manuscrito del monasterio de ...
Siglo XI.
Citado en Leabhar Ghabála Erinn, o " Libro de las invasiones de Irlanda" )
 
 

lunes, 1 de mayo de 2017

Hotel de Francia. Oaxaca.



El escritor Malcolm Lowry se alojaría en el Hotel Francia a su regreso a Oaxaca en la Navidad de 1937. Días antes había acompañado a su primera esposa, Jan Gabrial, al DF desde donde ella volvió a los Estados Unidos y se separaron definitivamente. En el hostal Canadá de la Avenida Dos de Mayo - que él transformaría posteriormente en el "Hotel Cornada"- tuvo lugar la última escena entre ambos, que el autor describiría después en varias ocasiones:

"Querido, si por fin me quedo contigo, ¿dejarás de beber?". "¿Ahora mismo, hoy?"." Sí, ahora". "En fin, mi respuesta a eso es no. ¿Qué esperabas? Voy a bajar tu bolsa".

La escena la recoge ML en diversos pasajes de sus escritos posteriores. De manera simbólica en Under the Volcano, la novela. Literalmente en Dark as the Grave wherein my Friend is Laid, el relato sobre su retorno a Mexico en 1945, el cual iba a ser publicado póstumamente por su segunda mujer, Margerie Bonner, en el año 1968.

En este último añadiría:

"Todo lo cual no explicaba el sufrimiento, el hecho de que los días pasados en Oaxaca - y más adelante en Acapulco, y aún después allí, en ciudad de México otra vez, antes de abandonar México de forma tan humillante por tren, y según pensaba para siempre - hubieran sido los más tristes de su vida".



A la marcha de Jan Gabrial, Lowry decidió retornar a la ciudad de Oaxaca, donde permanecería unos meses - "para ahogar su dolor en el mejor mezcal de México"- y en Acapulco, y en México DF más tarde, antes de abandonar el país por primera vez y regresar a los EE.UU.

Situado en la calle 20 de Noviembre el Hotel Francia era un establecimiento modesto en una ciudad, Oaxaca, relativamente pequeña por entonces - había sufrido una grave crisis tras los años posteriores a la Revolución, se habían abandonado las industrias de la primera época porfirista y se había despoblado notablemente. El establecimiento había sido edificado por una familia española a mediados del siglo XIX y se remodeló en 1934. Cercano al centro histórico de Oaxaca el hotel conoció, a pesar de su modestia, la presencia de algunos visitantes ilustres. Como la del escritor D.H. Lawrence, que se alojó en él durante el otoño de 1925. Lawrence, que abandonaría México al año siguiente gravemente enfermo, contará que durante su viaje mejicano los indios le seguían por las calles como una aparición, y gritaban: "¡Cristo! ¡Cristo!". Durante la estancia del matrimonio Lowry en 1936 éstos entablaron una cierta amistad con el gerente, Antonio Cerrillo, y en él recibieron la visita, entre otros, del escritor Conrad Aiken - quien los había presentado años antes, en Granada, y acudía a México para casarse con su segunda esposa, Mary Hoover- y de los Calder-Marshall, que relatan más tarde la tormentosa permanencia de Lowry y Jan en la ciudad. También aparece ésta en las memorias de Aiken, Ushant, editadas en 1952.

El viaje inicial a México había sido, de algún modo, un tanto casual. Lowry, escritor de una sola novela de iniciación - Ultramarine - que apenas había tenido ningún eco, había cedido a las sugerencias de su mujer, antigua actriz en Hollywood, y había viajado con ella a San Diego para intentar encontrar empleo como guionista de cine. Pero apenas llegaron allí decidieron proseguir viaje hasta México, un lugar que no conocían, y para ellos más exótico que los estudios cinematográficos de California, que Lowry detestaba.


Llegaron por mar a Acapulco, en el Día de los Difuntos del año 1936, y enseguida marcharon en tren a Cuernavaca. Allí se alojaron en un primer momento en el mucho más europeo Casino de La Selva - donde los visitantes, ingleses sobre todo, acudían a bañarse en la espléndida piscina, a jugar al tenis por las tardes, y a beber cócteles de ginebra en los extensos jardines que se alzaban sobre el casco viejo de la antigua ciudad. Más adelante alquilaron un piso en la calle Humboldt, en el número 15. "Frente a su casa estaba la esquina de Humboldt y Salazar que corría al oeste hacia el zócalo, en el centro de Cuernavaca". El lugar de nuevo iba a reaparecer de manera obsesiva, literal o simbólicamente, en los relatos de ML sobre México - labor que, de una forma u otra, le iba a ocupar el resto de sus días.

"Al oeste - se nos dice en la biografía de Douglas Day - estaban los crecidísimos pero aún espléndidos jardines Borda, con sus apartamientos (sic) construidos para los desdichados Maximiliano y Carlota". Detrás del jardín de la casa cruzaba una de las numerosas "barrancas" de la ciudad, incultas y repletas de maleza. ("Aunque no era el sitio, era vasta, amenazadora, sombría, obscura, aterradora: la altura espantosa, la obscuridad abajo", como las describe Lowry en el relato Oscuro como la tumba donde yace mi amigo). "Al noroeste, más allá de las vías del ferrocarril, la colina en la que estaba situado el Hotel Casino de la Selva, donde se podía nadar o jugar al tenis".

Cercano a la calle Humboldt se extendía el zócalo antiguo de la ciudad, el barrio colonial; asimismo la basílica de La Soledad o la iglesia de Santo Domingo de Guzmán. También cercano, el Cinema Morelos, o las cantinas de El Bosque, la Covadonga, o el Infierno. O las de la terminal de autobuses - La Terminal se llamaba certeramente una de ellas - que darían lugar a la recreación de la cantina El Farolito en la novela.

"La cantina de los madrugadores, el Farolito, que abre cuando las demás cierran sus puertas", la describía en algún lugar ML. Para añadir a continuación la plegaria: "Virgen de los desheredados, de aquellos que no tienen a nadie".


De la primera estancia con Jan en Cuernavaca - y en los viajes a los pueblos de alrededor: Cuicatlán, Tomellín, Nochixtlán, y el desolado y simbólico Parián - extraería Lowry los símbolos y los recuerdos que, poco a poco y angustiosamente, iban a formar su novela Under the Volcano. (Y de la separación en el hotel Canadá, más tarde, y los solitarios meses posteriores en Oaxaca y Acapulco). La cual, después de sufrir por lo menos siete reelaboraciones y una redacción ascética durante varios inviernos en una cabaña aislada de la playa de Dullarton, en la Columbia Británica, no iba a ser publicada finalmente hasta el año 1947.

En una carta al editor Jonathan Cape, a propósito de la nueva novela que está elaborando, le comenta que:

"Para un cuento largo o novela corta comenzar por los años 1936-37-38 con el material de la libreta de México, que es todo lo que el protagonista sabe sobre México, etc., pero ahora, tras escribir un libro (inédito), vuelve allí a finales de 1945 (...) El argumento secundario debe ser una vez más el conflicto de la bebida, junto con su análogo, el abuso de los poderes místicos... sólo que esta vez será de verdad un conflicto". El editor, cuando recibe por fin el manuscrito, entre otras muchas objeciones le había comentado la lentitud del inicio de la novela. A lo que Lowry, según los comentaristas opuso que: "Se trata de que a través de la lentitud del primer capítulo el lector ingrese en el lento, melancólico, trágico ritmo del mismo México- su tristeza".

En algún lugar de su primera estancia en México Malcolm Lowry habla del proyecto de un cuento, Vía Dolorosa, sobre "la última vez que vio en su vida a Ruth, cuando ésta lo dejó en noviembre de 1937, en el Hotel Cornada de Ciudad de Mexico". El relato, si es que llegó a existir, nunca sería publicado. Jan Gabrial sí editaría una narración sobre aquella separación, "Not with a Bang", que apareció en Nueva York en 1946. De las notas del escritor se desprende que asimismo existiría un primer relato escrito en los días de Cuernavaca, al que titula Under the Volcano. (Éste, según se nos dice en otra parte, quedaría convertido luego en el capítulo VIII de la novela del mismo título).



En 1945, años después de la primera estancia, Malcolm Lowry emprendería un segundo viaje a México, esta vez en compañía de su nueva esposa, Margerie Bonner. Había culminado, finalmente, la redacción de su novela Bajo el volcán y, aunque ésta había sido rechazada en varias ocasiones, tenía ciertas esperanzas de que el libro podía a lo último ser publicado.

Sobre su segundo viaje escribe el manuscrito Dark as the Grave wherein my Friend is Laid . Era en cierto modo un viaje de espejos: Lowry quería recorrer de nuevo los lugares de su novela alrededor de los personajes que él mismo había creado, y elabora una narración alegórica en la que los protagonistas son ellos mismos, junto con Margerie, que le acompaña, y los escenarios simbólicos que en la novela - que había titulado originalmente como Las sombras del Valle de la Muerte - anterior había creado durante tantos años.

Tenía miedo. La sensación de una amenaza constante, el temor a lo inminente - a despecho de la aparente normalidad de las situaciones - se anunciaban desde el principio del viaje, en Vancouver.

"¿En qué piensas, Sigjborn? "
"Si de verdad quieres saberlo, estaba pensando que en realidad tengo más miedo de Oaxaca que de ningún otro lugar del mundo"
"Entonces, vamos a Oaxaca" dijo al instante Primrose".



Lowry volvería a recorrer los escenarios de su primer viaje. En Ciudad de México se alojan de nuevo en el hotel Canadá - Cornada en el libro. Desde la llegada tienen que sortear todas las peticiones de soborno - la mordida como al fin Lowry aprenderá a decir en su pobre castellano - que les acechan desde el aeropuerto a las calles y a la llegada al hotel. Pasean por unas avenidas vacías, entran en algún café sórdido, bailan con la música de una vieja gramola en un rincón... Un marinero yanqui les acompaña y les invita luego, mientras unas mujeres mestizas aguardan en la barra.

Lowry volverá a repetir el itinerario de la novela. El viaje en autobús a Cuernavaca le enfrenta de nuevo a la tremenda aridez del paisaje, una travesía renqueante hacia las montañas, la desolación de la terminal de autocares a la llegada, el refugio tardío de una cantina aún abierta. Se alojan en Cuernavaca en la calle Humboldt de nuevo, en el mismo apartamento de la primera vez. Margerie, que había pasado a limpio el manuscrito de la novela, desea conocer los lugares del cónsul Geoffrey Firmin, del regreso de su mujer, Yvonne, la perdición de las cantinas en donde aquél ahoga su necesidad de amarla y la imposibilidad de hacerlo, la alegría del reencuentro y la inutilidad de éste... En algún momento asistirán los dos a la belleza, la serenidad de la luna llena sobre Cuernavaca como un raro instante, suspendido, frente al desasosiego del retorno.



Si la escritura de Lowry siempre había tenido un marcado carácter simbólico, en esta narración sobre el regreso a un escenario, el México de su novela, ya simbólico de por sí, ésta se exacerba.

Viajan a los pueblos de alrededor, bajo la sombra del volcán. Buscan en el museo una calavera de obsidiana, que no encuentran. Pasean por los parques de la ciudad, extensos, algo abandonados. (En ellos Lowry le hace observar a Margerie la presencia de los antiguos pabellones del Emperador Habsburgo, ya en ruinas). Entran en los templos católicos, en la catedral de Nuestra Señora de la Asunción, frente a la cantina La Universal.

"En la iglesia de Isabel la Católica habían dicho una oración fervorosa ante el Santo de las Causas Peligrosas y Desesperadas".


 El regreso tiene algo de redención - de una redención que se encontraba en el pasado, y hacia el que quería retornar el escritor en busca de la misma. Regresaba a México, a los mismos hoteles, a las mismas ciudades, las mismas cantinas, las mismas habitaciones... Pero que también, como en toda salvación, estaba situada en un futuro, inminente, pero que nunca terminaba de revelarse. (Años antes, en su Passage to India, el viaje iniciático al Oriente del también británico E.M. Forster, éste había recogido la antigua definición persa sobre la Divinidad: "(El amigo) cuya llegada nunca se produce aunque tampoco haya sido nunca desmentida").

El viaje tenía un objetivo final, por otra parte. El regreso a Oaxaca, adonde esperaba encontrarse con su amigo, el mestizo Juan Fernando, con quien había compartido durante su alcohólica estancia en la ciudad una entrañable amistad, repleta de conversaciones hasta la madrugada, de incidentes por las sierras de alrededor. Y de interminables rondas en La Covadonga, la cantina inmediata al hotel.

Margerie y Lowry pasan la nochevieja en el pueblo de Yautepec. Allí, en el fatigoso viaje al lugar, el escritor constata de nuevo la aridez del paisaje, la desolación, la permanencia de lo extremo del desierto. ("No hay obscuridad que presente tanta desesperanza como la obscuridad en México"). Una pulquería - llamada El Cielo - es un refugio al final. Pero también, más tarde, la serenidad de la noche, el paseo por un silencio también extremo, la distancia del horizonte. Que le hará exclamar, en un momento: "¡Ah, en Yautepec era donde podrían vivir y amarse eternamente, tan felices el uno para el otro!".


Finalmente emprenden el viaje a Oaxaca - el Infierno en algún lugar de su novela, la Tierra Prometida en otros.

"(La Tierra prometida) le había parecido a Sigjborn mientras señalaba con el dedo, que allí por primera vez, se vislumbraba, vaga y evanescente, Oaxaca" - había apuntado en un capítulo del manuscrito. Para describir el viaje a continuación:

"Hasta que se encontraron sentados en el autobús, con olor a sudor y el Santo de las Causas Desesperadas y Peligrosas, y ya en marcha no recordó de nuevo que también en su libro Oaxaca representaba - si es que debía representar algo - la Muerte: ¡El Valle de la Sombra de la Muerte! Y el número del autobús era el siete".

El fatigoso viaje de nuevo tiene algo de iniciación. El autobús se pierde, o ellos equivocan la ruta que deben seguir. En un momento determinado descubren que se están alejando. Llegan a un lugar sin nombre. No hay ningún lugar donde pernoctar. Deben regresar. Llegan a la ciudad de noche.

"¿Eran aquellas llanuras oscuras Oaxaca? Oaxaca donde en realidad estaba Parián - y volvió a sentirse presa del terror - para él imagen de la muerte".


En la ciudad volverán a alojarse en el Hotel Francia, casualmente en la misma habitación de su primer viaje - donde Lowry aseguraba se había posado una noche un buitre en la palangana. Recorrerían los lugares que el escritor había conocido, -muchos de los cuales habían desaparecido ya, como la cantina El Farolito - subirían a las colinas de Monte Albán, en donde encontrarían los restos del Imperio zapoteca, o alcanzarían Tlaxcala -"Tlaxcala, por supuesto, al igual que Parián, es la muerte" le había escrito al editor Jonathan Cape.

Finalmente, después de varios días sin noticias, intentan encontrar el paradero de su amigo Juan Fernando, de quien, pese a las numerosas cartas que Lowry le había escrito durante esos años, nunca había recibido ninguna contestación. En la banca El Ejido, de la que aquél era empleado, reciben la nueva de la muerte de éste años atrás, en un oscuro pleito de cantina, asesinado por un peón borracho.  "Mezcal"- dijo- "Muchas copas... Se volvió loco. Mezcal y más mezcal y entonces..." le comenta con tristeza la empleada del banco a un Lowry incrédulo, que no comprende, o no quiere comprender, la noticia .

Su amigo, de alguna forma, cumpliría así en la realidad, dentro del escenario delirante y simbólico al que Lowry se había entregado en México, con la muerte literaria del cónsul en la novela Under the Volcano. Que era un trasunto de la sensación de su propia muerte, en la figura del alcohólico diplomático Geoffrey Firmin tras la imposibilidad de aquello - Yvonne, el regreso, el origen...- que éste deseaba. "A veces - escribía el cónsul en la novela- me veo como un gran explorador que ha descubierto algún país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo; porque el nombre de esta tierra es el infierno".

Era un infierno que, al contrario de su topografía clásica en Dante, más allá del río Aqueronte, estaba en todas partes y en ninguna. Acechaba en las calles y en las noches. Y en los remotos lugares del periplo mejicano. Como recordaría el cubano Cabrera Infante en un memorable artículo - "Bajo el volcán o la vida vista desde el fondo de una botella de mescal"- sobre la novela, en la que citaba al principio:

"Leo con permiso sobre el hombro de Laruelle: Noche, y una vez más el nocturno combate con la muerte, el cuarto que cimbra con demoníacas orquestas, las ráfagas de sueño aterrado, las voces fuera de la ventana, mi nombre que repiten con desdén imaginarios grupos que ya llegan- espinetas en la oscuridad". 

Aceptada por fin la noticia de la muerte de su amigo, emprenden el regreso. "Luego fueron dejando atrás el estado de Oaxaca y también, en la oscura iglesia de la Virgen de quienes a nadie tienen, una vela ardiendo...".

No había más revelaciones en Oaxaca, seguramente. El final del viaje a México está envuelto en oscuras denuncias y chantajes por parte de las autoridades federales. Los dos abandonaron el país esta vez por la frontera de El Paso apresuradamente, de vuelta a los EE.UU.

Más tarde se sucederán una serie interminable de puertos y aduanas, viajes y manuscritos inacabados, proyectos de novela, y hoteles en Panamá y Nueva Orleans, y en Venecia. Y villas en Taormina y en Milán, cantinas en Cassis, y cafés en París, bares en Bretaña y reclusiones en Europa, y el retorno a  Inglaterra, finalmente. Nunca volverían a México.




Leopoldo Panero en otoño

En la Plaza Mayor de Salamanca, con la llegada de noviembre, instalan las casetas de la feria del libro en el centro de la explanada. Noviem...

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