domingo, 8 de mayo de 2011

Teoría de los poetas japoneses





" Creo que alguna vez te he comentado que la teoría de los poetas japoneses la fuimos desvelando Luisa y yo en el café de San Egidio, cercano al Ponte Garibaldi.

El café estaba en una pequeña plaza, frente al palacio Ripalda. Curiosamente, y a pesar de hallarse en el barrio del Trastevere, era un local muy poco concurrido. Lo descubrimos una noche de vuelta de un concierto en el Largo Argentina, donde actuaron varios grupos aquel invierno.

Nos encontrábamos allí por la tarde. Parte de las normas que habíamos establecido era que nunca mencionamos el hecho de que nos estuviéramos buscando y que siempre semejara que el encuentro había sido casual. Los dos sabíamos que era falso. Pero ninguno cometió la grosería de decir lo contrario.

Creo que no hablábamos mucho. Estábamos contentos de estar juntos, de que nadie más hubiera descubierto el local y de que apenas alguien entrara en él.

Entonces establecimos la teoría de los poetas japoneses. Era muy simple. Los poetas japoneses van reduciendo sus poemas cada vez más. Sus versos se acortan; las metáforas desaparecen; las frases se simplifican al máximo. No hay gestos, ni alusiones directas. Nunca supimos hasta qué punto de desvanecimiento. Hasta el silencio, supongo.

Esta era la auténtica, la más profunda poesía japonesa. Y nosotros nos hicimos firmes partidarios de ella.

A  veces en aquellas tardes frías, se sentaba, cercana a nosotros, otra pareja. Ella tenía el pelo muy negro, brillante y llevaba gafas oscuras. Era muy guapa. Nunca hablaban. Luisa me dijo, una noche: "Son poetas japoneses". Tenía razón, por supuesto.

En el caso de Luisa, aplicar la teoría de la poesía japonesa no le debió de suponer ningún esfuerzo. Su estudio estaba siempre vacío. Cuando lo visitábamos, descubríamos, a lo más, papeles sueltos por el suelo, diagramas encima de la mesa, unas planchas de hierro que siempre descansaban en la pared.

Había libros por las sillas, marcas en las páginas, un cuaderno sobre un taburete. Nunca alguna escultura, ninguna obra por hacer.

Así pasaban los meses. Yo sabía que Luisa permanecía muchas horas en el local, desde por la mañana, y que a su modo estaba siempre trabajando en su obra, dedicándole todo el esfuerzo, toda la energía que era capaz. Pero ésta no tenía forma de escultura. No en aquellos días, por lo menos.

Escuchaba música, constantemente - aunque ésta a veces incluyera a Bela Bartok, cosa que nunca pude entender. Cuando un día alguien me preguntó, bromeando, cómo creaban esculturas los poetas japoneses le contesté: "Los poetas japoneses escuchan música".


El otro café al que acudíamos era el de San Calisto. Éste, inmediato a la iglesia de Santa María, era todo lo contrario al del Palazzo Ripalda. Allí se reunía todo el barrio.

Yo solía acudir con William, el pintor inglés. Luisa iba menos. Cuando venía bajaba con Claudia, la pintora romana. A la hora del café, primero, después de cenar después, era el lugar de encuentro del Trastèvere. Y de todos los pintores y críticos que por él pululaban.

Era divertido, y el café y el chocolate excelentes, pero a veces te podías encontrar en un aprieto.

A William, que ya era entonces un pintor conocido, le llovían  las invitaciones a todas las fiestas. Y lo que era peor, a todos los estudios. Él, en su timidez, no sabía nunca decir que no. Aunque sufría luego tal ataque de nerviosismo que alguna vez pensé que le iba a dar una alferecía. Cuando Franco, un crítico local, viejo y pesado, le propuso que acudiera a una conferencia que iba a impartir sobre el conceptual romano, pensé que efectivamente le entraba una apoplejía. "Cómo nos hace usted esto, buen hombre. Qué le hemos hecho nosotros", le espetó Antonio, un amigo cordobés, mientras se llevaba a William a otra parte. El crítico nunca entendió nada, por supuesto.

Entre los grupos que allí paraban figuraba el de los pintores, españoles y portugueses, que llevaban bastante tiempo en Roma. Vivían en las casas altas, desconchadas, sin ascensor, del barrio. La mayoría no tenía un lugar donde exponer y buscaba galería infructuosamente. También acudía un grupo de críticos jóvenes, cultos y arrogantes. Estos perseguían a Claudia, que se dejaba querer.

Podía haber sido una pintora japonesa, acordamos Luisa y yo una noche. Los fondos de sus cuadros prometían algo así como un haiku del siglo pasado al que sólo faltara el último verso. Éste no llegó nunca, como descubrimos más tarde, y los fondos siguieron esperándolo, eternamente.

Al poco tiempo, Claudia comenzó a salir con un marchante austriaco y dejó de venir por San Calisto. No sé qué tienen los marchantes austriacos contra los cafés del barrio.

De San Calisto surgían luego cenas, reuniones en casas distantes, invitaciones a galerías de arte, aristocráticas y desvencijadas. Luisa había comenzado cada vez más a acudir al café sin hablar, sonriente, callada y perdida en un verso.

De entre las numerosas citas, no nos pudimos librar de Sonia, una pintora española que vivía en la Isola Teverina. Siempre aparecía rodeada de amigas. Una noche, organizó una fiesta en su casa a la que William, por supuesto, le prometió que acudiría. Luego, él no apareció y allí nos encontramos Luisa y yo, rodeados de jóvenes pintores expresionistas y de transvanguardistas varios.

La cosa fue a peor cuando empezaron a desfilar los cuadros de la artista, sobre un telón blanco para resaltarlos mejor. La cena había sido muy mala.

- ¿Qué es lo que haría aquí un poeta japonés? - me preguntó Luisa.
- Hablaría con el perro, creo - y me puse a hablar con un terrier apático que yacía en una esquina.

A mí Sonia nunca volvió a invitarme. Sí lo hizo, en cambio, Laura, una amiga romana a cuya casa acudía todos los viernes. Me mostró todo lo que había que mostrar, pero nunca ni un solo cuadro. Cortesía oriental, pensé.

La teoría de los poetas japoneses iba creciendo, ocupando sin darnos cuenta nuestros días. Convertidos en líricos orientales Luisa y yo ahora vagábamos por toda la ciudad, hasta los barrios más distantes, sin que los parroquianos de San Calisto pudieran encontrarnos. Un jardín abandonado, cercano a un antiguo convento de capuchinos del XVIII, nos encontraba por las tardes.

William no era un pintor japonés. Su entusiasmo, su enorme producción, lo alejaban definitivamente de tal cosa. Pero los filósofos orientales podíamos comprenderlo, porque admirábamos su pasión, real, así como su erudición, tan real como su entusiasmo. En aquella época, el tema del laberinto le ocupaba constantemente y realizó algunos cuadros, excelentes, sobre su obsesión.

En cambio Luigi, un imitador, era detestable. Su énfasis, además de deplorable, era impostado, lo cual le convertía directamente en un delincuente. Acechaba a William y éste por contra nos buscaba a nosotros. Pero en aquella época habíamos ya desaparecido, absorbidos por las ruinas y los solares de las afueras, y él se tuvo que resignar.

Los poetas japoneses terminan por no hablar. O hablan, pero como una forma de eludir aquello que de ninguna manera debe ser dicho. Embarcados en el invierno romano, Luisa y yo nunca nos nombrábamos.

Ella seguía sin terminar nada real, nada tangible. Cada vez leía más y producía menos.

Al poco tiempo me encargaron que escribiera un texto para el catálogo de una exposición en la que iba a participar. La escultura suya consistía en un dibujo  y las notas de una obra ideal que un poeta japonés siempre rehusaría, elegantemente, mostrar alguna vez . En justa correspondencia escribí un texto de más de treinta folios donde no aludí a ninguna de las obras de la galería, ni nombré a uno solo de los artistas. En la inauguración, Luisa se reía.

Los poetas japoneses se prodigan poco. Algún tiempo después Luisa realizó una exposición en Torino - que le había organizado un galerista amigo nuestro. Una de las piezas era un pequeño vidrio, plano, con unas láminas de oro flotando en la superficie.

Era muy bella. Pero le faltaba tan poco para desaparecer...

En el verano dejamos la ciudad. Luisa se fue a vivir al Norte, a no sé qué lugar con un puerto y pescadores de altura. Poco a poco fue dejando de escribir. Su nombre dejó de aparecer en las revistas. Las últimas cartas suyas eran un folio en blanco, con su firma.

El resto ya lo sabes. Yo me he refugiado en este lugar del Algarve, donde no he vuelto a publicar una sola línea. "


         - De    Correspondencia con el crítico   Eugenio Andrade.   Lisboa, eds. Gulbenkian, 2002.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

Others