sábado, 17 de marzo de 2012

El espía que surge del frío


"Caía una lluvia fina, a través de la niebla se veían las estrellas grandes y pálidas, por la carretera pasaban los camiones, atravesando la noche, hacia el Norte".
"En otro instante, penetraron, sin previo aviso, en un banco de niebla que parecía haber descendido del cielo".
        
   -  John Le Carré          Tinker, taylor, soldier, spy.


La otra tarde, en la tertulia, alguien preguntó: "Oye, ¿quién es Tinker y quién era Taylor?". Se refería al misterio inicial de la novela El topo, sobre la que había aparecido una nueva versión cinematográfica. La pregunta sonó de repente estentórea, como si alguien hubiera quebrantado una ley no escrita. Porque en una tertulia en el café donde los temas de conversación son el toreo en línea de Capetillo, las fotografías perdidas de Juan Rulfo, el papel de Beria en los funerales de Stalin -o, -en una memorable versión interpretada en la barra-, el día en que Camino toreó mejor que Ordóñez en la Malagueta entre otras cosas, que alguien preguntara por un enigma semejante, tan distante de la etnografía mejicana o la Restauración alfonsina como pueda serlo el mundo de la cinematografía moderna, sonó, un momento, como un exabrupto.

Para mi sorpresa, todo el mundo estaba pendiente. Entonces les conté. Tinker es Alleline, Taylor es Bill Haydon, Soldier es Oliver Bland, Poorman - o Richman en otra versión - es Toby Esterhase. El propio Smiley es Beggarman... Nadie desveló la solución del enigma, por supuesto.


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En cualquier película de espías que se precie, está la niebla.

La niebla cubre el mundo. Y el espía, en un instante de lucidez, habla entre la bruma. Después, ésta vuelve a caer. Cubre las calles, los campos, los transeúntes. Y el espía, los espías, se vuelven a sumergir en ella. Su mundo es un mundo triste, de falsas apariencias, de una banalidad engañosa. Deben desvelarlo. Pero en el descifrado de la niebla a veces, casi siempre, aparece un segundo relato, que niega el anterior. Y un tercero. Y un cuarto. Y uno, posterior, enigmático hasta entonces, que nos devuelve al punto de partida... Siempre ha habido agentes dobles. Y revelaciones falsas .

El espía se aleja del lugar del encuentro - una ciudad del Este, un café en Berlín, un parque londinense, un aeropuerto perdido en Kazán... Entonces, la niebla vuelve a descender.

"Leamas salió fuera, al frío viento de octubre (...) Humo o polvo se elevaba a través de los haces de los reflectores; un velo que se mecía constantemente entre los márgenes de luz". Describía la escena inicial de El espía que surgió del frío, uno de los clásicos de John Le Carré. 


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Cuando, años después, se ha sabido por fin el nombre de los Cinco de Cambridge - Guy Burgess, Donald Mc Iean, Anthony Blunt, John Cairncross, Kim Philby - los cinco intelectuales, alguno de ellos asesor de la Reina y autor del memorable "Teoría de las artes en Italia", él mismo crítico con el cuadro del Guernica en la posguerra - porque dijo "que no estaba comprometido con la lucha de liberación" o algo así - alguien pensó en el más sutil guion del género de espionaje. Y sobre todo, del escenario clásico del mismo: la Guerra Fría. Nada es lo que parece, dedujo.

Otro recordó la vieja definición de Churchill sobre Rusia - se adivinaba la posguerra: " A riddle, wrapped in a mistery, inside an enigma"


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En una memorable versión de Smiley´s People - grabada, cómo no, por la BBC en los 80 - Smiley espera, en un oscuro puesto fronterizo, la llegada de alguien. Éste alguien es Karla, nada menos, el tenaz y tremendo cerebro de las agencias soviéticas. Los focos iluminan el puesto - cabe suponer, y así lo comenta alguno, que nos hallamos en el Berlín dividido. Detrás de los focos y del puente, comienza el Este, el mundo soviético. A este lado, está Occidente, la Alemania Federal. La niebla los cubre a ambos. Se despeja sólo en el preciso camino entre dos torres de vigilancia, en el paso. Después, se cierra de nuevo.

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Escenarios de la banalidad: naves abandonadas, hoteles de provincias, suburbios fabriles... Allí tiene lugar la revelación.

En "El tercer hombre", el clásico film de Carol Reed sobre guion de Graham Greene, una insólita Viena acoge a las sombras, al fantasma de Harry Lime. Es, en primer lugar, una Viena fantasmal, arrasada por una guerra que apenas deja ruinas en ella, pero que instaura el tiempo de la posguerra, la desolación y el estupor de después de la catástrofe.

Viena está dividida en cuatro sectores internacionales. Entre estos se desarrolla un oscuro intercambio, un trasvase enigmático - y letal. Las sombras lo cubren. Harry Lime está muerto, aseguran. Sobre las calles vacías, una figura, apenas adivinada, huye. Pasos, unos soportales, una arcada - inolvidable - que no guardan sino un espectro, entrevisto confusamente.

Luego, los lugares insólitos del espionaje, de la revelación. En este caso, son las cloacas de Viena, escenario sórdido de lo que se oculta, subyace debajo de las apariencias. La ciudad, los lugares reconocibles de la misma han quedado lejos - antes, en otra escena, habíamos visto el Prater, escenario de tantos otros relatos vieneses.

Pero éste pronto desaparece. Y sólo queda el subsuelo, las alcantarillas de Viena, un mundo que recorre, subterráneo, la ciudad. Y nunca sale a la superficie.

El espía, los otros personajes, acceden a él.



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Escenarios de la revelación - y del engaño. Hay que cruzar al otro lado, en plena posguerra, a un mundo velado y lluvioso y en sordina para acceder al secreto.

En "El topo", la última versión del clásico de Le Carré (2011), el espía debe cruzar la frontera, acudir a una cita en Budapest, en donde recibirá el secreto. Ésta tiene lugar en una desangelada galería comercial, en un café de paso. (En la novela de Le Carré el encuentro tenía lugar en un oscuro pabellón de caza, un bosque nevado cercano a Brno, en la frontera con Alemania). Antes, en la película, la noción del secreto había surgido en un oscuro hotel de Estambul. (En la novela, a su vez, era en la luminosa Lisboa). En "La Casa Rusia" - la versión de Fred Schepisi de la novela del inglés del mismo título- la noción de una posible revelación, enorme, aparece primero en una dacha a las afueras de Moscú, cercada por la nieve. Después, en la oscura convención de remotos representantes editoriales, en un hotel moscovita, cercado por la nieve asimismo - y por coches negros que se deslizan en silencio entre las inmensas avenidas.

En 1970 John Huston había creado en "La carta del Kremlin" uno de los relatos más perversos sobre el mundo del espionaje y de los siniestros personajes que lo poblaban. Su escenario era, de nuevo, el otro lado del Telón de Acero. Un paisaje de frío y secretos, y de escenas en aeropuertos desolados y clínicas sin nombre rodeaba la perversa, embrollada revelación que se demoraba, indefinidamente.

"Funeral en Berlin", "El telón de acero",  "El Danubio rojo", "El pacto de Berlín", "Una pequeña ciudad de Alemania"... son algunos de los otros títulos de un género, de un escenario ya clásico, al otro lado del espejo.

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En el clásico "El espía que surgió del frío" el protagonista, Alec Leamas, - representado por un magnífico Richard Burton - irá atravesando las distintas etapas de un viaje hacia el otro lado, hacia el país del frío y los secretos.

Al modo de un viaje iniciático, pero a la inversa -un descensum ad inferos - el protagonista, un espía en declive, deberá extrañarse de su propia ciudad, el Londres clásico de Control y Smiley, los melancólicos héroes de las novelas de Le Carré, para acceder finalmente al otro lado, al país de la extrañeza.

Sabrá que el viaje no tiene retorno cuando advierta que ha cruzado las líneas y se encuentre en un paraje desconocido, pero ya en la Alemania Oriental. Se encuentra en el Este, en un lugar innominado pero  reconocible. Entonces, se suceden los pabellones de caza destartalados en montes lluviosos, los hangares militares, las bombillas desnudas en sótanos sin ventanas, los muros sin señales, el silencio de sus acompañantes.

El juicio, el interrogatorio,-  la escena culminante de la película - tiene lugar en una fría sala como de escuela antigua, sin más referencia que alguna fotografía de los dirigentes del Partido, que los bancos y las mesas dispuestos en un orden desolado. No hay revelación, sabrá. O ésta, falaz, no conduce de nuevo sino al punto de partida, a unas calles de Londres que ya habían quedado extrañadas, tal vez para  siempre.

La escena final, memorable, se produce en el escenario trágico y banal del frío, en su límite. A este lado, calles sin luces, fachadas sin ventanas, puertas que no conducen a ninguna parte, naves vacías. Más allá, al otro lado de los focos que recorren parsimoniosos el Muro, las alambradas, están las luces de la ciudad occidental, los coches que esperan. Al otro lado de una pared de ladrillo, fría y sin  adornos.






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