Fotografías del bisabuelo Vicente repartidas por la casa. En una de ellas hay un grupo de personajes vestidos con levita y sombrero de copa sobre unas escaleras. Sonríen, satisfechos, y miran a la cámara. Deben de salir de un banquete, por el ruido que - a despecho del silencio de la imagen - parece que hacen. Uno de ellos porta uniforme militar, casco reluciente, un mostacho amplio. Sobre el casco, un penacho en blanco y negro. Otro, serio, es el párroco, con sotana y algo como una teja. El único de los demás que no lleva sombrero de copa es el bisabuelo, que porta un curioso bombín bajo, mezcla de canotier y montera torera. Es también el único con pajarita y traje claro. Todos los demás llevan bigote, perilla, oscuras levitas...
Salen de un banquete, sin duda. Esta afición a los banquetes, esta afición a las celebraciones masivas semeja aún del XIX, de principios de siglo. Los del 98 hablan continuamente de ella. Los políticos también. La tía Concha nos recordaba, todavía horrorizada, cuando el bisabuelo se presentaba de pronto en casa con unos amigos a comer. "¿Cuántos sois, Vicente?", le preguntaba la bisabuela. "Unos treinta", replicaba él. La bisabuela, indignada, se ponía a lanzar rayos y denuestos, aunque luego siempre ponía la mesa y a todos daba de comer.
Un solo día, contaba también la tía Concha, dejó a alguien en la calle. Fue una tarde que el bisabuelo le anunció que venía a merendar el párroco de no sé dónde "con unos sobrinos". "¿Y cuántos son los sobrinos del señor retor?", le preguntó ella. "Veintidós", respondió muy ufano el presbítero. "Pues vaya su santidad a merendar con sus sobrinos a otra parte", le contestó en un raro rasgo de malhumor la bisabuela.
La tía Concha se reía cuando lo contaba. Ella todavía sufría pensando en los apuros de su madre en la cocina, en los interminables banquetes, en comidas que enlazaban con la merienda y luego con la cena, la tertulia que se prolongaba en el porche, en las mesas del jardín.
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